La capa - Robert Bloch

El sol agonizaba, y su sangre salpicaba el cielo mientras el astro se arrastraba hacia un sepulcro más allá de las montañas. El plañidero viento lanzaba las hojas secas hacia el oeste, como si las apremiara a asistir al funeral del sol.

«¡Tonterías!», pensó Henderson, y dejó de pensar.

El sol estaba poniéndose en un empañado cielo rojo, y un sucio y desapacible viento pateaba las hojas medio rotas hacia una inmunda zanja. ¿Por qué perdía el tiempo con fantasía barata?

«¡Tonterías!», repitió Henderson.

Probablemente, ese humor lo provocaba el día, meditó. Al fin y al cabo, el sol estaba poniéndose en la víspera de Todos los Santos. Esa noche era la más temida, cuando los espíritus aparecían y los cráneos gritaban en sus tumbas bajo tierra.

Eso, o bien esa noche era simplemente otro día de otoño, pésimo y frío. Henderson suspiró. Hubo otro tiempo, reflexionó, en que la llegada de esa noche significaba algo. Una sombría Europa, gimiendo de supersticioso miedo, dedicaba esa víspera al sonriente Desconocido. Un millón de puertas se atrancaban en otra época para impedir el paso a los diabólicos visitantes, un millón de plegarias se musitaban, un millón de velas se encendían. Esa idea tenía algo majestuoso, reflexionó Henderson. La vida era una aventura en aquellos tiempos, y los hombres andaban aterrorizados pensando en lo que encontrarían al doblar una esquina de una calle durante la medianoche. Vivían en un mundo de diablos, de espíritus que se alimentaban de cadáveres, de apariciones que buscaban almas... y, ¡cielos!, en aquellos días el alma de un hombre significaba algo. Ese nuevo escepticismo había cobrado un profundo significado aparte de la vida. Los hombres ya no veneraban sus almas.

«¡Tonterías!», repitió Henderson, instintivamente. Había un rasgo crudo, típico del siglo veinte, en la expresión que siempre refrenaba sus introspectivos arranques de imaginación.

La voz de su cerebro que decía «tonterías» ocupaba el lugar de la humanidad en Henderson, la humanidad vulgar que se haría eco del mismo sentimiento nada más oír sus secretos pensamientos. Por eso Henderson pronunciaba la palabra y trataba de olvidar problemas y frases recargadas al mismo tiempo.

Estaba caminando por la calle durante la puesta de sol en busca de un disfraz para la fiesta de esa noche, y era mejor concentrarse en localizar la tienda antes de que cerrara en vez de perder el tiempo soñando despierto en la víspera de Todos los Santos.

Los ojos de Henderson examinaron las sombras cada vez más negras de los sucios edificios que delimitaban la estrecha calle. De nuevo miró la dirección que había garabateado tras encontrarla en el listín telefónico.

¿Por qué demonios no encendían las luces las tiendas cuando oscurecía? Henderson no distinguía los números. Estaba en un barrio pobre, en ruinas, pero a pesar de todo...

De pronto, Henderson avistó la tienda al otro lado de la calle y se dirigió hacia ella. Pasó junto al escaparate y observó el interior. Los últimos rayos de sol caían oblicuamente sobre el tejado del edificio y el escaparate y los artículos. Henderson respiró bruscamente una vez.

Estaba mirando el escaparate de una sastrería de disfraces, no observando a través de una grieta del infierno. Entonces ¿por qué todo era rojo fuego, iluminando sonrientes rostros de locos?

—La puesta de sol —murmuró Henderson. Así era, naturalmente, y los rostros eran simplemente ingeniosas máscaras como correspondía a esa clase de establecimiento. De todos modos, la visión produjo un sobresalto al imaginativo hombre. Abrió la puerta y entró.

El lugar estaba oscuro y silencioso. Había olor a soledad en el ambiente, ese olor que persiste en sitios largo tiempo tranquilos: sepulturas, tumbas en espesos bosques, cavernas... «Tonterías.»

¿Qué diablos le pasaba, de todas formas? Henderson sonrió para disculparse con la vacía oscuridad. Era el olor de la tienda del sastre, y ese olor había trasladado a Henderson a sus tiempos de universitario y actor aficionado. Henderson conocía el olor de las bolas de naftalina, pieles deterioradas, maquillajes y pinturas. Había interpretado el papel de Hamlet y en sus manos había sostenido un sonriente cráneo que ocultaba todo el conocimiento en sus vacíos ojos. Un cráneo, obtenido en una sastrería de disfraces.

