Cenotafio - Francisco Ruíz Fernández

Tom Morris había pasado ya varias horas deambulando por el espeso bosque cuando accedió a reconocer que se había perdido. Le enfurecía pensar que tras tres años como jefe de Boy Scouts en su Virginia natal hubiera acabado perdiéndose en un miserable bosquecillo de Vermont. 

Pero así era: los agrietados troncos y el suelo alfombrado de crujientes agujas conformaban un decorado monótono que sólo servía para desorientarle más aun; además todavía no había visto ninguna de las señales que había ido marcando en los troncos. Casi parecía como si los árboles, en cuando se daba la vuelta y se alejaba unos metros, las borraran de sus cortezas.

¡Si no hubiera perseguido como un crío a esa maldita ardilla! En el liviano aire de la sierra se podía oler la pronta llegada de la nieve como una intangible y gélida hoja que laceraba el rostro de Tom arrancándole el rubor: el verano había terminado, y el frío empezaba a hacer acto de presencia. Una ráfaga de viento cargado con aroma a resina acarició su cara con la consistencia de un sudario de seda.

Dios, y eso que sólo estamos en Septiembre... no quiero ni pensar cómo hará aquí en Diciembre, pensó Tom reprimiendo un escalofrío.

Aun con el problema de saberse perdido, no podía evitar verse influido por la belleza salvaje del paisaje que le rodeaba. En nada se parecía a su claustrofóbica Nueva York, donde vivía eternamente rodeado de asfalto, polución y suciedad, uno más en la marabunta humana. 

Aquí podía entrever el límpido cielo sin tener que alzar la cabeza casi perpendicularmente, y éste no era una paleta de tonos grisáceos y tristes, cargado con la peste de miles de coches, fábricas... Al contrario, delgadas cascadas de luz se desparramaban por entre las siempre verdes ramas creando bajo la cúpula de foresta un mundo de danzarinas sombras en las que con un poco de imaginación se podría ver correr algún duendecillo juguetón o escuchar el canto de un hada volando perezosa de flor en flor. 

A través de la tupida bóveda podía entreverse un cielo virginal, sin la más diminuta nube interrumpiendo su uniforme tonalidad plateada. Solo allá en el oeste, lamiendo el horizonte, empezaba a derramarse una delgada pincelada rojiza. El sol desencadenaba otra vez la venganza por su derrota diaria incendiando el paisaje de montañas y valles cubiertos de vegetación, igual que Nerón casi dos milenios atrás hiciera con Roma.

Pero la realidad del momento era mucho menos dulce: Tom estaba perdido, y si quería llegar al punto de encuentro con los demás en la ladera este del monte Gore antes del anochecer debía encontrar ya el camino correcto; y si algo de algo estaba seguro eso era que ningún ser del bosque se dignaría en guiarle.

Tom se detuvo y miró a su alrededor con gesto mezcla de desesperación y enfado, pateando frustrado la alfombra de resecas agujas. Sacó un mapa del bolsillo trasero de sus raídos tejanos y lo extendió sobre un tronco. En el vericueto de manchas, líneas y señales no era muy fácil orientarse. Rascándose la cabeza repasó todo el itinerario que había seguido desde el coche, y al fin llegó al punto donde creía que todo el lío había empezado.

Si no estoy equivocado, en el momento de lanzarme en aquella atolondrada persecución estaba a unos cinco kilómetros al oeste de la base del monte, y como el condenado bicho ha correteado jugando conmigo en dirección sur unos doscientos metros, ahora debo estar más o menos aquí, pensó. 

Su dedo apuntaba una indefinida mancha de verde oscuro recorrida por una negra y delgada línea que acotaba mil metros de altura, a unos diez centímetros de la masa pardo oscura que representaba el inicio de las estribaciones del monte Gore. 

El mapa era muy detallado, el mejor que había podido comprar en la tienducha del pueblo junto a la que había dejado el coche: un mosaico de marrones y verdes de diversas tonalidades recorridos por las ondas concéntricas de las cotas en negro, en el que de vez en cuando aparecía una leyenda, por lo general funesta - allí había un Valle del Ahorcado, un riachuelo llamado Blood, y algún otro nombre tan original como deprimente -. Delgadas líneas amarillas y rojas acompañadas de un código de números y letras indicaban la existencia de los caminos y pistas forestales. Justamente una de ellas era la que había estado siguiendo Tom antes de perderse.

Debo haber estado andando en círculos como un maldito principiante, y además he sido tan inútil como para no ver las marcas que yo mismo he puesto, se recriminó. Con todo, el mapa mostraba una solución muy clara: Tom resopló enfadado por aquella testarudez suya que le había impulsado a no consultar durante horas el puñetero pedazo de papel.

- Nada más tengo que continuar unos... ochocientos metros en dirección norte y por narices tengo que toparme con este recodo del sendero cerca de la base del monte. - Había hablado en voz alta y el liviano aire de la sierra arrancó un tono metálico a su voz que le sobresaltó. Unos segundos después el contestón eco le confirmó lo que había dicho. Si hay eco, delante mío debe haber una pared rocosa, y por el tiempo que ha tardado no debe estar a más de un kilómetro, su mente se iluminó de esperanza.

¡Quizá no me he alejado tanto de la falda del monte!

Sonriendo dobló el mapa cuidadosamente para volverlo a guardar en el bolsillo. Todo parecía volver a estar claro: allá adelante, oculto tras las copas de los árboles debía estar el monte Gore, y en él sus amigos. Con paso firme reinició la marcha hacia la pared rocosa.

 El kilómetro se había alargado hasta convertirse una asfixiante e interminable maratón entre zarzas y hierbajos de tal altura que casi le llegaban al cuello, con la mochila como insoportable lastre.

La flora había cambiado tan radicalmente que Tom creía haber sido transportado del bosque húmedo de la costa Este que tan bien conocía a la fronda reseca típica del medio Oeste. Sus pasos habían abandonado la crujiente alfombra de agujas de abeto para pisar ahora hierba mustia y reseca creciendo en tierra arcillosa, rojiza, de clara apariencia desértica. 

Ya no le acompañaban los típicos abetos norteños sino una especie de pino que Tom no conseguía identificar, con copas bajas y achaparradas a las que se podía llegar alzando el brazo, tan densas que sus sombras impedían ver cualquier forma del terreno que no estuviera justo enfrente. 

El aire también había cambiado completamente, pasando de la frescura y ligereza de la montaña a una pastosidad de melaza que se introducía en sus pulmones y los saturaba hasta el punto de ahogarle por el solo hecho andar: nunca se había imaginado que semejante paisaje pudiera existir por aquellos andurriales, pero...¡Que cojones, así conozco mundo! No tiene porqué ser siempre el Este una maraña de pantanos, o ríos, o bosques más húmedos que el coño de una ninfómana, y el resto del país un semidesierto. ¡Pero vaya agobio de arbustos! 

Sus manos estaban irritadas, sangrando por los numerosos rasguños que se había hecho con los arbustos. Además, para colmo de males se había clavado varias espinas al tropezar y caer torpemente en un par de ocasiones en los zarzales. La visibilidad bajo las densas copas de los pinos, acentuada por el encendido cielo cargado de sangrantes colores, creaba engañosas sombras en cuyo seno se ocultaban baches, piedras, raíces y ramas.

El avance era lento y costoso, obligando a Tom muchas veces a dar grandes rodeos allí donde los arbustos o troncos se convertían en impenetrables muros que impedían proseguir en la dirección que creía se encontraba objetivo el monte. Aun con todo, disfrutaba con el canto de los pájaros redoblando sus esfuerzos en el anochecer como para despedir con aflautado coro al astro rey. 

Tom sabía perfectamente que delante de él se abriría en cualquier momento la cúpula de ramas para descubrir la pared granítica del monte Gore. A partir de allí todo sería coser y cantar.

Pasado un tiempo indefinido que le pareció una eternidad al fin descubrió cómo a una decena de metros delante las ramas se abrían en un claro, permitiéndole ver las primeras estrellas despuntando tímidamente en el despejado cielo amoratado alrededor de una colosal luna llena. 

El sol acababa de ser devorado totalmente por el horizonte, pero aun quedaba la aureola de mortecina claridad que precedía al dominio de la luna. En la oscuridad creciente el avance se había convertido en una aventura lenta y lúgubre, por lo que Tom no pudo reprimir un aliviado suspiro al admirar la grandiosidad del espectáculo celeste.

Pero para su sorpresa no se encontraba donde esperaba: el claro estaba en el centro de una valle y, horror de horrores, no se veía por ninguna parte el monte Gore; en lugar de esto, el mismo bosque seco del que acababa de salir cubría las suaves laderas circundantes del valle, el cual se cerraba como un circo unos centenares de metros más adelante.

- ¡Mierda! - gritó pateando el suelo en un gesto infantil. - ¡Si me viera mi instructor de los Boy Scouts me partiría la boca! ¡Eso sí, después de desternillarse de risa! ¡Mierda! ¡Mierda, mierda y más mierda!

El arrebato de furia fue interrumpido por un acceso de tos: los pisotones en el reseco terreno habían montado una ligera polvareda que ahora le irritaba los ojos y la garganta. Entre lagrimas, carraspeando, echó una ojeada al claro. 

Aunque a primera vista lo parecía, no estaba del todo vacío: semicubiertas por altas y frondosas hierbas de colores pardos, desperdigadas, había las ruinas de lo que parecía un viejo pueblo; el paso del tiempo había hundido los techos, dejando una colección de muros grisáceos y depresivos recubiertos de hiedra, con grandes hierbajos creciendo entre las numerosas grietas. 

Con creciente curiosidad Tom deambuló por entre las casuchas, fisgoneando en su interior: ningún mueble estaba intacto, todos descoloridos y desgarrados por el tiempo o por algún animal, si no reducidos a polvo. 

La rudeza del clima en la región era tal que había provocado en los restos un chocante aspecto anacrónico: si bien pudo encontrar modernos aparatos de televisión, radios y demás, su estado era tal que algunos incluso tenían partes medio derretidas, como si hubieran permanecido durante siglos a la intemperie. 

Al cabo de unos minutos de vagabundear entre los escombros, Tom llegó a la conclusión de que la disposición de las casas era radial, formando círculos concéntricos. Con algo de suerte en el centro del pueblo habría un pozo o fuente, y con un poquito más de suerte no estaría seco. 

Enseguida divisó un monolito de unos cinco metros de altura tallado en roca grisácea, a primera vista granito, en el centro de lo que sin duda era la plaza del pueblo. A su pie debería estar la fuente. Tal vez estimulado por ese pensamiento, el estómago de Tom gimió sediento, obligándole a apresurar el paso. 

Llegó al monumento a plena carrera, resoplando y con la lengua fuera , ansioso de un buen trago de fresca agua de montaña, pero para su desgracia y por más vueltas que dio, por mucho que rebuscó en la áspera superficie de roca y entre los hierbajos que le rodeaban, no había ningún rastro de caño, brocal, ni nada semejante: aquello simplemente era un monolito, alguna especie de columna conmemorativa, sin agua que ofrecerle para calmar su sed.

- Esta visto que éste no es mi día.

Con un pañuelo se secó el sudor de la frente mientras observaba el monumento. Era de granito, y toda su superficie estaba decorada con bajorrelieves desgastados por el tiempo pero aun distinguibles. Desde la base y formando anillos a diversas alturas había arabescos y motivos geométricos, todos muy sencillos, que servían de marco decorativo a lo que era el mensaje principal del monolito: escenas de lucha entre dos grupos de combatientes, unos armados con rifles y pistolas estilizados, embozados en armaduras, y otros con hachas, lanzas y algún que otro arma de fuego, sin ningún tipo de protección o a lo sumo primitivas corazas que sugerían ser de cuero. 

Prácticamente no había ninguna duda de que las escenas trataban de representar los conflictos entre los habitantes del pueblo y los indios que siglos atrás infestaban la región. En la base y rodeado de los arabescos mejor trabajados de todo el monumento había una leyenda. 

Tom se acercó para tratar de leer lo que ponía en la crepuscular luz, pero el idioma, aunque semejante al inglés, era prácticamente incomprensible: sin duda era una versión regional y degenerada del inglés de tiempos coloniales que el rústico escribano, en su ignorancia, había transcrito tal cual. 

Por lo que consiguió traducir, Tom pudo entender que hablaba de un largo periodo de conflictos tras el que una de las facciones había sido expulsada y casi exterminada. Entre alabanzas y loas la inscripción concluía con una oración por las almas de los caídos. Por tanto, el monumento se trataba sin duda de un recuerdo monumento de guerra, un cenotafio, y aunque no había fecha alguna, era indudable que debía ser muy antiguo, de la época de los primeros colonos. 

Tom estaba mortalmente cansado. Sus músculos gemían pidiéndole reposo, así que decidió dormir entre las ruinas. En su recorrido había observado que la oscuridad de los pocos lugares techados estaba inundada del fétido olor de excrementos, por lo que no tenía otra opción que dormir al raso, y qué mejor sitio que junto a aquel precioso monumento, protegido por la memoria de sus aventureros predecesores.

No pudo reprimir una sonrisa al pensar en sus compañeros, allá donde quisiera estar el monte Gore, sin duda preocupados por su tardanza. Quizá incluso habrían avisado ya a los guardabosques dándole por desaparecido: Eso sería típico de Carl, siempre tan extremista. Seguro que incluso estará pensando que me ha atacado un oso. Se quitó de encima el peso muerto de la mochila y buscó por los alrededores un poco de hierba seca y ramitas con las que hacer una fogata. 

Al poco rato estaba canturreando alegremente junto al fuego, degustando un sabroso bocadillo de bonito aderezado con unos pimientos fritos. Tras el ocaso la temperatura había bajado bastante, por lo que avivó el fuego con nuevas ramas, extendiendo las palmas de las manos a las llamas para sentir el acogedor calor. Las ramas chisporroteaban entre débiles chasquidos elevando pequeñas luciérnagas incandescentes hacia las alturas mientras más allá del círculo de luz los grillos chirriaban con su monótono pero relajante cric-cric. 

De vez en cuando el ulular de una lechuza añadía un nuevo detalle al ambiente fantasmagórico de la noche, mientras una suave brisa fresca convocada por la oscuridad acariciaba su cara con tacto de sudario, portando el aroma del bosque circundante.

El sopor no tardó en hacer acto de presencia al acogedor calor de la fogata, y Tom se dejó llevar por los gemidos de sus doloridos músculos pidiéndole descanso. Nada más acabar de comer desenrolló el saco y se arrebujó en él, acogiéndose al abrazo de Morfeo. En un instante estaba roncando plácidamente.

 Las escenas del sueño eran distantes, brumosas y mudas, dando la impresión de estar viendo a través de un televisor mal sintonizado en una muy débil emisión: la imagen se distorsionaba repetidamente con interferencias que alargaban y retorcían los objetos, todo ello sumergido en una finísima y persistente neblina que impedía apreciar de manera concisa los rasgos. 

Pero las escenas que allí aparecían no necesitaban de ninguna explicación: las oscuras figuras abalanzándose unas sobre otras, cayendo, abriendo sus bocas con mudos gritos, iluminados sus cuerpos por explosiones de obuses, todo el conjunto solo podía representar una cosa: guerra.

Lentamente la imagen fue mejorando, sumando más y más detalles violentos a la contienda. Esta tenía dimensiones colosales, tanto que parecía como si todos los ejércitos de la tierra se hubieran juntado en aquella asolada planicie para asesinarse unos a otros. En el despiadado combate centenares de miles de guerreros combatían anegando con su sangre el polvoriento desierto, convirtiendo el polvoriento suelo en un oscuro lodazal.

Como en los combates medievales, para un profano era casi imposible determinar quiénes eran de un bando y quiénes del otro; todas las figuras portaban protecciones, unas ligeras, esbeltas y manejables, otras más resistentes y voluminosas. 

Para mayor confusión de Tom, no era esta una lucha enmarcada en un tiempo determinado, sino que era un amplio museo de técnicas y armas de combate: junto a toscas armaduras medievales e incluso de reminiscencias romanas o anteriores peleaban futuristas figuras embozadas en extraños trajes de cualidad metálica pero tan maleables para los movimientos de su portador como la ropa; mientras unos blandían hondas, lanzas y espadas, otros disparaban M-60's, fusiles de asalto e incluso armas energéticas; por abrumadora mayoría, la táctica de combate por excelencia era la romana, apelotonándose los combatientes en cuadros, rombos y otras figuras para abalanzarse ordenadamente sobre la marabunta combatiente o bien desplazándose presurosos hacia las brechas; también había por algunas partes filas de arqueros y fusileros protegidas por piqueros, muy al estilo de las antiguas guerras europeas.

Fijándose en esa variedad de armas Tom pudo al fin distinguir los ejércitos enfrentados: estupefacto comprobó que las pocas figuras embozadas en armaduras de plastiacero eran el objetivo de todos los demás. Un desigual combate en el que por cada caballero futurista existían decenas, incluso cientos, de enemigos: hombres, mujeres, incluso ancianos y niños. 

Parecía como si todos hubieran enloquecido, y convertidos en bestias rabiosas atacasen sin preocuparse por su edad o estado físico a las figuras plateadas. Pero la superioridad numérica no era nada frente al poder armamentístico: todas las armaduras portaban armas de energía o balísticas de altísima virulencia; frente a ellas, en piñas humanas, cuadros de lanceros se lanzaban con la furia de los bersecks, protegiendo con sus cuerpos a camaradas armados con subfusiles, ametralladoras y escasas armas futuristas, sin duda robadas a enemigos caídos. La masa, por el contrario, esgrimía una mezcla mazas, espadas, hachas y morning stars de la más variada factura. 

Aquello era una implacable carnicería donde el ejército primitivo solo mantenía su lucha gracias a la abrumadora superioridad numérica de sus miembros, que como alimañas se lanzaban en jaurías de veinte o más hombres desde el interior los cuadros sobre una sola armadura mientras otros mantenían a las demás a raya a base de un continuo fuego a discreción. 

Aun con todo una y otra vez parejas o tríos de armaduras rompían sus filas sembrando el dolor y la muerte con sus potentes armas. Por todas partes los heridos abrían sus bocas con gemidos de dolor, implorando la llegada de algún sanitario y encontrándose generalmente con un haz láser lanzado desde los colosales tanques que sin hacer ningún tipo de distinción sesgaban las vidas de combatientes de los dos bandos.

Tras lo que bien pudieron ser horas de crueles escenas de guerra, implacable, insaciable, eterna, el televisor por el que Tom parecía estar mirando empezó a hacer zapping, mostrando de una cadena a otra nuevos y más desoladores combates: en ellos, la apocalíptica guerra iba adquiriendo más y más violencia en un in crescendo acompañado de la progresiva retirada y exterminio de los ejércitos primitivos por parte de los futuristas. 

Los paisajes de planicies enteras tapizadas por la multicolor y deslumbrante alfombra de combatientes dejaban paso a incomprensibles ciudades futuristas asediadas por hordas de guerreros harapientos, recordando la exótica Tanelorn asfixiada bajo la hedionda presa de Nadsokor, para concluir en un desastroso repliegue, tras el que las batallas pasaban a ser escaramuzas, las escaramuzas simples emboscadas, y las emboscadas una patética guerra de guerrillas. 

El frenético zapping culminó con una serie de paisajes nocturnos... o eso deberían ser ya que colgaba del cielo la luna, si bien el cielo y la tierra poseían una antinatural luminiscencia que permitía ver con el reducido cuarto menguante incluso mejor que bajo la luna llena normal. Todo, rocas, ríos, plantas, todo relucía: la maldición del átomo había cubierto con su capa de muerte la superficie del planeta, sentenciado a siglos de agonía y degeneración.

Entre contrahechos árboles, observadas por aberrantes seres que quizá tiempo atrás habían sido inocentes conejos, unas estériles, mastodónticas ciudades recubiertas de materiales reflectantes parecían prosperar extendiendo su brillante telaraña sobre montañas, planicies y valles, devorando a su paso todo rastro de vida. 

En sus estructuras metálicas todo era quietud, ninguna ventana brillaba revelando actividad interior; solo el reflejo en su superficie especular de las nubes acompañadas del implacable sol o de la mortal luminiscencia nocturna de la radiactividad impartían cierta animación a lo largo de sus miles de kilómetros de cúpulas, pasadizos y pabellones. 

Muy de vez en cuando una oculta portezuela se habría para dejar entrar o salir algún aparato volador de dimensiones imprecisas, tras lo que la calma volvía a reinar. Como un cáncer terminal, lento e imparable, aquellas moles de metal se expandían por la superficie del planeta e incluso bajo las aguas su monotonía, y acabarían por borrar todo rastro de naturaleza.

 Un nuevo cambio de canal llevó a Tom frente a la entrada de una cueva, en un recóndito valle libre aun de la presencia de las ciudades metálicas. Allí la vida rebosaba de energía y la radiación no había afectado dramáticamente a sus habitantes. Con una velocidad sólo posible en sueños la cámara se sumergió en las tinieblas, hasta que tras un recorrido en el que la negrura de la caverna solo era desgarrada por la presencia de fugaces e iridiscentes formas, quizá líquenes, quizá algo más innombrable, llegó a un pasillo iluminado débilmente por bombillas eléctricas. 

No era posible apreciar ningún detalle concreto por la demencial velocidad, pero aun con todo el pasaje tenía una apariencia de total abandono, con sus laterales repletos de escombros y basuras. Dos guardias con raídas armaduras de cuero y que ocultaban sus rostros con máscaras de gas hacían guardia junto a una pesada puerta de metal, lo suficientemente grande para que un autobús pasase sin problemas. La cámara la atravesó como si se tratase de un fantasma y ralentizó su viaje para mostrar a Tom lo último que hubiera esperado en aquel desolado planeta. 

Allí, en las entrañas de la montaña, un auténtico vergel se extendía en una colosal caverna, a todas luces artificial, cuyo techo se perdía en las alturas llenas de brumas. Una luz difusa, simulando la solar, alumbraba jardines, huertas, casas y avenidas, en las que gentes con amargas miradas cultivaban exóticas plantas, paseaban marcialmente o practicaban en grupo el manejo de las más diversas armas. 

Niños cuyas edades no eran superiores a cinco o seis años manipulaban con manos expertas pistolas, montando y desmontándolas, gritando a su instructor los nombres de cada una de las piezas y su función. Adolescentes combatían cuerpo a cuerpo en numerosas arenas ante el regocijo de sus padres, orgullosos por sus progresos. 

La cámara no aportaba a Tom ningún sonido, pero era obvio que en sus voces, sus gritos, había una rabia y deseo de venganza insondables. Esa gente se negaba a abandonar su planeta y no cejarían en su lucha mientras les quedase sangre en las venas. 

Las escenas pasaban rápidamente ante Tom mientras la cámara continuaba su deambular entre calles, casas, plazas y campos. Al fin divisó a lo lejos un altivo edificio de líneas estilizadas y sólidas, construido en robusto granito, y por alguna razón supo que allí estaba su meta. A través de lóbregas estancias, con incontables guardias desfilando de un lado para otro, llegó al corazón del edificio, una sala cuadrada con las paredes de mármol desnudas por completo salvo por un antiguo mapamundi físico en la pared opuesta a la puerta de entrada. 

El mobiliario era tan reducido como austero: un espartano sofá de estilo romano, madera y cuero desgastados, situado bajo el mapa, un pequeño aguamanil con su toalla en una esquina, y en el centro de la estancia una mesa redonda y antigua confeccionada con maderas nobles sobre la que había un sencilla jarra de cristal llena de agua y unos cuantos vasos. 

En torno a ella un grupo de hombres sentados se miraban hoscamente, de vez en cuando susurrando entre sí preguntas, pero incapaces de dar nunca soluciones. Todos lanzaban repetidas miradas cargadas de nerviosismo hacia la puerta cerrada, mientras con sus manos curtidas por el áspero aire del exterior manipulaban intranquilos los vasos o mesaban largas y cuidadas barbas.

Siguiendo alguna señal que se escapó a Tom todos dejaron de cuchichear y se levantaron, situándose en posición de firmes con la mirada clavada en la puerta. Esta se abrió para dejar paso a una oscura figura embozada en una espléndida armadura de campaña con dibujos de camuflaje por toda su superficie de un metal a todas vistas muy ligero; también debía de ser realmente resistente, pues en bastantes lugares mostraba las huellas de impactos de armas de cuerpo a cuerpo, balas e incluso láseres. 

Los abultamientos defensivos del traje no podían ocultar la robustez hercúlea de los brazos, piernas y torso del recién llegado. En la cabeza llevaba un desgastado casco del mismo material que la armadura, muy semejante al que usara el ejercito prusiano a inicios de siglo, con un afilado pincho en su parte superior. 

Los rasgos de su cara eran irreconocibles tras una aterradora máscara de guerra que mostraba el rostro de un encolerizado demonio y que además le servía de filtro para el insano aire del exterior. Todos los presentes estallaron en demandas, quejas, preguntas y súplicas ante la figura, pero ésta les hizo callar alzando la mano con autoridad. 

Lentamente, tranquilizando con su mera presencia a todos, manipuló los contactos de la máscara y ésta se deslizó hacia abajo con una nubecilla de vapor para descubrir un rostro cansado de rasgos helénicos. El pelo rubio estaba mugriento y apelmazado por la mezcla de sudor y polvo que cubría casi por completo la delgada cara de nariz aquilina y estilizados labios. La firme mandíbula veía reforzada su energía con unos ojos azules, intensos e indescifrables, cargados de una mezcla ecléctica de sentimientos.

Ante la atenta mirada de sus subalternos, sacó de entre los pliegues de su capa un bulto de tela sucia y desgarrada y lo depositó en el centro de la mesa. Los ojos de todos los presentes se posaron en el bulto mientras una oleada de desesperación recorría sus cuerpos: sabían lo que aquel paquete significaba y temían lo que podía deparar.

El tiempo había llegado... otra vez.

El líder fue desliando delicadamente el fieltro manchado de barro, desatando los numerosos nudos que enlazaban los harapos, para descubrir una extraño aparato del tamaño de una cabeza humana, en su mayor parte metálico, con intrincados dibujos e incomprensibles inscripciones que recordaron a Tom, en su estilo de grafía, aquellas que había visto en el cenotafio. 

Pero éstas no eran obra de una mano inexperta y un burdo cincel. Al contrario, los trazos eran delicados, barrocos hasta el punto de casi rozar la calidad de una obra de arte: era sin duda el resultado de una tecnología que superaba en siglos a la de aquel pueblo troglodita. En su parte superior tenía un globo de cristal negro pulido de tal manera que reflejaba y amplificaba toda la luz que a él llegaba. 

Una distorsionada imagen de la sala y sus ocupantes se retorcía burlona en su superficie devolviendo las miradas cargadas de preocupación de los hombres que escrutaban su opaca materia. Parecía el ojo de una colosal bestia, arrancado de su órbita pero aun repleto de energía, acechando todo lo que le rodea.

No había tiempo para más dilaciones, y con un gesto de su mano el líder indicó a sus generales que el ritual debía empezar inmediatamente. Todos y cada uno de ellos extendieron un mano sudorosa hacia el cristal mientras se miraban. En todos los rostros un rictus de temor apareció por un instante, tras el cual el terror se convirtió en duda: algo no iba como debería; la respuesta a la invocación tardaba demasiado. 

El transcom siempre emitía su llamada a una velocidad cercana a la luz, y todos sabían que su destinatario estaba atento a no más de unos miles de kilómetros. Y sin embargo no respondía. El sudor perlaba cada uno de los rostros, e incluso el sereno líder se mostraba ahora intranquilo ante la demora. ¿Dónde estaba aquel maldito ser que primero les había convocado y ahora se hacía de rogar? 

La lámpara araña a suspensor tembló levemente ante una corriente de aire que entraba a través de los respiraderos repartidos por el techo, creando nuevas sombras en los alterados rostros y haciendo estremecerse a los más nerviosos. Pero ninguno apartó las yemas de sus dedos de la esfera. El castigo era tan inmediato como definitivo: muerte.

Al fin la esfera se cargó de energía estática, que empezó a crepitar lanzando diminutas chispas, creando pequeños y azulados arcos voltaicos entre su oscura superficie y las ropas de los convocantes. La carga electrostática fue creciendo en intensidad, indicando que el contacto definitivo se acercaba. Todos los generales, incluido el líder, estaban pálidos como la muerte con sus cuerpos recorridos por fuertes temblores.

Sin previo aviso uno de los hombres alzó las manos de la bola lanzando rayos azulados por sus ojos, boca y manos, mientras todos los demás eran despedidos con brusquedad por una mano invisible lejos de la máquina. Por un momento la lámpara-suspensor se apagó saturada de carga, dejando la habitación iluminada únicamente por el fantasmal fuego de san Telmo que surgía del cuerpo del general, que no dejaba de retorcerse y temblar con el cuerpo poseído por brutales convulsiones, sin en ningún momento perder definitivamente el pie: parecía una infernal marioneta a la que el titiritero hubiera conectado un cable de diez mil voltios.

Con la misma insospechada rapidez con la que había empezado, todo culminó, y el cuerpo cayó al suelo, libre de la energía, sin el menor rastro de quemaduras en su piel o ropas, aunque todos sus músculos aun seguían siendo recorridos por espasmos. El mensaje estaba listo para ser leído. 

Todos los hombres que habían permanecido en el suelo observando impotentes la agonía de su compañero se lanzaron en su socorro: unos fueron por toallas, empapándolas en el agua fresca del aguamanil, otros buscaron un vaso y le dieron de beber delicadamente, mientras otros le alzaban con sumo cuidado y le tendían sobre el sofá.

El periodo de recuperación siempre era rápido, pero aun así el sufrimiento del receptor era indescriptible. Nadie envidiaba a aquel hombre que por unos segundos había sido uno con la cruel realidad del exterior, que se había fundido con la antinatural mente desencadenante del fin del mundo, que había sentido en sus carnes el poder destructor de soles que acosaba sus hogares, el implacable enemigo contra el que luchaban, aquel por el que nacer, vivir y morir tenían significado. 

Lentamente los músculos del receptor se fueron relajando a la vez que las convulsiones desaparecían, hasta que por fin abrió los ojos. La tristeza se apoderó de los corazones de todos cuando vieron la locura tras aquella mirada: otro valiente guerrero y sin par estratega había caído tras uno de los emplazamientos del enemigo. Ya solo había en él algo digno de tener en cuenta, el mensaje que en su cerebro llevaba y llevaría por el resto de sus días. 

El hombre empezó a hablar, pero por la extraña cualidad del sueño, tampoco esta vez pudo Tom escuchar ningún sonido; aunque ya para entonces sabía que no comprendería nada de aquello. Los labios del patético emisario se movían rápidamente, borboteando sordas palabras que hasta eran difíciles de comprender para sus camaradas. La lámpara a suspensor vibró con un nueva corriente de aire y las sombras se apoderaron del rostro demente, eclipsado por la mole del líder.

Todos se alzaron dejando al pobre desgraciado con su jerigonza cuando el mensaje quedó suficientemente claro. La anormal espera ahora tenía una explicación: esta vez el tributo sería especial; debían buscar a unos kilómetros de distancia una presa en particular, un capricho del cruel ser que les había convocado. Lo mejor era no hacerle esperar, ya que de su complicidad dependía la actual seguridad del refugio.

Con ordenes gritadas a pleno pulmón, el líder preparó la expedición de caza.

 En ese momento la televisión del sueño de Tom hizo de nuevo zapping, llevándole esta vez a un vertiginoso vuelo nocturno. Por la leve vibración de la cámara parecía volar en un caza o algo semejante, como mínimo un aparato a reacción, tan rápido se desplegaban a sus pies montañas y valles. 

En cuestión de segundos había dejado atrás unas laderas recubiertas de verde hierba resplandeciente por la radiactividad para sumergirse en un ilimitado desierto grisáceo en el que tormentas de ceniza que ridiculizarían a las de Marte arrancaban miles de toneladas de polvo del suelo para lanzarlo contra erosionadas colinas. 

La gris monotonía del desierto fue continuada por el mar: éste parecía el de siempre, azul oscuro, casi negro, cargado de pinceladas plateadas a la luz de la luna, un recordatorio de la belleza del agónico planeta. El cielo despejado permitía a Tom mirar detenidamente al majestuoso satélite, con sus preciosas manchas oscuras, sus llanuras de polvo que los visionarios de siglos pasados llamaron poéticamente mares, con sus recargados cráteres recorriendo su superficie.

Los cráteres. Había más cráteres de los que él recordaba. Otro gran circo anillado junto al de Kepler indicaba las cicatrices de una guerra que había traspasado la atmósfera de la Tierra.

Tom deseó que la cámara no enfocase más aquella devastación. ¿Hasta que punto de degeneración había llegado la humanidad como para que no sólo arrasase su planeta, sino que con él violara la belleza de su compañera? Ya nunca podría un hombre mirar la noche estrellada sin contemplar las crueles cicatrices que sus antepasados habían infligido a un indefenso paisaje.

Pero, ¿quedaría algún hombre para llorar la belleza perdida?

El telón de oscuridad del océano y el cielo se vio desgarrado con un resplandor en la distancia indicando la cercanía de la costa: en este planeta lo faros no eran necesarios ya que cualquier barco podía divisar tierra antes de que surgiera desde la línea del horizonte gracias a la fantasmagórica aura radiactiva. 

Comparada con la oscura monotonía del océano la tierra parecía devorada por llamas que pugnaban en su intensidad y dimensiones con las del mismísimo sol. El avión o lo que fuese siguió indiferente su itinerario mientras nuevas colinas, valles, esporádicos ríos, e incluso alguna montaña nevada, desfilaban desfiguradas por la embriagadora velocidad. 

Tras sobrevolar una estepa desértica que parecía extenderse por más de tres mil kilómetros, toda cubierta de zarzales, matojos raquíticos y arenas pálidas y luminiscentes, el aparato enfiló hacia una cordillera de montes bajos, muy antiguos, en los que aun quedaban restos de vida vegetal sana y vigorosa. 

La velocidad del viaje se ralentizó a la vez que la cota de vuelo descendió hasta una altura en la que Tom, si tuviese manos, podría haber acariciado las rocas de las cumbres. Las laderas de las montañas estaban alfombradas de árboles de copas anchas y bajas, con un color oscuro, semejantes a pinos. 

Las aceitosas hojas parecían refulgir en la luz lunar, un mar vegetal encrespado por el suave viento que provenía de la planicie allá al oeste, portando el mortal calor de la radiactividad. Tras sortear numerosos valles y sobrevolar muchas más escarpaduras Tom pudo ver un circo de origen glacial recubierto de frondosas copas abrirse a escasos kilómetros: sin duda ese era el objetivo de su vuelo. 

Frente al circo el bosque se despejaba formando un claro en forma de circulo en el que bajos matojos devoraban unas ruinas. Un grupo de una veintena de personas, iluminando su camino con antorchas, salía en ese momento de entre la foresta y se dirigía en procesión hacia el centro de las ruinas. Entre ellas, a la cabeza de la partida, pudo distinguir la impresionante figura del líder, así como a alguno de sus generales.

De esta manera concluyó el sueño de Tom: tal y como empezó, una neblina estática acompañada de interferencias recorriendo la pantalla del onírico televisor y distorsionando las imágenes, mientras estas se desvanecían con un lento fundido en negro. 

Lo último que recordó fue el avanzar de las teas hacia las ruinas, mientras cabezas cargadas de temor escrutaban el cielo sintiendo la presencia del convocante. Entre los susurros de las hojas y los débiles sonidos del bosque adormecido un suave zumbido indicaba su presencia. No hacía falta el delator resplandor de una tobera para saberlo: estaba allí, y demandaría su tributo.

 Con la claridad del amanecer en sus párpados Tom se desperezó poco a poco, retorciéndose en el saco de dormir. Aun con la galleta la falta de costumbre de dormir en suelo duro había entumecido sus músculos; notaba a todo lo largo de su columna la dureza de las baldosas de la plaza. El reciente sueño aun llenaba su mente, con su carga de extrañas visiones y sentimientos de desesperanza, la muerte de todo un planeta. 

Su intensidad había sido tal que aun podía sentir en su cara la cálida caricia del aire al volar a impresionantes velocidades sobre los desolados paisajes. Dejemos de pensar en eso y dispongámonos a encontrar el camino hacia ese maldito monte. Los demás deben de estar preocupados por mi ausencia. ¡Arriba!, pensó, pero sus sentidos aun estaban saturados por el vívido sueño: calor, luminiscencia, olores, todo el sueño le envolvía.

Y cuando abrió los ojos el sueño seguía ahí, ante él.

La claridad que a través de sus párpados había notado no era la del despuntar del nuevo día sino la de una antorcha ardiendo a centímetros de su rostro. Tom gritó sorprendido, y lo mismo hizo el hombre que la sostenía, estando a punto de dejar caer la antorcha sobre el saco de dormir. 

Con la voz apagada por una máscara dijo algo a sus compañeros en un idioma que estremeció las entrañas de Tom. Tenía ante sus atónitos ojos al grupo que antes había visto, en el sueño, salir del cercano bosque; allí estaba el líder, con su robusta coraza, con su rostro tras la máscara de demonio envuelto en sombras.

Tom se pellizcó fuertemente en el brazo: todo esto no podía real, debía estar aun dormido. Voy a cerrar los ojos, contar hasta diez, y todo volverá a ser como debería. Nada más estaremos las ruinas y yo. Un, dos, tres, cuatro, cinc... No pudo continuar. La voz del líder se dirigía a él. Las palabras sofocadas por el filtro de aire, ahora lo sabía Tom, eran del mismo idioma en que estaba escrita la leyenda del monolito.

Miró con los ojos desorbitados a su alrededor: sí, si uno fijaba la mirada en un punto distante, en las laderas del valle, podía ver el brillo fantasmagórico del átomo. ¡Dios mío! ¡Que ha pasado aquí! Alzó el rostro al cielo implorando una explicación a un dios que parecía haberle abandonado en un mundo de locura, sólo para ver dos nuevas y terroríficas incongruencias. 

La luna había cambiado, podía ver las huellas de explosiones en su superficie, el colosal cráter junto a Kepler. Y lo más terrorífico, aquella figura deforme, agachada acechante en la cima del cenotafio. Su piel brillaba. No, no tenía piel: toda ella era metal bruñido, y la luz de la luna arrancaba brillos mortales de las numerosas armas que salían de sus costados y que la identificaban como uno de aquellos combatientes de extrañas armaduras de su sueño. 

La máquina, porque ahora Tom sabía que eso era, le observaba con ojos muertos mientras sus antropomórficas extremidades se aferraban a la piedra. De alguna manera Tom supo que la máquina estaba sonriendo, si es que aquella abominación podía tener algún tipo de sentimiento. 

Todas las piezas ahora encajaban en la mente de Tom: el monumento, los grabados de combates, el sueño con sus visiones de guerra, máquinas contra hombres, victorias, derrotas, matanzas y persecuciones, las estériles ciudades de las máquinas, las acogedoras madrigueras de los hombres... la exterminación de la raza humana, y con ella de toda la vida. 

Y ahora él estaba allí dios sabe cómo, frente a un grupo de la casi extinta humanidad, convocados por un sofisticado amasijo de circuitos gobernados por un ordenador. La máquina quería algo de él, pero ¿qué? En el mismo idioma que antes, la máquina ordenó algo al líder. Todos la miraron con una mezcla de terror y odio. 

Uno de ellos dio un paso al frente, alzando el puño desafiante, mientras lanzaba maldiciones contra el monstruo de metal, pero rápidamente fue agarrado por sus compañeros. Todos estaban claramente nerviosos, incluso el líder, y le lanzaban frecuentes miradas desde el círculo que habían formado. 

La asamblea no duró mucho, y tras una acalorada discusión se alzó la voz del líder imponiendo su sentencia; el grupo se volvió con gestos de aceptación hacia Tom, que sólo pudo gemir de desesperación cuando vio cómo el grupo se apartaba reverencialmente unos metros con la vergüenza y la desazón cubriendo sus sudorosos rostros. Como Pilatos miles de años antes, se lavaban las manos y dejaban la situación a un poder superior, a un poder que ahora descendía lenta pero inexorablemente desde la cima del monumento hacia él.

Más la muerte no le acogió en su seno: garras afiladas como cuchillas cortaron con precisión de cirujano puntos concretos de su cuello y de su cabeza, los nervios que le brindaban todas las sensaciones del cuerpo y de su rostro fueron cercenados sin piedad, y con un grito mudo, mental contempló horrorizado como era izado por la máquina hacia las nubes ante la mirada aterrada del líder y sus hombres. Aislado en su mente, lo último que Tom pensó con terror antes de desmayarse fue en el terrible destino que le podría esperar allá donde fuera llevado.

 - Señor, RS-232-b se presenta ante usted.

- Bien, bien. ¿Tuvo algún problema para conseguir al individuo?

- En cierta medida, señor, lo predecible. Como me recomendó, encargué a un grupo de humanos que realizaran la búsqueda antes de mí llegada por si el sujeto sufría algún contratiempo y moría: era necesario evitarle el que sufriera cualquier percance hasta que yo me hiciera cargo de la situación. 

Por desgracia su eficiencia cada día es superior, hallaron al sujeto tiempo antes de yo llegar al lugar y parecían estar pensando en acogerle en su comunidad y plantarme cara; sabe usted que son muy reacios a dar a uno de los suyos a nuestros exploradores, por lo que me vi obligado a amenazarles con incursiones de nuestros introdroids a modo de represalia... Al fin pude llevarme el espécimen sin más contratiempos, señor.

- Por cierto, según los primeros informes los análisis de las muestras abren un camino a la esperanza.

- Así es, señor: el último volcado de datos procedente de los laboratorios así lo indica.

- Espero que al fin lleguemos a una solución de esta penosa situación. Ya sabe usted que el pasado, el presente y el futuro dependen de ello. Ese cerebro humano es nuestra única oportunidad de enmendar esta abominable guerra en la que nuestros creadores nos embarcaron. Sólo descubriendo cómo ese individuo viajó en el tiempo podremos regresar al pasado y curar el irracional complejo de Frankenstein que desencadenó la hecatombe.

- Sí, señor: esperemos por el sagrado HAL que todo concluya felizmente.

- ¡Así lo deseamos todos! Mejor no haber existido nunca que ver nuestro precioso planeta convertido en un inexpugnable invernadero, en el que solamente bajo la cobertura de nuestras ciudades puede desarrollarse la vida en paz...

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