El tritón malasio - Jane Yolen

Las tiendas no eran visibles desde la calle principal, y además casi se perdían en el laberinto de callejones. Pero la señora Stambley era una experta en antigüedades. Una ciudad nueva y un callejón nuevo excitaban sus instintos de cazadora y coleccionista, como ella gustaba explicar a su grupo en el hogar. Que esa ciudad se hallara a medio mundo de distancia de su cómoda casa de Salem, Massachusetts, no la preocupaba. Ella suponía que sabía cómo buscar, en Inglaterra o en los Estados Unidos.

Había dormitado al sol mientras el barco recorría el Támesis. A su edad las cabezadas eran importantes. Su cabeza se bamboleó tranquilamente bajo la cubierta de flores plegadas en una diadema de color vino. Ni siquiera escuchó la perorata del guía turístico. En Greenwich desembarcó mansamente junto con el resto de turistas, pero se escabulló con facilidad del yugo del guía, que llevó al resto del rebaño a comprobar el tiempo medio de Greenwich. La señora Stambley, con su abultado bolso de cuero negro apretado en una firme mano enguantada, fue a explorar por su cuenta.

A la derecha de la calle del puerto había un grupo de tiendas y, presintió ella, un par de callejuelas. El olor, aquel olor fuerte, misterioso y tentador, la atrajo.

Se desentendió de la calle principal y de los grandes escaparates de los almacenes. Un pequeño camino adoquinado separaba dos edificios y la señora Stambley se deslizó en él con la misma comodidad que un pie en una zapatilla usada muchas veces. Había varios ramales, y ella los examinó con sus lacrimosos ojos azules. Luego eligió uno. Sabía que sería el adecuado. Como decía a menudo a su grupo, en casa, «Tengo un don, un poder. Nunca me equivoco en eso».

Había varías tiendas pequeñas, ruinosas, que parecían introducirse las unas en las otras. Tenían gastado aspecto, como si estuvieran acurrucadas juntas; el húmedo viento del río convertía en polvo sus huesos, mientras una reluciente ciudad crecía alrededor de ellas. Los escaparates estaban sucios, con rayas de dedos. Sólo el comprador más intrépido podía entrar en esas tiendas. No había numeración en las puertas.

La primera tienda estaba llena de mapas. Y de no haber gastado ya su asignación para papel (ella separaba dinero para papel, oro y curiosidades) con una rara carta de la alcurnia de McCodrun, la señora Stambley habría comprado un mapa de los mares británicos decorado con tritones que tocaban «sus retorcidos cuernos» (eso había dicho el agachado vendedor). Se había sentido brevemente tentada. Ella coleccionaba «objetos de mer», como solía denominarlos. Artefactos y antigüedades marinas. La magia marina era su especialidad en el grupo. Pero el linaje de la familia McCodrun había agotado la holgada asignación para papel. Y la señora Stambley, siempre precisa en sus cálculos, jamás gastaba más de lo permitido. Como tesorera del grupo, ella tenía que mantener a raya al resto de miembros. No podía hacer menos con ella misma.

Por eso lanzó «ohs» y «ahs» en provecho del propietario, y porque el mapa era muy bello y probablemente del siglo diecisiete. Incluso logró que él rebajara varias libras el precio, manteniendo su interés por el mapa. Y el propietario se impresionó tanto con los conocimientos del mar y sus pobladores de la dama norteamericana que le devolvió la sonrisa pese a no haber comprado nada.

Las siguientes dos tiendas fueron una total pérdida de tiempo. Una estaba llena de reproducciones y material de segunda mano, tazas de porcelana pobremente pintadas y tarada cristalería. La señora Stambley salió olisqueando, murmurando en voz baja «chatarra», sin preocuparse de que la mujer del mostrador pudiera oírla. La tercera tienda fue peor, un supuesto establecimiento de artesanía repleto de tapas tejidas a mano para teteras y pobres labores de ganchillo de colorido simplemente consternador.

Al entrar en la cuarta tienda, la señora Stambley contuvo el aliento. El olor estaba allí, el olor a magia de alta mar. Tan profundo y tan oscuro que bien podía provenir de la Fosa de las Marianas. En todos sus años de búsqueda, ella nunca había hecho tal hallazgo. Se llevó la mano derecha al corazón y vaciló un poco mientras arrastraba uno de sus sensibles zapatos. Luego se irguió y miró el interior.