Bien, ahí estaba de nuevo, y el cráneo dio la idea a Henderson. Al fin y al cabo, era la víspera de Todos los Santos. Con el humor que tenía, ciertamente, no deseaba presentarse como raja, ni como turco, ni como pirata, todo el mundo recurría a esos disfraces. ¿Por qué no un demonio, un brujo, un hombre lobo? Ya podía ver la cara de Lindstrom cuando entrara en el elegante ático vestido con alguna clase de harapos. El hombre sufriría un ataque, con su gentío de alta sociedad ataviado con costosas imitaciones adquiridas en establecimientos de categoría. En cualquier caso Henderson no se preocupaba mucho por los sofisticados amigos de Lindstrom; una pandilla de jinetes aficionados y amazonas con arneses de joyas. ¿Por qué no cumplir con el espíritu de esa noche y disfrazarse de monstruo?

Henderson permaneció en la penumbra, a la espera de que alguien encendiera la luz, saliera de la trastienda y le atendiera. Al cabo de un minuto se puso impaciente y golpeó con brusquedad el mostrador.

—¡Oigan, ahí dentro! ¡Quiero que me atiendan!

Silencio. Y un ruido de pies arrastrándose en la trastienda, y... una voz desagradable para oírla en tinieblas. Una puerta bruscamente cerrada escalera abajo y después sonido de fuertes pisadas. De pronto Henderson abrió la boca. ¡Una negra masa estaba alzándose del suelo!

Era, naturalmente, el escotillón de la entrada del sótano. Un hombre arrastró los pies hasta ponerse tras el mostrador, con un candil en la mano. Con aquella luz, sus ojos parpadeaban soñolientamente.

La amarillenta cara del hombre se arrugó hasta formar una sonrisa.

—Estaba durmiendo, me temo —dijo en voz baja el hombre—. ¿En qué puedo servirle, caballero?

—Busco un disfraz para esta noche.

—Oh, sí. ¿Y en qué ha pensado?

La voz reflejaba fatiga, infinita fatiga. Los ojos seguían parpadeando en su macilenta y fláccida cara.

—Nada normal, me temo. Mire, preferiría algún traje de monstruo para una fiesta... Supongo que no tendrá nada de ese estilo.,

—Puedo enseñarle máscaras.

—No. Me refiero a un disfraz de hombre lobo, algo así. Algo más auténtico.

—Ya. Lo auténtico.

—Sí.

¿Por qué subrayaba la palabra el viejo estúpido?

—Tal vez..., sí. Tal vez tenga lo que busca, caballero. —Los ojos parpadeaban, pero la fina boca se torció hasta sonreír—. Lo ideal para esta noche.

—¿Qué es?

—¿Alguna vez ha considerado la posibilidad de ser un vampiro?

—¿Como Drácula?

—Ah..., sí, supongo que... como Drácula.

—No es mala idea. Pero ¿piensa que tengo tipo para eso?

El hombre le examinó con aquella forzada sonrisa.

—Hay vampiros de todas clases, tengo entendido. Usted serviría perfectamente.

—No es un cumplido —se mofó Henderson—. Pero ¿por qué no? ¿En qué consiste el disfraz?

—¿Disfraz? Simple ropa de noche, o lo que usted viste. Yo le proporcionaré la auténtica capa.

—¿Sólo una capa, nada más?

—Sólo una capa. Pero se lleva como una mortaja. Es una capa-mortaja, ¿sabe? Aguarde, se la enseñaré.

Los pesados pies arrastraron al hombre hacia la trastienda. Bajó por la entrada del sótano, y Henderson aguardó. Más ruidos, y por fin el anciano reapareció con la capa. La agitó en la oscuridad para quitarle el polvo.

—Aquí está. La capa genuina.

—¿Genuina?

—Permítame que se la ponga... Obrará maravillas, se lo aseguro.

La fría y pesada tela quedó colgando de los hombros de Henderson. El tenue olor aumentó mohosamente en sus ventanas nasales cuando dio unos pasos atrás y se miró en el espejo. La luz era escasa, pero Henderson vio que la capa producía una sorprendente transformación en su aspecto. Su alargada cara parecía más delgada, sus ojos se acentuaban con la palidez facial intensificada por la sombría capa que vestía. Era una mortaja, negra y enorme.

—Genuina —murmuró el anciano.

Debía de haberse acercado de repente, porque Henderson no lo había visto en el espejo.

—Me la quedo —dijo Henderson—. ¿Cuánto es ?

—El precio le parecerá muy divertido, estoy seguro.

—¿Cuánto?

—Oh. Digamos..., ¿cinco dólares?

—Tenga.

