La caja en la obscuridad - Úrsula K. Le Guin

Un niño pequeño caminaba por la arena suave de la orilla del mar sin dejar huellas. Las gaviotas chillaban en el cielo luminoso y sin Sol, las truchas saltaban en el océano sin sal. 

En el horizonte lejano apareció por un momento la serpiente marina, formando siete arcos enormes, y luego, con un bramido, se sumergió. El niño silbó, pero la serpiente marina, ocupada en la caza de ballenas, no volvió a emerger. 

Caminó sin echar sombra ni dejar huellas sobre la arena extendida entre los acantilados y el mar, frente al que se erguía un promontorio con césped sobre el que una choza se sostenía sobre sus cuatro patas. Mientras subía por un sendero al acantilado, la choza brincó y se frotó las patas delanteras como lo hubiese hecho un abogado o una mosca; pero las manecillas del reloj que había en su interior no se movieron nunca.

–¿Qué es lo que llevas allí, Dick? –le preguntó su madre mientras agregaba perejil y una pizca de pimienta en el guiso de conejo que hervía en un alambique.

–Una caja, mamá.

–¿Dónde la encontraste?

El familiar de mamá saltó desde las vigas adornadas por guirnaldas de cebolla, y mientras le rodeaba el cuello como una piel de zorro dijo:

–En la orilla del mar.

–Sí... –asintió Dick–. El mar la rechazó.

El familiar ronroneó y no dijo nada.

–¿Y qué tiene dentro? –la bruja se volvió para mirar la cara redonda de su hijo–. ¿Qué tiene dentro? –repitió.

–Obscuridad.

–¿Sí? Déjame ver –cuando se inclinó para mirar, el familiar, sin dejar de ronronear, cerró los ojos; el niño apretó la caja contra el pecho y levantó muy cuidadosamente la tapa apenas un par de centímetros–. Tienes razón –dijo su madre–. Ahora guárdala, no permitas que ande rodando por allí. Me pregunto qué habrá sido de la llave. Ve a lavarte las manos. ¡Mesa, ponte!

Y mientras el niño maniobraba la pesada bomba de agua del patio y se mojaba la cara y las manos, la choza resonaba con el estruendo de los platos y cubiertos que hacían su aparición. Después de la comida, mientras mamá dormía su siesta matutina, Dick cogió del estante de los tesoros la caja blanqueada por el agua e incrustada de arena y se fue con ella por las dunas, lejos del mar. El familiar negro iba pegado a sus talones y trotaba pacientemente por la arena y el césped áspero; era su única sombra.

 

En la cúspide del desfiladero el príncipe Rikard se volvió sobre la silla de montar para contemplar, más allá de los pendones y penachos de su ejército, más allá del largo camino descendente, los muros fortificados de la ciudad de su padre. Bajo el cielo sin Sol, resplandecía débilmente en la planicie, tan frágil y sin sombra como una perla. Al verla, supo que nunca podría ser tomada, y su corazón cantó de orgullo. Dio a sus capitanes la orden de marcha ligera y espoleó su caballo, que se encabritó y salió a galope mientras el grifo planeaba y chillaba en lo alto. 

Atormentaba al caballo blanco lanzándose hacia él en picado abriendo y cerrando el pico y elevándose justo a tiempo; el caballo, que no llevaba freno, amagaba furiosas dentelladas a la cola escamosa o se erguía intentando golpearla con sus cascos de plata. El grifo cacareaba y rugía, volaba sobre las dunas y luego, con un chillido, recomenzaba el juego. Rikard, temiendo que se cansase antes de la batalla, acabó por atraillarlo, y entonces el animal voló serenamente a su lado, ronroneando y gorjeando.

El mar se extendía por delante de él; en algún lugar allende los acantilados se escondían las tropas enemigas que acaudillaba su hermano. El camino descendía sinuoso, la arena cada vez más blanda; el mar, ya a la derecha ya a la izquierda, aparecía más y más cercano. El camino terminaba bruscamente; el caballo saltó los tres metros de la pendiente y siguió galopando por la playa. Al salir de las dunas, Rikard vio una larga fila de hombres en la playa, y detrás, tres naves de negra proa. 

Sus hombres venían saltando la pendiente, pululaban en las dunas; las banderas azules flameaban en el viento marino, las voces sonaban débiles por el ruido del mar. Sin parlamentar ni advertirse mutuamente, ambos ejércitos se encontraron, espada contra espada, hombre contra hombre. 

El grifo se remontó con un estridente chillido, y al hacerlo arrancó la traílla de la mano de Rikard; luego, con el pico y las garras extendidos como los de un halcón, se lanzó sobre un hombre alto de gris, el jefe enemigo. Pero la espada del hombre alto ya estaba fuera de la vaina. Y mientras el pico de acero mordió el hombro tratando de llegar a la garganta, la espada de acero punzó arriba y abajo y tajeó la barriga del grifo, que se dobló en el aire, volteó con un golpe de su gran ala al hombre, cayó gritando y ennegreció la arena con su sangre. 

El hombre se levantó tambaleándose y le cortó la cabeza y las alas, y medio enceguecido por la sangre y la arena, se volvió en el preciso instante en que Rikard le caía encima. Sin pronunciar palabra, levantó la espada humeante para rechazar el ataque. Trató de herir las patas del caballo, pero le era imposible porque el animal retrocedía y se encabritaba y lo embestía, mientras que la espada de Rikard lo atacaba desde arriba. 

El hombre alto levantó la espada una vez más, arremetió y recibió en pleno rostro el zumbante tajo del arma de su hermano. Se desplomó en silencio. Sobre su cuerpo cayó una llovizna de la arena marrón desprendida de los cascos del caballo cuando Rikard lo espoleó y dirigió al centro de la lucha. 

Los atacantes pelearon tenazmente pero cada vez había menos de ellos, y los pocos que quedaban iban siendo obligados a retroceder paso a paso hacia el mar. Cuando sólo quedaba un grupo de más o menos veinte, se rindieron y corrieron hacia sus barcos con desesperación, los empujaron en el agua, se encaramaron en ellos. 

Rikard gritó a sus hombres. Se le acercaron por la arena, a través de cadáveres cortajeados. Los malheridos trataron de arrastrarse hacia él sobre sus manos y rodillas. Todos los que podían caminar se reunieron en fila en una hondonada detrás de la duna donde se erguía Rikard. A sus espaldas, los tres barcos negros descansaban inmóviles en alta mar.

Rikard se sentó a solas entre el áspero césped de la cima de la duna. Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Cerca estaba el caballo blanco, inmóvil como un caballo de piedra. Por debajo estaban sus hombres, en silencio. Detrás, en la playa, cercano al cuerpo del grifo, yacía el hombre alto con el rostro cubierto de sangre y los demás muertos descansaban contemplando el cielo donde no brillaba ningún Sol. 

Sopló una ráfaga de viento. Rikard levantó el rostro; aunque joven, era torvo e inflexible. Hizo una señal a sus capitanes, subió de un salto a su montura y regresó al trote hacia la ciudad a través de las dunas, sin esperar a ver cómo las naves negras se dirigían hacia la playa donde las abordarían sus soldados, o cómo sus propios hombres formaban fila y marchaban a sus espaldas. 

Cuando el grifo planeó y chilló en las alturas, levantó el brazo y frunció el ceño ante la gran criatura que trataba de posarse en su muñeca enguantada y que agitaba las alas y chillaba como un gato.

–¡Grifo inútil –le dijo–, gallina, vete a tu gallinero!

El monstruo gritó al ser insultado y flotó en dirección este hacia la ciudad. Detrás del príncipe, su ejército serpenteaba, atravesando las colinas sin dejar huella. Las naves negras, con las velas desplegadas, se destacaban claramente en el mar. En la proa de la primera se erguía un hombre alto, malcarado, de gris.

Rikard tomó un camino más fácil, y no pasó muy lejos de la choza de cuatro patas que se alzaba en el promontorio. La bruja, de pie en el umbral, lo saludó. Galopó a encontrarla, frenó ante el portón del pequeño patio y la miró. Era obscura y brillante como el carbón, sus cabellos negros se agitaban al viento marino. Ella lo contempló, armado de blanco sobre un caballo blanco.

–Príncipe –le dijo–, otra vez irás a pelear más de lo prudente...

Rikard se rió.

–¿Qué iba a hacer? ¿Permitir que mi hermano acosara la ciudad?

–Sí. Permíteselo. Ningún hombre puede tomar la ciudad.

–Lo sé. Pero mi padre el rey lo ha desterrado, no debe siquiera pisar nuestras costas. Soy soldado de mi padre y lucho cuando me lo ordena.

La bruja miró el mar y luego, de nuevo al joven príncipe; su rostro obscuro se afiló, nariz y mentón se hicieron puntiagudos como los de una vieja, los ojos relampagueantes.

–Sirve y sé servido –dijo–, gobierna y sé gobernado. Tu hermano no eligió ni servir ni gobernar... Escucha, príncipe: cuídate –el rostro joven volvió a ser cálido y bello–. Esta mañana el mar trae regalos, el viento sopla, los cristales se rompen. Cuídate.

Rikard se inclinó solemnemente, agradeciendo. Hizo girar su cabalgadura y alejarse, blanca como una gaviota sobre la suave curva de las dunas.

La bruja regresó a su choza mirando aquí y allá los rincones de su única habitación para comprobar si todo estaba en su sitio: murciélagos, cebollas, calderos, alfombras, escoba, esteliones, bolas de cristal (trizadas), la delgada luna creciente colgaba de la chimenea, los Libros, el familiar... Volvió a mirar, luego salió de la choza y llamó:

–¡Dick! –el viento del oeste estaba soplando frío y hacía que la gruesa hierba se doblara–. ¡Dick...! ¡Minino, minino, minino! –pero el viento le arrebató la voz, la desgarró en pedazos y la alejó con un soplido; chasqueó con los dedos y la escoba apareció volando en la puerta, horizontal y a setenta centímetros del suelo mientras la choza temblaba y saltaba de nervios–. ¡Ciérrate! –la puerta se cerró obedientemente al sonido de un nuevo chasquido; la bruja montó en la escoba y despegó con un largo planeo sobre la playa, rumbo al sur; de vez en cuando gritaba–: ¡Dick...! ¡Aquí, minino minino minino!

El joven príncipe caminaba en grupo con sus hombres. Cuando llegaron al desfiladero y pudo ver a sus pies la ciudad en la planicie, sintió que tironeaban de su capa.

–Príncipe...

Un niño pequeño, tan pequeño que aún era gordo y mofletudo, lo miraba asustado mientras sostenía una caja estropeada y arenosa. Un gato sonriente se había sentado a su lado.

–El mar ha traído esto... Es para el príncipe del lugar –explicó el niño–, sé que lo es... Por favor, ¡ténlo!

–¿Qué tiene dentro?

–Obscuridad, señor.

Rikard cogió la caja y tras una ligera vacilación la abrió un poco, sólo una rendija.

–Dentro está pintada de negro –dijo el príncipe con un gesto adusto.

–No, príncipe, de verdad que no. ¡Ábrela más!

Con cuidado, Rikard levantó cinco centímetros más y espió, luego cerró rápidamente mientras el niño decía:

–No permitas que el viento la esparza, príncipe.

–Se la llevaré al rey.

–Pero es para ti, señor...

–Todos los regalos del mar pertenecen al rey. Pero te lo agradezco, niño –se miraron un momento, el niño pequeño y redondo y el joven recio y espléndido; luego Rikard se volvió y continuó su camino, mientras Dick, silencioso e inconsolable, vagaba por las colinas.

La voz de la madre se oyó muy lejana en el sur. El niño trató de responder, pero el viento dirigía su grito a la Tierra. El familiar no estaba allí.

 

Las puertas de bronce de la ciudad giraron sobre sus goznes y se abrieron ante el ejército que se aproximaba. Los mastines ladraron, los guardianes presentaron armas, la gente se inclinó cuando Rikard pasó galopando con estruendo por las calles de mármol que conducían al palacio. 

Al entrar, dirigió una mirada al gran reloj de bronce del campanario, la más alta de las nueve torres blancas del palacio. Las manecillas inmóviles indicaban que faltaban diez minutos para las diez.

El rey lo esperaba en la Sala de Audiencia; era un hombre coronado de acero, de cabellos grises y aspecto feroz, que apretaba entre los puños las cabezas de las dos quimeras que formaban los brazos del trono. Rikard se arrodilló y narró el éxito de su incursión con la cabeza inclinada y sin levantar la mirada ni una sola vez.

