Estofado irlandés - Jean Ray

El menú estaba escrito con tiza sobre una pizarra escolar; ésta formaba, con un farol de llamas azules y un letrero de chapa recortada borroneado por las lluvias, un barroco colgante de miseria, en la esquina de la Night Ravenstreet.
Sólo el nombre de la calle era agradable. Night Ravenstreet: la calle del Cuervo de la Noche. Y, abovedándola, el cielo cargado de lluvia y hollín de Limerick.
Dave Lumley subió algunos escalones, que desembocaban en un hall poligonal como una tela de araña.
Esta imagen lo obsesionó por algunos instantes. Pero como sentía la culata de su Webley en el bolsillo, contra su cadera derecha, alzó los hombros y se introdujo en una fisura sombría de la tela que resultó ser un corredor donde humeaba una lámpara. El cálido olor del guiso lo acogió como un amable anfitrión, que guiaba su persona empapada por la lluvia de octubre.
¬En verdad ¬murmuró¬, comería cualquier cosa.
Fue entonces que los reflejos de su espíritu analizaron la singular atmósfera del lugar, las luces, los ruidos, los olores.
La lámpara no era más que un círculo de claridad, un rayo único evadido de un telón negro.
¬Una mirada de gato tuerta¬ se sonrió Dave burlonamente.
Pero hacia el fondo del corredor, como un alba roja en un túnel, distinguió vagos resplandores de hornos.
Los ruidos eran simpáticos y excelentes: chisporroteos de grasa caliente, estribillos de hervidor, carnes regadas con salsa que sonaban como cohetes, el claro choque de las cacerolas y la vajilla, un glu-glu de botellas que parecía parodiar una serie de besos golosos cayendo en cascada.
Toda su simpatía de hombre hambriento habría ido hacia los olores de las cálidas carnes y las salsas condimentadas, si un efluvio extraño, dulce y terrible no hubiese venido a flotar a su alrededor.
¬Conozco esto¬ murmuró.
Y, de repente, una cruel fantasmagoría se desarrolló como un film silencioso en su memoria: volvió a ver las enlodadas trincheras donde sangraban innumerables cadáveres de Tommie y Feldgrauen.
¬Esto huele a muerte¬ dijo¬, a sangre… ¡Puaj!
Afuera, una cruel ráfaga sacudió los colgantes de hierro; restalló un lejano disparo, seguido por el agudo barreno de un grito de sufrimiento.
Y, de pronto, otro grito subió en fúnebre alarido por los respiradores rojos. Pero una puerta acababa de abrirse de par en par en el muro, la luz desbordando en catarata, y un mozo emprendió, con gran cantidad de golpes de triángulo, de campanillas y xilófono, el estribillo del día.
¬En ningún lugar¬ decía el vecino de mesa de Dave Lumley¬, en ningún lugar tendría usted tanta carne por diez peniques.
Sin embargo, frente a esas rodajas blongas de carne asada, rosadas y blandas, Dave había perdido el apetito; la salsa marrón, en la que flotaban finos pedazos de cebolla quemada, se coagulaba en el plato.
¬¡Ah!¬ murmuró el vecino¬, carne de ternera a la cebolla… ¡Delicioso!
¬¿Cree usted realmente que esto es carne de ternera?¬ preguntó tímidamente Lumley.
¬¿Y si fuese de ballena, de chacal, o de oso blanco, qué importaría?¬ contestó el otro agresivamente¬. Por sus diez peniques, ¿qué querría su señoría? ¿Esturión asado, o un cerdito recién nacido, bien tierno, con salsa picante?
Dave Lumley advirtió entonces la formidable glotonería de todas aquellas personas que se atareaban alrededor de las mesitas de hierro.
Tragadas vorazmente, rociadas con turbia cerveza, se sucedían las porciones rosadas, pegajosas de salsa marrón, y esta atmósfera pesada, presa de masticaciones ruidosas, hipos de beatitud, degluciones veloces, como en un soplo de las pirámides humeantes de estofado irlandés. Luego, en gozo y estupor feliz, estas tres palabras pasaban en un leitmotiv de gratitud:
¬Diez peniques solamente… ¡Solamente diez peniques!