El anciano cogió el dinero, sin dejar de parpadear, y apartó la capa de los hombros de Henderson. Al deslizarse la tela, Henderson se sintió repentinamente cálido. Debía de hacer frío en el sótano, pues la capa estaba helada.

El anciano envolvió la capa, sonriente, y le dio el paquete.

—Se la devolveré mañana—prometió Henderson.

—No es necesario. La ha comprado. Es suya.

—Pero...

—Voy a dejar el negocio dentro de poco. Le será más útil a usted que a mí, estoy seguro.

—Pero...

—Que tenga una placentera noche.

Henderson fue hacia la puerta, confuso, y luego se volvió para saludar al parpadeante anciano en la penumbra.

Dos ojos le miraron llameantes desde el otro lado del mostrador: dos ojos que no parpadeaban.

—Buenas noches —dijo Henderson, y cerró la puerta con rapidez.

Se preguntó si no estaría enloqueciendo un poco.

A las ocho, Henderson estuvo a punto de telefonear a Lindstrom para decirle que no iría. Los escalofríos se reprodujeron en cuanto se puso la maldita capa, y al mirarse en el espejo sus nublados ojos apenas distinguieron el reflejo.

Pero después de unos cuantos tragos se sintió mejor. No había comido nada, y el licor calentó su sangre. Paseó por la habitación, ensayó posturas con la capa, la hizo girar alrededor de su cuerpo y adoptó un aire que creyó feroz. ¡Maldita sea, él iba a ser todo un vampiro! Pidió un taxi por teléfono y bajó al portal. Llegó el conductor y Henderson estaba allí, con la negra capa arrebozada.

—Quiero que me lleve —dijo en voz baja.

El taxista le miró, le vio con la capa, y palideció.

—¿Qué es eso?

—Le pedí que viniera —dijo guturalmente Henderson, mientras se estremecía de secreto regocijo.

Tras una feroz mirada de reojo, echó atrás la capa.

—Sí, sí. De acuerdo.

El conductor casi salió corriendo. Henderson le siguió.

—¿Adonde, jefe..., digo señor?

La asustada cara no se volvió cuando Henderson recitó la dirección y se recostó.

El taxi arrancó con una sacudida que provocó la apagada risita de Henderson, muy acorde con su personaje. Con el sonido de la risa el conductor se dejó llevar por el pánico y aceleró hasta el límite de velocidad dispuesto por el goberna¬dor. Henderson prorrumpió en carcajadas, y el impresionable taxista se estremeció visiblemente en su asiento. Fue toda una carrera, pero Henderson estaba totalmente desprevenido para lo que pasó. Tras abrir la puerta, ésta se cerró bruscamente y el taxista se apresuró a huir sin cobrar.

«Debo de tener los requisitos necesarios para este papel», pensó Henderson, complacido mientras entraba en el ascensor que llevaba al ático.

Había tres o cuatro personas más en el ascensor. Hender¬son las había visto en otras fiestas a las que Lindstrom le había invitado, pero ninguna pareció reconocerle. A él le complació pensar que su vestimenta, una rara capa y un raro gesto ceñudo cambiaran totalmente su personalidad y su aspecto. Los otros invitados llevaban esmerados disfraces: una mujer vestía un dis¬fraz de pastora de Watteau, otra iba ataviada de bailarina espa¬ñola, un hombre alto era Pagliacci y su compañero vestía de torero. Sin embargo, Henderson reconoció a los cuatro; sabía que sus elegantes atuendos no eran verdaderos disfraces, sino simples elaboraciones calculadas para realzar su aspecto. En las fiestas de disfraces la mayoría de la gente daba rienda suelta a reprimidos deseos. Las mujeres exhibían su silueta, los hom¬bres acentuaban su personalidad como el torero, o bufonea¬ban. Cosas penosas; esos necios convencionales se quitaban ansiosos su deprimente ropa de trabajo y salían corriendo ha¬cia una casa de campo, o a representar una obra de aficionados, o a participar en un baile de disfraces para satisfacer su famé¬lica imaginación. ¿Por qué no lucían llamativos colores en la calle? Henderson consideraba a menudo la cuestión.

Los elegantes ocupantes del ascensor eran ciertamente hombres y mujeres de magnífico aspecto con sus disfraces, muy saludables, muy sonrosados, llenos de vitalidad. ¡Qué gar¬gantas y cuellos tan robustos! Henderson observó los rollizos brazos de la mujer que tenía junto a él. Los miró fijamente, sin darse cuenta, un largo momento. Y luego vio que los ocupantes del ascensor se habían apartado de él. Estaban en un rincón, como si les causara espanto la capa y el gesto ceñudo de Hen¬derson, y los ojos de éste fijos en la mujer. La charla había cesado de pronto. La mujer miró a Henderson, como si estu¬viera a punto de hablar, y en ese instante se abrieron las puer¬tas del ascensor, ofreciendo un grato respiro.

