Sólo salimos de noche - Bernardo Fernández

El motociclista ni siquiera se dio cuenta en qué momento Arno encajo los colmillos en su cuello. Si acaso hay recuerdos al otro lado del sepulcro, el ultimo de este pobre diablo ser el de un sujeto pálido lanzándose hacia el, con el rostro deformado en una mueca grotesca, la boca abierta y los ojos desorbitados.
Cuando acaba, Arno escupe con un poco de asco los restos de la sangre del policía que quedan en su boca. La sangre es como la pizza y el sexo, aun cuando este mala es buena. Pero hay límites. Creo que Arno disfruta atacando autoridades prepotentes. Especialmente cuando lo paran por exceso de velocidad.
-Ahí tiene su mordida, imbécil- dice Arno al cadáver. Tiene una preferencia extraña por los chistes obvios. Por supuesto, no se lo festejo, lo dice cada vez que mata a un policía de transito, lo cual es bastante seguido; en un minuto estamos de nuevo sobre el Periférico con el acelerador a fondo.
Yo no he dejado de sorber mi malteada. Tengo una relación de amor-odio con las malteadas: adoro el sabor, pero detesto su densidad. ¿Como puede gustarme algo tan espeso? Cuando te acabas una grande, te duelen los dientes y encías por el frío y la boca queda entumida de tanto sorber. Ni siquiera la sangre es tan difícil de beber.
Pero tengo una debilidad incurable por todo lo que se beba con popote.
-Oye, Oso, ¿se mueren por el susto o desangrados? - dice Arno varios kilómetros adelante.
No se, Me has preguntado eso no menos de noventa veces los últimos quince años. ¿A quien le importa? Se mueren y ya - acabo con mi malteada y arrojo el vaso fuera del auto. Debo reconocerle a Arno que tiene un gusto estupendo para los coches. Muestra de ello es la joya sobre la que vamos, quizá la pieza favorita de su colección, un Cadillac 56 convertible rojo cereza. ¿Que fue de estos autos? Parece que fue ayer cuando dominaron la tierra, pero han desaparecido, siguieron el camino de los dinosaurios y los discos de vinilo. Los que quedan son ejemplares tan raros como el monstruo de Loch Ness. Igual que nosotros.
-Esta ciudad me gusta- digo para hacer platica- Hay tanta gente que a nadie le importa que desaparezcan uno o dos por noche. Aquí podrían vivir muchos más de los nuestros sin problemas.
-Pero no a todos les gusta el clima.
-Pero con lo barato que sale hache tener un teléfono celular, ¿a quien le importa el calor?
-Ya ni siquiera es tan caliente. Siempre esta lloviendo.
Por lo visto, Arno tiene ganas de contradecirme en todo lo que diga esta noche. Que se chinge. Después de setenta años viviendo hache, no me va a decir que no le gusta. Pongo música para sepultar la platica. Algo reciente, The Sisters of Mercy. Una buena banda. Casi me agradan. Vamos de Tacubaya a Xochimilco en solo cinco minutos. Al llegar a la pista de canotaje, Arno detiene un momento el coche, dejando sus llantas dibujadas en el suelo como un legado para las futuras generaciones. La nostalgia se asoma por sus ojos, delatándolo.
-Hace veinte años todo esto eran prados. Hasta podías ver vacas pastando. ¿En qué momento empezó a crecer así la ciudad?
-Mmmm, ¿Mil novecientos setenta y dos?- ironizo en mi tono.
-Es en serio, Oso. Creo que nos estamos haciendo viejos.
Ahora no puedo reprimir una carcajada burlona.
-Arno, no cumpliste cien años ayer. Deberías haberte acostumbrado desde hace mucho.
Molesto, arranca de nuevo el auto y toma el rumbo al norte. Desde hace treinta años, lo que más le divierte es recorrer el Periférico de Xochimilco a Satélite en el menor tiempo posible. Ha roto varias veces su propio record, y también ha destrozado varios autos. Pero esta noche es un paseo rutinario. No romper ninguna marca. Espero.
-¿Que hacemos, Oso?
-¿Que quieres hacer?
-No se. Algo nuevo.
-Pues no hay muchas opciones, No para nosotros.
Los demás autos van tan lentos que parecen piezas estáticas al lado del nuestro, pasamos junto a ellos deslizándonos como una sombra roja supersónica. La velocidad divierte siempre a Arno. Además creo que reafirma su autoestima, bastante dañada desde hace mucho. Antes de que se convirtiera en lo que es, era de estatura media, pero al correr el tiempo el promedio de la gente ha ido aumentando poco a poco, lo que lo ha convertido en un chaparro. Y eso no le gusta. Desventajas de vivir tantos siglos. Afortunadamente en mi época yo era un autentico gigante. De ahí mi apodo.
