La sala de espera - R. V. Cassill

Una lluvia cálida y prometedora se abatía so­bre el autocar que hacía el trayecto entre Wash­ington y el empalme de Marengo. La nieve se estaba deshaciendo. El agua corría ennegrecida en las cunetas y entre las matas y los setos que bordeaban la carretera. Mary Adams estaba sen­tada con la cara pegada a la ventanilla, admiran­do la forma en que actuaba fuera la lluvia, y sa­boreando aún el estar sentada sin mojarse dentro del abrigo de acero del autocar, del abrigo de sus agradables ropas, y del impalpable abrigo de re­gresar a la universidad con un anillo de compro­miso regalado por Joe Perry.

Le faltaba una espera de diez minutos en el empalme de Marengo, cuarenta y cinco minutos más en un autobús hasta la terminal de Iowa City, seis más en taxi, uno andando, dos minutos para subir la escalera y estaría en su habitación de los dormitorios. Allí podría estar tendida en cama to­da la noche, oyendo cómo la nieve se fundía con la lluvia, al otro lado de su ventana. Podría dormirse con la certeza de que los años de ansiedad –su propia ansiedad y de manera sutil, la de sus pa­dres–, quedaban atrás, como una excitación ambigua que nunca la había dejado respirar libre­mente. Ya podría dormir con la impresión de que no sólo Joe Perry se había prometido con ella durante el fin de semana, sino que ella también se había comprometido con el porvenir; que no sólo iba a casarse con un chico guapo que trabajaba en la oficina de John Deere, sino también se casaría con un futuro de años sólidos.

Naturalmente (sabía esto a pesar de sus en­sueños), el programa no iría de acuerdo con sus pensamientos. Se tropezaría con Sara o Chris, o con Elizabeth, en el pasillo del dormitorio, o tal vez con alguna otra chica en el tocador, y, como es natural, se lo contaría. La noticia daría pronto la vuelta por el tercer piso y su cuarto no tardaría en ser invadido por las amigas. Tendría que ense­ñar las fotos de Joe, el anillo, explicar en qué se ocupaba Joe, habría risas y algún comentario por parte de Elizabeth delante de todas (la voz mascu­lina, ronca, de Elizabeth, diría: «Un tipo varonil, ¿eh, chicas?» «Hummm...» «Y vaya manazas...» «Oooohhh...» «Bien, seguro que ahora te alegras de haber sido una chica decente, ¿eh?» «Hu... hu...»). Pero después de todo el bullicio, aún ten­dría unos minutos antes de dormirse, durante los cuales volvería a asegurarse de su felicidad.

–¡Marengo, empalme! –gritó el conductor.

Volvió a medias la cabeza al decirlo, y Mary observó, cosa que no había hecho antes, que era un hombre viejo, demasiado viejo para conducir un autocar, y el estilo de su bigote era positiva­mente anticuado, como los que se veían en las fotos del álbum de su padre. Se había vuelto bajo la penumbra, y los limpiaparabrisas destellaron detrás de él como hoces locas.

Mary se abrochó el abrigo, cogió la bolsa del estante y palpó los rincones del asiento en busca del bolso. Al principio no lo encontró, y volvió a experimentar la desvanecida ansiedad, que de­rribó la estructura de su consuelo. Tenía en el bolso el billete del autocar y todo su dinero, aun­que su madre le había aconsejado que no viajase sin algún fondo de reserva metido en el sostén o en un zapato.

El bolso debía de haber caído al suelo. Alguien debía de haberlo pisado sin querer, porque, cuan­do lo cogió, sus dedos tocaron el barro. Lo abrió y registró apresuradamente para ver si se había roto algo. El coche se detuvo y el conductor volvió a gritar:

–¡Marengo, empalme!

–Mala noche –murmuró el hombre cuando Mary se disponía a apearse.

–Oh, a mí me gusta. Y es primavera.

–Seguro –sonrió el viejo conductor–. Faltan sólo ocho o nueve meses para Navidad. No, aún no es primavera. La sala de espera está a la dere­cha, señorita.

Un individuo salía del solitario edificio, que era una combinación de estación de servicios y otras dependencias, protegiéndose la cabeza y los brazos con un impermeable. El hombre inició una conversación con el conductor mientras Mary co­rría para guarecerse de la lluvia.

La sala de espera era un local de color verde obscuro, muy mal alumbrado, a pesar de que un extremo se abría, mediante unos peldaños, a un bar restaurante, brillantemente iluminado, y en el otro extremo había unos letreros de neón, anun­ciando SEÑORAS y CABALLEROS, que arrojaban una luz colorada sobre los bancos más próximos. Algunos bancos estaban ocupados por los viajeros en tránsito, y en uno había diversos bultos y ma­letas.

Mary escogió un asiento al lado de una mujer que tenía a un chiquillo en brazos, miró con indi­ferencia a los que ocupaban otros bancos, los cua­les estaban sentados con la clase de resignación que sugiere que se han convertido en nativos, en ciudadanos de una sala de espera... y después em­pezó a sacudir las gotas de lluvia de su abrigo. Estaban heladas al tacto, pero al resbalar por las yemas de sus dedos adquirían un tinte rojizo, lo  mismo que el anillo, cuando lo vio al mover la mano, lleno de matices rojos.

Alguien entró en el bar por una puerta exterior y Mary oyó hablar allí en voz alta, como si se tra­tase de un par de locutores. –Hola, Ace.

–Hola, Eugene.

–Mala noche.

–Nieva en todo el Oeste.

–Y aquí nevará antes de que amanezca.

El chiquillo se movió entre los brazos de su madre. Murmuraba en sueños. Su pie resbaló del interior del abrigo de su madre. Mary observó que aquel pie sólo estaba cubierto por el calcetín, y que éste parecía un saquito lleno de avellanas.

Deseaba alargar la mano y tocar aquel grotesco pie. La sensación fue tan fuerte que casi superó a su discreción, mas sabía muy bien que jamás haría aquel gesto. Sin embargo, el impulso de simpatía la obligó a mirar a la madre, y entonces vio que el rostro de ésta estaba incompleto. Los ojos de la madre, que se encontraron con los de la joven, estaban hundidos en una blanda másca­ra de piel que carecía de forma en la nariz, aparte de un bulto con unos agujeros, y de bordes que definiesen la frente.

–Por lo visto, ese maldito autocar no llega nunca –se quejó la mujer.

Levantó más al niño en su falda, volviendo a meterle el pie dentro de su abrigo.

–Es casi la hora –murmuró Mary. Consultó su reloj, lo sacudió y se lo aplicó al oído–. No sé qué hora es con exactitud, aunque supongo que el autocar no puede tardar.

–Hubiera debido estar aquí antes de la llega­da del de lowa City.

–¿La llegada? ¿Quiere decir que llegó? –in­quirió Mary–. Pero aún no ha llegado. Su ho­rario...

–Ya llegó –repitió la mujer.

–¿Cuándo?

–No sé. No tenemos relojes.

–¿Antes de venir yo?

–Oh, sí.

Intuyendo que la confusión y el desmayo que experimentaba debían transparentarse en su ex­presión, Mary pensó que la mujer sonreía malicio­samente, con una sonrisa horrible. La mujer abría la boca, descubriendo una hilera de dientes, todos bastante anchos, pero sobresaliendo apenas de la encía... como las puntas blancas de las uñas.

–Oh –exclamó Mary–. Supuse que usted también se dirigía a lowa City y... No sabía que había otro autocar. Bueno, claro está que sabía que por aquí pasan más autocares, pero... Será mejor que lo averigüe.

Se despidió de la mujer y fue hacia el bar.

–Por favor –le preguntó al hombre que se hallaba detrás de la barra–, ¿no ha salido aún el autocar de lowa City?

–Uno de ellos, sí –repuso el hombre, limpian­do unos vasos. Estaba arremangado, mostrando unos brazos cubiertos de un espeso vello rojizo–. ¿Qué le ocurre? ¿Le falló el enlace?

–No lo sé. ¿Cuándo llega el próximo?

–Dentro de un par de horas.

–Si no queda detenido por la nieve –el que hablaba era el individuo sentado al extremo de la barra–. En esta época del año no hay nada se­guro.

Su voz sonaba muy alta, demasiado para tan corta distancia, y en cierto modo, insubstancial.

Mary se instaló en un taburete, en el centro de la barra.

–No lo entiendo. En Ottumwa me dijeron que sólo tendría que aguardar diez minutos.

En su desaliento, le parecía que si lograba ex­presar sus esperanzas de manera coherente, resultarían ciertas a pesar de la hora y de la distancia existente entre el sitio donde estaba sentada y el autocar, que ahora no era más que un número desconocido varios kilómetros al este. Esperaba oír, supersticiosamente, la bocina del autocar del este, mientras le contaba al hombre del mostra­dor todas sus transacciones en la expendeduría de billetes, y cómo el autocar en que había llegado no se había retrasado, a pesar de la lluvia.

–No –el camarero había dejado de limpiar vasos para intervenir en la conversación–. Usted debió de dormirse o distraerse si cree que ese coche llegó a tiempo. El conductor dijo que había un pequeño alud en la carretera, hacia North England, y que tuvieron que aguardar cuarenta mi­nutos a que despejasen el camino.

–No es posible –objetó Mary–. Recuerdo bien todo el viaje. Y no me dormí.

–Señorita, ninguno de nosotros se duerme nunca. Ni soñamos siquiera. Seguro que no. Sólo que dormimos y soñamos. ¿Qué te parece, Eugene?

–Es verdad, Ace. Señorita, debió de quedarse dormida, si cree que ese autocar llegó a su hora.

–Bueno... –Mary se irguió con obstinación y levantó la barbilla–. Está bien, pero tener que estar aguardando aquí es como una pesadilla.

Se echó a reír de manera amistosa, pero sus interlocutores ni siquiera sonrieron.

–Este sitio no es ningún sueño –murmuró Ace.

Cogió otro vaso y lo secó con el paño.

Mary intentó explicarse, creyendo que tal vez los dos hombres no habían captado la parte có­mica de su comentario, pero ellos se limitaron a escucharla inexpresivamente. Finalmente, la joven vio que Ace le contemplaba fijamente las manos, y deseó haber llevado guantes.

–Si he de esperar –dijo–, tal vez podría usted prestarme alguna revista o una novela. Dos horas es mucho tiempo.

–Señorita, usted vivirá mucho tiempo –repli­có Eugene, echándose a reír muy fuerte.

–Aquí sólo tenemos comida y una sala de es­pera –repuso Ace, moviendo la cabeza–. Nada más. Tal vez consiga dormir un poco. Como hizo en el autocar.

–¡Oh, tontos! –exclamó ella con petulancia.

Saltó del taburete y fue a la puerta principal, contemplando la lluvia y la negrura de la noche. En las carreteras había bastante tráfico que con­vergía en el empalme. Las formas de los faros, como nebulosas caprichosas, surgían de manera sustancial en la lluviosa distancia, primero apa­rentemente inmóviles, y luego acelerando hasta que pasaban tan raudos como cometas de la obscuridad a la obscuridad a través del trecho de te­rreno iluminado. Viéndoles pasar, Mary experimentó la fantasía de que era aquella luz creciente y huidiza (sin necesitar siquiera de la carrocería del autocar para moverla o mantenerla en su rum­bo) la que la había traído al empalme, y que nin­guna luz podría ya llevársela.

De pronto, le pareció una idea estúpida. Se dijo que lo mejor sería instalarse cómodamente para pasar las dos horas de espera.

Regresó al interior del bar y pidió un boca­dillo.

–Lo está dejando quemar –se quejó Mary con impaciencia.

Ace estaba al final de la barra conversando en susurros con Eugene, mientras se estaba friendo el jamón del bocadillo. La joven no oía de qué hablaban, ni quería escuchar, pero la charla lle­gaba hasta ella con insistencia, especialmente cuando Eugene susurraba más alto:

–No puedo –de pronto reía de modo sibilan­te–. No puedo.

Mientras estaban absortos en la conversación, el jamón que Ace había puesto en la freidora em­pezó a humear. Los bordes rosados se curvaban por el calor, ennegreciéndose. Después, el aroma agradable del jamón se transformó en un olor a quemado antes de que ella se quejara.

Ace la miró desdeñosamente.

–Deje que se fría bien –murmuró.

No se movió de la barra, sobre la que estaba echado de bruces, con su cabeza junto a la de Eugene.

–¿Lo deja quemar a propósito? –se irritó ella.

La sobresaltó la estridencia de su propia voz.

Ace volvió a la freidora, con los rojizos brazos colgando flojamente a los lados del delantal. La expresión de su rostro indicaba una extraña mez­cla de humildad y desprecio, y Mary no compren­dió qué veía en ella para albergar tales sentimien­tos. Al mismo tiempo, estaba segura de que había algo en ella, algo tan definido como el dibujo blanco y azul de su vestido, que Ace había ob­servado y le obligaba a comportarse de aquella manera.

Colocó el jamón sobre una rebanada de pan y lo tapó con otra que cogió de un montón, como si fuese una carta de una baraja. Dejó el bocadillo delante de la muchacha.

Mary se inclinó hacia el mostrador con rabia.

–¿Qué quiere que haga con esto? –exclamó, señalando la cosa quemada del plato.

–¿Con esto? –repitió Ace con la misma mez­cla de humildad y arrogancia–. Pues comérselo.

–Oh, no...

Sintió que le temblaban las manos y compren­dió que no podría soportar aquella hostilidad más tiempo sin echarse a llorar. Se apartó de la barra y abrió el bolso en busca de dinero. La vista del billete amarillo del autocar, que estaba allí den­tro, no perdido, sino seguro, fue casi una sorpresa y le ayudó a serenarse. Dejó treinta centavos sobre el mostrador y, dando media vuelta, se dirigió a la sala de espera.

Oyó cómo Ace gritaba a sus espaldas:

–Falta un penique. En Iowa pagamos im­puestos.

Mary oyó también la grosera carcajada de Eugene.

Volvió a sentarse al lado de la mujer con el niño tullido, el cual estaba dormido. La madre tenía la cabeza inclinada sobre su hijo, como una representación tosca e inmóvil del dolor.

–¿Por qué preguntó si íbamos a Iowa City? –inquirió tan pronto se sentó la joven.

–No sé. Supongo que pensaba en el autocar que he de tomar. Eso es todo.

–Oh... –la mujer volvió a inclinar la cabeza, y tras un breve silencio, insistió–: Es gracioso que lo preguntase porque una vez estuvimos en el hospital del Estado. Fue por el pie del niño. El viejo médico del condado nos envió allí, pero no le hicieron nada. Los hospitales no sirven de nada.

–A veces, sí –objetó Mary.

Se recostó hacia atrás, sintiendo el contacto del cuello de su abrigo, y deseó que aquella mujer callase.

Pero, al contrario, continuó musitando de for­ma incoherente, respecto a algún recuerdo ira­cundo o desafortunado.

–No creo que sirvan para nada –repitió–. Ni los médicos, que jamás te dejan tranquila y no te ayudan en nada: la única ayuda la concede Cristo crucificado. Mi hijo mayor perdió un brazo un invierno, y el médico del condado le colocó algo que llamaban brazo, pero podía usarlo tan poco como yo puedo volar. Y las chicas siempre están sangrando y tosiendo, tienen llagas y molestias y nunca pueden ir a colegio. También mamá tuvo un tumor en un costado, tan grande como una calabaza. Recuerdo que ni siquiera podía po­nerse la bata, y sólo permanecía sentada, envuelta con una manta constantemente, y los médicos no sabían curarla en absoluto, limitándose a apretar el tumor y hacerla gritar...

–¡Por favor! –rogó Mary.

–Con un dolor que sólo podía aliviar Cristo crucificado.

–¡Por favor! –volvió a suplicar Mary.

–Oh –exclamó la mujer–, ¿quiere dormir? En tal caso, no hablaré. ¿Quiere que me calle?

–Me gustaría dormir –asintió Mary.

Consiguió dormir, pasando por fases graduales de semiinconsciencia, en la primera de las cuales tuvo conocimiento del resplandor de los letreros de neón, del ruido de voces en el bar y de la res­piración de la gente que estaba en la sala de es­pera. Y cuando despertó se encontró rodeada por todos.

La madre con el niño estaba sentada a su iz­quierda, pero los demás la rodeaban, contemplán­dola fijamente. Ace se hallaba delante de ella, con el gordo Eugene a su lado. Eugene inclinaba su macizo cuerpo hacía Mary y mantenía los hom­bros erguidos con ayuda de unas muletas. Ace miraba las manos que la joven tenía cruzadas so­bre el regazo, y ella volvió a tener conciencia de la desnudez de las manos.

–¿Ha llegado el autocar? –inquirió, como si esta sencilla pregunta pudiese obligarles a retro­ceder.

Por el corro pasó como un zumbido, aunque oyó claramente una voz que contestó:

–Todavía no.

–Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué quieren?

