Jugadores a Cero-G - Algis Budrys

Lo ocurrido era increíble. Un sonido que iba en disminución, como el gemido de un banshi moribundo, vibraba aún en el aire y hacía que a Nathaniel Wollard le doliesen las muelas. Apartó con amargura varios la­drillos, la cubierta de plástico de un gabinete de control, varios cristales, un conjunto de cubiertas de plástico de los mandos, una sección del núcleo de una calcula­dora electrónica y varias ramas pequeñas de un roble. Después, se sentó.

Las gafas de Wollard se habían roto por el puente y las dos lentes le colgaban de las orejeras. Se las colocó otra vez ante los ojos y miró a su alrededor con incre­dulidad. Todos los edificios estaban arrasados. No había ni un solo grano de polvo en la franja de servicio de lo que habla sido el único cobertizo utilizable de la vieja pista perteneciente al Aerospacio McNeil. 

El cobertizo estaba totalmente destruido. Sus pedazos y los de las estructuras que antes lo rodeaban, todavía iban cayendo a su alrededor. Wollard cuadró los hombros y cruzó las manos por encima de su cabeza, y las gafas se partieron definitivamente. Vio sectores de techumbres y remolinos de planchas volando hacia el nordeste por encima de las copas de los árboles.

Nathaniel Wollard, ganador del premio Enrico Fermi, de la Medalla de Oro del Departamento de Comercio de Estados Unidos, el Premio Morris N. Liebman, el Premio Benjamín Apthorp Gould, el Premio Irving Langmuir y la Medalla de Inventos Científicos Excepcionales... continuó sentado allí, preguntándose qué habría sucedido. Después se acordó de los otros.

Se puso en pie y empezó a escudriñar por las ruinas más próximas.

–¡Joe! –llamó–. ¡Frank! ¿Dónde estáis?

A unos ocho metros de distancia, en lo que quedaba del centro de control que habían establecido en un rin­cón del cobertizo, dos montones de cascotes se movie­ron. Wollard saltó hacia el más cercano y apartó una pieza de techo Celotex, varios fragmentos de una silla plegable, un clip cuyas pinzas sólo apresaban un extre­mo desgarrado de lo que había sido un bloc amarillo, una taza de café Styrofoam, con un clip para papeles empotrado en su superficie, varios cristales y una espe­sa capa de polvo. Luego, arrastró a Joseph Barnett has­ta sus pies. Barnett, ganador de la Medalla Rutherford, el Premio con Medalla Guthrie, la Medalla Nacional de Ciencia, el Premio de Servicios Civiles Excepcionales, la Medalla Trent Crede, el Premio David Sarnoff y el Pre­mio para la Difracción Física Eugene Warren.

–¿Qué ha sucedido? –inquirió Barnett.

–No lo sé –repuso Wollard–. Teníamos ya el ve­hículo a unos palmos del suelo, por lo que la coraza de gravedad funcionaba perfectamente. Luego...

–Exacto –recordó Barnett–. Llevábamos con la fuerza de arrastre desde hacía treinta segundos, y ni siquiera tuve ocasión de cerrarla. Todo ocurrió tremen­damente de prisa, y de pronto... explotó. ¿Qué fue aquel maldito estruendo?

–¿Y el viento?

Wollard contempló la plataforma de despegue que formaba la coraza de gravedad. El viejo «Buick» aún estaba allí, aunque parecía un racimo de uvas macha­cado.

–Debimos meditar mejor todo esto –gimió Wollard finalmente–. Debimos meditar más antes de embarcar­nos en un experimento sólo porque alguien podía ade­lantársenos. Le dije a Frank que... –de repente se dio cuenta de que sólo estaban en pie ellos dos y volvió a mirar frenéticamente en torno suyo–. ¡Frank!

El otro montón de chatarra volvió a moverse. Una destrozada tabla de madera cayó a un lado y una figura muy sucia luchó por incorporarse, desplazando un sec­tor de valla blanca, un mando de circuitos, un impreso Oralid, la cubierta de un transformador, varios pedazos de cristal y una vieja zapatilla de tenis.

Wollard y Barnett terminaron de levantar a McNeil. Le habían desaparecido la chaqueta y la camisa, y su corbata de punto colgaba flojamente de su cuello. Miró a su alrededor con incredulidad, deteniendo sus ojos en los postes de energía caídos, la furgoneta que descan­saba sobre un costado con las piezas del conducto de aluminio que sobresalían a través de los paneles infe­riores.

–Es un milagro que no hayamos muerto –murmuró.

–¿Tienes alguna idea de lo ocurrido, Frank? –se in­teresó Barnett.

Frank McNeil, poseedor de la Medalla de Oro Inter­nacional Niels Bohr, el Premio George Washington, el Premio de Estado Sólido de Física Oliver E. Buckley, el Premio Nobel de Física, el Premio Memorial Oppenheimer y el Premio Memorial E. O. Lawrence, se rascó la nuca y acabó por negar con la cabeza.

