Una detective inesperada - Kerry Greenwood

 

Phryne regresó al hotel más adormilada de lo que cabía achacar a la actividad del día, sospechando de lo que habría en el té amargo de madame Breda (del que había bebido tres tazas). Envió a un botones a la cocina para que le subiera mostaza y ella misma se preparó un potente emético. Empezaba a creer que la habían envenenado. Con calma y frialdad, se tomó una enorme cantidad de la mezcla nauseabunda, esperó a que hiciera efecto e ingirió otra dosis.

Empezó a tiritar y se tomó un vaso de leche a sorbitos. El tratamiento de choque le asentó el estómago y, de repente, se encontró despierta, purgada y helada.

Segura de no vomitar más, lo limpió todo con cuidado y abrió la ventana del cuarto de baño para purificar el aire. Antes de cerrar, aspiró varias veces la normalidad humosa del exterior y pensó que lo mejor sería acostarse hasta que recuperara una temperatura humana.

Se quitó la ropa, que dejó tirada en el suelo, y se dirigió descalza a la cama, inmensa y cubiertas de varias mantas, donde se arrebujó. Quería pensar, pero estaba exhausta y se durmió enseguida.

Dos horas más tarde la despertaron unas voces que procedían del salón. Oyó que decían con toda claridad:

— ¡Y con eso ha quedado lista!

Luego cerraron la puerta de la suite y se oyó el clic de la cerradura. De puntillas, Phryne se acercó a la puerta de su cuarto e inspeccionó la habitación. Solo habían movido su abrigo. Lo levantó para sacudirlo. El tercer paquete crujiente del día cayó de uno de los bolsillos, pero esta vez no quiso esperar. Lo abrió, extrajo un poquito de polvo y lo probó con la punta de la lengua. La sustancia demostró una fuerte capacidad de entumecérsela. Echó el paquete entero, con polvo y todo, al retrete y tiró de la cadena.

Titubeante, examinó toda la habitación. No parecía que hubieran movido nada más. Estaba segura de que las voces no habían hablado mucho rato, porque ella tenía el sueño ligero. Tal vez no les había dado tiempo a ocultar otros paquetes. Notó que la puerta de entrada tenía un pestillo y lo echó. Volvió a la cama, perpleja. Era tan grande que habría podido caber un regimiento y tenía un montón de cojines.

Al deslizarse al centro chocó con un cuerpo cálido y masculino y entonces cayó en la cuenta de que Sasha no se había marchado.

Se despertó al notar que ella lo tocaba y la estrechó entre sus brazos, pero, al sentir que se ponía rígida, la soltó y buscó a tientas su mano. Se la besó con delicadeza y continuó por el brazo hasta que Phryne le preguntó:

—Sasha, ¿qué haces aquí?

—Te esperaba.

— ¿Por qué me esperabas?

—Porque me gustas. —Fue la sorprendente respuesta—. Eres maravillosa. Y yo también. Juntos seremos magníficos —concluyó tan tranquilo. Alcanzó el hombro de Phryne y ocultó la cabeza entre su rostro y su cuello.

Ella era de la misma opinión. Por lo que había visto, no parecía que Sasha constituyera un peligro para su vida. En cuanto a su virtud, ella se las arreglaba perfectamente.

— ¿Dormías cuando salí a comer? —preguntó, relajándose entre sus brazos y disfrutando del placer de bajar las manos por la espalda musculosa.

—Claro. Yo duermo en cualquier sitio y llevaba tres noches de vigilia. Me dormí como un tonco.

—Tronco —corrigió Phryne, ausente, sintiendo que la hábil boca descendía hasta sus pechos y su cuerpo empezaba a reaccionar—. Bésame otra vez —pidió. Y Sasha la besó en la boca. Tres minutos después, cuando sacó la cabeza para respirar, aquel muchacho hermoso y lascivo, de manos expertas y boca mórbida, la había excitado tanto que no le habría importado que le hubiera hecho el amor en plena Swanston Street.

Sasha le restregaba la cara por los pechos, le agarraba los pezones con la boca al pasar y la acariciaba toda. Entonces Phryne lo atrajo hacia sí, se lo puso encima y le pasó sus robustos muslos por la cintura.

De golpe, mientras Sasha se introducía en ella, Phryne recordó que la Muerte era su otra personalidad y se entregó con una curiosa mezcla de éxtasis y horror. Su coito fue un choque de fuerzas. Phryne captaba atisbos de los dos cuerpos en el espejo de luna; eran como retazos de un grabado erótico francés: la boca de Sasha bajando lentamente hasta un pezón que se erizaba a su contacto, el destello de unos muslos que se fundían unos en otros; la curva de sus pechos contra el bíceps del brazo masculino, cruzado por una larga raya roja.

Al fin, agotados, se desplomaron cada uno en brazos del otro.

—Ya lo has visto —observó Sasha, satisfecho—. Te lo dije, maravilloso.

—Sí —respondió Phryne.

—Quién sabe, quizá llevas un hijo mío dentro —comentó Sasha.

Phryne sonrió. Puede que se hubiera dejado llevar por la pasión, pero el diafragma estaba en su sitio desde la noche anterior. Siempre había sido realista con sus posibilidades de resistir la tentación. No dijo nada. Después de un sueño tan largo, Sasha se encontraba bien despierto. Phryne le tiró una bata, diciendo:

— ¿Quieres tomar un baño? Dot volverá enseguida.

— ¿Te preocupa escandalizar a tu doncella? —preguntó Sasha, asombrado—. No quiero bañarme, prefiero conservar tu olor en la piel. ¡Mi hermana se pondrá celosa! A ella también le gustabas.

—Te prefiero a ti —dijo Phryne y se inclinó en la cama para besarlo. Era encantador.

Sasha se puso las mallas que Dot había lavado y zurcido. Phryne, por su parte, se puso una bata y pidió un té. Con la bandeja, subió el gerente, muy nervioso.

—Disculpe, señorita Fisher, pero abajo hay un policía que trae una orden de registro para su habitación por... por drogas. No sé si podremos impedírselo, así que lo acompañaré hasta aquí dentro de diez minutos. Tal vez tendrá tiempo de arreglar las cosas para entonces, si es usted tan amable.

Y con un gesto sobrio, que incluía tanto a Sasha como la ropa esparcida, salió. Phryne se sirvió una taza de té.

— ¿Qué quieres que haga yo? —preguntó Sasha. Estaba repantigado en el butacón, al parecer impasible ante la invasión inminente—. ¿Todavía te preocupa que mi presencia escandalice a tu doncella?

—No. Y aquí la tienes, por fin.

Dot abrió la puerta, la cerró a su espalda, y se apoyó en ella como si estuviera dispuesta a defenderla con su cuerpo.

— ¡La policía! —jadeó—. El gerente, ese pretencioso, dice que los polis esperan. Está discutiendo con ellos en su despacho. ¡Ay, señorita!, ¿qué vamos a hacer?

—Primero calmarnos y luego registrar la habitación por si hay algo escondido.

— ¿Como qué? —balbuceó Dot, mirando a su alrededor muy nerviosa.

—Paquetitos de polvo blanco. ¿Dónde los esconderías tú en esta habitación, Dot? —preguntó Phryne.

Por toda respuesta, Dot cogió una silla con el respaldo recto, se subió a ella y examinó la parte alta del armario. Se inclinó peligrosamente a un lado, aferró algo y se lo enseñó a Phryne. Era otro envoltorio crujiente, esta vez de muselina.

Phryne no perdió tiempo en hacerlo desaparecer también en el váter, pensando que si las aguas residuales se mezclaran con el agua potable todo Melbourne se cogería un cuelgue de dimensiones gigantescas.

—Dot, eres un genio. Y ahora, rápido, un poco de orden para que la policía no se escandalice.

—Y él, ¿qué? —preguntó la doncella.

—Se queda dónde está. No quiero representar aquí una comedia de enredo a la francesa.

Sin entender una palabra, Dot se puso enseguida manos a la obra, recogió auténticos montones de ropa, estiró la enorme cama con unos cuantos gestos breves y colgó abrigos y vestidos. En cinco minutos las habitaciones presentaban un aspecto respetable, sin rastro de la frenética actividad que se había necesitado para lograrlo. Sasha bebía té y sonreía.

Dot fue quien respondió cuando se produjo la esperada llamada a la puerta. Abrió el pesado batiente de roble y saludó al gerente y a los policías que lo acompañaban con un gesto frío y altanero que impresionó a Phryne.

—Esta es la excelentísima Phryne Fisher. Señorita Fisher, estos señores traen una orden de registro. Lo he comprobado y no hay duda de que son policías de la comisaría de Russell Street, ni tampoco de que la orden es legal —dijo el gerente, recorriendo la habitación con la mirada y, al parecer, contento con la transformación que había experimentado la precedente atmósfera bohemia.

Phryne se levantó del sofá con un gesto elástico, envuelta en una pesada tela de brocado que susurraba con sus movimientos. Dedicó un gesto de agradecimiento al gerente por el respiro que les había concedido bajo el pretexto de comprobar la orden y la identidad de los policías. Él le devolvió una sonrisa fría.

—Bueno, señores, ¿puedo preguntarles sus nombres y qué es lo que buscan? —preguntó con amabilidad.

—Yo soy el inspector Robinson y él es el agente Ellis —respondió el más alto con cierta afectación. Tenemos una orden de registro por drogas. La agente Jones registrará a las señoras; nosotros, al señor. ¿Su nombre, caballero?

—Sasha de Lisse —respondió Sasha con educación—. Encantado.

Esto último pareció desconcertar al inspector Robinson, que estrechó la mano tendida de Sasha y luego dio la impresión de no saber qué hacer con ella.

— ¿Qué buscan ustedes? —preguntó Phryne.

—Drogas —respondió el agente pomposamente—. Debido a la información recibida... —El jefe le hizo callar de un codazo en las costillas. Robinson dudaba, pero Phryne agitó una mano.

—Se lo ruego, busquen por todas partes. ¿Puedo pedirles un té? —dijo sonriendo.

—No es necesario —respondió Robinson. El agente y él empezaron el registro observados por Phryne, Dot y Sasha, algo cohibidos pero eficaces.

Ellis era mayor que Robinson, al que Phryne echaba unos treinta. El agente era bajo y rechoncho, tanto que probablemente tenía la altura mínima requerida. Llevaba el cabello negro peinado hacia atrás desde una frente baja. Había algo en sus ojos que inquietaba a Phryne. Parecía demasiado contento y demasiado seguro de sí mismo para quien no sabía si iba a encontrar algo. Phryne llamó a Dot y le dijo que no lo perdiera de vista. Dot asintió, mordiéndose el labio inferior, y Phryne le dio una palmadita en la mano.

—Tranquila, cariño, yo no tomo drogas —susurró. Dot dejó de morderse el labio para esbozar una sonrisa tensa.

Registraron toda la ropa, el baño y el dormitorio sin hallar nada. Sasha reía en voz baja una broma particular. El gerente se mantenía rígido junto a la puerta. Dot y Phryne acompañaron a los investigadores al dormitorio y salieron cuando empezaron a registrar el salón y el cuarto de Dot.

Por último, el agente Ellis cogió el abrigo de paño de Phryne y lo agitó. Cayó al suelo un paquete de papel blanco con sendos sellos de cera en cada extremo que se rompió en el parqué. El gerente abrió los ojos. Sasha dio un salto con la boca abierta, lo que llevó a Phryne a desechar la idea de que estuviera al tanto del plan urdido. Dot retuvo el aliento. Solo Phryne parecía impasible.

— ¡Exactamente como nos dijo aquella! —exclamó Ellis, agachándose para recoger el paquete y echándose un poco de polvo en la mano. El inspector miró a Phryne.

—Bien, señorita, ¿cómo explica usted esto?

—Pruébelo y lo sabrá —replicó Phryne, impávida—. Últimamente he asistido a muchas cenas. Es bicarbonato, señor mío. ¡Pruébelo! —le instó.

El inspector se humedeció un dedo y lo introdujo en el polvo. Mientras se lo llevaba a la boca se hizo un silencio absoluto. Sonrió.

—Cierto, es bicarbonato —le dijo a Ellis—. Ahora, señorita, solo queda una investigación personal y nos iremos.

—Con una condición —dijo Phryne, poniéndose de pie—. Nos cachearán a todos, al señor de Lisse, a la señorita Williams y a mí, solo si podemos cachearlos a ustedes.

— ¿Quiere usted cachearnos a nosotros? —preguntó el inspector, estupefacto—. ¿Por qué?

—Un antojo —dijo Phryne en un tono ligero—. Vamos, ¿no me van a permitir esta inocente libertad? No han encontrado drogas, a pesar de su información. Su visita ha causado un tremendo malestar al señor Smythe, gerente de este excelente hotel. Está esperando que se vayan para pedirme que yo haga otro tanto, así que tendré que cambiarme a un establecimiento menos lujoso. Y debo decir —continuó— que jamás he consumido drogas. Si ustedes lo hubieran investigado bien antes, lo habrían sabido. Yo detesto las drogas y me ofende profundamente que me acusen de consumirlas. Si no acceden ustedes a mi petición, reclamaré y no pienso darme por vencida hasta que los vea a los dos de nuevo en el servicio de patrulla, dirigiendo el tráfico de Swanston Street. ¿Y bien?

—No tengo nada que ocultar —dijo Robinson. Ellis se llevó aparte a su superior tirándole de una manga.

—Pero, señor, somos policías —balbuceó.

—Ya lo sé. ¿Y qué? —dijo Robinson.

—Podríamos detenerlos, llevárnoslos a la comisaría y cachearlos allí —sugirió Ellis—. No está bien que nos lo hagan ustedes a nosotros.

Phryne se desabotonó la bata de brocado.

—Si pretenden llevarme a la comisaría —declaró en un tono frío y lejano—, tendrán que llevarme así.

Se dejó caer la bata y apareció semidesnuda, nacarada y hermosa. El gerente apartó la vista y se permitió esbozar una sonrisa. No se supera en estrategia a una clienta del Windsor. Los policías se vieron comprensiblemente cogidos por sorpresa.

—Muy bien, señorita —asintió Robinson. Ellis, que miraba a Phryne con la boca abierta, recibió un codazo de su jefe.

—Llama a la agente Jones —dijo Robinson, admitiendo así la derrota.

—Las señoras pasarán al dormitorio y nosotros nos quedaremos aquí. El señor Smythe nos cacheará a nosotros, si no le importa a usted.

Jones acompañó a Phryne y a Dot al dormitorio. Era una joven de pocas palabras, con los negros cabellos recogidos en un moño. Cacheó primero a Dot, que se quitó la ropa con una furia inusitada y volvió a vestirse en un silencio gélido.

Phryne no tuvo que hacer más que quitarse la bata. Oyeron que el señor Smythe decía con educación al otro lado de la puerta:

—Entonces, ¿qué es esto, agente? —Siguió el ruido de algo que se rasgaba. Las tres mujeres se amontonaron en la puerta del dormitorio.

— ¿Qué habrá pasado? —preguntó Dot.

—Han encontrado un paquetito de muselina blanca en poder del agente Ellis —dijo la agente Jones—. Nunca me gustó, ese sabueso pelota de tres al cuarto, pero ¿qué le habrá dado para hacer una cosa tan imbécil?

—Dinero —dijo Phryne muy tranquila—. Ya lo suponía yo.

La agente la miró a la cara.

—No tenemos muchas ovejas negras. En general, somos un cuerpo limpio y eficaz. Si usted nos ha descubierto una de ellas, le quedamos agradecidos —dijo la agente Jones.

Sorprendida, Phryne le estrechó la mano. Diez minutos antes habría apostado mucho dinero a que no habría ocurrido semejante cosa.

— ¿Podemos salir? —preguntó la agente Jones a través de la puerta. El inspector Robinson dijo que sí con rudeza.

En el salón, Dot, Phryne y la agente se encontraron con un espectáculo curioso. El gerente y el inspector agarraban por los brazos a un agente semidesnudo y blandían un paquetito del tipo que ya resultaba aburridamente familiar para Phryne. Dos largas tiras de esparadrapo pendían aún del paquete.

— ¿Han visto? Se lo había pegado al pecho con este esparadrapo. Inspector, la próxima vez que venga a mi hotel con una orden de registro, cachearé a todos los policías antes de dejarlos entrar. ¡En mi vida he oído nada igual! ¡Unos clientes inocentes acosados y la fama de la policía victoriana fatalmente comprometida!

Phryne se mostró de acuerdo.

—Desde luego, no sé qué dirá el parlamentario Anderson cuando se lo cuente, no puedo ni imaginarlo. Es de lo más insólito. Mis convidados y mi doncella despojados de sus ropas y cacheados como se hace con los criminales, por no hablar de sí misma. ¿Qué piensa hacer al respecto?

El inspector Robinson sacudió a su colega con rabia.

— ¡Habla, idiota! ¿Quién te ha pagado? ¿Por qué lo has hecho, Ellis? Has roto tu juramento y te van a expulsar del cuerpo. Tienes mujer y cuatro hijos, ¿cómo vais a vivir? ¡Vamos, hombre, habla!

Ellis se esforzó en hablar, se atragantó y sacudió la cabeza. Robinson le dio un puñetazo en la boca. Dot observaba impasible. La agente Jones se sentó con toda tranquilidad. Sasha lo observaba todo divertido, como si fuera un espectáculo montado para su regocijo. El señor Smythe soltó el brazo de Ellis y retrocedió unos pasos. La violencia física no le gustaba, no estaba de acuerdo.

Ellis escupió sangre y dijo:

—Fue una mujer.

— ¿Joven o vieja? ¿Tenía algún acento?

—No lo sé, fue por teléfono. Ningún acento que yo haya oído. Dijo: «Cincuenta libras por colocar la mercancía».

— ¿Dónde la cogió?

—Me la mandó ella. Solo ese paquetito. Yo lo recogí en Correos con las cincuenta libras.

— ¿En qué oficina?

—En la central. Jefe, ella me dijo...

— ¿Qué te dijo?

—Que si no lo hacía matarían a mi mujer y a mis hijos.

— ¿Y tú la creíste? —gritó Robinson.

Ellis parecía sorprendido.

—Al principio no, pero me dijo que iba a demostrármelo. ¿Recuerda aquellos niños que hallamos decapitados en sus camas, con la madre, también muerta, a su lado? Lo hizo ella, según me dijo, y usted sabe que no habíamos encontrado ni móvil ni sospechosos.

—Idiota —volvió a gritar Robinson—. Lo hizo el marido de la víctima. Ahora mismo lo está confesando todo en la comisaría de Russell Street.

— ¿Está usted seguro, jefe?

—Pues claro, te lo había dicho, estúpido.

—Yo..., yo la creí a ella... —balbuceó Ellis, y se echó a llorar.

El inspector le soltó el brazo y se dio la vuelta, disgustado.

— ¡Que Dios te perdone! —exclamó.

—Sirve un poco de té al agente, Dot. Tenga, mi pañuelo, suénese. Ande, bébaselo.

Phryne se lo alargó, con un vasito de Benedictine. El joven bebió y se sonó la nariz.

A los pocos minutos se había recuperado y estaba en condiciones de hablar.

—Así que cogí el paquete y me decidí a colocarlo. Yo la había creído, jefe. Necesitaba el dinero, mi mujer está esperando una operación... Por favor, jefe, no me despida. No tendremos de qué vivir.

Ahora lloraba copiosamente. Phryne se llevó aparte al inspector, que la siguió todavía furioso.

— ¿Va a llevar esto hasta el final?

—Por supuesto, se ha dejado corromper.

—Sí, pero con terribles coacciones. ¿No podría escribir un informe confidencial sin tener que despedirlo? Mire, quien haya concebido este plan, verá que ha fracasado, y no me apetece, ¿comprende?

—Comprendo, pero ¿en qué está metida para atraer semejantes problemas?

—Buena pregunta; no lo sé, pero lo voy a descubrir. ¿Podemos hacerlo juntos? No despida a Ellis, yo lo llamaré para decirle a quién detener en cuanto esté en condiciones de saberlo.

—Es peligroso, señorita.

—Sí, pero soy la única que puede averiguarlo y es mejor que morirse de aburrimiento. ¡Vamos, tenga espíritu deportivo! Piense que le echará el guante a uno de los principales traficantes de drogas de la ciudad.

—Está bien..., pero por pocos días —se avino—. Digamos una semana.

—Dos —regateó Phryne.

—Dejémoslo en la mitad. Pongamos diez días.

—Hecho. Usted no moverá ficha durante diez días y yo le dejaré el campo libre al final. ¿Hay trato?

—Hay trato. Hablaré también con la agente Jones. Ellis es tonto, pero hasta ahora yo habría dicho que era un hombre honrado. Tenga, mi teléfono. No se meta hasta el cuello, ¿de acuerdo?

—Ya lo estoy —respondió Phryne—. Señor Smythe, he aceptado las disculpas del inspector Robinson y creo que podemos dar por concluido el asunto. Buenas noches, caballeros —dijo con desenvoltura.

Robinson, Ellis y el gerente salieron. Phryne cerró la puerta tras ellos y se dejó caer en el sofá, donde Sasha le rodeó los hombros con su brazo.

—Dot pide más té y ven a tomarte uno con nosotros —dijo Phryne—. Y con esto espero que el espectáculo haya terminado, al menos por esta noche.

Phryne no dijo más hasta que Dot, un poco a regañadientes, se sentó junto a ella, cepillándose la chaqueta de su uniforme como si las manos del infeliz de Ellis la hubieran ensuciado.

Sasha le sirvió el té y de nuevo se repantigó en el sofá, envolviendo a Phryne en un abrazo amplio y reconfortante. La joven temblaba, y Sasha se preguntó si la princesa no habría sobrevalorado las fuerzas de Phryne. Dot sorbía su té con un gesto de desconfianza.

—Bueno —dijo Phryne en un tono vibrante y excitado—, ya no persiguen solo a Sasha, sino también a mí. Estupendo, ¿no?

—Estupendo —ironizó Sasha—. Estupendo.

— ¿Qué quiere decir, señorita? —preguntó Dot, depositando la taza con un tintineo—. ¿Quién la persigue? ¿La persona que escondió el paquetito arriba del armario? ¡Me encantaría ponerle las manos encima! —continuó, mordiendo una pasta con ardor vengativo—. Ese iba a enterarse de lo que es bueno.

—«Ese», en efecto. Sasha, ya es hora de que nos cuentes lo que sabes de ese Roi des Neiges. Comienza, por favor —ordenó Phryne. Estaba tranquila, el temblor se debía más a la excitación de la caza que al miedo. Empezaba a divertirse.

Sasha, obediente, se colocó en la curva del costado de Phryne.

—Estábamos en París, antes del final de la Gran Guerra. Yo era un niño y no recuerdo mucho, salvo el ruido de los cañones cada vez más cerca, el terror de mi madre y que no podíamos dormir. No me acuerdo de Rusia, de donde nos habíamos marchado aquel invierno..., tal vez solo del frío que viví desde la infancia: la nieve y el viento helado. En París también hacía frío. Mi madre y mi abuela llegaron en 1918, justo antes de que se firmara la paz. Tuvieron que hacer un gran viaje, en su mayor parte a pie, desde Arcángel, donde estaban los ingleses.

—Muy conmovedor, daría para una película, pero revenons à nos moutons, por favor —le cortó Phryne, resistiéndose a la atracción hipnótica de los ojos marrones y la voz aterciopelada.

—Paciencia —replicó Sasha, sin molestarse en absoluto, sonriente—. Si me interrumpes, se me olvidará. Así que estábamos en París. A mi padre lo habían matado los revolucionarios y mi madre había vendido algunas joyas de la familia para darnos de comer. Aquel invierno vendió las esmeraldas Tscarnov y otras muchas piedras hermosísimas. Buscamos un protector, y no fue mi madre sino mi abuela quien lo encontró. Era inglés, un lord. Nos localizó un piso y, por amor a mi abuela, nos alimentó como si fuéramos sus propios hijos... ¡Cuánto nos reímos mi madre y yo a cuenta de aquello!

—Bien, ¿y luego? —preguntó Phryne con impaciencia.

Dot miraba a Sasha como si el joven procediera de otro planeta.

—Luego vivimos con el lord inglés hasta que cumplimos dieciséis y nos mandaron a un colegio suizo. Elli y yo estuvimos fuera un año. La abuela nos decía en sus cartas que en París todo iba bien y nosotros no preguntamos nada. Al regreso, dos años después, nos encontramos con que el lord había muerto (muy triste, porque era un hombre generoso) y con que a nuestra madre le quedaba poco de vida. Era evidente. Se había habituado a la cocaína y compraba toda la que quería porque el lord le dejó una gran cantidad de dinero a la abuela. La esnifaba sin límite y se volvía inteligente y feliz, como nuestra madre de siempre, pero luego caía en la oscuridad y la amargura y acababa por ponerse a gritar y se tiraba al suelo entre convulsiones. Era el ciclo. No dormía y nos suplicaba que la matáramos. Por suerte para mi alma inmortal fue innecesario, porque estoy convencido de que en unas semanas más habría podido hacerlo —admitió Sasha, con las mejillas surcadas por unas lágrimas irreprimibles—. Se murió, pero antes le rogamos que nos dijera quién la había introducido en aquella droga letal. Solo nos dijo que al principio se la había regalado el Roi des Neiges, el Rey de las Nieves. Lo había creído un hombre amable, hasta que el precio empezó a subir y a subir. Tuvo que vender todas sus joyas, pero la abuela sabía que no todas habían acabado en manos de prestamistas. Oímos que el Rey aquel tenía gusto para las piedras preciosas y que, cuando menos, el gran collar de los zares estaba intacto en sus manos. Además de las perlas de la princesa.

Algo de lo que dijo Sasha hirió la intuición de Phryne como un puñal que se clava en mitad del plexo solar. Sasha se interrumpió al notar la tensión de los músculos de ella, pero Phryne no pudo identificar con claridad aquella sensación y le hizo un gesto con la mano para que continuara.

—Se trata de un collar de diamantes que, según se decía, era de Catalina la Grande. La abuela nos aconsejaba que nos fijáramos en la alta sociedad parisiense, porque algún día veríamos el collar y entonces descubriríamos a nuestro hombre. Así nació Le Théâtre Masqué. Mi hermana y yo habíamos bailado juntos desde niños y no teníamos una profesión fija. Ejecutamos el antiguo cuento de La muerte y la doncella y París se sintió atraído. Noche tras noche bailamos con el teatro de la Ópera lleno, y noche tras noche observamos a las señoras enjoyadas, buscando el collar de Catalina. Llegamos incluso a sacarle provecho —dijo Sasha, con un asombro ingenuo—. Nunca dejamos de observar, hasta que por fin una noche lo vimos. Estaba en el cuello de una demimondaine, una mujer que no valía nada. Fui a verla y me contó que a ella se lo habían prestado; era propiedad de un nuevo rico americano. Hablé con él, me dijo dónde lo había comprado y vine hasta aquí para encontrar a ese hombre y matarlo... ¿Puedo tomar un poco más de té?

—El nombre, Sasha, ¡el nombre!

—Si te lo digo, puedes ponerlo en guardia y frustrar mi venganza —se lamentó Sasha—. Además, la princesa me despellejaría vivo.

—Pero si no me lo dices, seré yo quien te despelleje, y estoy más cerca que la princesa —dijo Phryne enseñando los dientes, con un cuchillo de fruta en la mano como para proceder de inmediato a la intervención. Sasha se encogió de hombros con un gesto armonioso.

—Se llama Andrews —dijo, abandonándose—. Lo vimos en la velada en la que tuve el placer de conocerte. A simple vista no parecía tan inteligente como para ser nuestro roi, pero es lo que me dijo el americano. Y yo vi la factura. Pagó una fortuna, aunque su valor es incalculable.

— ¿Habéis perdido el rastro de otras joyas de vuestra madre? —preguntó Phryne.

Sasha asintió.

—De algunas: un racimo de gruesos diamantes, un alfiler con forma de pájaro en vuelo, de Fabergé, en diamantes y esmaltes, y una tira de perlas color rosa. Aún no las hemos visto.

—No creo que se trate de Andrews. ¡Le falta cerebro! —exclamó Phryne—. Continúa. ¿Por qué me llevó la princesa a los baños de madame Breda?

—Para enseñarte el sistema. La noche que te conocí (gracias a la especial protección de Notre Dame des Douleurs), me persiguieron sus esbirros. Había ido a una entrega de droga.

— ¿En Toorak? —preguntó Dot, abriendo mucho la boca. Phryne se quedó pensándolo.

—Sí, parece raro y poco probable, Dot, pero cosas más raras se han visto..., aunque no sé si tantas. Continúa, Sasha.

Servicialmente, Sasha dio una dirección que Phryne anotó en una agenda pequeña y forrada de piel.

— ¿Quién te informó de la entrega?

—La doncella de los baños de madame Breda se lo dijo a la princesa. Gerda, creo que se llama. Hice una idiotez que no me perdonaré jamás: me dejé ver.

— ¿Quién era el correo?

—La propia madame Breda, creo. La seguían dos hombres a cierta distancia, los mismos que me persiguieron. Madame visita con Gerda las casas de sus clientas favoritas para darles masajes. Una vez allí, les vende sus «polvos de tocador».

— ¿Aquellos hombres lo conocían a usted? —preguntó Dot, muy concentrada.

Sasha asintió.

—Claro que me conocían. Al parecer son los escoltas de madame cuando sale con la «nieve», aunque el resto del tiempo no están con ella. Por fortuna, no son muy listos.

—No creo —dijo Phryne, pensando en el Delincuente Uno y el Delincuente Dos.

Sasha se puso de pie y se desperezó.

—Ahora, señora mía, ¿puedo abandonaros?

Phryne le alargó la mano, por mucho que le gustara no se fiaba de él cuando lo perdía de vista.

—No. Quédate hasta mañana —dijo, sonriente—. Es muy tarde para andar por las calles. ¿No se preocupará tu familia por ti?

—No, mi hermana sabe que estoy bien. Somos gemelos.

Dedicó una breve inclinación a Dot y se dirigió al cuarto de baño, recogiendo por el camino la bata masculina de Phryne. Dot y su jefa se miraron.

— ¿Piensas irte con tu madre ahora que has descubierto mis costumbres depravadas? —preguntó Phryne con una sonrisa. Dot sonrió también.

—Ya sé que es usted distinta, señorita..., que no cumple las normas. Y él es un jeque. Ha tenido la suerte de conquistarlo. Me voy a la cama, es tarde.

—Sí, es tarde... Buenas noches, Dot.

—Buenas noches —replicó Dot al cerrar la puerta. Phryne se fue a la cama, a reforzarse gracias a Sasha y a la filosofía contra los posibles problemas del próximo día. Estaba segura de que no faltarían.

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