¿Qué diablos pasaba? Primero el taxista, luego la mujer. ¿Acaso él había bebido demasiado?

Bien, no hubo posibilidad de considerarlo. Allí estaba Marcus Lindstrom, poniendo un vaso en la mano de Henderson.

—¿Qué tenemos aquí? ¡Ah, un espectro!

No hacía falta mirar dos veces para observar que Linds¬trom, como era acostumbrado en esas fiestas, estaba ya ma¬reado y empachado de botellas. El rollizo anfitrión nadaba claramente en alcohol.

—Toma un trago, Henderson, amigo mío. Yo beberé de la botella. Ese disfraz tuyo me ha espantado. ¿Dónde conseguiste el maquillaje?

—¿Maquillaje? No me he puesto maquillaje.

—Oh. No te has puesto maquillaje. Qué... tonto soy.

Henderson se preguntó si estaba loco. ¿Había retrocedido Lindstrom? ¿Estaban sus ojos realmente llenos de consterna¬ción? Oh, el hombre estaba claramente ebrio.

—Te..., te veré luego —tartamudeó Lindstrom mientras se alejaba y atendía rápidamente a otros invitados.

Henderson contempló la nuca de Lindstrom. Carnosa y blanca. Sobresalía del cuello del traje y tenía una vena. Una vena en el carnoso cuello de Lindstrom. El asustado Lind¬strom.

Henderson quedó solo en el recibidor. De la sala llegaba el sonido de música y risas, ruidos de fiesta. Henderson vaciló antes de entrar. Bebió la bebida que tenía en la mano: ron Bacardi, y fuerte. Después de tanta bebida estuvo a punto de marearle. Pero bebió mientras meditaba. ¿Qué le pasaba, qué ocurría con su disfraz? ¿Por qué asustaba a la gente? ¿Estaba desempeñando inconscientemente su papel de vampiro? Ese sarcasmo de Lindstrom al hablar de maquillaje...

Instintivamente, Henderson se acercó al alargado espejo del recibidor. Se tambaleó un poco, logró quedar inmóvil bajo la chillona luz. Miró el vidrio, observó el espejo, y no vio nada.

Se miró en el espejo, ¡y no había nadie allí!

Henderson se rió queda, diabólicamente, en lo más hondo de su garganta. Y al seguir contemplando el vacío espejo que no reflejaba nada, su risa se transformó en sombrío regocijo.

—Estoy borracho —musitó—. Debo de estar borracho. En el espejo de mi piso me vi difuso. Ahora me he pasado tanto que no puedo ver bien. Claro que estoy borracho. He hecho el ridículo, he asustado a la gente. Ahora veo alucinaciones..., o mejor dicho, no las veo. Visiones. Ángeles. —Bajó la voz—. Claro, ángeles. Justo detrás de mí, ahora mismo. Hola, ángel.

—Hola.

Henderson dio media vuelta. Allí estaba ella, con una oscura capa, su cabello un reluciente halo sobre una cara blanca y altiva, los ojos azul celeste y los labios de rojo infernal.

—¿Eres real? —preguntó Henderson suavemente—. ¿O soy tan estúpido que creo en milagros?

—El nombre de este milagro es Sheila Darrly, y le gustaría empolvarse la nariz, por favor.

—Tenga la bondad de usar este espejo por cortesía de Stephen Henderson —replicó el hombre de la capa, sonriente.

Se apartó un poco, con ojos atentos.

La mujer volvió la cabeza y le obsequió con una sonrisa lenta y picara.

—¿Nunca ha visto usar polvos? —preguntó.

—No sabía que los ángeles usaran cosméticos —replicó Henderson—. Pero hay muchas cosas que no sé respecto a los ángeles. A partir de ahora les dedicaré un estudio especial. Hay tantas cosas que deseo averiguar... Seguramente me encontrará detrás de usted toda la noche, con un cuaderno.

—¿Un vampiro con cuaderno?

—Oh, pero soy un vampiro muy inteligente, no uno de esos de los bosques de Transilvania. Descubrirá que soy encantador, estoy seguro.

—Sí, tiene todo el aspecto de serlo —se burló la mujer—. Pero un ángel y un vampiro..., es una curiosa combinación.

—Podemos reformarnos mutuamente —observó Henderson—. Además, sospecho que tiene usted algo de diablo. Una capa oscura sobre un disfraz de ángel. Un ángel oscuro, ¿no? Puede haber nacido en mi ciudad natal y no en el cielo.

Henderson se mostraba petulante, pero ciclónicos pensamientos remolineaban bajo la burla. Recordó discusiones pasadas, cínicas observaciones hechas y creídas por él mismo.

En cierta ocasión Henderson había declarado que no existía el flechazo, salvo en novelas o películas donde un artificio tan espectacular servía para acelerar la acción. Había afirmado que la gente conocía romances en libros y películas y consecuentemente adoptaba la creencia del flechazo cuando quizá lo único que sentía era deseo.

Pero esa mujer, Sheila, ese ángel rubio, había aparecido y eliminado todos los pensamientos de la mente de Henderson, todos sus pensamientos de morbosidad, embriaguez y necias miradas a los espejos. Y le había hecho zambullirse alocadamente en sueños de rojos labios, ojos de etéreo azul y finos brazos blancos.

Parte de estos sentimientos se reflejaron en los ojos de Henderson, y la mujer lo comprendió al mirarle.

—Bien —dijo Sheila—, espero que el examen le complazca.

—Un milagro de modestia, esto. Pero hay algo en particular que deseo saber sobre la divinidad. ¿Bailan los ángeles? —¡Qué vampiro tan discreto! ¿En la habitación contigua? Entraron en la sala cogidos del brazo. Los juerguistas estaban en pleno gozo. El licor había provocado jovialidad en su punto culminante, pero ya no había baile. Bulliciosas parejas reían agrupadas, abrazadas por toda la sala. Los acostumbrados chistosos de fiesta realizaban sus payasadas en los rincones. El ambiente superficial, que Henderson detestaba, estaba en total evidencia.

La reacción hizo que Henderson se irguiera al máximo y echara atrás la capa. La reacción provocó el gesto ceñudo de su pálido semblante, le obligó a caminar airosamente en meditativo silencio. Sheila pareció considerarlo como una magnífica broma.

—Hágales un numerito de vampiro —dijo ella riéndose, apretándole el brazo.

Y en consecuencia Henderson miró ceñudamente a las parejas, hizo horrendos y despectivos ademanes a la mujer. Y su avance provocó giros de cabezas, brusco cese de la charla. Recorrió la alargada sala como encarnación de la Muerte Roja. Los susurros siguieron su paso. —¿Quién es ese? —Sus ojos... —¡Vampiro! —¡Hola, Drácula!

Era Marcus Lindstrom y una morena de adusto aspecto con disfraz de Cleopatra. Ambos avanzaron dando tumbos hacia Henderson. El anfitrión apenas se tenía en pie, y su compañera de borrachera estaba igualmente descompuesta. A Henderson le gustaba Lindstrom cuando lo encontraba sobrio en el club, pero su conducta en las fiestas siempre le irritaba. Lindstrom era particularmente digno de censura en aquel estado, se mostraba grosero.

—Querida mía, quiero que conozcas a un muy querido amigo mío. Sí señor, siendo la víspera de Todos los Santos, he invitado al conde Drácula, y a su hija. Invité a su abuela, pero ella tiene que asistir a un Black Sabbath esta noche, acompañada por tía Jemima. Ja! Conde, le presento a mi pequeña compañera.

La mujer miró de reojo a Henderson.

—¡Oooooh, Drácula, qué ojos tan grandes tiene! ¡Ooooh, qué dientes tan grandes tiene! ¡Oooooh...!

—Francamente, Marcus —protestó Henderson, pero el anfitrión se había vuelto y estaba gritando a los invitados.

—¡Amigos, conoced a los verdaderos dioses! ¡El único vampiro genuino que vive en cautividad! ¡Drácula Henderson, el único vampiro existente con dientes falsos!

En cualquier otra circunstancia Henderson habría propinado a Lindstrom un rápido y eficaz puñetazo en la mandíbula. Pero Sheila estaba a su lado, y estaba en público. Era preferible complacer el torpe humor del anfitrión. ¿Por qué no ser un vampiro?

Tras sonreír rápidamente a la mujer, Henderson se irguió, miró a los reunidos y frunció el ceño. Sus manos acariciaron la capa. Qué curioso, aún estaba fría. Al bajar los ojos, Henderson vio que la ropa estaba algo sucia en los bordes; barro o polvo. Pero la fría seda resbaló entre sus dedos cuando se cubrió el pecho con ella, con su alargada mano. La sensación pareció inspirarle. Abrió al máximo los ojos, muy brillantes. Abrió la boca. Una sensación de fuerza dramática le inundó. Y observó el blando y carnoso cuello de Lindstrom, con la vena entre la blancura. Observó el cuello, vio que los presentes le observaban, y entonces el impulso se apoderó de él. Volvió la cabeza, con los ojos fijos en el arrugado cuello, el fluctuante, arrugado cuello del grueso anfitrión.