–No. Aunque el aspecto del auto parece indicar que el campo de fuerzas se invirtió y sufrió el impacto de quinientos G en vez de cero. Lo cual –añadió apresu­radamente– no sólo es imposible teóricamente, sino que no explicaría el resto de la destrucción.

–Bien –agregó Barnett–, echémosle otro vistazo. Vinimos los tres aquí para cazar un poco. Hace tres noches, tras tomarnos unas cervezas, tuvimos la idea de construir un aparato que anulase la gravedad. Nos pareció tan sencillo que empleamos un coche viejo para ver qué pasaba. Y ahora... ha ocurrido esto –hizo una pausa y contempló nuevamente los restos del destruido aerospacio–. Nos costó unos condenados mil ochocien­tos dólares construir la coraza contra la gravedad y ved qué ha pasado.

–Lo que quiero saber –exclamó Wollard con impa­ciencia– es qué ha ocurrido. Aunque el campo antigravitatorio haya funcionado mal, no debió provocar esto. Su radio efectivo es sólo de veinte metros.

–Quizá explotó el depósito de gasolina del coche.

–En cuyo caso –arguyó Wollard, sacudiendo la ca­beza–, lo sabríamos con sólo mirarlo. Y todavía está entero. Jamás debimos intentar adelantarnos a Charles Garnett. Debimos reflexionar más y construir menos en los últimos tres días.

–Pero sobre el papel, –protestó Barnett.

–¡Tampoco podíamos permitir que Charles Garnett nos apabullase! –gritó McNeil–. Habría quitado toda, la salsa del concepto.

–Parte de la crema –replicó Wollard dolorosamente, indicando con el gesto el derruido «Buick»–. Bien, reconstruyamos. Cuando pusimos en marcha el campo antigravitatorio, el coche pasó a cero-G. Y de repente, nos cayó encima el cielo. Tuvo que deberse a una fuerza externa.

McNeil se chupó tristemente un nudillo despellejado y después señaló una nube de polvo que se acercaba.

–¡Eh, por lo visto vamos a tener compañía!

Los tres se volvieron para mirar la camioneta desven­cijada que avanzaba por el campo hacia ellos, con los guardabarros agitándose visiblemente y una ligera nube de plumas de gallina flotando desde la caja de carga.

–Es nuestro terrateniente –gruñó McNeil–. ¿Qué os apostáis a que afirmará que este sitio era un aero­puerto comercial antes de que nosotros lo arrasásemos?

Un instante después, el camión chirrió hasta dete­nerse con cierta vacilación al lado de los tres jóvenes, y se abrió la portezuela del conductor.

–¿Estáis bien, muchachos? –era Silas Whitemountáin con su sempiterno sombrero de paja–. Por la for­ma en que volaban las cosas, me imaginé que estaríais ya camino de Kansas como todo lo demás.

McNeil estudió al hombre de cabellos blancos, con mono de trabajo, cuya granja se hallaba contigua a la abandonada pista.

–Supongo que hemos tenido suerte –asintió. Des­pués, tras reflexionar rápidamente, añadió–: Bien, tal como ha ocurrido, le hemos ayudado a despejar este te­rreno. Ahora está mucho más cerca de convertirse en un sembrado de alfalfa que ayer a esta misma hora. Le hemos ahorrado a usted un buena cantidad de gastos.

–Una bonita destrucción, ¿eh? –refunfuñó el viejo, echando una ojeada por el devastado campo–. Eran unos edificios valiosos, muy valiosos. Con la inflación y demás, calculo que la reconstrucción costaría unos buenos doscientos mil dólares. Sin contar su valor his­tórico. Fue el primer aeropuerto del condado de Sugwash. Lindbergh aterrizó aquí cuando efectuó su gran gira al regreso de París.

–Debió de perder el rumbo –observó NcNeil.

–Pues, en realidad, eso le ocurrió, sí. Y aun así, siempre pensé en poner un marcador y el precio de en­trada. Las cifras son intangibles cuando uno colecciona seguros contra tornados.

–¿Seguros? –repitió Wollard. El, McNeil y Barnett miraron al viejo granjero como hipnotizados–. ¡Oh! –prosiguió el primero–. ¿Qué clase de seguro?

–Contra tornados. Lo último que esperaba. No vi formarse ninguno esta temporada, y eso que llevo vi­viendo aquí, pendiente del hombre del tiempo, hace casi ochenta años. Lo vi con la máxima claridad desde mi casa. Fíjense –señaló con la mano–. Todavía pueden ver la cola del tomado.

Por primera vez, el terceto de físicos levantó la vista al cielo... Desapareciendo por el nordeste se veía como la cola de una nube blanca, inofensiva al parecer.

–Ya se aleja –continuó el granjero, bajando el an­tebrazo lleno de arrugas–. Seguro que no duró mucho, pero fue como el infierno. Destrozó todos sus aparatos, muchachos. Y tampoco parece haber favorecido mucho a su avión. Por primera vez, he tenido la oportunidad de verlo.

