Habitación con vistas - Hal Dresner

Con el frágil cuerpo cubierto por edredones y descansando contra seis de las más espesas almohadas que el dinero podía comprar, Jacob Bauman observó con disgusto a su mayordomo, que colocaba ante él la bandeja del desayuno y descorría las cortinas, dando entrada en la habitación a la luz del dia.

-¿Desea que abra las ventanas, señor? – preguntó Charles.

-¿Quieres que pille un resfriado?

-No, señor. ¿Necesita algo más el señor?

Jacob meneó la cabeza, introduciendo una punta de la servilleta entre el pijama y su escuálido pecho. Se echó para delante y destapó la fuente del desayuno. Luego volvió a enderezarse y miró a Charles, que permanecía, como un centinela, junto a la ventana.

-¿Esperas una propina? - preguntó Jacob, ásperamente.

-No, señor. Espero a la señorita Nevins. El doctor Holmes dijo que no debía quedarse usted a solas ni un momento, señor.

-¡Lárgate, lárgate! -dijo Jacob-. Si decido morirme en los próximos cinco minutos, te llamaré. No te perderás nada.

Vio salir al mayordomo, esperó a que la puerta se cerrase y entonces destapó la fuente de plata en la que un único huevo escalfado, que parecía un ojo en su órbita, reposaba sobre una tostada. Una miserable cantidad de mermelada y una taza de pálido té completaban el menú.

¡Ajj! Jacob miró con desagrado la comida y se volvió hacia la ventana. En el exterior, el día era espléndido. El gran prado de la mansión Bauman aparecía, verde y liso como el tapete de una mesa de billar, cortado por el camino en forma de herradura y punteado aquí y allá con pequeñas estatuas de bronce: una insinuante diosa rodeada de querubines, un mensajero con alas en los pies y una leona en compañía de sus cachorros. Todo horrible; pero muy caro. En el extremo izquierdo de la herradura, junto a la casa del guarda, Jacob vio a su jardinero, el señor Coveny, arrodillado frente a un macizo de azaleas; a la derecha, ante la verja de hierro, las puertas del garaje de dos pisos estaban abiertas y Jacob pudo ver a su chófer puliendo los cromados del convertible azul de la señora Bauman, mientras hablaba con la señorita Nevins, la joven enfermera del turno de día de Jacob. Tras la verja, el prado exterior se prolongaba ininterrumpidamente hasta la carretera, una distancia tan grande que ni siquiera la aguda vista de Jacob podía distinguir los autos que pasaban.

"¡Pobre Jacob Bauman!", se dijo Jacob. Para él, todas las cosas buenas de la vida habían llegado excesivamente tarde. Al fin era dueño de una impresionante finca; pero se hallaba demasiado enfermo para disfrutar de ella; al fin estaba casado con una joven que era lo bastante joven para hacer volver la cabeza a cualquier hombre; pero él era demasiado viejo para apreciarla de¬bidamente. Al fin había conseguido una aguda penetración en los misterios de la naturaleza humana; pero postrado en la cama y sin más compañía que la de sus sirvientes, eso no le servía para nada. ¡Pobre del rico Jacob Bauman! Pese a toda su fortuna, suerte e inteIigencia, su mundo se encontraba limitado por la anchura de su colchon, el trozo de sendero que abarcaba su vista y la profundidad mental de la señorita Nevins.

¿Y dónde estaba ella? Se volvió hacia el reloj de la mesilla de noche, rodeado de botellas, píldoras y ampollas. Eran las nueve y seis minutos. Atisbando otra vez por la ventana, vio a la muchacha de uniforme blanco mirar con desaliento su reloj, mandar un beso al chófer y ponerse a andar, a toda prisa, hacia la casa. Era una chica rubia y robusta, que andaba con alegre contoneo y moviendo los brazos en una exuberancia de energía que a Jacob le fatigaba con sólo verla. Sin embargo, siguió observándola hasta que desapareció bajo el tejado del porche. Luego volvió a su desayuno. La señorita Nevins se detendría a dar los buenos días al cocinero y la doncella, calculó Jacob, y eso significaba que cuando ella llamase a la puerta, él estaría acabando el huevo y la tostada.

Masticaba el último bocado cuando la llamada se produjo. Jacob dijo: "Adelante", y entró la enfermera, sonriendo.

-Buenos días, señor Bee - dijo, animadamente. Puso su novela barata sobre la cómoda y miró, sin mucho interés, la novela gráfica dejada por la enfermera de noche.

-¿Cómo se encuentra hoy? -preguntó.

-Vivo - replicó Jacob.

-¿No le parece el de hoy un día maravilloso? - comentó la muchacha, yendo hacia la ventana -. Hace un momento, ahí afuera, hablando con Vic, tuve la impresión de que estábamos en primavera. ¿Quiere que abra las ventanas?

-No. Su amigo el doctor me previno contra los catarros.

-¡Ah, sí! Me había olvidado. Supongo que, en realidad, no soy muy buena enfermera, ¿verdad? - preguntó, sonriendo.

-Es usted una buena enfermera - replicó Jacob-. Es mejor que las que nunca me dejan en paz.

-Tiene razón. Me doy cuenta de que no estoy lo bastante consagrada a mi trabajo.

-¿Consagrada al trabajo? Es usted una jovencita preciosa y, por tanto, tiene otros intereses. Lo comprendo. Se dijo usted a sí misma: "Haré de enfermera durante una temporada. El trabajo es fácil y la comida buena. Así ahorraré algún dinero para cuando me case".

La chica pareció sorprendida.

-¡Caramba! Eso es exactamente lo que me dije cuando el doctor Holmes me ofreció este empleo. ¿Sabe que es usted muy listo, señor Bee?

-Gracias -replicó Jacob, secamente-. Cuanto más viejo, más listo. - Bebió un sorbo de té y puso cara de desagrado -. ¡Aj! Asqueroso. Llévese esto.

-Debería usted terminárselo - murmuró la chica.

-¡Quítemelo de aquí! - exigió Jacob, impaciente.

-A veces se porta como un niño.

-Bueno, yo soy un niño y usted una muchachita. Pero será mejor que hablemos de usted. - Comenzó a arreglarse las almohadas; pero se detuvo cuando la chica acudió a ayudarle -. Dígame, Frances - empezó, con el rostro muy cerca del de la joven -, ¿ha elegido ya esposo?

-Señor Bee, esa es una pregunta muy personal para hacérsela a una chica.

-De acuerdo. Es una pregunta personal. Si no me la contesta a mí, ¿a quién iba a hacerlo? ¿Cree que voy a contárselo a alguien? ¿Es que hay alguien a quien se lo pueda decir? El médico ni siquiera me permite tener un teléfono junto a la cama para llamar de vez en cuando a mi corredor de bolsa. Opina que el hecho de enterarme de que había perdido unos cuantos miles de dólares constituiría una impresión demasiado grande. ¿Es que no sabe que con sólo leer los periódicos puedo decir al céntimo lo que gano o pierdo? - Sonrió confidencialmente-. Así que, dígame: ¿qué aspecto tiene su amante?

-¡Señor Bee! Un futuro marido es una cosa, pero un amante... - mullió la última almohada y fue hacia la silla que había junto al ventanal-. No sé qué opinión tiene usted de mí.

Jacob se encogió de hombros.

-Opino que es muy bonita. Pero las chicas de hoy son un poco distintas de las de hace cincuenta años. No digo que sean mejores ni peores. Sólo que son distintas. Comprendo esas cosas. Después de todo, es usted sólo unos pocos años más joven que mi esposa. Sé que a los hombres les gusta mirarla a ella, así que supongo que también les gusta mirarla a usted.

-¡Oh, pero su mujer es muy guapa! De veras. Creo que es la mujer más vistosa que conozco.

-Mejor para ella -dijo Jacob-. Ahora hábleme de su amante.

-Bueno... - comenzó la chica, evidentemente como placida -. En realidad, aún no es nada definitivo. Quiero decir que no hemos fijado la fecha ni nada.

-Sí que lo han hecho. No quiere decírmelo porque teme que la despida antes de que a usted le venga bien.

-No, de veras, señor Bauman...

-Entonces será que aún no han fijado el día de la semana. Pero el mes ya lo han decidido, ¿no es así? - Esperó un momento la contradicción-. Bien... Créame cuando le digo que comprendo esas cosas. ¿Qué mes han escogido? ¿Junio?

-Julio - corrigió la chica, sonriente.

-¡Vaya! ¡Me equivoqué por un mes! No me molestaré en preguntarle si él es atractivo. Sé que lo es. Y también fuerte.

-Sí.

-Pero tierno.

La muchacha asintió, radiante.

-Eso es bueno -dijo Jacob-. Es muy importante casarse con un hombre tierno... que no lo sea demasia¬do. Los que son excesivamente suaves permiten que se abuse de ellos. Créame, sé de qué hablo. Yo mismo era un hombre muy tierno y... ¿Quiere que le diga adónde me llevó la ternura? A ningún sitio. Por eso cambié. Y no es que, de vez en cuando, no cometa errores, pero cada vez que me ocurre me cuesta caro... Un mal matrimonio puede ser un enorme error. Tal vez el más grande de todos. Ha de saber uno a qué clase de persona se liga. Pero usted lo sabe, ¿no es así?

-Sí. Se trata de un hombre maravilloso. De veras. Usted no lo comprende, señor Bauman, porque en realidad no le conoce, pero si alguna vez charlase con él. - La joven se cortó, mordiéndose el labio inferior-. Bueno, no quiero decir con eso...

-Así que es alguien que yo conozco - comentó Jacob -. Eso es interesantísimo. Nunca lo hubiera supues¬to. ¿Quizá un amigo mío?

-No, de veras, no pretendía decir... Me ha interpre¬tado mal. No es nadie...

-¿El doctor Holmes? - quiso saber Jacob.

-¡Oh, no!

-¿Tal vez alguien que trabaje para mí? – preguntó Jacob, astutamente -. ¿Charles? No, no... No puede ser él. A usted no le gusta mucho Charles, ¿verdad, Frances? Cree que él la mira por encima del hombro. ¿A que si?

-Si - replicó ella, repentinamente indignada -. Me hace sentirme como una especie de... de no sé qué y sólo porque se cree muy... elegante. Si me lo pregunta, le diré que es un cursi.

Jacob rió.

-Tiene usted toda la razón. Charles es un cursi. Un cursi inaguantable... Pero, entonces, ¿de quién puede tratarse? El señor Coveny es demasiado viejo para usted, asi que sólo queda... - Hizo una pausa. Sus ojos brillaban, irónicos. Apartó la mirada de la chica y la dirigió al ventanal. Al fin dijo -: No, no acierto. Deme una pista. ¿En qué asuntos interviene...? ¿Bolsisticos? ¿Petroleros? ¿Textiles? - Levantó la voz -. ¿Transporte?

-Se burla usted de mí -dijo la muchacha-. Ya sabe que es Vic. Apuesto que lo ha sabido durante todo el rato. Espero que no esté usted enfadado. En realidad, debi decírselo antes, pero...

Una llamada a la puerta la interrumpió.

-Adelante - dijo Jacob.

En el cuarto entró la señora Bauman, una aparatosísima pelirroja con aspecto de estar más cerca de los veinte que de los treinta. Llevaba un suéter amarillo y unos pantalones provocativamente ajustados.

-Buenos días a todos. No, siéntese, querida -le dijo a Frances-. ¿Cómo está nuestro paciente esta mañana?

-Fatal - dijo Jacob.

Su mujer rió falsamente y le dio una palmadita en la mejilla.

-¿Has dormido bien?

-No.

-¿No es espantoso? -preguntó la señora Bauman a Frances -. No sé cómo puede usted aguantarle.

-Lo hace por dinero. Igual que tú.

La señora Bauman emitió una risita forzada.

-Es como un niño, ¿verdad? ¿Ha tomado ya su pastilla naranja?

-Sí - dijo Jacob.

-No - corrigió Frances -. ¿Son ya las nueve y cuarto? ¡Cómo lo sien...!

-Me temo que son casi y veinte - dijo la señora Bauman, con frialdad -. Deje, yo se la daré. - Destapó uno de los tubitos de encima de la mesilla, y de una plateada jarra, sirvió un vaso de agua -. Ahora abre la boca.

Jacob apartó la cabeza.

-Aún puedo con una pastillita y un vaso de agua- dijo -. Ni siquiera tienes aspecto de enfermera -. Se metió la píldora en la boca y tragó un sorbo de agua-. ¿Adónde vas vestida como una estudiante?

-Sólo a la ciudad, a hacer unas compras.

-Vic ya tiene listo su coche - anunció Frances -. Lo ha limpiado esta mañana y parece nuevo.

-Estoy segura de que sí, querida.

-Si no brilla bastante, compra otro - dijo Jacob.

-Precisamente eso había pensado yo - contestó su mujer -. Pero luego se me ocurrió que era mejor esperar a que te pusieras bueno. Entonces adquiriremos uno de esos pequeños autos deportivos que sólo tienen dos asientos y en él daremos largos paseos juntos, sólo tú y yo.

-No puedo esperar tanto - dijo Jacob.

-¡Cariño! - exclamó la señora Bauman -. ¿No te parece que es un día espléndido? ¿Por qué no has ordenado que Charles abra las ventanas?

-Porque no quiero coger un catarro y morirme - replicó Jacob -. Pero gracias por sugerido.

Sonriendo agriamente, la señora Bauman se besó la punta de los dedos y luego tocó con ellos la frente de su marido.

-Hoy ni siquiera mereces un beso así - declaró en tono juguetón. Y dirigiéndose a Frances -; Si continúa de tan mal humor, no le hable. Así aprenderá. - Con su sonrisa invitaba a la joven a una especie de conspiración femenina -. Volveré muy pronto - dijo a Jacob.

-Aquí te esperaré - replicó su marido.

-Adiós - se despidió la señora Bauman.

-Cierre la puerta - ordenó Jacob a Frances.

-¡Qué guapa estaba! ¿Verdad? - comentó Frances, haciendo lo que le pedían -. Me gustaría poder llevar pantalones así.

-Haga un favor a su marido y póngaselos antes de casarse.

-¡Oh! A Vic no le importaría. No tiene nada de celoso. Me ha dicho cientos de veces que le encanta que otros hombres me miren.

-¿Y a usted qué le parece que él mire a otras mujeres?

-Pues... no me importa. Quiero decir que, después de todo, es natural, ¿no? Además, Vic ha tenido... –La joven enrojeció levemente -. No entiendo cómo hemos vuelto a hablar de este asunto. Es usted de veras terrible, señor Bauman.

-Pocos placeres les quedan a los viejos, aparte del de hablar. De modo que Vic tiene gran experiencia con las mujeres, ¿no?

-A veces resulta verdaderamente turbador. Quiero, decir que hay mujeres que se echan en brazos de ciertos hombres. Así, tal como suena. Un miércoles, hace dos semanas, estuvimos en un club nocturno. Era la noche libre de Vic.

Jacob asintió con la cabeza y apartó la mirada de la chica, que comenzaba a hablar con mayor rapidez. La señora Bauman acababa de hacerse visible y caminaba, a través del césped, en dirección al garaje. Se movía de forma muy distinta a la de Frances, mucho más lenta, casi perezosa. Bajo los pantalones, sus caderas se contoneaban levemente, como el fiel de una balanza que buscase su equilibrio. Incluso en el lánguido bracear parecía existir un sutil ahorro de energía. La mujer no la derrochaba, como Frances, sino que parecía guardarla, almacenándola para movimientos más importantes.

-Aquella chica tenía un aspecto verdaderamente terrible... - decía Frances -. Cuando se acercó a nuestra mesa me quedé de piedra. Su cabello era negrísimo y parecía como si no lo hubieran peinado desde hacía semanas. Además, llevaba tanto lápiz labial que debió de gastar un tubo entero para maquillarse.

Jacob escuchaba, ausente, con la vista clavada en su mujer, que había llegado al convertible y permanecía apoyada contra la portezuela, charlando con Vic. Jacob pudo ver que su sonrisa se ampliaba al oír las palabras del hombre. Luego, echando la cabeza hacia atrás, lanzó una carcajada. A Jacob no le llegó el ruido de la risa; pero por el recuerdo de años atrás, sabía que era un sonido agudo y alegre. Verdaderamente estimulante. Vic, con un pie desdeñosamente apoyado sobre el paracho¬ques, sonrió a la señora Bauman.

-De veras creí que estaba borracha - dijo Frances, embebida en su historia -. Quiero decir que no me es posible imaginar que una mujer tenga la desfachatez de sentarse en las rodillas de un desconocido y besarle. ¡Y enfrente de su compañera! Porque yo podía haber sido la esposa de Vic.

-¿Y qué hizo él? -preguntó Jacob, apartando la vista de la ventana.

-Pues... nada. ¿Qué iba a hacer? Estábamos en un lugar público. Trató de portarse como si fuera una broma o algo por el estilo. Pero yo no pude tomárselo de esa forma. Quiero decir que traté de hacerlo; pero la chica no se movió y él no podía quitársela de encima a empujones. Todo el mundo nos observaba. Yo me sentía cada vez más furiosa y... Bueno, para ser sincera con usted, señor Bauman, le diré que a veces tengo un temperamento terrible. Sobre todo cuando se trata de cosas personales, como lo de Vic. Entonces no puedo controlarme.

-¿Como en el caso de Betty? -preguntó Jacob. Frances se mordió el labio inferior.

-No sabía que estuviera enterado de eso - dijo-. De veras lo sentí muchísimo, señor Bauman. Es que entré en la cocina en el momento en que ella abrazaba a Vic. Me parece que lo vi todo rojo.

-Eso oí - sonrió Jacob -. No vi a Betty antes de que se fuera; pero Charles me aseguró que ya no estaba tan guapa como de costumbre.

-Supongo que la arañé de un modo salvaje - murmuró Frances, bajando los ojos -. Lo siento muchísimo. Traté de disculparme; pero Betty no quiso escucharme. ¡Como si la culpa fuera sólo mía!

-¿Y qué hizo con la chica de ese club nocturno?

-La separé de Vic agarrándola por el pelo - admitió, de mala gana -. Y si él no me hubiera detenido, lo más probable es que hubiese intentado sacarle los ojos. Me volví verdaderamente loca. Fue mucho peor que con Betty, porque la del cabaret besaba de veras a Vic. Creo que, de haber tenido a mano un cuchillo o algo así, habría intentado matarla.

-¿De veras? - dijo Jacob. Apartó la mirada de la chica y volvió a dirigirla hacia la ventana. Ahora ni su mujer ni el chófer eran ya visibles. Sus ojos escrutaron todo el césped, observando las estatuas que brillaban levemente al sol, al señor Coveny, que seguía frente a las azaleas, y volviendo a fijarse en el brillante convertible. Sobre el capot del coche advirtió una extraña sombra y, forzando la mirada, acabó por definida como el trapo que había empleado Vic para limpiar el auto.

-¿Y cómo afectan esas pequeñas peleas sus sentimientos hacia Vic? -preguntó Jacob, sin darle importancia.

-No los afectan en absoluto. ¿Qué razón habría para que así fuera? No es culpa suya si las mujeres se le echan encima. El no hace nada por animarlas.

-¡Claro que no! - dijo Jacob. Entornó los párpados, esforzándose por enfocar la mirada en la oscura venta-na que había sobre el garaje. Creía haber visto allí un brillante destello amarillo. ¿O era únicamente el sol reflejándose en el cristal? No, porque la ventana estaba abierta. Allí estaba otra vez el destello, entre sombras que se movían. Una brillante mancha de color que aho¬ra se estrechaba e iba alzándose lentamente, como si fuese un trozo de tejido, una prenda de ropa -tal vez un suéter - que alguien se estuviera quitando. Luego el brillo desapareció y ya ni siquiera fueron perceptibles las cambiantes sombras que enmarcaba la ventana. Ja¬cob sonrió -. Estoy seguro de que Vic es por completo digno de confianza - dijo -. Toda la culpa es de las mujeres. Comprendo perfectamente sus celos, Frances. Son su derecho a luchar por lo que posee, aunque eso signifique destruir alguna otra parte de su vida.

Frances pareció desconcertada.

-¿Imagina que, por lo ocurrido, Vic me ama menos? El también dijo que me comprendía.

-Estoy seguro de que así es -aseguró Jacob-. Problemente la quiere aún más por demostrarle tan a las claras su devoción. A los hombres les gusta eso... No, antes hablaba por hablar. Cosas de viejos. Después de todo, ¿qué otra cosa puedo hacer?

-Oh, pues... un montón de cosas. Es usted muy inteligente. Al menos, eso me parece a mi. Debería bus-carse un pasatiempo. Hacer crucigramas, o algo por el estilo. Apuesto a que se le darían de maravilla.

-Puede que alguna vez me decida a probar -dijo Jacob -. Pero ahora lo que me apetece es dormir un ratito.

-¡Buena idea! Hoy me he comprado una novela nue¬va. La empecé en el autobús. Algo estupendo de veras. Trata de aquella francesa que volvió locos a no sé cuan¬tos reyes.

-Parece muy interesante - comentó Jacob -. Sin embargo, antes de que reanude usted la lectura, le agradecería que me hiciese un pequeño favor. - Volviéndose, abrió el único cajón de su mesilla de noche -. Ahora no se asuste - advirtió, al tiempo que sacaba un peque¬ño revólver gris -. Tengo esto aquí en previsión de que alguna vez entren a robar. Pero hace tanto que no lo han limpiado, que no estoy seguro de que funcione aún. ¿Querría llevárselo a Vic para que le eche un vistazo?

-Desde luego - dijo la chica, levantándose y toman¬do el arma con mano indecisa -. ¡Qué ligero es! Siempre había pensado que los revólveres pesaban lo menos diez o doce kilos.

-Tengo entendido que esa es un arma de mujer - dijo Jacob -. Para mujeres Y ancianos. Ahora, sea cuidadosa, porque está cargado. Le sacaría las balas, pero mucho me temo que no entiendo demasiado de esas cosas.

-Tendré cuidado - aseguró Frances, probando a to¬mar el revólver por la culata -. Y usted pruebe a dormir un rato. ¿Le digo a Charles que suba a acompañar¬le mientras yo no estoy?

-No, no se moleste. Me encuentro bien. Y estése con su novio el tiempo que quiera. Hace poco le vi subir a su habitación.

-Estará durmiendo - dijo Frances.

-Entonces, ¿por qué no entra sin llamar y le sorprende? - sugirió Jacob -. Probablemente, a él le gustará eso.

-Bueno, si no es así, le explicaré que fue idea de usted.

-Sí. Dígale que todo fue idea mía.

Jacob sonrió, mirando cómo se iba la chica. Luego se hundió entre las almohadas y cerró los ojos. Reinaba un gran silencio y se sentía tan verdaderamente cansado que, contra su voluntad, había comenzado a dormitar cuando, en el otro extremo de la pradera, se oyó el primer tiro, seguido inmediatamente por el segundo y el tercero. El hombre consideró un instante la idea de incorporarse para observar por la ventana el ajetreo que iba a producirse, mas le pareció un esfuerzo demasiado grande.

Por otra parte, él, postrado en su lecho de dolor, no podía hacer absolutamente nada.

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