Unas manos se extendieron de pronto. Lindstrom chilló igual que una rata asustada. Era una rata rolliza, lustrosa, rebosante de sangre. A los vampiros les gusta la sangre. Sangre de la rata, del cuello de la rata, de la vena del cuello de la rata, de la vena del cuello de la chillona rata.

—Sangre caliente.

La profunda voz era la de Henderson.

Las manos eran las de Henderson.

Las manos rodearon el cuello de Lindstrom. Las manos sintieron el calor, buscaron la vena. El rostro de Henderson se inclinó en dirección al cuello y sus manos, mientras Lindstrom se debatía, apretaron con más fuerza. El semblante de Lindstrom estaba adquiriendo un tono púrpura. La sangre le subía a la cabeza. Excelente. ¡Sangre!

La boca de Henderson se abrió. Notó el aire en sus dientes. Se inclinó hacia el carnoso cuello y...

—¡Basta! ¡Ya es suficiente!

La voz, la refrescante voz de Sheila. Los dedos de ella en su brazo. Henderson levantó la cabeza, sobresaltado. Soltó a Lindstrom, que se derrumbó con la boca abierta.

Los invitados estaban mirando fijamente, y sus bocas formaban la instintiva O de asombro.

—¡Bravo! —musitó Sheik—. Le ha estado bien..., ¡pero le has asustado!

Henderson pugnó un instante por recobrarse. Luego sonrió y se volvió.

—Damas y caballeros —dijo—, acabo de ofrecer una pequeña demostración para probar que lo que ha dicho de mí nuestro anfitrión es totalmente correcto. Soy un vampiro. Puesto que ya tienen un buen aviso, estoy seguro de que no correrán más riesgos. Si hay un médico en la casa, quizá me conforme con una transfusión de sangre.

La O de asombro desapareció en las bocas y brotó risa de sobresaltadas gargantas. Risa histérica, luego sincera en parte. Henderson había salido bien librado. Sólo Marcus Lindstrom seguía mirando fijamente con unos ojos que reflejaban extremo miedo. Él lo sabía.

Y entonces acabó todo, porque uno de los chistosos salió del ascensor y entró corriendo en la sala. Había bajado a la calle y venía con el delantal y el gorro de un vendedor de periódicos. Pasó entre los invitados con un montón de periódicos bajo el brazo.

—¡Extra! ¡Extra! ¡No se lo pierdan! ¡Horror en la víspera de Todos los Santos! ¡Extra!

Los risueños invitados compraron periódicos. Una mujer se acercó a Sheila, y Henderson observó aturdido que la mujer se iba.

—¡Hasta luego! —gritó ella, y su mirada introdujo fuego en las venas de Henderson.

Pero Henderson no podía olvidar la terrible sensación que se había apoderado de él al coger a Lindstrom. ¿Por qué?

De forma automática aceptó un periódico que le tendía el vociferante pseudovendedor. «Horror en la víspera de Todos los Santos», gritaba el hombre. ¿A qué se refería?

Nublados ojos buscaron en el periódico.

Entonces Henderson se tambaleó. ¡Aquel titular! Era un extra, realmente. Henderson repasó las columnas con creciente pánico.

«Incendio en una sastrería de disfraces..., poco después de las ocho los bomberos recibieron aviso de acudir a la tienda de... Llamas incontrolables..., totalmente en ruinas... Daños estimados en... Un detalle extraño: se desconoce el nombre del propietario... Un esqueleto fue encontrado en...»

—¡No! —dijo Henderson en un jadeo.

Leyó, volvió a leer aquello atentamente. El esqueleto había aparecido en una caja de barro en el sótano de la tienda. La caja era un ataúd. Había otras dos cajas, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa, intacto a pesar del incendio...

Y en el recuadro de apresurada confección situado bajo la columna había comentarios de testigos presenciales, impresos bajo grandes titulares en grandes letras negras. La tienda causaba miedo a los vecinos. Clientela húngara, indicios de vampirismo, desconocidos que entraban en la tienda. Un hombre se refería a un culto que al parecer celebraba reuniones en el local. Superstición en torno a lo que se vendía: filtros de amor, estrafalarios amuletos y extraños disfraces.