-No se quien fue el idiota al que se le ocurrió primero - me dice Arno.
-¿Que cosa?
-Que es muy divertido ser como nosotros.
-Los primeros años me los pase muy bien.
-Si, yo también, pero ahora...
-Estas deprimido, ¿verdad?
-Si.
-Ya llevas varios años.
-Desde el 68.
-Ya se te pasara. A todos nos sucede después de los ciento setenta. En realidad a mi no me paso, pero trato de elevar el animo de Arno. -Mas que deprimido, lo mío es hastío - dice mi amigo tras un breve silencio.
-¿Aburrimiento?
-No me digas que no te pasa, Oso. Lo has probado todo, has estado en todos lugares, comido todos los platillos, leído todos los libros, escuchado todos los discos, no hay perversión que desconozcas, ningún placer te es ajeno. Después de tanto tiempo, bueno, pareciera que ya no hay nada nuevo. Nada.
-Es que no te gustan los videojuegos.
-No digas mamadas, sabes a que me refiero. Y lo que mas me patea es esa imagen que han hecho sobre nosotros de un siglo para acá, todo ese glamour. No es cierto. Quisiera ver a todos esos chavitos que van vestidos de negro con quince aretes en la cara aguantarse a si mismos ochenta años.
No respondo. Cuando Arno esta en ese humor, nada puede hacerse, mas que dar vueltas por el Periférico. Solo lo hago por que soy su mejor amigo. El único que tiene. -¿Cuando fue la última vez que fuimos a bailar?- pregunta Arno después de recorrer varias veces la ciudad norte a sur y volver.
-Dos años.
-¡Una eternidad!
Volteo a verle con la expresión mas dura de mi catalogo. Esta vez si se paso.
-Arno, no digas estupideces.
-¿Tienes idea de la cantidad de antros que han abierto y cerrado en este tiempo? Quizá deberíamos regresar a la vieja rutina del ligue. A veces extraño seducir a mi merienda.
Honestamente yo también, pero no digo nada, solo asiento.
-Entonces ¿a donde vamos, Oso?
-Sabes que sobre Reforma siempre abra algo bueno.
-Últimamente proliferan los clubs de música dance. Ya sabes, puro pom pom pom. Eso me repugna.
-Podría ser peor. ¿Te acuerdas cuando todo era mambo y chachachá? Arno contesta con su silencio elocuente. Es un fan irremediable del Rimsky-Korsakov. No cabe duda, se quedo en los ochenta. Del diecinueve, quiero decir. Y me extraña, porque es mas joven que yo.
Reforma es la única calle de esta ciudad que de verdad me gusta. Y efectivamente, en pocos minutos encontramos un club de aspecto decente, el M´kele M´wamba. Arno no deja que el valet maneje su coche, así que lo estaciona el mismo. Yo le espero a la puerta de la disco. Por supuesto, hay una fila enorme para entrar. Cuando Arno me alcanza comienza a gruñir.
-Me caga hacer cola.
-Pero si nunca nos hemos formado. Creo que lo que te caga es no tener motivo de queja. Vamos hacia la entrada. El gorila de la puerta es apenas unos diez centímetros más alto que yo, pero saca varias cabezas a Arno, así que le dejo el placer de dominarlo con la vista. No hay humano que pueda sostener una mirada sin obedecernos como un esclavo. Siempre es divertido hacerlo, adoramos humillar personas. Al de la puerta no le queda mas que dejarnos pasar inmediatamente, ignorando las protestas de los imbéciles que no dejan entrar esta noche.
Por dentro, el M´kele M´wamba es una discoteque de ambientación africana retro ochentera. Me gusta, sobre todo por los neones azules y rosas, hace tiempo que no se veían. Este fin de siglo parece ser muy pobre en cuanto a ideas, están reciclando las tres décadas anteriores. Que falta de imaginación. Por un instante siento nostalgia por Paris en 1900, esos fueron buenos tiempos, pero hace ya un rato. Es parte del pasado. Del gran pasado.
Arno no tarda en hacerse de una chica larga y delgada de aspecto púbero. Anda en una etapa muy conservadora. Creo que ya se aburrió de los hombres y los niños. Y no lo culpo, yo mismo ya deje a los animales por la paz.
Tengo hambre. Decido ir por la cantidad más que por la calidad. Localizo a una chica alta y robusta que parece alemana. Me acerco a ella y le sonrío. Ella inevitablemente cae en el hechizo. Es de Sonora, no de Munich. En dos minutos la estoy besando, en tres paseando mi lengua por sus lóbulos y mordiéndole discretamente los labios, y en cinco ya froto con fuerza sus senos exuberantes. Allá abajo, mi demonio exige su infierno.