En medio de su temor le parecía que el círculo se iba estrechando a su alrededor. Vio a su iz­quierda un joven que llevaba un brazo en cabes­trillo. Sobre la frente, de manera atractiva, le caía un mechón de pelo. La miraba con la boca en­treabierta.

Detrás de Ace estaban un hombre y una mu­jer, con los torsos ocultos a su vista; pero cuando observó que los otros dos individuos de su iz­quierda tenían unos ganchos relucientes en vez de manos, pensó con exaltación: «No me atrevo a mirar al suelo porque estoy segura de que a muchos les faltan los pies.»

–¿Por qué me miran? –exclamó.

El corro volvió a zumbar y empezaron a apar­tarse cuando ella se puso en pie. Vio el letrero de neón SEÑORAS y levantó las manos para abrirse paso, aunque fuera a la fuerza, pero el círculo se abrió para dejarla pasar.

Ya dentro del lavabo, pasó el pestillo y jadeó unos instantes. No quería creer en lo ocurrido, pero de pronto comprendió que ni podía creerlo ni rechazarlo porque ignoraba qué había sucedido en realidad.

«Puedo aguardar aquí –pensó– hasta que suene la bocina del autocar de Iowa, y entonces saldré corriendo. Luego, con la gente del coche no se atreverán a... ¿A qué?» No lo sabía.

Posiblemente estaba nevando y el autocar se retrasaría. Había un ventanuco en el lavabo, pero no se atrevió a abrirlo para ver si nevaba. Escuchó con el oído pegado al vidrio opaco. Oyó el sonido de la lluvia.

Naturalmente, mientras esperaba allí, temblan­do y jadeando, pensó en Joe Perry, que hubiera podido estar a su lado, y habría sido un sueño espléndido que la hubiese defendido y salvado; pero al momento se dijo que era preferible que no se enterase del apuro en que estaba.

Dejó correr el agua caliente en el lavabo y se mojó las manos. Había aprendido a utilizar este truco cuando estaba a punto de desmayarse. Mien­tras se mojaba las manos miró a su alrededor, buscando una escalera a la que trepar. De pronto, una inscripción hecha a lápiz atrajo su atención. Se inclinó para leerla. Parecía estar allí con el propósito de transmitirle un mensaje.

Ace Power no es un hombre completo.

Encima de la frase había la huella del carmín de unos labios.

Mary volvió a meter las manos en el agua. Sa­bía que no podía desmayarse. Podía llegar el auto­car estando ella sin sentido, y entonces tendría que quedarse para siempre en la sala de espera. El agua reflejaba la imagen de sus manos, de for­ma que no parecían ya limpias y útiles, sino rotas y desiguales. De pronto, comprendió que ya no oía el sonido de la lluvia.

Al instante se apoderó de ella una habilidad desconocida. Sacó las manos del agua, las miró, volvió a hundirlas en el lavabo y volvió a mirarlas fijamente, Sus ojos recorrieron toda la habitación hasta ver lo que necesitaba. Del alféizar de la ventanuca sobresalía la punta de un clavo.

«Ahora me dejarán salir», se dijo.

Al momento siguiente se estaba rasgando la palma de una mano contra el clavo.

–¡Aaaay! –se quejó, muy alto para que la oyeran desde la sala de espera si estaban escuchando.

Metió la mano herida dentro del agua y la san­gre se arremolinó delicadamente alrededor de sus dedos. Como la tinta que arroja un pulpo para esconderse, recordó de una lección de historia natural. Con un pañuelo se envolvió la mano y salió del lavabo.

Todos estaban de nuevo sentados como cuando ella entró en la sala por primera vez. Ace Power se hallaba detrás de la barra, y nadie le prestó la menor atención. Se sentó por tercera vez al lado de la madre con el niño tullido. Apoyó la mano herida en su falda como una especie de escudo de protección, para que todos la vieran. Cuando llegó el autocar tocando la bocina, Mary sacó del bolso el billete y lo sostuvo en su mano desgarra­da hasta que el conductor lo cogió.

Al llegar al dormitorio, sus amigas no le pre­guntarían en primer lugar por su anillo de com­promiso, sino que todas la interrogarían: «¿Qué te ha pasado?»

Y ella no podría darles ninguna explicación, pero todo estaba bien. Le parecía, no obstante, que, en el secreto de sus vidas futuras, acabarían por entenderlo y recordarlo.

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