Un caso de Psicoanálisis - Castle y Caraván

Era una hermosa mañana, una de esas mañanas agradables que prometen una jornada llena de satisfacciones. El doctor Nicholls se frotó las manos con alegría y las pasó luego por su calva cabeza, silbando algo parecido a una tonada popular, mientras se hamacaba en su sillón giratorio. El caro y elegante escritorio brillaba bajo la luz solar. En ese momento el reloj dio diez campanadas.
—¡El tiempo es oro! —gritó el doctor Nicholls, hablando consigo mismo—. ¡Al trabajo, al trabajo!
Su índice tocó el timbre que sobresalía a su derecha. La decorativa secretaria apareció silenciosamente.
—Hay un paciente, doctor. Uno nuevo.
El corazón del sicoanalista dio un salto gozoso en su pecho, como una trucha jugueteando sobre las aguas tras un escarabajo dorado.
—¡Que pase! —exclamó—. ¡No lo haga esperar, señorita! ¿Necesito peinarme la barba?
—No, doctor. Está perfectamente bien.
—¡Entonces no perdamos tiempo!
—Doctor... —la muchacha pareció dudar.
—¿Bueno?
—Este paciente no parece rico...
—¿No?
—¡Y además tiene todo el aspecto de un verdadero loco!
El color dorado desapareció de los rayos solares: la mañana perdió todo su encanto. Los pacientes habituales del doctor Nicholls eran señoras gordas, ricas y neuróticas.
Cuando aparecía algún enfermo que era menos rico y más neurótico que el término medio, el doctor lo internaba inmediatamente en un hospital gratuito y se lavaba las manos. Esto podía hacerle perder toda una tarde.
Lanzando un suspiro, el sicoanalista exclamó:
—Está bien, Martha. Hágalo pasar. Y vaya llamando al Hospital de Caridad para que preparen una cama.
—¿Qué sala, doctor?
—¿Cómo podría saberlo sin ver al paciente primero? Dígales que en la guardia de enfermos furiosos. Siempre se ponen furiosos cuando los hago encerrar —esta ocurrencia le devolvió el perdido buen humor y lanzó una carcajada mostrando sus dientes de oro—. ¡Hágalo pasar!
Nuevamente de buen talante, aguardó la entrada del presunto paciente.
—¡Hola, tío Milton!
El doctor Nicholls saltó sobre sus pies.
—¡Bosley! —gritó irritado— ¿Qué haces aquí?
—Estoy loco, tío Milton.
—¡Vete antes de que te eche!
Bosley se pasó una mano por el pajizo cabello.
—Será mejor que me cures, tío —dijo—. Suponte que vaya a hablar con tus pacientes y les explique lo que quiere decir la frase en latín que adorna tu diploma...
El doctor se dejó caer sobre la silla.
—¡No serías capaz! — murmuró quejumbroso.
—"Por el presente diploma certificamos que Milton Nicholls ha cursado los estudios correspondientes requeridos para recibir los honores, derechos y beneficios de los graduados en esta escuela de Estudios por Correspondencia siendo desde este momento Técnico en Televisión (2ª Clase)" —entonó Bosley.
—¡Está bien! ¡Está bien!
—¿Por qué Segunda Clase, tío Milton?
—Me bocharon.
—¡Oh!
—Ahora dime qué quieres, Bosley.
—Te lo dije, tío. Estoy loco y necesito que me cures.
—¿Qué sientes?
—Es algo raro...
—Apresúrate, Bosley. “El tiempo es oro”.
—¡Precisamente eso es, tío Milton! ¡Mi problema se relaciona con el tiempo y el oro! ¡Hace un par de años tuve una idea y ahora me estoy volviendo loco!
El sicoanalista hizo un gesto amargo, señalando su camilla:
—Acuéstate —dijo—. Cuéntame todo.
—Si me acuesto me quedo dormido.
—Puedes cambiar de dieta, comer muchos vegetales, respirar aire fresco y viajar. ¡Hasta la vista!
—¡Un momento! No puedo viajar pues no tengo dinero.
—¿No tienes dinero?
—Pero si me curas te pagaré un millón de dólares.
—¡Por última vez! ¿Me querrás decir de qué estás hablando?
—Escúchame, tío Milton: se me ocurrió que si aprendía de memoria los resultados de las carreras podría ganar dinero. ¿Comprendes?
El doctor se tiró de la barba y meneó la cabeza negativamente.
—No.
—Muy simple. Se trataba dé saber quién era el ganador y retroceder luego en el tiempo hasta el día de la carrera. Por eso pasé dos años estudiando los resultados...
El sicoanalista miró seriamente a su sobrino.
—Pues mi consejo es que te apresures para retroceder con tiempo y poder apostar, Bosley. ¡Buenas tardes!
—¡Es que no puedo!
—¿No puedes? ¿No puedes retroceder ni siquiera una miserable semana? ¡Qué vergüenza, Bosley! ¿Prueba nuevamente, eh? Pero en otro sitio, no en mi consultorio.
—¡Te digo que no puedo! Por eso me estoy volviendo loco, tío. ¡Tienes que arreglarme para que se me vaya la inhibición que me impide viajar hacia atrás en el tiempo!
Así fue como durante seis meses el doctor Nicholls dedicó una hora diaria de su valioso tiempo a curar a su sobrino para quitarle la inhibición que le impedía viajar en el tiempo.
—Bosley —le dijo al terminar el sexto mes—. ¿Estás seguro que sabes de memoria el resultado de todas las carreras de caballos de los últimos cien años?
—Positivamente, tío.
El sicoanalista tomó un librito negro y lo hojeó.
—¿Quién fue el triunfador del Derby de Dublín el 16 de junio de 1904?
—Arrastrado —repuso sonriendo Bosley—. ¿Quieres saber el tiempo empleado?
—¡No interesa! ¡Tenía esperanzas de que hubieras olvidado esa absurda información!
—No es absurda, tío Milton. Apenas pueda retroceder en el tiempo, la usaré.
—Escúchame, Bosley —el sicoanalista se inclinó hacia adelante y cruzó las manos sobre el escritorio. Había trabajado duramente para llegar a ese momento—. Si realmente pudieras viajar al pasado... ¿recordarías lo que aprendiste en el futuro?
—¡No seas tonto, tío! ¿Cómo podría recordar algo que no ha ocurrido aún?
—¿Entonces cómo harías para saber quién es el ganador?
—No lo sé, tío Milton. Pero estoy seguro que estando totalmente curado, iría a buscar al apostador y jugaría al caballo indicado.
Los ojos del doctor Nicholls brillaron y se inclinó más aun sobre el escritorio.
—¿En tal caso cómo sabes que no has retrocedido?
—¿Cómo?
—Eso mismo. ¿Cómo sabes que no has retrocedido del futuro hasta este momento del tiempo y lo has olvidado? Mira las cosas así, Bosley, y el absurdo complejo que te domina desaparecerá solo. Tú no quieres viajar al pasado. Ya lo has hecho. Piensa que vives en el pasado y has olvidado el futuro. Todas las mañanas repítelo al levantarte. ¿Comprendido?
Bosley pareció bastante confundido.
Pero al día siguiente volvió con una maleta llena de billetes de mil, contó un millón de dólares y lo colocó sobre el escritorio de su tío.
—Gracias, tío Milton —dijo alegremente—. Tu método me ha curado.
¡Ayer por la tarde conseguí recordar ocho ganadores!

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