Extraños disfraces..., vampiros..., capas... ¡Los ojos de aquel hombre!

«Esta capa es auténtica.»

«No podré usarla mucho más tiempo. Quédesela.»

El recuerdo de aquellas palabras surgió vociferante en el cerebro de Henderson. Salió presuroso de la sala y corrió hacia el espejo.

Un instante, luego se tapó la cara con un brazo para proteger sus ojos de la imagen que no estaba allí, del inexistente reflejo. Los vampiros carecen de reflejo.

No era extraña la rareza de su aspecto. No era extraño que brazos y cuellos lo atrajeran. Había atacado a Lindstrom. ¡Dios! ¡Dios!

La capa era la culpable, la negra capa con sus manchas. Las manchas de barro, barro de tumba. Vestir la capa, la fría capa, le causaba las sensaciones de un verdadero vampiro. Era una prenda maldita, una cosa que había tapado el cuerpo de un no muerto. La mohosa mancha de una manga era sangre.

Sangre. Qué agradable sería ver sangre. Paladear su calidez, su roja vida, tal como fluía.

No. Eso era una locura. Él estaba borracho, loco.

—Ah. Mi pálido amigo, el vampiro.

Otra vez Sheila. Y sobre el horror se alzó el latido del corazón de Henderson. Al mirar los brillantes ojos, la cálida boca en forma de roja invitación, Henderson sintió una oleada de calor. Observó el blanco cuello por encima de la oscura y reluciente capa, y sintió otra clase de calor. Amor, deseo y... hambre.

Ella debió de verlo en los ojos de Henderson, pero no se asustó. Muy al contrario, su mirada devolvió las llamas.

¡También Sheila se había enamorado!

Con un gesto impulsivo, Henderson soltó la capa de su cuello. El helado peso desapareció. Henderson estaba libre. Curiosamente, no deseaba quitarse la capa, pero lo había hecho. Era un objeto maldito, y al cabo de unos instantes él podía haber cogido a la mujer en sus brazos, para besarla, y continuar...

Pero Henderson no se atrevió a pensar en eso.

—¿Cansado del disfraz? —preguntó ella.

Con un gesto similar, también Sheila se quitó la capa y reveló la gloria de su vestido de ángel. Su rubia perfección de estatua hizo brotar un jadeo de la garganta de Henderson.

—Un ángel —musitó él.

—Un diablo —se burló ella.

Y de pronto se abrazaron. Henderson tenía en su mano las dos capas. Permanecieron con los labios en busca de embeleso hasta que Lindstrom y un grupo entraron ruidosamente en el recibidor.

Al ver a Henderson, el grueso anfitrión retrocedió.

—Tú... —murmuró—. Tú eres...

—Uno de los que se va—dijo Henderson, sonriente.

Cogió del brazo a Sheila y la llevó hacia el vacío ascensor. La puerta se cerró ante el rostro de Lindstrom, pálido y dominado por el miedo.

—¿Nos vamos? —musitó Sheila, apretándose a Henderson.

—Sí. Pero no a la tierra. No bajaremos a mi reino, subiremos... al tuyo.

—¿El jardín de la terraza?

—Exactamente, mi angelical amiga. Quiero hablar contigo con tus cielos como fondo, besarte entre las nubes y...

Los labios de ella buscaron los de él mientras el ascensor subía. _

—Ángel y diablo. ¡Vaya pareja!

—Eso creo yo —confesó ella—. ¿Qué tendrán nuestros hijos, halos o cuernos?

—Ambas cosas, estoy seguro.

Salieron a la desierta terraza. Y de nuevo era la víspera de Todos los Santos.

Henderson lo notó. Abajo estaba Lindstrom con sus elegantes amistades, en una ebria fiesta de disfraces. Allí arriba había noche, silencio, tinieblas. Ninguna luz, sin música, ni bebida, sin los parloteos que hacían idénticas todas las fiestas. Una noche como las demás. Esa noche era individual en la terraza.

El cielo no era azul, sino negro. Las nubes flotaban como grises barbas de suspendidos gigantes que observaban el redondeado globo anaranjado de la luna. Un frío viento soplaba del mar, y llenaba el aire de suaves y lejanos murmullos.

Ese era el cielo que las brujas recorrían para acudir a su Sabbath. Esa era la luna de la hechicería, el oscuro silencio de negras plegarias y musitadas invocaciones. Las nubes ocultaban monstruosas Presencias que deambulaban tras haber sido invocadas desde muy lejos. Era la víspera de Todos los Santos.

Además hacía bastante frío.

—Dame mi capa—murmuró Sheila.

Automáticamente, Henderson tendió la prenda, y el cuerpo de la mujer remolineó bajo el oscuro esplendor de la tela. Sus ojos lanzaban llamas a Henderson, una llamada que éste no pudo resistir. Se besaron, temblorosos.

—Estás frío —dijo Sheila—. Ponte la capa.

«Sí, Henderson —pensó él—. Ponte la capa mientras contemplas el cuello de Sheila. Luego, cuando vuelvas a besarla, querrás su cuello, ella te lo dará por amor y tú lo aceptarás por... hambre.»

—Póntela, cariño, insisto —musitó la mujer.

Sus ojos reflejaban impaciencia, ardían con una ansiedad igual a la de Henderson.

Henderson se estremeció.

«¿Ponerme la capa de tinieblas? ¿La capa de la tumba, la capa de la muerte, la capa del vampiro? ¿La diabólica capa, llena de fría vida propia que ha transformado mi cara y mi mente, que ha saturado mi alma de un hambre espantosa?»

—Toma.

Los finos brazos de Sheila le rodearon, pusieron la capa sobre sus hombros. Los dedos de la mujer le rozaron el cuello, como una caricia, mientras le ataban la capa al cuello.

Henderson se estremeció.

Entonces notó, en todo su cuerpo, la helada frialdad que se convertía en un calor más horrible. Sintió que se expandía, notó el gesto de mofa en su semblante. ¡Eso era Poder!

Y la mujer delante, sus ojos provocativos, tentadores. Henderson vio el ebúrneo cuello, el cálido y esbelto cuello, a la espera. Le esperaba a él, a sus labios.

A sus dientes.

No, imposible. Él la amaba. Su amor debía vencer la locura. «Sí, viste la capa, desafía su poder, y coge a Sheila en tus brazos como un hombre, no como un demonio. Debo hacerlo. Es la prueba.»

—Sheila.

Qué curioso, su voz era más grave.

—Sí, cariño.

—Sheila, debo decirte una cosa.

Los ojos de ella, tan fascinantes. ¡Sería muy fácil!

—Sheila, por favor. Has leído el periódico esta noche.

—Yo... compré la capa allí. No puedo explicarlo. Viste cómo ataqué a Lindstrom. Quería hacerlo. ¿Me entiendes? Quería... morderle. Con esta maldita capa me siento como una de esas criaturas.

¿Por qué no variaba la mirada fija de Sheik? ¿Por qué no retrocedía de espanto? ¡Qué confiada inocencia! ¿Le había entendido ella? ¿Por qué no echaba a correr? Él podía perder el control en cualquier instante, podía atacar a la mujer.

—Te amo, Sheila. Créeme. Te amo. —Lo sé.

Los ojos de ella brillaban con la luz de la luna.

—Quiero hacer la prueba. Quiero besarte, con la capa puesta. Quiero sentir que mi amor es más fuerte que... esto. Si me debilito, prométeme que te separarás y saldrás corriendo, en seguida. Pero que no haya malos entendidos. Debo enfrentarme a esta sensación y combatirla. Quiero que mi amor sea puro, seguro. ¿Tienes miedo? —No.

Ella seguía mirándole a pesar de todo, igual que él miraba su cuello. ¡Si Sheila supiera en qué estaba pensando!

—¿No piensas que estoy loco? Fui a esa tienda... Él era un hombrecillo viejo y horrible..., y me dio la capa. En realidad me dijo que pertenecía a un vampiro auténtico. Pensé que estaba burlándose, pero esta noche no pude verme en el espejo, y deseé el cuello de Lindstrom, y te deseo a ti. Pero debo superarlo.

—No estás loco. Lo sé. No tengo miedo. —Entonces...

La cara de Sheila le desafió. Henderson hizo acopio de fuerzas. Agachó la cabeza mientras sus impulsos batallaban. Durante un instante permaneció inmóvil bajo la espectral luna anaranjada, y su rostro se contorsionó a causa de la lucha. Y Sheila le tentó.

Los curiosos e increíbles labios rojos de la mujer se abrieron y de ellos brotó una argentina risa, mientras sus blancos brazos salían de su negra túnica y rodeaban suavemente el cuello de Henderson.

—Lo sé... Lo supe cuando miré el espejo. Supe que tenías una capa como la mía..., que conseguiste la tuya en la misma tienda que yo...

Extrañamente, los labios de Sheila parecieron esquivar los de Henderson mientras éste permanecía paralizado en un instante de conmoción. Después, Henderson notó en su cuello la helada dureza de los dientecillos de Sheila, una picadura raramente calmante, y una negrura total que se alzaba ante él.

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