–El Desterrado murió junto a la mayor parte de sus hombres; el resto huyó en las naves.

La voz que le respondió era cual una puerta de acero que gira sobre bisagras nuevas.

–Bien hecho, príncipe.

–Te traigo un regalo del mar, Señor –siempre con la cabeza inclinada, Rikard alzó la caja de madera.

–Esto me pertenece –dijo el anciano rey con tanta brusquedad que Rikard levantó la mirada por un segundo para ver los dientes desnudos de las quimeras y los ojos relampagueantes del rey.

–Por eso mismo te lo he traído, Señor.

–¡Esto me pertenece...! ¡Yo se lo di al mar, yo con mis propias manos! Y el mar escupe mi regalo –un largo silencio; el rey habló luego con más suavidad–. Bien, guárdatelo, príncipe. El mar no lo quiere, yo tampoco. Está en tus manos. Guárdala, bien cerrada. ¡Guárdala bien cerrada, príncipe!

Rikard, siempre arrodillado, se inclinó aún más en demostración de gratitud y consentimiento, luego se levantó y retrocedió de espaldas a través de la larga sala sin alzar la cabeza. 

Cuando volvió a entrar en la antesala resplandeciente, los nobles y los oficiales se reunieron a su alrededor para preguntarle sobre la batalla, reír, beber y charlar como de costumbre. Pasó entre ellos sin mirarlos ni hablarles y se retiró a solas a sus aposentos privados, llevando con cuidado la caja entre las manos. 

Cada una de las paredes de su habitación luminosa y carente de sombras y ventanas estaba decorada con estucos de oro incrustado de topacios, ópalos, cristales y la más brillante de todas las joyas: velas encendidas, inmóviles en sus candelabros dorados. 

Colocó la caja sobre una mesa de vidrio, arrojó su capa, se desembarazó del cinturón en el que colgaba su espada, y se sentó suspirando. El grifo apareció en el dormitorio al galope, raspando el suelo de mosaico con las garras, apoyó la cabeza sobre las rodillas del príncipe a la espera de que le rascase la crin plumosa. También un gato negro y bruñido rondaba por la habitación; Rikard no le prestó atención. 

El palacio estaba repleto de animales: gatos, lebreles, simios, ardillas, cachorros de hipogrifo, ratones blancos, tigres... Todas las damas tenían su unicornio, todos los cortesanos su docena de mascotas. 

El príncipe sólo poseía una: el grifo que siempre luchaba por él, su único amigo indiscutible. Mientras rascaba la crin del animal, a menudo bajaba la vista para encontrarse con la mirada dorada y amorosa de sus ojos redondos, que también se dirigían de vez en cuando a la caja que descansaba sobre la mesa. No había llave para cerrarla.

Desde una habitación lejana llegaba una música suave, un entrelazamiento continuo de notas semejante al rumor de una fuente.

Rikard se volvió para mirar el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea, una ornamentada pieza enmarcada de oro y esmalte azul. Faltaban diez minutos para las diez: la hora de levantarse y ceñirse la espada, llamar a sus hombres e ir a la batalla. 

El Desterrado volvía, decidido a tomar la ciudad y reclamar su derecho al trono, su herencia; había que obligar a sus negras naves a retirarse al mar. Los hermanos debían pelear, y uno debía morir, y la ciudad, salvarse. Rikard se levantó y el grifo saltó de inmediato, azotando el aire con su cola, preparado para la lucha.

–Está bien, vamos –dijo Rikard; su voz era fría.

Cogió la espada en la vaina incrustada de perlas y se la enhebilló, y el grifo gimoteó de excitación y frotó el pico contra la mano de su amo, que no le correspondió, triste y cansado como estaba. Y anhelante, de... ¿qué? De escuchar la música que había cesado, hablar una vez con su hermano antes de luchar... No, no lo sabía. Heredero y defensor, debía obedecer. 

Se colocó en la cabeza el casco de plata y se volvió para recoger su capa, arrojada sobre una silla. La vaina perlada que colgaba de su cinturón golpeó algo detrás de él; se volvió y vio la caja, que yacía abierta en el suelo. Se agachó y la recogió, y la obscuridad le cubrió las manos.

El grifo retrocedió con un gemido. Alto y cubierto por su armadura blanca, los cabellos rubios, coronado de plata en la habitación resplandeciente y sin sombras, Rikard sostenía la caja abierta y contemplaba la densa obscuridad que se escurría del interior. El cuerpo, las manos, se cubrían de ella. Permaneció quieto. Luego levantó la caja con lentitud, por encima de su cabeza, y la dio vuelta.

La obscuridad se derramó sobre el rostro de Rikard, quien miró en torno pues la música lejana se había detenido y todo estaba en completo silencio. Las velas ardían, y ocasionales motas de luz ponían manchas doradas y reflejos violetas en el cielorraso y en las paredes. Pero todos los rincones estaban obscuros, detrás de cada silla acechaba la obscuridad, y cuando Rikard volvió la cabeza su sombra saltó a lo largo de la pared. 

Entonces se movió con rapidez y se le cayó la caja; en uno de los rincones negros había visto el resplandor rojizo de dos grandes ojos... El grifo, por supuesto. Rikard extendió la mano y le habló. El animal no se movió, pero emitió un extraño chillido metálico.

–¡Vamos! ¿Estás asustado en la obscuridad? –le dijo, y de pronto el mismo Rikard se asustó; desenvainó la espada, nada se movió.

Retrocedió un paso hacia la puerta, y el monstruo saltó.

Rikard vio las alas negras contra el cielorraso, el pico de acero, las garras; la mole le cayó encima antes de haber podido lanzarle una estocada. Forcejeó mientras el gran pico le mordía el cuello y las garras laceraban los brazos y el pecho; forcejeó hasta que pudo liberar el brazo que sostenía la espada y así comenzar a cortar, retirar el arma y volver a cortar... el segundo golpe partió a medias el pescuezo del grifo, que cayó en contorsiones en las sombras entre astillas de vidrio. Por último, yació inmóvil.

La espada de Rikard cayó al suelo con estruendo. Tenía las manos pegajosas por su propia sangre y apenas podía ver; el aleteo del grifo había apagado o volteado todas las velas menos una. A tientas buscó una silla y se sentó. Al cabo de un minuto hizo lo que había hecho en la duna después de la batalla: inclinó la cabeza –la respiración entrecortada– y escondió el rostro entre las manos. Reinaba un completo silencio.

La única vela vaciló en su candelabro, reflejada débilmente en un ramillete de topacios que adornaba la pared. Rikard levantó la cabeza.

El grifo yacía inmóvil; su sangre formaba un charco negro como la primera obscuridad derramada fuera de la caja. El pico de acero estaba abierto, los ojos también, como dos piedras rojas.

–Está muerto –dijo una vocecilla suave, y el gato de la bruja se aproximó, evitando cuidadosamente los fragmentos de la destrozada mesa–. De una vez por todas, ¡escucha, príncipe! –el gato se sentó y enroscó pulcramente el rabo en sus patas.

Rikard permaneció inmóvil, sin expresión, hasta que un repentino sonido lo sobresaltó; un ligero y cercano ¡ting! En lo alto de la torre estaba sonando una campanada sorda y colosal que retumbó en la piedra del suelo, en sus oídos, en su sangre. Los relojes estaban dando las diez.

Alguien aporreó la puerta, y los corredores del palacio devolvieron el eco de gritos mezclado con las últimas y estruendosas campanadas, chillidos de animales asustados, voces, órdenes.

–Llegarás tarde a la batalla, príncipe –dijo el gato.

Rikard buscó su espada a tientas entre sombras y sangre, la envainó, se cubrió con la capa y se dirigió a la puerta.

–Hoy habrá tarde –dijo el gato–, y crepúsculo, y caerá la noche. Entonces uno de vosotros regresará a la ciudad, tú o tu hermano. Pero solamente uno de vosotros, príncipe.

Rikard estaba callado. Preguntó:

–¿Brilla ahora el sol, fuera?

–Sí, está brillando.

–Bueno, entonces vale la pena –dijo el joven, que avanzó hacia el tumulto y el pánico de los salones soleados, con su sombra pegada tras él.

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