La tienda era mucho más alargada que ancha, con una escalera que subía en el punto medio de la pared. El resto de las paredes estaba tapado por aparadores donde se exhibían con muy buen gusto platos y copas de estilo Victoria y Eduardo. Un objeto en particular atrajo la atención de la norteamericana, porque tenía un Poseidón en un lado. Se acercó a mirarlo, pero el olor mágico no procedía de allí.

Libros amontonados en el suelo obstruyeron su camino, y la señora Stambley examinó algunos. Encontró una Enciclopedia Británica casi completa, la edición de 1913, a la que únicamente faltaba el volumen decimotercero. Había una primera edición de El libro de los condenados de Fort, y un misterioso libro mágico tan castigado por el agua que era imposible leer un solo hechizo. Había tres ejemplares de bolsillo de El folklore del mar, un agradable libro que ella tenía en casa. E incluso el oscuro Melusina, o la señora del mar en inglés y francés.

La señora Stambley pasó cuidadosamente junto a los libros y miró un instante tres recipientes de vidrio que contenían bonitas réplicas de primitivas goletas, incluso con las tallas de los mascarones de proa: una doncella india, un ángel, una anónima musa con largo y suelto cabello. Pero ya tenía varias cosas parecidas en su casa, siendo su favorita una supuesta copia del legendario barco del Holandés Errante. Mirar no cuesta nada, no obstante, y por eso ella estuvo mirando bastante rato, concediéndose tiempo para acostumbrarse al olor a profunda magia.

Casi tropezó con un cuarto recipiente, y tras darse la vuelta tuvo la conmoción de su vida.

En una vitrina de vidrio con adornos de bronce, apoyada en dos pies de madera, había un tritón malasio.

Ella había leído cosas sobre los tritones, naturalmente, en notas al pie de oscuras publicaciones especializadas y en un libro de encantamientos marinos especiales, pero jamás, ni en sus más alocados pensamientos, había imaginado ver uno. Se decía que los tritones habían desaparecido totalmente.

No eran auténticos tritones, por supuesto. Eran más bien obra de nativos malasios realizados a partir de monos y peces. Los malasios mataban a los monos, cortaban la parte superior, del ombligo para arriba, y les cosían una cola de pez. Los restos momificados los vendían después a inocentes hombres de mar en tiempos Victorianos. Los nativos llamaban tritones a las momias y los jóvenes marineros lo creían, llevaban su compra al hogar y la regalaban a seres queridos.

Y ahí, apoyado en pies de madera, se encontraba una muestra particularmente horrible, probablemente rescatada del desván donde había permanecido tantos años, cubierta de polvo, pudriéndose.

Era de color verde grisáceo, predominando más el gris, y tan esquelético que su caja torácica hizo pensar a la señora Stambley en fotos de niños africanos famélicos. Tenía los brazos al frente, muy rígidos, como un perro que estuviera chapoteando fuera del agua. La mueca de la cara, que tenía abultados labios y enormes orejas, era una fija mirada de horror. La señora Stambley no consiguió ver las costuras que unían la mitad de mono al pez.

—Veo que le gusta nuestro tritón —dijo una voz detrás.

Pero la señora Stambley no volvió la cabeza. Simplemente no podía apartar los ojos de la grotesca momia de la vitrina con adornos de bronce.

—Un tritón malasio —murmuró la señora Stambley. Una parte de su ser reparó en la etiqueta del precio a un lado de la vitrina: trescientas libras. Seiscientos dólares. Más de lo que llevaba encima... pero...

—De modo que sabe lo que es —prosiguió la voz—. Malo, malo. Muy malo.

El tritón cerró y abrió sus párpados desprovistos de pestañas y volvió la cabeza. Sus ojos eran totalmente negros, sin iris. Al doblar los labios hacia adentro dejó ver unos afilados dientes de apagado color amarillento. No tenía lengua.

La señora Stambley trató de apartar la mirada y no pudo. Se sintió arrastrada, arrastrada y arrastrada hacia las negras profundidades de aquellos ojos.

—Eso es francamente muy malo —repitió la voz, pero ahora muy distante y apagándose con rapidez.

La señora Stambley trató de abrir la boca para chillar, pero sólo brotaron burbujas. Estaba totalmente rodeada de oscuridad, frío y humedad, y a pesar de todo algo siguió tirando de ella hacia abajo hasta que aterrizó, con un desagradable ruido sordo, en un suelo de arena. Se levantó, se arregló la falda y el sombrero. Luego, mientras ponía el bolso firmemente bajo el brazo, notó que algo le aferraba el tobillo, como si las algas quisieran que ella echara raíces en aquel lugar. Empezó a debatirse cuando un cambio de la corriente que le golpeaba la cara la obligó a levantar la cabeza.

El tritón nadaba hacia ella, perezosamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo para llegar hasta la mujer.

La señora Stambley cesó su derroche de fuerzas para deshacerse de la traba de las algas, y abrió cuidadosamente su bolso sin dejar de mirar al tritón, que ya había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de ella. Su boca se abría y cerraba con horribles mordiscos. Sus huesudos dedos, con opacas membranas, parecían estirados hacia la mujer. Su cara de mono sonreía. Tras él dejaba una oscura y agitada estela.

El agua remolineó alrededor de la señora Stambley, le levantó la falda, hizo agitarse el dobladillo y dejó ver la braga. Por encima del tritón, muy arriba, la señora Stambley vio las sombras más oscuras de unos tiburones que daban vueltas, a la espera de lo que el tritón les dejara. Pero ni siquiera ellos osaban acercarse más mientras el tritón iba de caza.

Y después el fantástico animal estuvo tan cerca que la mujer vio el hueco de su boca, los tijereteados dientes, la negras uñas, la colérica vibración de las membranas. El ruido del animal llegó a la turista a través del filtro del agua. Igual que los lamentos y crujidos de un barco que zozobra.

La mano de la señora Stambley ya estaba dentro del bolso, con los dedos cerrados sobre la cartera y buscando en el bolsillo de las monedas las plumas de abadejo que guardaba allí. Cogió las plumas y las sostuvo ante ella. Era magia aérea, una magia más fuerte que la del mar, y estaban bendecidas en la iglesia. Daban buena suerte para enfrentarse a los pobladores del mar. La mano de la mujer sólo tembló un poco. Pronunció una palabra mágica que las agitadas aguas arrebataron de sus labios. El tritón se detuvo un instante, manteniendo sus grisáceas manos delante de su cara.

Las algas que rodeaban el tobillo de la señora Stambley se apartaron. La mujer dio una patada y descubrió que estaba libre.

Pero por encima un gran tiburón blanco dio la vuelta bruscamente y lanzó un golpe de agua hacia el cuerpo de la turista. Las minúsculas plumas se rompieron y la señora Stambley tuvo que soltarlas. Las plumas pasaron flotando junto al tritón y desaparecieron.

El animal bajó las manos, le sonrió como un mono de nuevo y siguió nadando. Pero ella sabía, igual que él, que el tritón no estaba a salvo de sus conocimientos. Eso le dio una ligera esperanza.

La mano de la mujer volvió a introducirse en el bolso y buscó la cremallera de un bolsillo. La abrió y sacó varios huesecillos, de un cangrejo bayoneta encontrado en las islas Elizabeth frente a la costa de New Bedford. Era potente magia marina y la señora Stambley confiaba enormemente en ellos. Cerró los dedos alrededor de los siete huesecillos, se los llevó primero al pecho, luego a la frente, finalmente los lanzó al tritón.

Los huesos flotaron entre mujer y animal y con la luz que se filtraba parecieron danzar, crecer, cambiar y unirse por fin formando una maraña.

La señora Stambley dio varias patadas, creó un seno de burbujas y, sosteniendo su sombrero con una mano y el bolso con la otra, entró como una anguila en el laberinto de huesos. Sabía que el ardid sólo serviría un par de minutos en el mejor de los casos.

Detrás de ella oyó el grito de caza del tritón, que buscaba la forma de introducirse. La mujer hizo caso omiso de los gritos y se impulsó con los pies a un ritmo constante, para situarse en el corazón del laberinto. Entrar era siempre más fácil que salir. La estela de burbujas llevaría adentro al tritón en cuanto encontrara la entrada. De momento la señora Stambley seguía oyendo sus golpes contra las paredes.

El bolso contenía un último objeto mágico. Una navaja arrastrada por el mar, abandonada en una playa de la costa norte, cerca de Rockport. Tenía una empuñadura negra con una guarda, y ella había montado una moneda de plata en el mango.

