La última espera - Mario Lamo Jiménez

Llevo ya diecisiete horas de muerto y nada, que no me entierran. ¡Qué aburridora es la muerte! Si por lo menos pudiera fumarme un chicote, no me molestaría tanto tener que esperar. Pude haber pasado al otro toldo con más elegancia, pero hasta mi misma muerte fue un fracaso. Al atravesar la séptima, clavo mi mirada en una morena que pasa contoneándose, me distraigo y me atropella el mensajero de la droguería con su cicla. Me doy la nuca contra la acera y ahí quedo como un pollo congelado exhibido en una vitrina, los papeles del juzgado regados por toda la calle, los ojos vidriosos y la lengua babeante. Hasta un perro que pasaba me lamió la herida. Lo espantó la sirena de la ambulancia que, como es obvio, llegó demasiado tarde. Una vez en el hospital, muerto ya, no me querían admitir por no tener la tarjeta del seguro social. Entre los curiosos me habían desvalijado la billetera y el reloj. El reloj no me importa porque ni para dar la hora servía, pero la billetera sí me duele porque era de piel de camello y me traía recuerdos de Elisa. En la funeraria me probaron seis cajones pero ninguno era de mi talla. Finalmente, para ahorrar dinero, mi mujer se decidió por uno imitación caoba y como no cabía en él, me quitaron los zapatos y me doblaron los pies. Ahora me van a enterrar con las medias rotas. ¡Yo que sólo ganaba noventa mil pesos mensuales! Mi mujer al principio se puso a llorar, pero cuando le dijeron que el seguro de vida pagaba novecientos mil pesos, lo único que dijo fue: "Entonces no ha pasado nada, es como si se fuera a morir dentro de diez meses". Aquí estoy en la sala de mi casa esperando a que me entierren. Recostada en una pared está la corona barata que me mandaron los compañeros de la oficina. Sólo Gil vino a despedirme. Le debía veinte mil pesos y ahora está consolando a mi mujer.
Nunca me gustó esta sala. Las paredes están cubiertas de cuadros descoloridos y los muebles están raídos. Jamás me imaginé que mi última espera la pasaría precisamente en este sitio. Cuando Gil y mi mujer me dejaron solo, un ratón se asomó por la tapa del ataúd y casi me mata del susto. En estos momentos me conformaría aunque fuera con un café sin azúcar, como los que me preparaba Elisa. Se ve que está haciendo frío. Ahora no puedo llamar ni siquiera a Elisa para despedirme. La conocí hace tres años cuando trabajaba en el juzgado haciendo su tesis. Ella era estudiante de derecho. Nos enamoramos ahí mismo. Consuelo nunca supo nada. No valía la pena decirle, ella era muy celosa y su reino era la cocina. ¡Quién la ve ahora! ¡Mosquita muerta! Tan arrimada a Gil y ni siquiera me llora.
Esta noche estaría yo tomando cerveza y jugando tejo como todos los domingos, en cambio me toca pasar todo el fin de semana muerto y aguardando mi propio entierro. Si por lo menos me hubiera muerto un lunes o un martes, no habría tenido que ir al trabajo y hoy estaría divirtiéndome. El colmo de la mala suerte: morirme en mi día libre.
Ahora me toca esperar a que sean las once de la mañana, me metan en el cadillac negro y me paseen por todos los huecos del barrio. El cura debe de estar contento. "Por fin se murió este ateo", dirá tapándose la nariz cuando me entren a la iglesia oliendo a muerto. Me estremece la idea de tener que escuchar una misa. Será la misma ceremonia de siempre que me atormentaba desde niño: el cura cantando con su voz ronca, la iglesia llena de incienso y un poco de viejas llenas de arrugas llorando al muerto de turno a moco tendido. Siempre he sido alérgico al incienso, ya me veo estornudando en medio de la misa. Pensar que por eso cobran dos mil quinientos pesos. Yo no pagaría ni un peso por una misa de entierro. Después, cuando acabe la misa y se oigan las campanitas del vendedor de paletas a la puerta de la iglesia, me llevarán al hueco. Quién sabe quién me toque de vecino en el cementerio. Me imagino que uno no tiene derecho de escogerlo. Dios me libre, porque si me toca una paisa habladora me tocará quedarme toda una eternidad despierto escuchando sus quejas y sus lamentos. ¿Qué pasará cuando lleguen los sepultureros, doblen las campanas por última vez, me pongan la lápida y todo se quede a oscuras? No quiero ni pensarlo. No sé por qué, pero en estos momentos, preferiría estar como cada día, simplemente archivando papeles en la oficina del juzgado, o jugando billar en El Aventino. ¡Una noche es una cosa muy larga cuando uno está muerto! Todavía faltan diecisiete horas para que me entierren.

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