En medio de estas personas, cuyas entrañas habían sido roídas por un hambre sempiterno y hereditario, se contoneaba un tipo singular, de levita y cubierto por un sombrero de papel rosa.
¬¿Un loco?¬ preguntó Dave Lumley.
Su vecino le arrojó una mirada plena de indignación.
¬¿Qué dice usted? ¿Scotty Bell, un loco? Un excéntrico, sin duda, pero con toda seguridad un filántropo. Es él quien nos sirve porciones a diez peniques. ¡Hip, hip, hurra por Scotty Bell!
¬¡Hip, hip, hurra!¬ repitió la sala.
¬¿Violetas, señor?
Una pequeña mano muy blanca tendía a Dave unas grotescas violetas de papel aceitado, humedecidas por algunas gotas de horrible perfume sintético, y por encima de ese ramo de miseria, Lumley vio la doble violeta de dos ojos tristes.
Lumley, a pesar de su pobreza, no había perdido su galantería de antiguo teniente de los Rochester Guardians.
¬Prefiero el color de sus ojos al de sus flores, señorita¬ dijo, tendiéndole un chelín.
Una sonrisa desconsolada, aunque encantadora, lo recompensó.
¬¿Puedo ofrecerle algo?¬ propuso el anciano oficial. Y su mano señaló un nuevo plato humeante que un mozo sombrío, con cabeza de viejo clown, acababa de depositar frente a su vecino.
La florista lanzó una extraña mirada sobre las rodajas jugosas.
¬No, eso no¬ murmuró¬. ¿Podría ser cerveza por favor?
Dave posó tiernamente su mano sobre la miserable manita blanca y sintió que temblaba violentamente; siguió la mirada violeta y vio, no sin disgusto, que estaba clavada en la de Scotty Bell.
Scotty Bell no tenía nada de escocés duro y seco, tallado en los peñones de la montaña. Era pequeño y grasoso; sus abominables ojos de lechuza, con pupila rasgada a lo largo, redondos e inmóviles, reflejaban en verde la luz de las lámparas.
¬Quisiera partir, señor¬ murmuró la florista¬; pero quisiera partir con usted.
•••
¿Cómo había sucedido?
Dave Lumley nunca lo supo.
Guardaba el vago recuerdo de su partida, de un corredor oscuro, de la presencia estremecida de la joven a su lado, luego el dolor repentino y sordo de un golpe en la nuca, una lucha furiosa y una caída interminable en las tinieblas.
Pero lo que quedaba y quedaría siempre en su memoria, era un grito de mujer, un grito de espanto, de dolor, seguido de un gorgoteo atroz.
Ahora, despierto, veía a su alrededor los uniformes color marrón claro de la policía montada de Irlanda.
¬Se escapó de una buena, teniente¬ dijo cerca suyo una voz amable¬. Y no le faltó mucho.
Dave Lumley reconoció, en el sargento de la policía, a su anciano ordenanza Big Jones. A dos pasos de él, la cabeza deformada del mozo sombrío, con cara de viejo clown, ensangrentada en el suelo.
¬No, no le faltó mucho, felizmente¬ repitió el policía.
Entonces Lumley sintió que se estrechaba convulsivamente la culata de su revólver.
¬¡No, no mire allí!¬ continuó Big Jones¬. ¡Basta de horrores por hoy!
Pero Dave tuvo tiempo de entrever el cadáver de la pequeña florista, la garganta bien abierta… Y, más lejos, en el resplandor rojo de una lámpara, veía a los policías depositando cosas horribles sobre una tabla de carnicero: manos, piernas, flácidos senos de mujer, y una cabeza humana gesticulando horriblemente…
Una multitud muda y horrorizada colmaba la Night Ravenstreet.
Lumley vio que llevaban a Scotty Bell sólidamente encadenado, un girón de papel rosa adherido aún al cráneo.
¬¡Un cliente para Jack Ketch! ¬ gritó una voz en la sombra.
¬Daba a comer carne humana a sus clientes¬ dijeron otras voces.
El ex oficial reconoció a su lado, con la cabeza tristemente inclinada sobre el pecho, a su vecino de mesa de hacía un momento.
¬Nunca tendremos tanto de comer por diez peniques¬ murmuraba en un doloroso tono de desesperación.

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