Esculturas de Hielo - David B. Silva

 Creí que lo había olvidado.
Desde entonces, la primavera, el verano y el otoño han venido y se han marchado, y supongo que me resultó fácil engañarme y creer que el pasado era, por fin, algo que pertenecía a los fríos e imposibles días del ayer. Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero las cosas inconclusas tienen la manía de revolotear alrededor de nuestra vida hasta que ya no podemos pasarlas por alto. Supongo que ésa fue la razón que me hizo revelar el carrete. Supongo que ésa fue la razón por la que no me sorprendió la fotografía que siempre supe que estaría allí.
El ayer jamás abandona nuestra alma. Simplemente, finge haberse marchado hasta que está listo para regresar...


En verano, Eagle Peak era una suave nube blanca colgada en el centro del universo, en algún punto entre el cielo y la tierra. Si inhalabas aquel aire, te helaba el alma. Si formabas un cuenco con tus manos y bebías el agua de su lago, te recordaba cuán vivo estabas. 

Cada soplo era el aroma de pino recién cortado; cada mirada, un brillante arco iris cargado de flores alpinas. Esa sensación de vida estival es lo que he intentado recordar de Eagle Peak. Aunque, al parecer, lo que no logro olvidar es el invierno.

El invierno es una estación fría y extraña, de sueños oscuros e hibernaciones. De suave nieve que flota desde el cielo hasta la tierra, como blancas mariposas de leche, que transforma, de ese modo tan engañoso, los tuétanos en hielo y el verano en un vago recuerdo. Como un hechizo. Deja que te arrulle hasta dormirte, y te conducirá a la muerte. Toca sus afilados carámbanos –colgados como estalactitas de los árboles y rocas, a veces goteando y a veces no–, y, antes de que te des
cuenta, el diáfano hielo se teñirá con el rojo de tu sangre.

La madre naturaleza en el colmo de su perversidad, eso es el invierno.

Cuando instalamos por primera vez el campamento en Eagle Peak fue a finales del verano del ochenta, un año en que no hubo otoño. En septiembre, un día, todo cielo azul y camisetas; al día siguiente, todo nublado, gris y abrigos de piel con capucha. Aquel mismo año, de hecho hacía unos pocos meses, el Monte St. Helens había hecho erupción, y lanzado al cielo una nube de cenizas que penetró en la atmósfera a más de veinte kilómetros de altura. Y los meteorólogos anunciaron entonces que las cenizas podrían ejercer una influencia significativa en las pautas climatológicas. Algo así como un invierno nuclear localizado; eso fue lo que pronosticaron para algunas partes del país.

Pero ¿quién escucha a los meteorólogos?
«Escalinata al Cielo.» Así llamábamos a nuestra pequeña comunidad de Eagle Peak. Un tanto esotérico y onanista de nuestra parte, pero los artistas somos así. Nos reunió una subvención del gobierno. Había que interpretar las cuatro estaciones a través de distintos medios artísticos. (Por desgracia, no fue Frankie Valli y Las cuatro estaciones. Por aquel entonces, mi perspectiva de las hojas muertas y los fríos aguaceros primaverales.) En el mejor de los casos, aquélla fue una empresa nebulosa, pero con tal de que el gobierno estuviera conforme con pagar las facturas, todos nos mostramos deseosos de llevar el proyecto adelante.

Instalamos nuestra pequeña «Escalinata» en un valle: hacia el norte, un despeñadero de roca nos protegía de los vientos que solían barrer el parque; y, hacia el sur, se extendía un sendero en el que esperábamos que el sol nos mantuviera calientes durante aquellos fríos días de enero, cuando los cielos estaban despejados.

El grupo lo componíamos doce en total; era la primera vez que nos veíamos y todos nos dedicábamos a distintas facetas del quehacer artístico: tallado de madera, marroquinería, aceites, escultura, arte dramático, escenografía, fotografía... Yo era el Hemingway del grupo. Se suponía que en nuestros trabajos debíamos introducir los recursos naturales en la medida de lo posible. Con bayas, tallos y piedras calizas hacíamos pinturas; el cuero lo obteníamos de la piel de los animales, y la madera
para las tallas la conseguíamos de los árboles recién caídos...
La creatividad desenfrenada, podríamos decir.

En mi calidad de escritor solitario, sospecho que mi presencia en la «Escalinata» no tenía otro fin que el de dejar constancia escrita de la experiencia. La subvención no era demasiado explícita en lo que a resultados obtenidos se refería. En cuanto a mis vagas intenciones (que desde entonces he abandonado), abrigaba las más altas esperanzas de reunir material para un libro sobre el folclor y la mística, los cuales pensé que, a la larga, llegarían a desempeñar un papel en nuestra experiencia de retorno a la naturaleza.

Imagino que abandoné esas intenciones cuando ya no fui capaz de entender con exactitud qué ocurría en la «Escalinata».

Desde el primer día, dos de nosotros nos unimos y formamos la pareja de intrusos. Margo McKennen, una fotógrafa, iba cargada de grados de apertura útiles, velocidades de obturador, objetivos gran angular y zooms. En cierto modo, los dos éramos más observadores que creadores, y a veces he pensado que esa leve distinción fue la que nos mantuvo a una cierta distancia del resto del grupo. 

En la escala social artística. Margo y yo estábamos con un pie en el último peldaño y otro en el aire. Creo que deberíamos haber tenido una regla no escrita (como es natural, no podía estar escrita) que estipulase que cuanto más te ensuciabas las manos en el proceso creativo de la obra de arte, más alto era el puesto que ocupabas en la escala. Margo y yo nos esforzábamos por mantenernos a bordo.

La primera vez que vi a Margo, siempre estaba ocupada con su cámara, registrando esto y aquello con su característico zumbido, y una energía nerviosa que jamás parecía satisfecha. En ciertos aspectos, yo imaginaba que la cámara era una extensión de Margo. Veía el mundo –en toda su fealdad y todo su esplendor– a través de un obturador abierto, casi como si tuviera miedo de dejar la cámara por temor a perderse algo que debía plasmar en las fotos.

–Parpadea una sola vez y un pedazo del mundo pasará ante tus ojos sin que tú te apercibas – solía decirme–. Parpadea dos veces..., y ya no te quedará nada por ver.
La primera vez que me largó aquella frase, pensé que se refería a ser uno de los que no participan en la vida. Pero ahora, cuando pienso en la tristeza que en ocasiones oscurecía su mirada en momentos como aquellos, me pregunto si acaso no estaría advirtiéndome sobre la ceguera de la muerte.
«Parpadea dos veces..., y ya no te quedará nada por ver.»

El dieciséis de septiembre, el primer copo de nieve cayó tembloroso de lo alto y se disolvió en el suelo de Eagle Peak. Después, otro copo salió susurrando del cielo, y otro más, y otro... En cuestión de nada, dejaron de disolverse al besar la tierra.

Dos días más tarde, un guardabosques del parque, vestido con su chaqueta amarilla y despidiendo nubecillas de aire caliente por la boca, subió por el sendero en su vehículo para la nieve. Iban a cerrar el parque (medida reservada, normalmente, para después del fin de semana del Día de Acción de Gracias) y quiso saber si había alguna... «petición de último momento», para expresarlo con sus mismas palabras. 

Recuerdo los esfuerzos del hombre por entrar en calor: daba palmadas y pateaba la nieve como si fuese un enorme alce que intentara poner al descubierto el esqueleto de un arbusto
oculto en la tierra. Y sus palabras ocultaban un cierto tonillo muy mal disimulado. «¡Si serán tontos! –nos decía–. Este no es sitio para estar. Y menos este invierno. Mira que quedarse aquí...»

El cierre oficial del parque se produjo el veinte de septiembre de mil novecientos ochenta. Y así comenzó el invierno más largo que he vivido jamás.

Durante aquellos primeros días invernales. Margo y yo fuimos unos observadores imparciales, vigilábamos a nuestros compañeros artistas al tiempo que observábamos, con curiosidad, el extraño clima. A Margo le fascinaba el tremendo frío de la primera tormenta de nieve. Y supongo que eso fue lo que me resultó tan atractivo en ella, su maravillosa curiosidad infantil, que la impulsaba a meter el dedo aquí o allá y a esperar el resultado.

Juntos –porque al cabo de un tiempo nos volvimos casi inseparables–, observamos cómo nuestros secuaces artísticos perdían su anonimato para convertirse en personas reales, enteras y excéntricas, con algo de Jekyll y Hyde en según qué faceta de sus personalidades. Durante aquellos primeros días invernales, cuando Margo y yo nos manteníamos en los límites de la experiencia de la «Escalinata», a nuestras anchas para tomar notas –visuales y escritas–, fue la época en la que más disfruté.

De todo el grupo, Billy Dayton, nuestro escultor residente, resultó el más extraño. Era un hombre de su época, un hijo perdido de los sesenta. Llevaba el cabello largo, recogido en una cola de caballo sujeta con una tira de piel de conejo. Una barba poblada, con bastantes toques de gris, le ocultaba el rostro y le daba aspecto de tener más edad. Y sus ojos eran tan negros como la noche sin luna.

Lo conocí un día de finales del verano, a un kilómetro del campamento. Estaba arrodillado junto a la base de una monolítica losa de piedra volcánica, tallándola con un cincel de granito.

–¿Qué es? –pregunté con inocencia, pues desconocía la respuesta.

–La revolución de la naturaleza –respondió.
Y lo hizo con una voz suave y frágil, el tipo de voz que hace creíble cada frase proferida, incluso aunque nos conste que es una tontería. Así era Billy Dayton: siempre decía tonterías que sonaban a verdad revelada. Al menos, así era como yo lo veía por aquel entonces. Ahora..., bueno, ahora no
estoy seguro. Quizá no fueran tonterías.

–Es un título sugerente –comenté.
Entonces se acercó Margo, que captaba con el «clic» de su cámara todo aquello que se interpusiera ante su objetivo. Cuando vio el monolito de Billy, le sacó cuatro o cinco fotos, y luego se detuvo, aferrando la cámara con las manos.

–¿Qué es? –le preguntó.

–La revolución de la naturaleza –contesté.
No se echó a reír, o, al menos, no en voz alta. Pero algo debió de mosquear a Dayton, porque se volvió sobre las rodillas y le miró a los ojos, como si estuviera leyéndole el pensamiento. Recuerdo que, durante un momento, creí que sus ojos ardían como el mercurio líquido. Entonces Margo se echó a temblar, y noté que algo en su interior se marchitaba, de la misma forma que se marchita la alegría de un niño cuando un adulto entra en su habitación.

–Vámonos –me dijo ella mientras me agarraba del brazo. Tenía la mano helada, como si su cuerpo se hubiera quedado exangüe.
La seguí, y Billy volvió a su «revolución». Cuando nos hubimos alejado lo suficiente para que no nos oyera, le pregunté a Margo por qué había huido tan de repente.

–Es un presentimiento –repuso.
Después, volvió a levantar la cámara y «clic» aquí, «clic» allá, comenzó a fotografiar árboles.
Aquélla fue la primera vez que me di cuenta de que la cámara de Margo no era sólo una ventana al mundo, sino también su personal manera de excluir las cosas que no deseaba ver.
Ojos (objetivo) que no ven, corazón que no siente.
A medida que las noches se fueron haciendo más frías, la «Escalinata» se dividió en grupos cada vez más reducidos, cada uno de ellos con un interés específico. 

En una tienda se producía el gran debate «arte versus artesanía, el alma de la creatividad». En otra, se compartían recetas de pintura de bayas y se hablaba de los diez grandes usos de la piedra volcánica. En la nuestra. Margo y yo –antes extraños y ahora amigos– compartíamos pequeños retales protegidos de nosotros mismos.

Una de aquellas noches frías, ella estaba envuelta en un cálido saco de dormir y la luz titilante del fuego reflejaba su brillo en sus ojos.

–La perspectiva es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo. Allá fuera, tú ves la desolación de un duro invierno; sin embargo, yo veo castillos de hielo y hadas de nieve. Contemplamos el mismo paisaje, pero lo vemos diferente. Esa perspectiva, la tuya que es única para ti y la mía que es única para mí, es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo.
Creí comprenderlo.

–Toma. por ejemplo, la misma idea para un relato –dije–, y dásela a cincuenta escritores distintos; obtendrás cincuenta historias distintas. Cada una con su personalidad propia. Cada una tan individual como su autor.

–¡Sí! –gritó entusiasmada, como el maestro con su mejor alumno–. ¿Y de dónde sacaremos nuestras perspectivas únicas, tú la tuya y yo la mía?

–¡Del pasado y del presente! De las delicias de nuestra infancia y de las pesadillas de nuestra adolescencia. De quedarnos mirando el espejo mientras hacemos muecas. De crecer tan de prisa que nunca dejamos de sentir que seguimos siendo niños.

¡Y de los aromas que percibimos! –exclamó ella. Se apoyó en un codo y comenzó a pronunciar las palabras con la misma rapidez con que se le ocurrían–. Y de los sonidos que oímos, y de las cosas ásperas y suaves, redondas y cuadradas que tocamos. ¡De lo que nos hace felices y de lo que nos entristece! De nuestras creencias sobre el mundo y el universo: del nacimiento y de la muerte; de las promesas y las mentiras. ¡De todo eso!

Entonces, inspiró hondo, contuvo la respiración, me sonrió y luego soltó el aire en forma de blanca nube que llenó la tienda. Había dicho mucho más de lo que en aquel momento yo logré advertir. Porque creo que eso era lo que le ocurría a Dayton. Poseía una perspectiva propia, y, en cierta forma, esa perspectiva había quedado en libertad.

–Quiero que veas esto –me dijo Margo uno de los últimos días de enero.
El sol brillaba sobre Eagle Peak y la nieve blanca resultaba casi cegadora cuando ella tiró de mí para que la acompañara.

–Es la belleza exhibida en toda su fealdad –añadió.

–Eso es una contradicción. Tendrá que ver con Dayton –dije.

–¿Con quién si no?

–¿Otra revolución?

–Algo por el estilo, supongo. –Se detuvo para sacar unas cuantas fotos a las huellas de unos ciervos en la nieve–. Adivina qué ha hecho esta vez. Di la cosa más increíble y descabellada que se te ocurra.

–Ha construido su propia escalinata al cielo –repuse. Margo bajó la cámara y me dirigió una sonrisa de lo más extraña, como si estuviera reflexionando acerca de aquella posibilidad.

–No lo sé –repuso en voz baja. Luego, volvió a subir la cámara y agregó–: Inténtalo de nuevo.

–Me doy por vencido. Ese tipo es demasiado imprevisible, incluso para la imaginación de un escritor.
–Está esculpiendo en hielo.

–¿Esculpiendo qué?
–Un autorretrato.
Había tres esculturas cinceladas en el hielo; cada una de ellas difería ligeramente de la anterior; pero de un modo no demasiado sutil que todavía ahora me cuesta describir. Algo así como una especie de progresión; lo primero que acudió a mi mente fue joven, anciano, más anciano. 

La primera ofrecía un extraordinario parecido con Dayton. La segunda era algo menos reconocible, y la tercera, estilo Picasso, aunque más suave, y de cortes y líneas menos agudas. Quizá el término «digresión» sea el que mejor defina a las tres, dado que cada una aparecía menos nítida, más oblicua que la que tenía a su izquierda.

–¿Es eso un autorretrato? –inquirí.
La obra ofrecía una extraña sensación de desproporción, algo que parecía decir: «Cuanto más sabio se vuelve el hombre, más autodestructivo es». Así era Dayton, sabio y autodestructivo.

–¿Qué otra cosa podría ser? –me contestó Margo.
Aquel invierno, Dayton nos condenó a todos, cada uno de nosotros se convirtió en imagen de sus estatuas de hielo en tres digresiones diferentes: nacimiento, vida, muerte, como si el aliento de esta última hubiera ido marchitando el hielo poco a poco. Esculpió, recortó y dio forma a cada una de las estatuas de las doce personas del grupo. 

La de Sally, a dos mil cien metros de altitud, cerca del lago Eagle. La de Hampton, a dos mil doscientos cincuenta, cerca del paso Goat Head. Las de los demás estaban en sitios ocultos que jamás logramos encontrar.

Al concluir la escultura de la última imagen, a mediados de abril, cuando la nieve de las elevaciones menores comenzaba a derretirse, Dayton desapareció en el interior de su tienda y no volvió a salir. Entonces lo ignorábamos, pero la «revolución» se había puesto en marcha.

Y llegó a finales de abril. El sol tenía un brillo casi estival en los cielos del sur. Lentamente, el deshielo primaveral fue dando vida a un sinnúmero de arroyuelos, manantiales, fuentes, que fueron esculpiendo profundamente las laderas de las montañas, lo que dio un nuevo aspecto a la anatomía topográfica.

Por fin Eagle Peak renacía después de su larga invernada. Yo, por mi parte, me sentía impaciente por que llegase el día en que pudiera lanzar un suspiro sin ver que mi aliento se transformaba ante mí en un hongo blanco en el aire frío.

Con la misma intensidad que me sentía víctima de la naturaleza, sospecho que Dayton se creía su mesías. Quizá fuera eso, el mensajero de la madre Naturaleza. Habían pasado dos semanas desde que le viéramos asomar la nariz por entre los pliegues de su tienda, de modo que Margo –azuzada en su inquieta curiosidad– me convenció para que nos asomáramos a echar un vistazo.

–No es momento para sacar fotos –susurré. Nos encontrábamos ante la tienda de Dayton; Margo tenía ambas manos sobre la cámara, y yo, posadas sobre los pliegues de la abertura.

–Sólo una –me dijo con los ojos brillantes–. Anda.
Entonces, aparté los pliegues de entrada a la tienda.
Y Margo disparó dos o tres fotos.
Los dos nos quedamos en silencio durante un larguísimo instante: la cámara de Margo bajó, atónita, hasta su costado (panorama que jamás olvidaré, porque era la primera vez que la veía enfrentarse cara a cara con algo horrendo sin que intentara ocultarse tras el objetivo de una cámara).

Lo que quedaba de Dayton yacía en el suelo, oculto, en parte, bajo unas ropas y aquella tira de piel de conejo que siempre utilizaba para atarse el cabello. Toqué aquella pila con el pie y oí el entrechocar fantasmal de hueso contra hueso, noté entonces que una sustancia gelatinosa se escurría un poco más de la pila: tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar.
Dayton, el mesías, había entregado su mensaje. En la madre Naturaleza, algo había perdido el equilibrio.

«Escalinata al Cielo» se deshizo al día siguiente, en parte por lo ocurrido a Dayton, en parte porque los largos meses de invierno habían acabado por cobrar su tributo a nuestro estado de ánimo colectivo. Incluso ante la inminencia de la primavera, se nos había vuelto a todos demasiado sencillo ver las cosas eternamente frías, congeladas y sin esperanza.

Sally y Hampton partieron a la mañana siguiente, temprano, rumbo a Mount St. Helens. Algunos de los otros se marcharon a casa; otros se dirigieron al sur, donde el clima era más benigno; los demás se escabulleron del campamento sin despedirse siquiera; Margo y yo nos quedamos.

Supongo que sentíamos curiosidad. Quizá fuera esa misma curiosidad la que nos había diferenciado del resto del grupo desde el principio. Creo que Margo se sentía responsable, en parte, por lo ocurrido a Dayton, aunque ambos tratábamos de considerar aquello como un desafortunado giro de la naturaleza; algo así como la combustión espontánea, algo que era mejor no investigar demasiado. 

No obstante, ella insistió en seguir sacando fotos hasta que aquello tuviera algún sentido, a través de los ojos de su cámara. En cuanto a mí, bueno, yo quería escribir algo más sobre Dayton y hasta qué punto se diferenciaba del resto de nosotros, sobre cómo hubieran sido las cosas en la «Escalinata» si hubiésemos intentado comprenderle mejor.
Ambos nos sentimos obligados a permanecer un poco más en Eagle Peak.

El veintiuno de mayo pasé allí mi último día.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una piedra, tomaba un poco el sol y anotaba ideas sueltas en mi libreta. No lograba desechar la idea de que, de alguna manera. Dayton, Mount St. Helens y las esculturas de hielo estaban relacionadas entre sí de un modo extraño y malévolo,
que había sido la causa de la muerte del escultor.

En ese momento. Margo apareció en la entrada de un pequeño valle, abierto a un sendero estrecho que ascendía hacia la cima de Eagle Peak, a tres mil seiscientos metros de altitud. La cámara descansaba contra su costado. Su paso era vacilante y recuerdo que mi primer pensamiento fue que debía haber intentado escalar la montaña hasta la cima. Bajo el sol del mediodía, todo el cuerpo le brillaba; su cabello, húmedo, se le pegaba a la frente, y tanto su rostro como sus brazos y sus piernas ofrecían un aspecto vivo que reflejaba la luz del sol. Tenía los ojos vidriosos, como de hielo, puros al igual que las ágatas cristalinas con las que de niño yo solía jugar a canicas.

–¿Margo?
Hice que se apoyara contra una piedra y descansara; me arrodillé a su lado y, por primera vez, noté que la cabeza le sangraba.

–Dios mío, ¿qué ha ocurrido? –pregunté.
Me entregó un carrete de fotos (su mano estaba fría como un arroyo de montaña a principios de mayo); luego, otro y otro más. Y cuando trató de sonreírme, me ofreció un triste gesto que no logró mantener.

– Tú sigues allí arriba –susurró–. No pude llegar hasta ti, pero estás allí.
Le aparté el cabello del sitio por el que sangraba, y donde debía haber estado la oreja, vi un agujero de color rojo oscuro.

–Oh, Margo...

–Encontré mi escultura de hielo –me dijo entre jadeos, en tanto luchaba por respirar–. Pensé que si la rompía...

–¿La estatua que hizo Dayton de ti? Asintió
–Y la tuya también. Trescientos metros más arriba. Cerca de la cima.
Se produjo un largo silencio durante el cual ambos contuvimos la respiración.

–Me muero –dijo. Fue una manifestación tan inocente y honesta como una de sus fotografías–. Y no puedo hacer nada para evitarlo. Se acurrucó contra mí.

–Te quiero –susurré y la atraje hacia mí.
La sentí blanda, demasiado blanda, como una almohada muy usada o un globo que pierde aire.
Tenía la piel húmeda, fría y resbaladiza al tacto; en algunos aspectos parecía de cera; en otros, de hielo. Supe, entonces, que iba a perderla.
La mantuve abrazada hasta que el sol se puso, hasta que no logré ver más en la oscuridad, porque quería recordar su aspecto antes de que la carne comenzara a desprendérsele de los brazos, de las piernas, del rostro; antes de que el tejido, los músculos y los cartílagos se convirtieran en aquella especie de gelatina que comenzó a formar pequeños charcos debajo de ella. 

Y cuando desde lo alto me llegó la luz de una luna pálida y distante, escuché el seco entrechocar de sus huesos y noté que
lo poco que restaba de su silueta se derretía bajo mis brazos, del mismo modo que el resto de su escultura se derretía bajo el sol de mayo, en la montaña, a seiscientos metros de altura...

Afuera llueve.
He dejado las ventanas abiertas y apagado la calefacción, y. aun así, no puedo dejar de sentirme terriblemente acalorado en este día invernal. Sé lo que me está ocurriendo, aunque el saberlo no lo haga menos doloroso, ni menos terrible.
En la fotografía, tomada desde cierta distancia, veo la imagen esculpida de mí mismo, sentada, orgulloso, a unos cientos de metros de la cima de Eagle Peak. Lo bastante alejada de la cima como para que el sol de tres estaciones la caliente, lo bastante cercana como para, de algún modo, resistir la descongelación.
En las últimas horas de la tarde de un día nublado, me siento como si fuera un carámbano, húmedo al tacto, y goteando un poco por aquí y otro poco por allá, pero agradecido como nunca de que el frío de la noche llegue por fin.

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