El agua del mar formaba variables dibujos en la hoja, que un momento parecían fuego, luego aire, la escritura del poder. La señora Stambley no era tan tonta como para leer esa escritura. Se volvió hacia el pasillo por donde el tritón debía aparecer. Con la navaja en la mano derecha, el sombrero torcido, el bolso agarrado bajo el brazo izquierdo, la turista supuso que su aspecto no sería el de una curtida luchadora. Pero en la magia, como cualquier bruja experta sabía, la apariencia era muy importante. Y ella no pensaba rendirse.

—Gran Lir —dijo, y su humana lengua añadió más urgencia a las burbujas que fluyeron de su boca—. Poseidón que ruges como un toro, Neptuno que arrojas lanzas, poderoso Njórd, Dragón de la cola hendida, mantenedme a salvo en las verdes palmas de vuestras manos. Sacadme ilesa del mar. Y cuando vuelva al hogar, os obsequiaré a vosotros y a los vuestros.

En algún lugar cercano chilló un animal, un toro, un caballo, una gran serpiente marina. Era la respuesta. En unos instantes ella sabría el significado. La señora Stambley escondió detrás de la espalda su mano derecha, con la navaja, y esperó.

El agua del laberinto de huesos se agitó coléricamente y el tritón dobló el último recodo. Al ver a la señora Stambley apoyada en la frágil pared, se echó a reír. La risa brotó de su boca como una cascada, formando un torrente de burbujas. El ruido de las burbujas al reventar subrayó especialmente el regocijo del animal. Después, el tritón mostró de nuevo sus horribles dientes, agitó la cola para avanzar e inició la caza.

La señora Stambley mantuvo la navaja oculta hasta el último instante. Y entonces, mientras los esqueléticos brazos del tritón buscaban su cuerpo, mientras los dedos de las manos apretaban el cuello de la mujer y sus afilados incisivos avanzaban hacia la garganta, la señora Stambley sacó el brazo y acuchilló al animal en un costado. El tritón retrocedió horrorizado, y la mujer atacó de nuevo, con la misma pericia, como si cortara pescado. El animal dobló la espalda, abrió la boca, lanzó un mudo chillido de burbujas y ascendió lentamente hacia la blanca luz de la superficie.

El laberinto de huesos se esfumó. La señora Stambley metió la navaja en su bolso, alzó las manos por encima de la cabeza y ascendió igualmente, dejando atrás una estela de burbujas tan oscuras como la sangre.

—Muy malo —acababa de decir la voz.

La señora Stambley dio media vuelta y sonrió suavemente mientras se arreglaba el sombrero.

—Sí, lo sé —dijo—. Muy malo que se halle en ese estado. Por trescientas libras me gustaría algo que estuviera un poco mejor cuidado.

La turista se hizo a un lado.

La propietaria de la tienda, una mujer arrugada y pintarrajeada con una membrana entre los dedos índice y medio, respiraba con dificultad. En la vitrina, el momificado tritón había caído de espaldas. En un costado tenía una profunda herida de cuchillo. La cavidad pectoral estaba hueca. Apestaba. Bajo el cuerpo había siete nudosos palitos que parecían, sorprendentemente, huesos.

—Sí —prosiguió la señora Stambley, sin molestarse en pedir disculpas por su apresurada salida—, un estado más bien lamentable. Me asombra que alguna gente trate de embaucar a los turistas. Por suerte yo no soy tan tonta.

Atravesó la entrada y se alegró al comprobar que el sol iluminaba la callejuela. Se llevó una mano a su abultado pecho y respiró profundamente.

—Espera, espera a que lo cuente al grupo —dijo.

Luego se abrió paso hasta la calle principal, donde el resto de turistas y el guía se hallaban tras bajar de la montaña. La señora Stambley caminó briosamente hacia ellos, arreglándose el sombrero una vez más y sonriente. Ni siquiera el pensamiento de haber perdido el mapa de los tritones logró deprimir su ánimo. La mirada de sorpresa de aquella vieja bruja que era la propietaria de la tienda compensaba el susto. Pero, ¿qué regalo suficientemente bueno podía ofrecer a los dioses? Un problema que ella podía resolver felizmente durante el viaje de regreso.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic