El tutú - Paul Fournel

Josette Baconnier nunca tuvo edad de bailar. Había nacido en una familia de temperamento y de gustos rústicos, en la que cada día le prometían que bailaría al día siguiente. Cuando el día siguiente llegó y pudo ir a su primer baile, conoció al hombre de su vida, que se casó con ella tras haber bailado juntos un único tango. Le reclamó otros más, pero su esposo, que era el mejor hombre del mundo, respondía a todos sus pedidos con un lacónico: «Ya no es propio de nuestra edad».
Josette se acostumbró a la idea de que era muy vieja para bailar... Aunque eso no hizo, que el deseo desapareciera.
Pensó que la maternidad la curaría definitivamente y lo cierto es que en los últimos meses de su primer embarazo no soñó más con cabriolas, pero, no bien hubo nacido su hijo, se vio forzada a admitir que el deseo había regresado. Y después del nacimiento del tercero, este era más fuerte aún.
Tuvo, pues, que vivir con él.
Decidió bailar a escondidas.
Hizo el cálculo de los momentos de soledad disponibles en el día, y pensó en aprovecharlos. Podía trabajar, a grandes rasgos, dos medias horas por día.
Cada mañana bajaba antes que los demás para preparar el desayuno en la cocina. Era el mejor momento. Mientras miraba hervir la leche, hacía ejercicios de barra empleando el borde de la mesa. Los hacía tan intensamente como su robustez se lo permitía, y lo más suavemente posible para no despertar a toda la casa. Su único pesar era que debía hacerlos en pantuflas; las zapatillas de satén, asomando de su bata de nylon guatineado, no habrían dejado de llamar la atención. Para atenuar su decepción, tenía la costumbre, antes de empezar, de fingir que anudaba en torno a sus pantorrillas los lazos rosas de sus zapatillas imaginarias. Era el gesto mágico que le permitía entrar en la realidad de su sueño.
Los ejercicios matutinos eran muy rigurosos. Se imponía a sí misma una serie de ejercicios de estiramiento, luego algunas series de fouettés y de entre-chats. La fantasía y la improvisación estaban excluidas.
Al bajar por la escalera, unos veinte minutos más tarde, sus hijos y su marido la encontraban sentada a la mesa, tranquila, la tez rozagante y el apetito abierto.
En su jornada había un segundo momento de relativa calma al regresar del trabajo, al final de la tarde, antes de que su esposo volviese y mientras sus hijos hacían los deberes en la primera planta. Entonces daba rienda suelta a su pasión, pero nunca sobrepasaba los límites de la alfombra que sofocaba el ruido de sus saltos.
Al principio, no se sentía muy segura de su técnica y no se atrevía a comprar libros que hubiesen traicionado su secreto. Se las arregló por lo tanto como pudo hasta el bendito día en que su única hija, Micheline, cumplió los seis años.
Con la excusa de que una niña debe saber bailar y que no debe aprender en cualquier lugar, fue a la ciudad y visitó todos los cursos de danza que encontró. No era sectaria: le gustaba la danza en general y se dirigió tanto a las salas de danza clásica como a las de danza moderna, popular o jazz.
Fue como un cuento de hadas.
La pesquisa duró dos sábados que para Josette Baconnier fueron días inolvidables. Con su hija aterrorizada, aferrada a su falda, vio desfilar unas legiones de ratitas en tutú corto, unas oleadas de bailarinas, delgadas como juncos y con casacas de color. En la roja penumbra de un curso de tango, vio ondular vestidos con volantes, vio combarse unas espaldas de toreros, vio brillar unos ojos achinados.
Por todas partes oía una música atronadora, esa música esencial de la que se hallaba privada. Ya que estaba fuera de toda cuestión que ella pusiera un disco durante sus sesiones de trabajo, excluido incluso canturrear una melodía o contar en voz alta los compases.
Aprovechó su pesquisa para archivar la mayor cantidad de imágenes posibles, para almacenar una provisión de movimientos inéditos que a continuación repetía delante del horno.
Escogió para su hija un curso de danza clásica y la acompañó a su primera lección. Muy pronto tuvo que rendirse ante las pruebas: Micheline era pata dura y nada en ella dejaba prever una futura estrella de la Ópera de París.
A la pequeña, de hecho, le gustaba muy poco el ejercicio, se aburría mortalmente y no entendía qué interés podía haber en estirar de esa forma los músculos de los muslos.
Pero era una buena niña y se esforzó.
Josette aprendió mucho.
Observaba tanto, tanto, y participaba con tal ardor interior que acababa las lecciones más molida que su hija.
Pronto se convirtió en una especialista en ballet clásico. Mientras Micheline se duchaba y repeinaba, ella asistía a los cursos de las mayores que preparaban una gran fiesta de fin de año.
La televisión también era para Josette una fuente de valiosas informaciones. Sin embargo debía utilizarla con más precaución. Cada vez que unas bailarinas aparecían en la tele, su marido decía:
-¡Mira cómo gesticulan las imbéciles!
Frase que sus hijos repetían, por supuesto, para imitar a papá.
Ella, por norma, solía ubicarse de pie, detrás del sofá en el que todos se hallaban apoltronados, para que no pudieran ver brillar sus ojos, y no se perdía ni una migaja del espectáculo. Así fue como descubrió a Bejart, Carolyn Carlson, las estrellas del Bolshoi, Jorge Donn, Maia Plisetskaia y Les Clodettes.
Una noche, una bailarina ejecutó un movimiento tan perfecto y tan curioso que no pudo resistirse a la tentación de intentarlo en el acto. Se lanzó, lo más discretamente que pudo, y cayó redonda detrás del sofá. Había calculado mal su impulso.
Afortunadamente para ella, la familia pensó en una descompostura, la tendieron sobre el sofá, le pusieron en la frente unas compresas de agua fría.
Desafortunadamente para ella, apagaron también el televisor.
Su hija cumplió quince años. Su figura se afinó, sus piernas se alargaron y encontró un lugar entre las «grandes». Llegado el momento, preparó una gala.
Josette se fue agotando. Ensayaba mentalmente de la mañana a la noche cada encadenamiento, le angustiaba la idea de un público, tenía miedo de que las compañeritas no estuvieran a la altura...
A cuatro meses del acontecimiento, decidió no perder ni un minuto más y confeccionar ella el tutú romántico. Trabajó sin tregua. Y, como su hija no estaba allí, se lo probó ella misma.
La gala iría tal vez a convertir a su marido. A lo mejor, viendo bailar a su hija, se dejaría llevar y cambiaría de parecer; a lo mejor pronto tendría un hogar lleno de música, en el cual todos podrían bailar a su antojo...
Cuando Micheline llegó en el ómnibus del sábado, Josette se abalanzó sobre ella, la arrastró a su habitación y, radiante, le entregó el tutú.
La jovencita no mostró entusiasmo alguno.
La decepción de Josette fue terrible. Pero recibió otro golpe aún más terrible: Micheline le anunció con calma su irrevocable decisión de no participar en la gala y de no bailar más.
Fue un duro impacto.
Josette envolvió cuidadosamente el tutú en un papel suave, lo guardó en el armario del espejo y no habló nunca más del tema. Durante todo el fin de semana, apretó en su bolsillo un pañuelo hecho una bola y refunfuñó bastante.
No estaba enfadada con ella, pero le parecía una pena haber llegado tan lejos y abandonar sólo a pocas semanas de la gala...
Debió pasar algún tiempo para que se recobrara de la decepción.
Ya no tenía ningún motivo para asistir a los cursos y, sin pasión, se puso a bailar en sus recuerdos.
Josette, volvió a tener coraje el día en que el menor de sus hijos partió también a la ciudad. Entonces pudo darse el lujo de correr el sofá y de poner música. Tuvo la sensación de estar haciendo serios progresos. Josette estaba de visita en casa de una amiga cuando su marido murió por culpa de un pequeño mal paso en un andamio. La vinieron a buscar y corrió a toda prisa hasta la obra, sin ponerse ni siquiera el impermeable.
Sintió una pena espeluznante.
No había pensado que la muerte fuese así. Se habría quedado con gusto a solas con su esposo por algunas horas, pero no tuvo ni un segundo libre.
Debió arreglar los detalles del entierro, hacerle firmar los papeles al doctor, lavar el cuerpo, vestirlo, ordenar la casa, encargarse de las flores, conseguir la capilla ardiente, avisar a la familia y sobre todo soportar las condolencias de todas y de todos, detenerse mil veces para escucharse decir que era una desgracia, que los mejores son quienes parten primero...
Se refregaba los ojos, respiraba hondo y partía rumbo a sus obligaciones.
Durante todo el día, una idea la persiguió: se odiaba por no haber sido más perfecta con su esposo. Se odiaba en especial por no haberle dicho todo y por haber guardado en secreto una parte tan importante. Cien veces había tenido la intención de confesarle todo, y cien veces la había pospuesto. Ya sentía instalarse un nudo de remordimientos, con el cual tendría que convivir en adelante.
La jornada pasó como un remolino.
Micheline y los varones llegarían al día siguiente.
Hubo tanto y tanto que hacer que Josette sólo tuvo unrespiro después de medianoche.
El pueblo estaba dormido. La capilla ardiente ponía una mancha de luz anaranjada en la casa silenciosa y negra.
Josette permaneció largo rato en el umbral de la pieza, a solas por primera vez. Gruesas lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas. No sentía más el cansancio, de tan cansada que estaba, y los remordimientos, allá en la penumbra, resurgían para torturarla.
Después de un largo momento mirando el cadáver, se dirigió al armario apoyando apenas las puntas de sus pantuflas. Se desvistió frente al espejo, conservando tan sólo sus bragas y su camiseta de tricota. Abrió la puerta y extrajo del papel el preciado tutú.
Lo ató a su cintura, tiró hacia atrás los cabellos que sujetó con ayuda de una peineta y le ofreció a su esposo muerto su primera gala.
Le mostró todo cuanto había aprendido, todo cuanto sabía, bailó mejor que en un sueño, mejor que con un disco...
Su tutú, al girar, hacía mecer las llamas de los cirios, alargando su sombra en las paredes.
Mantuvo los ojos cerrados, la cabeza gacha, los bazos arqueados. Los fouettés borraron toda fatiga, las puntas alejaron sus temores.
Tenía en su cabeza toda la vida y toda la música posibles, todos los violines de Viena, todas las orquestas de todas las óperas, e iba llenando la habitación silenciosa con el terrible crujido de sus rodillas.

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