Se aproximó a los restos del «Buick», apartando a pa­tadas algunos restos, sin dejar de menear la cabeza»

McNeil intercambió miradas con Wollard y Barnett.

–Creo que estamos libres de indemnizaciones –su­surró–. El viejo cree realmente que fue un tornado.

Wollard abrió más los ojos y en los mismos se aso­mó una expresión de entendimiento.

–Y lo fue. Claro que lo fue. Nosotros formamos el tomado.

–¿Nosotros? –se enojó McNeil– ¿De qué modo? ¿Te das cuenta de las fuerzas involucradas? Nosotros nos limitamos a dejar que la masa aérea levantase un peso de dos toneladas a tres metros del suelo.

Barnett sacudió la cabeza, que tenía levantada para contemplar aún la nubecita que iba reduciéndose a nada.

–El aire no podía sostener la masa de dos toneladas sin peso. Porque el aire tampoco pesaba. No pensamos que...

Ahora le tocó a McNeil el turno de comprender to­das las implicaciones. Se puso tan pálido como Wollard.

–Nosotros interpusimos una coraza entre la grave­dad de la Tierra y una columna de aire de treinta metros de diámetro y la altura de la atmósfera. La grave­dad se propaga a la velocidad de la luz. Debió ser el aire entrante el que hizo volcar el coche y formó el tornado.

–De acuerdo –asintió Barnett vigorosamente–. Nos­otros produjimos la columna de aire sin peso, que huyó al espacio. El aire contiguo penetró en el hueco formado, quedó a su vez sin peso, siguió al aire original a lo alto, y el aire que había detrás acudió velozmente. La acele­ración de Coriolis se encargó del resto. Fue una suerte que la energía quedase cortada, de lo contrario habría­mos muerto con toda seguridad, destruyéndose además el resto del mundo. ¡Dios mío! –calló y se apretó la cabeza con las manos–. Si la coraza contra la gravedad hubiese durado más tiempo, habríamos enviado toda la atmósfera terrestre al espacio exterior.

Wollard abrió la boca y empezó a tocar los mandos de su calculadora SR-11.

–¡Chiuuu! –silbó–. Bueno, llevaría unos trece mi­llones de años el que la atmósfera de la Tierra escapase por completo al espacio de esta manera, suponiendo una presión constante.

–Sí –asintió Barnett–, pero mucho antes habría acabado la vida en el planeta. Faltaría aire, ¿entendéis?

De pronto, en el rostro de Wollard apareció una nue­va expresión de desmayo y volvió a tocar los mandos de su SR-11.

–¿Qué pasa ahora, Nat? –quiso saber McNeil.

–Disparamos un impulso cilíndrico de antigravedad de treinta segundos al espacio. ¿Y si choca contra el sol? Cuando iniciamos la prueba, se hallaba casi directa­mente sobre nuestras cabezas.

Boquiabiertos, todos levantaron la cabeza. Barnett consultó su reloj y luego, protegiéndose los ojos, miró hacia el sol.

–Ahora tendremos la evidencia empírica. Quinientos segundos para llegar allí, quinientos segundos para que veamos el efecto causado, si hay alguno. Dieciséis minu­tos y medio. Debería ocurrir ahora.

Contuvieron la respiración. Gradualmente fueron transcurriendo los minutos. Pasó el límite fijado y un margen de seguridad. Barnett se encogió de hombros y se volvió hacia los otros dos.

–¿Lo veis? Nada.

–No ha dado en el blanco, eso es todo –replicó Wollard–. Aún está en marcha.

McNeil asintió antes de preguntar:

–¿Y qué ocurrirá cuando choque con otra estrella? O con un planeta poblado –calló y sacudió la cabeza–. ¿Serían capaces esos individuos inteligentes de seguir su rastro hasta aquí? ¿Podrían descubrirnos? –miró a sus compañeros–. ¿Lo considerarían un arma apun­tada hacia ellos?

–Será mejor –observó Wollard– que lo comunique­mos a los astrónomos para que vigilen si se interpone algo en el camino de ese rayo. ¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?

Silas Whitemountain y su sombrero de paja se les acercó.

–Se mueve de forma misteriosa... Oh, sí. Ese torna­do retorció tanto las alas de su avión que ahora parece un coche.

Los tres le contemplaron un momento con tristeza, y, de pronto, McNeil irguió la cabeza y cuadró los hom­bros.

–¡Alas! –exclamó–. Claro... Podríamos poner la co­raza contra la gravedad en el fondo de un avión o un cohete, aplicarle unas alas, enviarlo a volar a través de casi toda la atmósfera haciendo funcionar la coraza. Esto eliminaría el tornado y la atmósfera ya no tendría problemas.

–¡Bravo! –aplaudió Barnett–. Y nuestro seguro ayu­daría a pagar esta destrucción.

Con el gesto indicó los montones de chatarra.

–Sí –asintió Wollard suavemente–. Y esto nos deja con un solo problema.

Levantó la vista en la dirección por la que había desaparecido el rayo. Los otros dos le imitaron, absortos en sus pesimistas pensamientos.

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