La Cruz Azul - G. K. Chesterton



Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

            No; nada en él era extraordinario, salvo el li­gero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba som­brero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire espa­ñol y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel cha­qué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentin, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para ha­cer la captura más comentada del siglo.

            Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimu­larse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la cele­bración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiás­tico menor, o persona relacionada con el Con­greso. Pero Valentin no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.

            Hace muchos años que este coloso del crimen desapareció súbitamente, tras de haber tenido al mundo en zozobra; y a su muerte, como a la muerte de Rolando, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días -es decir, en sus peores días-, Flambeau era una figura tan estatuaria e internacional como el Káiser. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, co­metiendo otro peor.

            Era un gascón de estatura gigantesca y gran acometividad física. Sobre sus rasgos de buen hu­mor atlético se contaban las cosas más estupen­das: un día cogió al juez de instrucción y lo puso de cabeza «para despejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle de Rivoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que hacerle justicia: esta fuer­za casi fantástica sólo la empleaba en ocasiones como las descritas: aunque poco decentes, no sanguinarias.

            Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y de alta categoría. Pero cada uno de sus robos merecía historia aparte, y podría considerarse como una especie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negocio de la «Gran Compañía Tirolesa» de Lon­dres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, una gota de leche, aunque sí con algunos miles de suscriptores. Y a éstos los servía por el sencillísimo procedimiento de acer­car a sus puertas los botes que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosa corres­pondencia con una joven, cuyas cartas eran inva­riablemente interceptadas, valiéndose del procedi­miento extraordinario de sacar fotografías infini­tamente pequeñas de las cartas en los portaobjetos del microscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas se distinguían por una sencillez abrumadora. Cuentan que una vez repintó, aprovechándose de la soledad de la noche, todos los números de una calle, con el solo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.

            No cabe duda que él es el inventor de un buzón portátil, que solía apostar en las bocacalles de los quietos suburbios, por si los transeúntes dis­traídos depositaban algún giro postal. últimamente se había revelado como acróbata formidable; a pesar de su gigantesca. mole, era capaz de saltar como un saltamontes y de esconderse en la copa de los árboles como un mono. Por todo lo cual el gran Valentin, cuando recibió la orden de bus­car a Flambeau, comprendió muy bien que sus aventuras no acabarían en el momento de des­cubrirlo.

            Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre este punto las ideas del gran Valentin estaban todavía en embrión.

            Algo había que Flambeau no podía ocultar, a despecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo era su enorme estatura. Valentin estaba, pues, decidido, en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vendedora de frutas de desmedida talla, o un granadero corpulento, o una duquesa media­namente desproporcionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren no había topado con nadie que tuviera trazas de ser un Flambeau disimulado, a menos que los gatos pudieran ser jirafas disi­muladas.

            Respecto a los viajeros que venían en su mis­mo vagón, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril -pequeño él-, que se dirigía al punto terminal de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres verdu­leras lindas y pequeñitas, a una señora viuda -di­minuta- que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote catolicorromano -muy bajo también- que procedía de un pueblecito de Essex.

            Al examinar, pues, al último viajero, Valentin renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como pudín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarís­tico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e inep­tas como topos desenterrados. Valentin era un escéptico del más severo estilo francés, y no sen­tía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provo­car lástima en cualquier alma. Llevaba una som­brilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de vulga­ridad -condición de Essex- y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuan­do le vio volver, Valentin, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no le an­duviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentin, cuando hablaba con cualquiera, parecía estar tratando de des­cubrir a otro; a todos, ricos y pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculan­do si medirían los seis pies, porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pulgadas:

            Apeóse en la calle de Liverpool, enteramente seguro de que, hasta allí, el criminal no se le había escapado. Se dirigió a Scotland Yard -la oficina de Policía- para regularizar su situación y prepararse los auxilios necesarios, por si se daba el caso; después encendió otro cigarrillo y se echó a pasear por las calles de Londres. Al pasar la plaza de Victoria se detuvo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muy típica de Londres, llena de accidental quietud. Las casas, grandes y espaciosas, que la rodeaban, tenían aire, a la vez, de riqueza y de soledad; el pradito verde que había en el centro parecía tan desierto como una verde isla del Pacífico. De las cuatro calles que circundaban la plaza, una era mucho más alta que las otras, como para formar un estrado, y esta calle estaba rota por uno de esos admirables dis­parates de Londres: un restaurante, que parecía extraviado en aquel sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absurdo y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas y visillos listados de blanco y amarillo limón. Aparecía en lo alto de la calle, y, según los modos de construir habituales en Londres, un vuelo de escalones su­bía de la calle hacia la puerta principal, casi a manera de escala de salvamento sobre la ventana de un primer piso. Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos listados, y se quedó un rato contemplándolos.

            Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo huma­no; a veces, en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria, y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee cierto elemento de coinci­dencia fantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólo con lo prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la pru­dencia debiera contar siempre con lo imprevisto.

            Arístides Valentin era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y únicamen­te, inteligencia. Valentin no era «máquina pensante» insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos-. La máquina solamente es máquina, por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admira­bles que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse por la Revolución francesa. Pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, Palpaba sus limitaciones. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar de motores sin petró­leo; sólo el ignorante en cosas de la razón puede creer que se razone sin sólidos e indisputables Primeros principios. Y en el caso no había sóli­dos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich, y si estaba en Londres podría encontrársele en toda la escala que va desde un gigantesco trampista, que recorre los arrabales de Wimbledon, hasta un gigantesco toast­master[1] en algún banquete del «Hotel Métro­pole». Cuando sólo contaba con noticias tan va­gas, Valentin solía tomar un camino y un método que le eran propios.

            En casos cómo éste, Valentin se fiaba de lo imprevisto. En casos como éste, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los lugares más indicados -Bancos, puestos de Policía, sitios de reunión-, Valentin asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por las calles cerradas, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las trans­versales que le alejaran inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este pro­cedimiento absurdo. Decía que, a tener algún vis­lumbre, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, por­que había al menos probabilidades de que la mis­ma extravagancia que había llamado la atención del perseguidor hubiera impresionado antes al perseguido. El hombre tiene que empezar sus in­vestigaciones por algún sitio, y lo mejor era em­pezar donde otro hombre pudo detenerse. El as­pecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna.. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.

            Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las ligeras angarillas que habían servido para otro desayuno le recordaron su apetito; pidió, además,  un huevo escalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a un incendio; otra vez, con pre­texto de pagar por una carta falta de franqueo, y otra, poniendo a unos a ver por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. Y Valentin se decía -con razón- que su cerebro de detec­tive y el del criminal eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia des-, ventaja: El criminal pensaba sonriendo- es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico.» Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios..., pero la separó al instan­te: le había puesto sal en vez de azúcar.

            Examinó el objeto en que le habían servido la sal; era un azucarero, tan inequívocamente des­tinado al azúcar como lo está la botella de cham­paña para el champaña. No entendía cómo habían' podido servirle sal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaban alguna sorpresa. Probó el conte­nido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en derredor con aire de interés, buscando algunas huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en los saleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro, derramado sobre una de las pare' des, empapeladas de blanco, todo lo demás apa­recía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective -que no carecía de gusto por las bromas sencillas- le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputa­ción de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.

            -¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes estas bromitas? preguntó Valentin-.

¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?

            El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró tartamudeante, que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, se alejó corriendo, y volvió pocos segundos después acompañado del propietario. El propietario examinó también los dos recipientes, y también se manifestó muy asom­brado.

            De pronto, el camarero soltó un chorro inar­ticulado de palabras.

            -Yo creo -dijo tartamudeando- que fueron esos dos sacerdotes.

            -¿Qué sacerdotes?

            -Esos que arrojaron la sopa a la pared -dijo.

            -¿Que arrojaron la sopa a la pared? -pre­guntó Valentin, figurándose que aquélla era algu­na singular metáfora italiana.

            -Sí, sí -dijo el criado con mucha anima­ción, señalando la mancha oscura que se veía sobre el papel blanco-; la arrojaron allí, a la pared.

            Valentin miró, con aire de curiosidad al pro­pietario. Éste satisfizo su curiosidad con el si­guiente relato:

            -Sí, caballero, así es la verdad, aunque no creo que tenga ninguna relación con esto de la sal y el azúcar. Dos sacerdotes vinieron muy tem­prano y pidieron una sopa, en cuanto abrimos la casa. Parecían gente muy tranquila y respeta­ble. Uno de ellos pagó la cuenta y salió. El otro, que era más pausado en sus movimientos, estuvo algunos minutos recogiendo sus cosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlo tomó deli­beradamente la taza (no se la había bebido toda), y arrojó la sopa a la pared. El camarero y yo estábamos en el interior; así apenas pudimos lle­gar a tiempo para ver la mancha en el muro y el salón ya completamente desierto. No es un daño muy grande, pero es una gran desvergüen­za. Aunque quise alcanzar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Sólo pude advertir que dobla­ban la esquina de la calle de Carstairs.

            El policía se había levantado, puesto el som­brero y empuñado el bastón. En la completa os­curidad en que se movía, estaba decidido a se­guir el único indicio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto, bastante anormal. Pagó,   cerró de golpe tras de sí la puerta de cristales y pronto había doblado también la esquina de la calle.

            Por fortuna, aun en los instantes de mayor fiebre conservaba alerta los ojos. Algo le llamó la atención frente a una tienda, y al punto retroce­dió unos pasos para observarlo. La tienda era un almacén popular de comestibles y frutas, y al '' aire libre estaban expuestos algunos artículos con sus nombres y precios, entre los cuales se desta­caban un montón de naranjas y un montón de nueces. Sobre el montón de nueces había un tarjetón que ponía, con letras azules: «Naranjas finas de Tánger, dos por un penique› Y sobre las naranjas, una inscripción semejante e igual­mente exacta, decía: «Nueces finas del Brasil, a cuatro la libra› Valentin, considerando los dos tarjetones, pensó que aquella forma de humoris­mo no le era desconocida, por su experiencia de hacía poco rato. Llamó la atención del frutero sobre el caso. El frutero, con su carota bermeja y su aire estúpido, miró a uno y otro lado de la calle como preguntándose la causa de aquella con­fusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en su sitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón, siguió examinando la tienda. Al fin ex­clamó:

            -Perdone usted, señor mío, mi indiscreción: quisiera hacerle a usted una pregunta referente a la psicología experimental y a la asociación de ideas.

            El caribermejo comerciante le miró de un modo amenazador. El detective, blandiendo el bas­toncillo en el aire, continuó alegremente:

            -¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colocados en una frutería y el sombrero de teja de alguien que ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O, para ser más claro: ¿qué rela­ción mística existe entre estas nueces, anunciadas como naranjas, y la idea de dos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?

            Los ojos del tendero parecieron salírsele de la cabeza, como los de un caracol.

            Por un instante se dijera que se iba a arro­jar sobre el extranjero. Y, al fin, exclamó, ira. cundo:

            -No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, pero si son amigos de usted, dígales de mi par­te que les voy a estrellar la cabeza, aunque sean párrocos, como vuelvan a tumbarme mis manzanas.

            -¿De veras? -preguntó el detective con mucho interés-. ¿Le tumbaron a usted las manzanas?

            -Como que uno de ellos -repuso el enfurecido frutero- las echó a rodar por la calle le buena gana le hubiera yo cogido, pero tuve que entretenerme en arreglar otra vez el montón.

            -Y ¿hacia dónde se encaminaron los párrocos?

            -Por la segunda calle, a mano izquierda y después cruzaron la plaza.

            -Gracias -dijo Valentin, y desapareció como por encanto.

            A las dos calles se encontró con un guardia, y le dijo:

            -Oiga usted, guardia, un asunto urgente: ¿Ha visto usted pasar a dos clérigos con sombrero de teja?

            El guardia trató de recordar.

            -Sí, señor, los he visto. Por cierto que uno de ellos me pareció ebrio: estaba en mitad de la calle como atontado...

            -¿Por qué calle tomaron? -le interrumpió Valentin.

            -Tomaron uno de aquellos ómnibus amarillos que van a Hampstead.

            Valentin exhibió su tarjeta oficial y dijo pre­cipitadamente:

            -Llame usted a dos de los suyos, que ven­gan conmigo en persecución de esos hombres.

            Y cruzó la calle con una energía tan conta­giosa que el pesado guardia se echó a andar también con una obediente agilidad. Antes de dos minutos, un inspector y un hombre en tra­je de paisano se reunieron al detective francés.

            -¿Qué se le ofrece, caballero? -comenzó el inspector, con una sonrisa de importancia.      Valentin señaló con el bastón.

            -Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquel ómnibus -contestó, escurriéndose y abrién­dose paso por entre el tráfago de la calle. Cuan­do los tres, jadeantes, se encontraron en la im­perial del amarillo vehículo, el inspector dijo:

            -Iríamos cuatro veces más de prisa en un taxi.

            -Es verdad -le contestó el jefe plácidamen­te-, siempre que supiéramos adónde íbamos.    -Pues, ¿adónde quiere usted que vayamos? -le replicó el otro, asombrado.

            Valentin, con aire ceñudo, continuó fumando

en silencio unos segundos, y después, apartando el cigarrillo, dijo:

            -Si usted sabe lo que va a hacer un hom­bre, adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo que hace, vaya detrás de él. Extravíese don­de él se extravíe, deténgase cuando él se deten­ga, y viaje tan lentamente como él. Entonces verá usted lo mismo que ha visto él y podrá us­ted adivinar sus acciones y obrar en consecuen­cia. Lo único que podemos hacer es llevar la mirada alerta para descubrir cualquier objeto extravagante.

            -¿Qué clase de objeto extravagante?           

            -Cualquiera -contestó Valentin, y se hundió en un obstinado mutismo.

            El ómnibus amarillo recorría las carreteras del Norte. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detective no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayudantes empezaban a sentir una cre­ciente y silenciosa desconfianza. Acaso también empezaban a experimentar un apetito creciente y silencioso, porque la hora del almuerzo ya había pasado, y las inmensas carreteras de los subur­bios parecían alargarse cada vez más, como las piezas de un infernal telescopio. Era aquél uno de esos viajes en que el hombre no puede menos de sentir que se va acercando al término del uni­verso, aunque a poco se da cuenta de que sim­plemente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell. Londres se deshacía ahora en miserables tabernas y en repelentes andrajos de ciudad, y más allá volvía a renacer en calles altas y des­lumbrantes y hoteles opulentos. Parecía aquél un viaje a través de trece ciudades consecutivas. El crepúsculo invernal comenzaba ya a vislum­brarse -amenazador- frente a ellos; pero el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mi­rando a todas partes, no perdiendo un rasgo de las calles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejado atrás el barrio de Camden, y los policías iban medio dormidos. De pronto, Valentin se levantó y, poniendo una mano sobre el hombro de cada uno de sus ayudantes, dio orden de pa­rar. Los ayudantes dieron un salto.

            Y bajaron por la escalerilla a la calle, sin saber con qué objeto los hablan hecho bajar. Mi­raron en torno, como tratando de averiguar la razón, y Valentin les señaló triunfalmente una ventana que había a la izquierda, en un café sun­tuoso lleno de adornos dorados. Aquél era el de­partamento reservado a las comidas de lujo. Ha­bía un letrero: Restaurante. La ventana, como todas las de la fachada, tenía una vidriera escar­chada y ornamental. Pero en medio de la vidriera había una rotura grande, negra, como una estre­lla entre los hielos.

            -¡Al fin¡, hemos dado con un indicio -dijo Valentin, blandiendo el bastón-. Aquella vidriera rota...

            -¿Qué vidriera? ¿Qué indicio? -preguntó el inspector-. ¿Qué prueba tenemos para suponer que eso sea obra de ellos?

            Valentin casi rompió su bambú de rabia.     

            -¿Pues no pide prueba este hombre, Dios mío? -exclamó-. Claro que hay veinte pro­babilidades contra una. Pero, ¿qué otra cosa po­demos hacer? ¿No ve usted que estamos en el caso de seguir la más nimia sospecha, o de re­nunciar e irnos a casa a dormir tranquilamente?        Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudantes, y pronto se encontraron todos sen­tados ante un lunch tan tardío como anhelado. De tiempo en tiempo echaban una mirada a la vidriera rota. Pero no por eso veían más claro en el asunto.

            Al pagar la cuenta, Valentin le dijo al camarero:

            -Veo que se ha roto la vidriera, ¿eh,.

            -Sí, señor -dijo éste, muy preocupado con darle el cambio, y sin hacer mucho caso de Va­lentin.

            Valentin, en silencio, añadió una propina con­siderable. Ante esto, el camarero se puso comu­nicativo:

            -Sí, señor; una cosa increíble.

            -¿De veras? Cuéntenos usted cómo fue -dijo el detective, como sin darle mucha importancia.   

            -Verá usted: entraron dos curas, dos párro­cos forasteros de esos que andan ahora por aquí. Pidieron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos, uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir también, cuando yo advertí que me habían pagado el triple de lo debido. Oiga usted (le dije a mi hombre, que ya iba por la puerta), me han pagado ustedes más de la cuenta.» ¿Ah?», me contestó con mucha indiferencia. «Sí», le dije, y le enseñé la nota.... Bueno: lo que pasó es inex­plicable.

            -¿Por qué?

            -Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia que había escrito en la nota cuatro cheli­nes, y me encontré ahora con la cifra de catorce chelines.

            -¿Y después? -dijo Valentin lentamente, pero con los ojos llameantes.

            -Después, el párroco que estaba en la puerta me dijo muy tranquilamente: «Lamento enredar­le á usted sus cuentas; pero es que voy a pagar por la vidriera.» «¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a romper»; y descargó allí la som­brilla.

            Los tres lanzaron una exclamación de asom­bro, y el inspector preguntó en voz baja:        -¿Se trata de locos escapados?

            El camarero continuó, complaciéndose mani­fiestamente en su extravagante relato:

            -Me quedé tan espantado, que no supe qué hacer. El párroco se reunió al compañero y do­blaron por aquella esquina. Y después se diri­gieron tan de prisa hacia la calle de Bullock, que no pude darles alcance, aunque eché a correr tras ellos.

            -¡A la calle de Bullock! -ordenó el detec­tive.

            Y salieron disparados hacia allá, tan veloces como sus perseguidos. Ahora se encontraron en­tre callecitas enladrilladas que tenían aspecto de túneles; callecitas oscuras que parecían for­madas por la espalda de todos los edificios. La niebla comenzaba a envolverlos, y aun los poli­cías londinenses se sentían extraviados por aque­llos parajes. Pero el inspector tenía la seguridad de que saldrían por cualquier parte al parque de Hampstead. Súbitamente, una vidriera iluminada por luz de gas apareció en la oscuridad de la calle, como una linterna. Valentin se detuvo ante ella: era una confitería. Vaciló un instante y, al fin, entró hundiéndose entre los brillos y los alegres colores de la confitería. Con toda gravedad y mu­cha parsimonia compró hasta trece cigarrillos de chocolate. Estaba buscando el mejor medio para entablar un diálogo; pero no necesitó él comenzarlo.

            Una señora de cara angulosa que le había despachado, sin prestar más que una atención mecánica al aspecto elegante del comprador, al ver destacarse en la puerta el uniforme azul del policía que le acompañaba, pareció volver en sí, y dijo:

            -Si vienen ustedes por el paquete, ya lo re­mití a su destino.

dad. ¡El paquete! -repitió Valentin con curiosi­dad-. El paquete que dejó ese señor, ese señor párroco.

            -Por favor, señora -dijo entonces Valentin,

dejando ver por primera vez su ansiedad-, por amor de Dios, díganos usted puntualmente de qué se trata.

            La mujer, algo inquieta, explicó:

            -Pues verá usted: esos señores estuvieron aquí hará una media hora, bebieron un poco de men­ta, charlaron y después se encaminaron al parque de Hampstead. Pero a poco uno de ellos volvió y me dijo: «¿Me he dejado aquí un paquete?» Yo no encontré ninguno por más que busqué. «Bueno -me dijo él-, si luego aparece por ahí, tenga usted la bondad de enviarlo a estas señas.» Y con la dirección, me dejó un chelín por la molestia. Y, en efecto, aunque yo estaba segura de haber buscado bien, poco después me encontré con un paquetito de papel de estraza, y lo envié al sitio indicado. No me acuerdo bien adónde era: era por Westminster. Como parecía ser cosa de importancia, pensé que tal vez la Policía había venido a buscarlo.

            -Sí -dijo Valentin-, a eso vine. ¿Está cerca de aquí el parque de Hampstead?

            -A unos quince minutos. Y por aquí saldrá usted derecho a la puerta del parque.

            Valentin salió de la confitería precipitadamen­te, y echó a correr en aquella dirección; sus ayudantes le seguían con un trotecillo de mala gana.

            La calle que recorrían era tan estrecha y os­cura, que cuando salieron al aire libre se asom­braron de ver que había todavía tanta luz. Una hermosa cúpula celeste, color verde pavo, se hundía entre fulgores dorados, donde resaltaban las masas oscuras de los árboles, ahogadas en leja­nías violetas. El verde fulgurante era ya lo bas­tante oscuro para dejar ver, como unos puntitos de cristal, algunas estrellas. Todo lo que aún quedaba de la luz del día caía en reflejos dora­dos por los términos de Hampstead y aquellas cuestas que el pueblo gusta de frecuentar y reciben el nombre de Valle de la Salud. Los obre­ros, endomingados, aún no habían desaparecido; ', quedaban, ya borrosas en la media luz, unas cuantas parejas por los bancos, y aquí y allá, a lo lejos, una muchacha se mecía, gritando, en un columpio. En torno a la sublime vulgaridad del hombre, la gloria del cielo se iba haciendo cada vez más profunda y oscura. Y de arriba de la  cuesta, Valentin se detuvo a contemplar el valle.

            Entre los grupitos negros que parecían irse ' deshaciendo a distancia, había uno, negro entre todos, que no parecía deshacerse: un grupito de dos figuras vestidas con hábitos clericales. Aun­que estaban tan lejos que parecían insectos, Va­lentin pudo darse cuenta de que una de las dos figuras era más pequeña que la otra. Y aunque el otro hombre andaba algo inclinado, como hom­bre de estudio, y cual si tratara de no hacerse notar, a Valentin le pareció que bien medía seis pies de talla. Apretó los dientes y, cimbreando el bambú, se encaminó hacia aquel grupo con impaciencia. Cuando logró disminuir la distancia y agrandar las dos figuras negras cual con ayuda de microscopio, notó algo más, algo que le sor­prendió mucho, aunque, en cierto modo, ya lo esperaba. Fuera quien fuera el mayor de los dos, no cabía duda respecto a la identidad del menor: era su compañero del tren de Harwich, aquel cura pequeñín y regordete de Essex, a quien él había aconsejado no andar diciendo lo que traía en sus paquetitos de papel de estraza.

            Hasta aquí todo se presentaba muy racional­mente. Valentin había logrado averiguar aquella mañana que un tal padre Brown, que venía de Essex, traía consigo una cruz de plata con za­firos, reliquia de considerable valor, para mostrar­la a los sacerdotes extranjeros que venían al Congreso. Aquél era, sin duda, el objeto de plata con piedras azules», y el padre Brown, sin duda, era el propio y diminuto paleto que venía en el tren. No había nada de extraño en el hecha de que Flambeau tropezara con la misma extrañeza en que Valentin había reparado. Flambeau no perdía nada de cuanto pasaba junto a él. Y nada de extraño tenía el hecho de que, al oír hablar Flambeau de una cruz de zafiros, se le ocurriera robársela: aquello era lo más natural del mundo. Y de seguro que Flambeau se saldría con la suya, teniendo que habérselas con aquel pobre cordero de la sombrilla y los paquetitos, Era el tipo de hombre en quien todo el mundo puede hacer su voluntad, atarlo con una cuerda y llevárselo hasta el Polo Norte. No era de extrañar que un hombre como Flambeau, disfrazado de cura, hubiera logrado arrastrarlo hasta Hampstead Heath. La intención delictuosa era manifiesta. Y el detective compadecía al pobre curita desamparado, y casi desdeñaba a Flambeau por encarnizarse en víctimas tan indefensas. Pero cuando Valentin recorría la serie de hechos que le habían llevado al éxito de sus pesquisas, en vano se atormentaba tratando de descubrir en todo el proceso el menor ritmo de razón. ¿Qué tenía de común el robo de una cruz de plata y piedras azules con el hecho de arrojar la sopa a la pared? ¿Qué relación había entre esto y el llamar nueces a las naranjas, o el pagar de antemano los vidrios que se van a romper? Había llegado al término de la caza, pero no sabía por cuáles caminos. Cuando fracasaba y pocas ve­ces le sucedía- solía dar siempre con la clave del enigma, aunque perdiera al delincuente. Aquí había cogido al delincuente, pero la clave del enigma se le escapaba.

            Las dos figuras se deslizaban como moscas sobre una colina verde. Aquellos hombres parecían enfrascados en animada charla y no darse cuenta de adónde iban; pero ello es que se en­caminaban a lo más agreste y apartado del parque. Sus perseguidores tuvieron que adoptar las poco dignas actitudes de la caza al acecho, ocultarse tras los matojos y aun arrastrarse escon­didos entre la hierba. Gracias a este desagradable procedimiento, los cazadores lograron acercarse a la presa lo bastante para oír el murmullo de la discusión; pero no lograban entender más que la palabra «razón», frecuentemente repetida en una voz chillona y casi infantil. Una vez, la presa se les perdió en una profundidad y tras un muro de espesura. Pasaron diez minutos de angustia antes de que lograran verlos de nuevo, y después reaparecieron los dos hombres sobre la cima de una loma que dominaba un anfiteatro, el cual a estas horas era un escenario desolado bajo las últimas claridades del sol. En aquel sitio osten­sible, aunque agreste, había, debajo de un árbol, un banco de palo, desvencijado. Allí se sentaron los dos curas, siempre discutiendo con mucha animación. Todavía el suntuoso verde y oro era perceptible hacia el horizonte; pero ya la cúpula ; celeste había pasado del verde pavo al azul pavo, y las estrellas se destacaban más y más como joyas sólidas. Por señas, Valentin indicó a sus ayudantes que procuraran acercarse por detrás del árbol sin hacer ruido. Allí lograron, por pri­mera vez, oír las palabras de aquellos extraños clérigos.

            Tras de haber escuchado unos dos minutos, se apoderó de Valentin una duda atroz: ¿Si ha­bría arrastrado a los dos policías ingleses hasta aquellos nocturnos campos para una empresa tan loca como sería la de buscar higos entre los cardos? Porque aquellos dos sacerdotes hablaban realmente como verdaderos sacerdotes, piadosa­mente, con erudición y compostura, de los más abstrusos enigmas teológicos. El curita de Essex hablaba con la mayor sencillez, de cara hacia las nacientes estrellas. El otro inclinaba la ca­beza, como si fuera indigno de contemplarlas. Pero no hubiera sido posible encontrar una char­la más clerical e ingenua en ningún blanco claustro de Italia o en ninguna negra catedral española.

            Lo primero que oyó fue el final de una  frase del padre Brown que decía:, «...que era lo que en la Edad Media significaban con aquello de:, . los cielos incorruptibles».

            El sacerdote alto movió la cabeza y repuso:

            -¡Ah, sí i. Los modernos infieles apelan a su razón;! Pero, ¿quién puede contemplar estos mi­llones de mundos sin sentir que hay todavía universos maravillosos donde tal vez nuestra razón resulte irracional?

            -No -dijo el otro-. La razón siempre es racional, aun en el limbo, aun en el último extremo de las cosas. Ya sé que la gente acusa a la Iglesia de rebajar la razón; pero es al contrario. La Iglesia es la única que, en la tierra, hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto por la razón.

            El otro levantó la austera cabeza hacia el cielo estrellado, e insistió:

            -Sin embargo, ¿quién sabe si en este infinito universo...?

            -Infinito sólo físicamente -dijo el curita agi­tándose en el asiento-, pero no infinito en el sentido de que pueda escapar a las leyes de la verdad.

            Valentin, tras del árbol, crispaba los puños con muda desesperación. Ya le parecía oír las burlas de los policías ingleses a quienes había arrastrado en tan loca persecución, sólo para ha­cerles asistir al chismorreo metafísico de los dos viejos y amables párrocos. En su impaciencia, no oyó la elaborada respuesta del cura gigantesco, y cuando pudo oír otra vez el padre Brown estaba diciendo:

            -La razón y la justicia imperan hasta en la estrella más solitaria y más remota: mire usted esas estrellas. ¿No es verdad que parecen como diamantes y zafiros? Imagínese usted la geología, la botánica más fantástica que se le ocurra; pien­se usted que allí hay bosques de diamantes con hojas de brillantes; imagínese usted que la luna es azul, que es un zafiro elefantino. Pero no se imagine usted que esta astronomía frenética pue­da afectar a los principios de la razón y de la justicia. En llanuras de ópalo, como en escolleros de perlas, siempre se encontrará usted con la sentencia: «No robarás.»

            Valentin estaba para cesar en aquella actitud violenta y alejarse sigilosamente, confesando aquel gran fracaso de su vida; pero el silencio del sa­cerdote gigantesco le impresionó de un modo que quiso esperar su respuesta. Cuando éste se decidió, por fin, a hablar dijo simplemente, inclinando la cabeza y apoyando las manos en las rodillas:

            -Bueno; yo creo, con todo, que ha de haber otros mundos superiores a la razón humana. Im­penetrable es el misterio del cielo, y ante él hu­millo mi frente.

            Y después, siempre en la misma actitud, y sin cambiar de tono de voz, añadió:

            -Vamos, déme usted ahora mismo la cruz de zafiros que trae. Estamos solos y puedo destro­zarle a usted como a un muñeco.

            Aquella voz y aquella actitud inmutables chocaban violentamente con el cambio de. asunto. El guardián de la reliquia apenas volvió la cabeza. Parecía seguir contemplando las estrellas. Tal vez, no entendió. Tal vez entendió, pero el terror le había paralizado.

            -Sí -dijo el sacerdote gigantesco sin inmu­tarse-, sí, yo soy Flambeau.       

            Y, tras una pausa, añadió:

            -Vamos, ¿quiere usted darme la cruz?         

            -No -dijo el otro; y aquel monosílabo tuvo una extraña sonoridad.

            Flambeau depuso entonces sus pretensiones pontificales. El gran ladrón se retrepó en el respaldo del banco y soltó la risa.

            -No -dijo-, no quiere usted dármela, orgulloso prelado. No quiere usted dármela, célibe borrico. ¿Quiere usted que le diga por qué? Pues  porque ya la tengo en el bolsillo del pecho.

            El hombrecillo de Essex volvió hacia él, en l penumbra una cara que debió de reflejar el asombro, y con la tímida sinceridad del «Secretario Privado», exclamó:

            -Pero, ¿está usted seguro?    

            Flambeau aulló con deleite:

            -Verdaderamente -dijo- es usted tan divertido como una farsa en tres actos. Sí, hombre de Dios, estoy enteramente seguro. He tenido L buena idea de hacer una falsificación del paquete, y ahora, amigo mío, usted se ha quedado con el duplicado y yo con la alhaja. Una estratagema muy antigua, padre Brown, muy antigua.

            -Sí -dijo el padre Brown alisándose los cabellos con el mismo aire distraído-, ya he oído hablar de ella.

            El coloso del crimen se inclinó entonces hacia el rústico sacerdote con un interés repentino.

            -¿Usted ha oído hablar de ella? ¿Dónde?   

            -Bueno -dijo el hombrecillo' con mucha candidez-. Ya comprenderá usted que no voy ; decirle el nombre. Se trata de un penitente, un hijo de confesión. ¿Sabe usted? Había logrado vivir durante veinte años con gran comodidad gracias al sistema de falsificar los paquetes de papel de estraza. Y así, cuando comencé a sospechar de usted,, me acordé al punto de los procedi­mientos de aquel pobre hombre.

            -¿Sospechar de mí? -repitió el delincuente con curiosidad cada vez mayor-. ¿Tal vez tuvo usted la perspicacia de sospechar cuando vio usted que yo le conducía a estas soledades?

            -No, no -dijo Brown, como quien pide ex-  cosas-. No, verá usted: yo comencé a sospechar de usted en el momento en que por primera vez nos encontrarnos, debido al bulto que hace en su manga el brazalete de la cadena que suelen ustedes llevar.

            -Pero, ¿cómo demonios ha oído usted hablar siquiera del brazalete?

            -¡Qué quiere usted; nuestro pobre rebaño ...! -dijo el padre Brown, arqueando las cejas con aire indiferente-. Cuando yo era cura de Hartlepool había allí tres con el brazalete... De modo que, habiendo desconfiado de usted desde el pri­mer momento, como usted comprende, quise asegurarme de que la cruz quedaba a salvo de cual­quier contratiempo. Y hasta creo que me he visto en el caso de vigilarle a usted, ¿sabe us­ted? Finalmente, vi que usted cambiaba los pa­quetes. Y entonces, vea usted, yo los volví a cambiar. Y después, dejé el verdadero por el ca­mino.

            -¿Que lo dejó usted? -repitió Flambeau; y por la primera vez, el tono de su voz no fue ya triunfal.

            -Vea usted cómo fue -continuó el curita con el mismo tono de voz-. Regresé a la confitería aquélla y pregunté s; me había dejado por ahí un paquete, y di ciertas señas para que lo remitieran si acaso aparecía después. Yo sabía que no me había dejado antes nada, pero cuando regresé a buscar lo de p realmente. Así, en vez de correr tras de mí col el valioso paquete, lo han enviado a estas horas a casa de un amigo mío que vive en Westminster. -Y luego añadió, amar­gamente-: También esto lo aprendí de un po­bre sujeto que había en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo con las maletas que robaba en las estaciones; ahora el pobre está en un mo­nasterio. ¡Oh, tiene uno que aprender muchas cosas, ¿sabe usted? prosiguió sacudiendo la cabeza con el mismo aire del que pide excusas-. No puede uno menos de portarse como sacer­dote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.

            Flambeau sacó de su bolsillo un paquete de papel de estraza y lo hizo pedazos. No contenía más que papeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus pies revelando su gigantesca estatura, y gritó:

            -No le creo a usted. No puedo creer que un patán como usted sea capaz de eso. Yo creo que trae usted consigo la pieza, y si usted se resiste a dármela..., ya ve usted, estamos solos, la tomaré por fuerza.

            -No -dijo con naturalidad el padre Brown; y también se puso de pie-. No la tomará usted por fuerza. Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y segundo, porque no estamos solos.      

            Flambeau se quedó suspenso.

            -Detrás de este árbol -dijo el padre Brown señalándolo- están dos forzudos policías, y con ellos el detective más notable que hay en la tierra. ¿Me pregunta usted que cómo vinieron? ¡Pues porque yo los atraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se lo contaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No comprende usted que, trabajando entre la clase criminal, aprendemos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estaba seguro de que usted fuera un delincuente, y nunca es convenien­te hacer un escándalo contra un miembro de nuestra propia Iglesia. Así, procuré antes probarle a usted, para ver si, a la provocación se des­cubría usted de algún modo. Es de suponer que todo hombre hace algún aspaviento si se encuen­tra con que su café está salado; si no lo hace, es que tiene buenas razones para no llamar sobre sí la atención de la gente. Cambié, pues, la sal y el azúcar, y advertí que usted no protestaba. Todo hombre protesta si le cobran tres veces más de lo que debe. Y si se conforma con la cuenta exagerada, es que le importa pasar inadvertido. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir pa­labra.

            Parecía que el mundo todo estuviera esperando que Flambeau, de un momento a otro, saltara como un tigre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si le hubieran amansado con un conjuro; la curiosidad más aguda le tenía como petrificado.

            -Pues bien -continuó el padre Brown con pausada lucidez-, como usted no dejaba rastro a la Policía, era necesario que alguien lo dejara, en su lugar. Y adondequiera que fuimos juntos, procuré hacer algo que diera motivo a que se hablara de nosotros para todo el resto del día. No causé daños muy graves por lo demás;, una pared manchada, unas manzanas por el suelo, una vidriera rota... Pero, en todo caso, salvé la cruz,  porque hay que salvar siempre la cruz. A esta hora está en Westminster. Yo hasta me maravillo de que no lo haya usted estorbado con el «silbido del asno».

            -¿El qué? preguntó Flambeau.

            -Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído hablar de eso -dijo el sacerdote con una muequecilla-. Es una atrocidad. Ya estaba yo seguro de que usted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un "silbador". Yo no hubiera po­dido en tal caso contrarrestarlo, ni siquiera con el procedimiento de las "marcas"; no tengo bas­tante fuerza en las piernas:

            -Pero, ¿de q_ qué me está usted hablando? -preguntó el otro.

            -Hombre, creí que conocía usted las «mar­cas" -dijo el padre Brown agradablemente sor­prendido-. Ya veo que no está usted tan envi­lecido.

            -Pero, ¿cómo diablos está usted al cabo de tantos horrores? -gritó Flambeau.

            La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redonda y sencillota del clérigo.

            -¡Oh, probablemente a causa de ser un bo­rrico célibe! -repuso-. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace más que oír los pecados de los demás no puede menos de ser un poco entendido en la materia? Además, debo confesarle a usted que otra condi­ción de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote.

            -¿Y qué fue ello? preguntó el ladrón, alelado.

            -Que usted atacó la razón; y eso es de mala teología.

            Y como se volviera en este instante para re­coger sus paquetes, los tres policías salieron de entre los árboles penumbrosos. Flambeau era un artista, y también un deportista. Dio un paso atrás y saludó con una cortés reverencia a Valentin.

            -No; a mí, no, mon ami -dijo éste con ni­tidez argentina-. Inclinémonos los dos ante nues­tro común maestro.

            Y ambos se descubrieron con respeto, mientras el curita de Essex hacía como que buscaba su sombrilla.


[1] El que dirige los brindis.

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