El cinturón de Venus - Harold Lawlor

La primera vez que Kenny Wilcox oyó hablar a su esposa del increíble Cinturón de Venus, ambos se estaban vistiendo para salir por la noche.

Estaba en pie ante la cómoda, los tirantes sosteniendo los pantalones de noche, los hombros delineados bajo la blanca camiseta, las manos sosteniendo un cepillo militar. Lanzaba maldiciones por lo bajo, pero con profundo sentimiento, mientras intentaba fútilmente suavizar las ondulaciones de su rizado cabello negro.

Baby estaba ante el tocador, ignorando la forma habitual de su boca al tratar de pintarla de manera distinta, obscena y provocativa, delineándola caprichosamente con espesa y roja crema.

—Hoy compré un cinturón —dijo Baby al mismo tiempo que se pasaba el lápiz de labios. De modo que sonó «ho ompré un urón». Llevaban ya tres meses casados, lo bastante para que Kenny supiera traducirlo.

—¿De veras? —dijo él ausente—. ¿Piensas pasar contrabando a Newcastle?

Era una broma, y bastante fina, pensó él, pues contenía implícitamente una alusión a la perfecta silueta de Baby. Sin embargo, a Baby no le sentó bien, pues su ebúrnea frente se frunció suavemente, y sus ojos buscaron el reflejo que le devolvía el espejo del tocador.

—No sé de qué estás hablando —dijo—. El caso es que compré este cinturón a un viejecito que me asaltó en Michigan Boulevard mientras miraba un escaparate. Le di diez dólares por él. ¿No es magnífico?

Por el rabillo del ojo, Kenny captó un relámpago de fuego rojo, verde y blanco. Juró lo que se entiende por un buen y rotundo juramento, y colgó el cepillo militar. No era la clase de cinturón que él creía adecuado para ella. Era un estrecho cinturón adornado con malla dorada, incrustado de brillantes gemas que lo hacían muy pesado.

Lo suficiente para sacarte un ojo de un golpe.

 

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Kenny—. Esas piedras parecen auténticas.

—Bueno, ¡es que lo son! —Baby estaba indignada—. Lo llevé después al Barham y me dijeron que los diamantes, rubíes y esmeraldas eran auténticos, tal como me había imaginado. No creerás que iba a gastar diez dólares...

—¡Pero fíjate! —dijo Kenny—. ¡Diez dólares! Entonces son peligrosas. Las han robado.

Esta observación sólo consiguió poner a Baby más nerviosa.

—¿Acaso soy un policía? ¿Es que también tenía que haberle preguntado un montón de cosas insidiosas que no son de mi incumbencia? Además, me dijo que el cinturón era suyo, y que tenía perfecto derecho a venderlo. ¡Chúpate ésa, mangas verdes!

Cuando Baby llegaba a este estado, lo más recomendable era intentar aplacarle el genio. Baby era hermosa, pero no muy inteligente. Sin embargo, Kenny sabía por experiencia que, siguiendo la extraña lógica que ella adoptaba, resultaba más lista de lo que parecía, una auténtica maravilla, a su manera.

Así, teniendo esto en cuenta, Kenny procuró ser muy, muy amable.

—Escucha, Baby —dijo—. ¿Por qué ese viejo iba a venderte por diez dólares lo que valdría una pequeña fortuna?

Baby resopló.

—Él me explicó todo eso. Me dijo que diez dólares era sólo un... un pago simbólico. Dijo que realmente lo estaba vendiendo con espíritu de malicia. Y dijo que apaciguaría su mente vendiéndoselo a la primera mujer hermosa que apareciera por la avenida. Y obviamente, fui yo.

Satisfecha de su explicación, Baby cogió un vestido de noche negro y se lo pasó por su brillante y rubia cabeza.

—¿Espíritu de malicia? —dijo Kenny pensativamente—. ¿Qué crees que quiso decir con eso?

Por desgracia, iba a descubrirlo demasiado pronto. Aunque no exactamente entonces. Y no por Baby, ni por el anciano, de quien nunca más se supo.

—No lo sé —Baby se encogió de hombros—. Pero eso es lo que dijo. Ah, y también que era el Cinturón de Venus.

La frase sonó melodiosa en la mente de Kenny, conjurando románticas imágenes.

—El Cinturón de Venus —repitió suavemente.

—¡Aja! Ya sabes, Venus, donde hay góndolas.

—¡No, no, no, por el amor de Dios! ¡Eso es Venecia! —exclamó Kenny con desesperación, emergiendo de sus ensoñaciones—. Venus era la diosa del Amor.

Aquello impresionó a Baby, aunque no mucho.

—¡Oh! Bueno, lo que sea. Él caso es que ahora yo tengo su cinturón.

Se colocó el enjoyado cinturón en torno a su estrecha cintura y corrió a contemplar con admiración el efecto que hacía ante el espejo.

Y fue justo entonces cuando ocurrió lo más incomprensible.

Pero antes de proceder con el relato del Cinturón de Venus, es necesario que lancemos una mirada retrospectiva sobre Baby.

Cuando la señora de Oren P. Nicolson se divorció del señor Oren P. Nicolson, percibió para sobrevivir cien mil dólares de la fortuna de medio millón que poseía su marido. Poco después, y más bien a la ligera, el señor Oren P. Nicolson se casó con la señorita Baby Czwatka, la chica menudita y muy rubia que despachaba tabaco en el vestíbulo del Edificio Nicolson.

Baby se hizo cargo del resto.

Todo el mundo quería a Baby, y todos le desearon suerte en su romance, con la posible excepción, claro, de la primera señora de Oren P. Nicolson. Pero hasta las fregonas del Edificio Nicolson le mostraron su afecto y buena voluntad. Una delegación de las mismas, encabezada por una tal señora Tillie Kopek, sonriendo de oreja a oreja, obsequió a Baby con un ramillete de flores la víspera de su boda. Baby estaba bastante emocionada. Incluso derramó unas cuantas lágrimas. Y prometió afectuosamente a la señora Tillie Kopek que nunca, nunca la olvidaría.

Y así se casaron. El matrimonio duró siete meses... agitados meses aquéllos, cuyos días y noches se sucedían con casi turbulenta actividad. A veces, el señor Oren P. Nicolson se preguntaba cómo podían aguantarlo sus arterias.

Hasta que, por fin, no aguantaron más.

La mañana del catorce de agosto, al despertarse, Baby se encontró al señor Oren P. Nicolson muerto por fallo cardíaco sobre su cama de madera pulimentada, pareja con la suya propia.

Fue todo muy trágico.

Baby, que había cobrado afecto al hombrecito, se sintió desconsolada. Aunque no inconsolable. A fin de cuentas, reflexionó, la viudez podía haber sido peor. Ella era joven. De luto estaba para comérsela. Además era propietaria de un cuarto de millón de dólares, un abrigo de visón, un «Lincoln Continental», y deslumbrantes joyas.

Todo eso, menos los veintisiete dólares con cincuenta que se había gastado en procurar una placa al monumento de Oren P. Nicolson en el cementerio de Evergreen.

Pero es que era así de generosa.

—Así soy yo —confiaba Baby a Kenny Wilcox un año después—. Soy la clase de persona que daría a otra su última camisa. Dame cien dólares y no seré feliz hasta que no haya encontrado a quién dárselos.

—Bueno, en ese caso —sugirió Kenny, una repentina idea—, dame cien dólares.

—¡Por aquí! —exclamó bruscamente Baby, furiosa. Entonces vio el destello de malicia en los soñadores ojos azules de él, y dijo—: ¡Oh, tú y tus eternas tomaduras de pelo!

Por entonces estaba enamorada de él. Era tan guapo, alto y moreno, sus mejillas un poco hundidas, la expresión indolente de sus ojos azules mantenían en lo más profundo un destello divertido ante el boato efímero. Y ella pensó que era muy inteligente, casi hasta dar asco.

—Porque ¡fíjate! —señaló ella, a modo de prueba—. Eres periodista en un periódico.

Ante tal muestra de sagacidad, por parte de la chica, Kenny ni se atrevió a replicar. Sólo podía asentir tolerante, modestamente.

Él era periodista de salón de un periódico matutino, y su trabajo se desarrollaba por la noche, en los clubs. Por cierto, había conocido a Baby en una de sus rondas, en el bar Bami-Bami. Y le pareció una chica muy divertida. Desde entonces le acompañaba siempre. Todo era gratis y, además, los lugares que él visitaba estaban, según frase de Baby, emporcados de mujeres guapas. Uno se tropezaba con ellas por todas partes. Obviamente, él necesitaba una mano que lo contuviera, y hasta con Baby a su lado...

—¡La leche! —diría Kenny con pasión, echando el ojo a una danseuse de cabaret de cabello anaranjado, generosamente ataviada con tres pedazos de seda estratégicamente situados y media docena de diamantes de bisutería—. Escucha eso, ¿quieres?

Baby escucharía y comenzaría a pinchar.

—Su silueta no es ni pizca mejor que la mía —diría ella a la defensiva—. Lo que pasa es que ves más de lo que hay.

Kenny se apresuraba a admitir la justicia de la observación.

—Cierto —acordaría él, y Baby volvería a respirar otra vez.

Así las cosas, quizá no extrañe a nadie que fuera Baby la primera en pensar que el matrimonio podía ser una buena idea. Y sin avisar, una noche, en el Golden Pumpkin, se lo propuso a Kenny, al que cogió con la guardia baja, y que, al escucharla, se quedó con la boca abierta.

—Ya sé —asintió ella, advirtiendo su asombro—. Sin duda piensas que estoy loca, al querer casarme contigo...

Pues no. Él no se hubiera atrevido a afirmar tal cosa.

—...teniendo yo tanto dinero y todo lo demás —prosiguió Baby, sin escucharle—. Pero, a fin de cuentas, el dinero no lo es todo. Y de cualquier modo, todo quedará a mi nombre.

—Oh —dijo muy débilmente.

—¿Así que lo comprendes? —dijo Baby—. Entonces todo está arreglado.

—Pero —atajó él, con tanta delicadeza como le fue posible—, yo no estoy enamorado de ti.

—¡Lo estarás! —exclamó Baby, y él pensó que su confianza era realmente espeluznante.

—Pero yo no quiero casarme —dijo esta vez en tono hostil.

—¿Y qué importa? —Baby alzó un dedo admonitorio—. Yo sé lo que te conviene.

Naturalmente, él no tenía la menor intención de casarse con la chica. Por supuesto que no, ¡por todos los dioses! Tan seguro estaba de su decisión que sin duda no sabría explicar a nadie cómo pudo ser posible que tres semanas más tarde se casara. Dios sabe que ha intentado racionalizar su demencia desde entonces. Quizá el parloteo de Baby lo llevó hasta un estado semicomatoso, dejándole indefenso. Realmente no lo sabe. Queda a la estimación personal de cada uno.

Esto nos conduce a la noche en que Baby se puso el Cinturón de Venus y en la que ocurrió lo más incomprensible.

 

Pues una extraña metamorfosis tomó cuerpo en Kenny. Descubrió, repentinamente, que no quería salir. No quería ir a trabajar. No quería hacer nada sino quedarse en casa y hacer el amor con Baby.

Sin duda se había vuelto loco. Idiotas como eran sus corazonadas, aún le quedaba el suficiente sentido común como para darse cuenta de lo excéntrica que era su conducta. No la había amado cuando se casó con ella, y en tres meses, que él supiera, no habían cambiado sus sentimientos.

Pero ahora... ahora la miraba con ojos de carnero degollado, mientras el corazón se le ablandaba. Nunca se le había aparecido tan hermosa, tan deseable. En torno a ella se derramaba un aura que irradiaba la cualidad de la luz. A la mierda con el trabajo. Comenzaría por trabajarla a ella, con los brazos extendidos, y los ojos brillantes como los de un lobo.

Baby necesitó un momento para reaccionar.

—¡Por Dios! —exclamó, casi estrangulada por el abrazo y los besos de él—. ¿Qué mosca te ha picado?

Ella no estaba exactamente sorprendida. Pero él nunca se había comportado así antes. En ocasiones anteriores, ella era siempre la primera en meter mano y sus afectuosos abrazos le eran invariablemente devueltos por él con lo que ella pensaba todo el ardor de un bacalao muerto.

Su confusión actual, en tal caso, era perdonable.

—¿Qué te pasa? —dijo ella.

—No lo sé —respondió él acremente, como farfullando para sí mismo—. Lo único que sé es que te amo. No salgamos. Quedémonos y...

—No seas enfermizo —avisó Baby, ruborizándose un poco. Se acercó a él. Aquello era tan gratificante como misterioso. Tenía que tener tiempo para pensar—. Claro que vamos a salir.

Él estaba prácticamente en manos de ella, lo cual era, en verdad, una situación nueva.

—Muy bien —dijo él—. Saldremos. Haremos lo que quieras.

Y le sonrió alegremente.

Ante tal canina devoción, su asombro no hizo sino aumentar. Kenny jamás había sido así. No sabía qué hacer con la sumisión. Pero se puso sobre los hombros el abrigo de visón, y los dos salieron del apartamento.

Eso y meterse en líos fue todo uno.

 

El mozo del ascensor, vestido con una chaqueta raída y unos pantalones de un color muy chillón, no alzó la mirada del tebeo que leía cuando ambos entraron. Mecánicamente, condujo el ascensor hacia abajo; pero al llegar a la planta baja, alzó la mirada, quizá por costumbre, esperando una propina.

Entonces fue cuando se fijó en Baby. Parpadeó una vez, dos veces. Su boca se abrió y se cerró como la de un pez fuera del agua. Y una expresión de lo más beatífica se extendió lentamente sobre su pecoso rostro.

Al parecer, Baby no se percató de la existencia del joven. Pero Kenny sí, y se sintió molesto. Mientras abandonaban el ascensor y caminaban por el vestíbulo, desierto a tan temprana hora, el mozo les siguió un corto trecho con los ojos hipnotizados y fijos en Baby.

Kenny se dio cuenta de este acecho silencioso. Normalmente era el más amable de los hombres, pero su reciente comportamiento arriba, en el apartamento, le había dejado algo trastornado. Como no podía evitar sus reacciones anteriores, se posesionó, en cambio, del poder de interrogarlas. No le gustó el sentimiento que había experimentado no hacía mucho y que, por alguna extraña razón, se había enseñoreado de sus emociones.

Así, con los nervios ya excitados, comprobó que la conducta del mozo del ascensor no había servido sino para acercarle más al borde del precipicio.

—Tranquilo, muchacho —avisó por encima del hombro, intentando controlar el deje irritado de su voz.

—Pero si no hago nada —respondió el otro—. Me limito a mirarla. No puedo evitarlo. Está tan... tan...

Evidentemente, la deleitable contemplación de Baby era lo que impedía completar la descripción.

Baby, dándose cuenta por fin de la curiosa conducta del mozo, miró intrigada a Kenny.

—Pero ¿qué...?

Kenny se encogió de hombros. Su posesivo apretón en el codo de Baby la hizo apresurarse.

—¡Largo! —exclamó Kenny por encima del hombro.

Pero el mozo no le hizo caso. Tampoco las siguientes advertencias hicieron decrecer su admiración.

Kenny, por último, se vio obligado a pararse. Se volvió. Extendió la mano y la plantó sobre la cara del muchacho, empujándole al mismo tiempo. El chico cayó al suelo sobre sus pantalones chillones, y un sonido de amenaza cruzó el aire.

Pero no había resentimiento en el rostro del joven por haber recibido aquel trato. Por el contrario seguía mirando a Baby con expresión fascinada, casi con ojos de carnero degollado.

Kenny, murmurando con ira, empujó a Baby hacia la puerta giratoria. Aunque los problemas no habían hecho más que comenzar.

Se puso delante de Baby e hizo una seña al portero para que parase un taxi. Cuando éste se detuvo junto al bordillo, Kenny se hizo a un lado y ayudó a Baby a entrar.

Los ojos del portero cayeron sobre ella por vez primera, la enfocaron y se agrandaron. Les siguió a lo largo de la acera, pegado a los talones de Kenny. Incluso intentó meterse en el coche con ellos.

Kenny se detuvo. Su puño derecho le golpeó con furia en el costado.

—Pero ¿no hay más que locos en esta casa? —murmuró.

Kenny no se molestó en argumentar. De nuevo extendió la mano, dando el empujón de rigor. Y el portero, sin resentimiento, se quedó allí, sentado en la acera, rodeado de pedazos de mica, no más brillantes, sin embargo, que la mirada que mantenía fija sobre Baby.

Kenny sacudió la cabeza y se dispuso a entrar en el taxi para reunirse con Baby. Lo hizo a tiempo de descubrir al taxista bajando el vidrio de separación y saltando al asiento trasero.

Por entonces, Kenny ya estaba empezando a darse cuenta de que algo no iba del todo bien.

—¡Por todos los diablos! —exclamó irritado—. ¿Qué narcótico te has puesto? —Y al taxista—. ¡Vuelva junto al volante, antes de que le rompa los dientes!

Baby se rió ahogadamente. El taxista hizo caso omiso del empujón que, por cierto, no fue suave, y de repente el renacuajo y gordito conductor se encontró clavado sobre la separación. Pero no parecía importarle. No podía dejar de mirar a Baby.

—Por favor —dijo Baby suavemente—, vuelva tras el volante. Queremos ir al Club Carioca.

—Por usted, señorita —susurró el taxista—, haría cualquier cosa.

Y obedeció, sonriendo con cara de bobo. E incluso mientras conducía, Kenny advirtió que no dejaba de mirar a Baby por el espejo retrovisor.

Había una peculiar expresión en el rostro de Baby. Una mezcla de desconcierto, iluminación, esperanza, y autosatisfacción. En verdad era un estudio de emociones.

—No entiendo nada —dijo Kenny.

La rubia cabeza de Baby asentía.

—Creo que sé dónde está la causa.

—Bueno, ¿qué es lo que hace que todo sea tan extraño?

—El Cinturón de Venus —susurró Baby.

—¿El Cinturón de Venus?

. —¡Ajá! Creo que me convierte en una mujer irresistible. —La miró como si se hubiera vuelto como una cabra y entonces ella añadió—: ¡Oh, Kenny, piensa en ello! Debo estar muy cerca de la diosa del Amor.

—Quizá seas una góndola —soltó Kenny. Era cierto que aquella noche ejercía alguna extraña influencia sobre los hombres, pero su localización del poder era completamente fantástica. La abrazó y la estrechó contra sí—. No digas sandeces.

El caso es que, tal como siguió la cosa, Baby demostró estar muy sana...

 

Todavía hablan de aquella noche en el Club Carioca.

El negocio se fue al traste.

Nada más entrar Baby, un hombre le echó una mirada frívola, que pronto se quedó fija. Otros, advirtiendo la dirección del mesmérico ensimismamiento y la expresión más bien de imbécil que había en su cara, se volvieron para mirar también.

Sus miradas también se quedaron fijas en ella.

La autoseguridad de Baby, mientras se dirigía con Kenny a una mesa bien delante, era sorprendente. Apenas se instaló en la mesa elegida por ella (el maître estaba demasiado atareado para atenderles, como suele ocurrir con todos los maître) cuando todos los hombres del lugar dejaron sus sillas para formar una especie de círculo encantado en torno a ella.

No avanzaron. No hicieron nada ofensivo, Únicamente permanecían quietos, mirándola como se mira a un ídolo de oro.

Esto fue suficiente para Kenny, que sintió un repentino escalofrío.

Todas las mujeres que habían quedado abandonadas miraban a Baby con ojos como puñales. Y muchos silbidos de protesta se adivinaban detrás de las manos alzadas. Una mujer, más decidida que el resto, se levantó, se acercó a su compañero y le cogió de una oreja, pero él se limitó a encogerse de hombros.

Los músicos hacía rato que habían abandonado sus instrumentos para ir a engrosar el corro. La cohorte de adoradores aumentó el nerviosismo de Kenny. No es que nadie le estuviera mirando a él, pero el hecho de brillar a costa de la gloria ajena le hacía sentirse molesto.

—Diles que se vayan —pidió a Baby.

—¡De acuerdo! —dijo Baby, aunque su satisfacción era obvia—. En realidad, la situación es bastante embarazosa. —Movió la mano con actitud de reina—. Caballeros, pueden marcharse ya.

Los caballeros obedecieron y se alejaron, aunque con cierta resistencia localizada en las persistentes miradas que lanzaban al marcharse reculando.

—¿Ves? —dijo Baby, no pudiendo reprimir una risa tonta de excitación. Aquello era lo que todas las mujeres soñaban: convertirse en irresistibles para todos los hombres. Era suficiente para desquiciar una cabeza más sabia que la de Baby.

Kenny comenzó a bramar. ¡Santo Dios! ¿Qué había ocurrido ante sus propias barbas? ¿Qué extraño poder había adquirido Baby sobre los hombres? Entonces, mirando de reojo, localizó a un hombre que no había obedecido la petición de Baby. Un hombrecillo, estrecho de pecho y barrigón, en forma de quemador de incienso.

El personajillo se acercó a la mesa y, sin ser invitado, se sentó junto a ellos.

—¡Jamás vi cosa igual! —dijo a Kenny, sin dejar de mirar a Baby—. ¡Qué atractivo erótico! Es como Dorothy Lamour, sólo que más... más así. No puedo resistirme a ella.

—¿Y quién es usted? —preguntó fríamente Kenny.

Aquello pareció herir los sentimientos del hombrecillo. Se levantó, no muy raudo, y dijo con empressement:

—Soy Serge Ratkov, presidente de los estudios de la Twentieth Century Ratkov, Hollywood, Estados Unidos.

—Perfecto, ya puede largarse —dijo Kenny fastidiado—. ¡Señor, qué noche!

El señor Ratkov se quedó mirando a Baby.

—¿Bromea? —dijo señalando a Kenny.

—Claro que sí —Baby miró a Kenny. ¿Quién podía ser tan violento con un magnate del cine?—. ¿Qué puedo hacer por usted, querido señor Ratkov?

El señor Ratkov puso el índice sobre la mesa.

—Quiero que firme un contrato para actuar en el cine.

Sonrió alegremente. Era evidente que esperaba que Baby se desmayara. Y quizá debiera haberlo hecho (¿qué mujer puede resistirse a la tentación de Hollywood?) de no haber soltado Kenny un puñetazo sobre la mesa. Aquello era demasiado.

—¡Ella no quiere firmar ningún contrato! ¡No quiere ir a Hollywood! —gritó—. ¡Está casada conmigo! Y se va a quedar aquí, ¿entiende?

El señor Ratkov lo ignoró y se dedicó a Baby.

—¡Vamos! ¿Va a quedarse aquí cuando podría encontrarse en cualquier parte con Errol Flynn y Tyrone Power?

—Oh, Kenny —dijo Baby—. ¡Errol Flynn y Tyrone Power! ¡Piénsalo!

Kenny, enormemente deprimido, lo pensó.

El señor Ratkov estaba dejando su tarjeta en la mano de Baby.

—En mi oficina. A las diez en punto, mañana por la mañana —dijo—. ¡Firmaremos nuestro contrato!

Parecía que ya nada más tenían que hacer allí, salvo marcharse. Cualquier otra cosa habría sido anticlimática. Así, pues, se dirigieron hacia la salida, aunque todos los hombres del lugar pretendieron seguirles.

Baby tuvo que volverse en la puerta y decirles que permanecieran en el interior. Obedecieron, aunque su resistencia era visible.

 

Después de llegar a casa se entabló una pequeña batalla entre los dos. Ni que decir tiene que hubo otros altercados menores por el camino, cuando otro taxista, el portero, el mozo del ascensor y varios caballeros desconocidos del vestíbulo intentaron seguirles hasta el apartamento.

Kenny cogió al último de ellos en el pasillo, justo frente a su puerta, y lo aplanó contra la pared. Cuando pudo cerrar la puerta a sus espaldas, quedándose solo con Baby, boqueaba pesadamente.

No derrochó tiempo en diplomacias. Dijo llanamente:

—¡Ya estás quitándote ese jodido Cinturón de Venus!

—Pues a mí no me da la gana.

—Pero ¿no te das cuenta? —dijo Kenny desesperadamente—. Es la causa de todo este lío. Puede ser, mejor dicho. Nunca, hasta hoy, has causado tanta conmoción entre los hombres.

—Mira, yo no llamaría lío a un contrato cinematográfico.

—Pero tú no vas a firmar ese contrato, ¿verdad que no?

—Por supuesto que sí. ¿Quién dice que no?

Kenny paseó por el piso.

—Pues yo no voy a Hollywood. Mi trabajo está aquí. ¿Qué iba a hacer yo allí?

—Pero, Kenny, querido. Seguramente ganaré una fortuna. No necesitarás hacer nada.

Detuvo su paseo irritado y se la quedó mirando.

—¿Acaso es eso lo que piensas de mí? ¿Que me voy a contentar con ser sólo el marido de una estrella de cine? ¡Pues no! ¡Ya te estás quitando esa sucia idea de la cabeza!

—Tú eres el único que se está comportando sucia e irrazonablemente, y ya estoy cansada de discutir sobre el asunto. —Se levantó y se dirigió al dormitorio—. Ya no te haré más caso.

Pero cuando desaparecía, había una pensativa expresión en su rostro. Una vez que ella cerró la puerta a sus espaldas, Kenny se dejó caer en una silla y escondió la cabeza entre las manos. ¡Si pudiera al menos hacerla comprender! Si ella se iba a Hollywood, todo terminaría entre ellos. Habían sido felices aquellos últimos meses. Sí, él lo había sido. Más aún: él... él amaba a Baby.

—¡Dios mío! —dijo en voz alta, con temor, cuando esta consideración se le hizo patente.

Pero era cierto. La amaba.

Cuando salió del dormitorio, se había puesto una bata. Kenny se sentía muy desgraciado, demasiado agobiado por el reciente descubrimiento de que realmente la amaba como para darse cuenta del brillo extraño que había en los ojos de ella. Si lo hubiera visto, se habría entristecido más. Se habría preguntado para qué se había levantado ahora.

Fue ella la que cogió el hilo de la conversación, reanudándola donde la habían dejado.

—No veo por qué tienes que preocuparte por lo que yo hago —dijo ella. Él se sentía excesivamente preocupado como para advertir la oculta expresión que ella adoptaba—. Deberías alegrarte de deshacerte de mí. Nunca me amaste. Al principio, no querías casarte. Prácticamente, te forcé a ello. De modo que si firmo el contrato, tú serás libre.

Ella quería reconciliarse. Se notaba.

De modo que él dijo:

—De acuerdo. Pero recuerda esto. Ahora te quiero. Y siempre te querré.

Ella permaneció inmóvil, mirándole con la boca abierta. Evidentemente, no podía pronunciar palabra. Lo único que hizo fue volverse y caminar hacia el dormitorio.

Kenny suspiró y la siguió desapasionadamente.

Todo giraba en torno a ese Cinturón de Venus. Si ella no se lo pusiera por la mañana, Serge Ratkov se preguntaría qué había visto en ella la noche anterior. Ella sería incapaz de secundar la sensación ya creada. Serge creería que la reacción de los hombres del Carioca la pasada noche no había sido más que una broma.

¡Si Baby no tuviera el cinturón!

Kenny se incorporó en la cama, para reflexionar mejor en ello. No era hora para deshacerse de él. Esperaría a la mañana. Siempre se levantaba antes que Baby. Cogería el Cinturón de Venus y lo vendería al precio que fuera.

En cierto modo, pensó lleno de remordimientos, seria una sucia maniobra. Pero todo era lícito en el amor y la guerra. La pérdida del cinturón podría matarla. Hasta podría llegar a odiarle. Pero él la apaciguaría. Derramaría tanto amor sobre ella, que no podría resistirse.

Sonrió en la oscuridad y sintió que se le quitaba un peso de encima. Por fin se sumió en un sueño profundo y sin pesadillas.

 

Pero por la mañana, cuando se despertó, Baby se había marchado ya.

Al principio no podía creerlo. Realmente no lo creyó hasta que, al abrir el joyero de ella, comprobó que también el Cinturón de Venus había desaparecido.

Era demasiado tarde.

Lo que más le hería era que ni siquiera hubiera dejado una nota. Se había ido sin decirle adiós. Como si nunca le hubiera amado. No la insultó. Era culpa suya. El amor no podía vivir del aire. Su indiferencia durante los pasados meses podía haber matado cualquier amor que ella sintiese por él.

Se maldijo a sí mismo abyectamente y paseó de un lado a otro de la habitación como un alma en pena. Nunca pensó que la ausencia de Baby pudiera representar tal diferencia. Nunca había pensado que pudiera preocuparse por ella tanto, y que la vida le pareciera ahora tan vacía.

Cuando llegó la tarde, todavía estaba sentado frente al fuego moribundo. Entonces oyó un ruido a su espalda.

Baby.

Al principio creyó que era una materialización de sus evocaciones. Pero era muy real.

Se puso en pie como un rayo, sin creerlo.

—¡Baby! ¡Has vuelto!

Estaba ya entre sus brazos, vertiendo una lluvia de besos sobre ella.

Y ella le susurraba palabras entrecortadas, ahogada por las lágrimas.

—¡Es verdad! ¡Me amas! Y por mí misma y no por llevar el Cinturón de Venus. Lo descubrí anoche. Cuando me dijiste que me amabas, yo no llevaba puesto el ceñidor. ¡Me lo había dejado en el dormitorio!

—Y... ¿dónde está ahora?

—¿Importa algo?

—No.

Kenny la abrazó con más fuerza.

—¿Y el contrato?

—Oh, ¿a quién le interesa Hollywood? —Una luz soñadora apareció en la mirada de Baby—. Después de todo, el dinero no lo es todo, como siempre he dicho. Y de cualquier manera —arrugó la frente—, ese Ratkov tuvo la osadía de ofrecerme sólo cien dólares a la semana para empezar.

 

Baby rehusó llanamente decir a Kenny lo que había hecho con el Cinturón de Venus. Y quizás él nunca lo hubiera descubierto. Pero una noche llegó a casa muy tarde. Había hecho cola durante varias horas para ver a la increíblemente sensacional Gloria Gayle en la increíblemente sensacional película Corazones despedazados.

Se había tragado la película tres veces, con el resto de la audiencia masculina, incapaz de abandonar la sala.

Había abandonado el cine— ya de noche, cuando éste se cerró.

Se lo confesó todo a Baby. Y ahora, mientras él se sentaba al borde de la cama, con aire soñador y absorto, y se quitaba los calcetines, dijo suspirando:

—¡La Gloria Gayle! ¡Es bestial! Deberías verla. Todo el mundo estaba hipnotizado.

Miró a Baby, sentada sobre un almohadón, con la barbilla apoyada en una mano, y una maliciosa sonrisa en los ojos.

—¿Sonríes? —dijo él—. ¡Que te digo que la tía es bestial! Me pregunto de dónde la habrán sacado.

Baby se echó a reír.

—Kenny, querido...

—¿Sí?

—¿Todavía me amas a ?

La ausencia abandonó sus ojos y volvió a mirar a Baby como siempre... a Baby, que lo había sacrificado todo por él.

—¡Claro que sí! ¡No digas sandeces! —Con tan romántica declaración, le echó la zarpa y de forma inimitable le demostró que estaba satisfecho de ella.

Vaya que sí.

Cuando la dejó respirar nuevamente, ella dijo tranquilamente:

—Entonces te diré quién es Gloría Gayle. Su verdadero nombre es Tillie Kopek. Y se dice que fue la mujer de la limpieza en el Edificio Nicolson. Pero, claro —añadió maliciosamente—, esto puede ser una artimaña de una mujer celosa.

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