Veinte minutos después, Arno y yo salimos de la disco, acompañados por las dos mujeres y diez gramos de coca. El polvo es para ellas, a nosotros las drogas no nos prenden. Cosas el metabolismo. De nuevo, el Periférico fluye bajo las llantas del Cadillac. No entiendo la fijación de Arno por este circuito, ni siquiera se puede correr tan a gusto. Adelante, su chica va masturbándolo mientras maneja, atrás la mía se ha llevado mi pene a la boca. No le sorprende el anillo en el glande, pero si las dos argollas que cuelgan de mi escroto. Lame golosa el miembro, es toda una experta. Me abandono a la textura áspera de su lengua. Pienso en todos los tipos a los que follé para morder con fuerza su pene en el umbral de la eyaculación, y gozar del chorro sanguíneo que dejaba escapar el falo hinchado. Era como un bebedero.
Un rechinido de llantas me arranca de mis pensamientos. "Aquí vamos de nuevo", pienso, y me aferro al asiento tan fuerte como puedo. Pateo en la cara a la gorda, que me mira confundida sin entender que acaba de terminar su último minuto de vida. Cierro los ojos inconscientemente. Viene el primer impacto, siempre es el mas fuerte, luego una secuencia de volteretas interminables que dejan derramados trozos de metal retorcido por toda la calle. En el trayecto, el Cadillac colisiona contra otros dos autos y lo que parece un camión, y se parte en dos.
Cuando la mitad en la que viajo se detiene por fin, abro los ojos. Me encuentro con la mirada confusa de la chica desde el otro lado de lo que quedo de asiento. No se ha dado cuenta que un trozo de lamina arranco su cabeza del cuerpo. Los decapitados tardan varios minutos en morir y siempre es bonito ver su expresión de horror al darse cuenta de lo que ha pasado. Estiro el brazo hacia ella, la levanto por los cabellos ensangrentados y me llevo los restos de su cuello a la boca. Bebo poco porque tiene trozos de vidrio y tierra. Apenas si trago un sorbo. La tiro a un lado. Después trato de incorporarme, estoy muy golpeado. El auto esta completamente destrozado. Los otros dos coches están volteados. Se alcanzan a escuchar quejidos lastimeros. Que desmadre.
Busco a Arno con la vista y lo encuentro estampado contra una pared. Sus dos piernas quedaron prensadas bajo la otra mitad de los restos de su coche. Voy hacia el.
-¿Que te paso?- pregunto.
-La muy puta... me clavo las uñas con fuerza.
Eso debe doler.
-Creo que te vas a quedar sin piernas.
-Que importa, vuelven a crecer en un mes.
-Y sin coche favorito....
-Eso si me encabrona.
Se oye una sirena a lo lejos.
-Vámonos- le digo, y tiro con fuerza de su tronco. Efectivamente, las piernas se quedan entre lo que fue su coche. La causante de todo esto quedo embarrada contra el pavimento, parece una línea de crayola roja dibujada sobre un papel rugoso. Me echo a Arno encima y comienzo a andar con dificultad. Sus muñones gotean bastante. Creo que me fracture otra vez la cadera.
-No tarda en amanecer, Oso. No creo que lleguemos a la casa.
-Es una pena, vamos a tener que dormir en las cloacas de nuevo.
Abro una coladera, y me deslizo en su interior. Los intestinos de la ciudad nos reciben amorosos, como siempre. Quizás este sea nuestro verdadero mundo, y no el de Allah afuera. Si no fuera por el olor, me sentiría en casa.
-Es la ultima vez que haces esto, Arno. ¿Que tal que los dos nos quedamos imposibilitados?
-Ya no me regañes. Fue divertido.
Tengo que reconocer que a mi también me gusto. Más que la sangre, nos alimenta el miedo. Y vaya que esas dos perras lo sintieron antes de morir.
-Pero ya ni la chingas, Arno, me fui casi en ayunas. Todavía tú te bebiste a ese policía.
-La sangre de policía es como si no fuera sangre. Chingate unas ratitas.
Lo dejo recargado contra una pared. A pesar de la obscuridad, los dos vemos perfectamente. Varios cientos de roedores nos observan a distancia prudente. Ya nos conocen. No son fáciles de atrapar. Además, muerden.
-Pinche Arno
A lo lejos aparece una luz. Es una lámpara. Nos quedamos quietos- bueno Arno no tiene otra opción- mientras la luminosidad se va acercando. Es un empleado del Departamento del Distrito Federal. ¿Que hará aquí a estas horas?
-Espérame aquí, Arno, no te vayas a ir.
-Que chistosito, Oso.
-Oh, carbón, voy por mi cena.
Me levanto y camino hacia el hombre. Hay veces en que realmente me gusta ser vampiro. Si no fuera tan aburrido....

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic