Los veinte amigos de William Shaw - Raymond E. Banks

El hecho de que un mayordomo llame a la puerta de mi casa no es muy frecuente, y aún menos si el hombre lleva en la mano una cesta fiambrera. Sin embargo, dejé pasar a Higgins porque trabajaba para William Shaw, en una ocasión... Bien, el caso es que me hizo un gran favor.

Higgins era amablemente ceremonioso y me trasladó los respetos de su patrón. Yo saqué una botella de mi mejor vino, recordando aún mi deuda moral, ya que William Shaw era un antiguo y sincero amigo.

—Póngame al día —le pedí—. Hace mucho que no veo al señor Shaw. Sí, desde que se...

—Desde su matrimonio —indicó Higgins, sosegadamente. Yo siempre había admirado la firme mandíbula y la precisa forma de hablar de Higgins. Era la clase de mayordomo capaz de dirigir de forma competente, con sólo la sombra de un ceño o una sonrisa, cualquier asunto que se planteara. Ahora su rostro parecía esculpido en piedra; tenía todo el aspecto del hombre consagrado a un propósito. Repitió—: Desde su matrimonio.

—Grace Shaw era más bien... Quiero decir que, después del matrimonio, su presencia proyectó una especie de sombra sobre la antigua pandilla.

—El señor Shaw tenía muy pocas debilidades —comentó Higgins —. Su esposa era una de ellas. Un hombre ya mayor, y una mujer joven... Sus últimos años han sido muy difíciles.

Higgins, con una de las aguzadas puntas de sus conservadores zapatos negros, movió delicadamente la cesta fiambrera.

—El ansia del señor Shaw por ayudar a los demás, le ha colocado en una mala posición — continuó el mayordomo—. Queda ya muy poco de lo que en tiempos fue una gran fortuna. Por eso no podía ni siquiera pensar en el divorcio, ya que la señora Shaw no se hubiera conformado con menos de casi todo lo que quedaba.

Recordé la última vez que había estado en casa de los Shaw: el deslumbrador brillo del collar que Grace llevaba alrededor de su blanco cuello y la acariciadora forma que tenía de tocarlo.

—No cabe duda de que lo del divorcio estaba más allá de toda consideración — dije, imitando inconscientemente la precisa manera de hablar de Higgins—. Resultaba muy difícil no imitar también su seca y enérgica voz.

—Abandonar a la propia esposa y huir no es cosa muy deseable —prosiguió Higgins—. Tal solución aísla a un hombre de sus amigos... y el señor Shaw siempre ha vivido para los amigos.

—Sí. Pasamos unas épocas estupendas —dije—. Hace tiempo...

—Por otra parte, los accidentes han de ser explicados — continuó el mayordomo.

De pronto, me encontré mirando a la cesta fiambrera con creciente interés y desagrado.

Me estremecí, pero aquello podía ser debido al vino. El que aún había en la copa del mayordomo, al ser atravesado por los rayos solares, proyectaba un brillo rojo sangriento sobre los pálidos dedos del hombre. La ventana de la habitación estaba abierta y en el cuarto reinaba un fuerte olor a tierra, a primavera y a flores. Era un aroma que hablaba de esperanza y despertar.

—Tiene usted una casa preciosa —dijo Higgins mirando alrededor—. Ha prosperado usted. Al señor Shaw le encantará saber lo bien que le ha ido.

—En una ocasión, estuve al borde del suicidio —expliqué. En el mayordomo había algo que invitaba a la confidencia—. Era un momento desesperado de mi vida. Me encontraba arruinado y carecía de amigos y de familia. Además, estaba seriamente enfermo y no tenía dinero para comprar las medicinas que podían aliviarme. Entonces me dirigí a las colinas de Hollywood, hacia ese gran indicador que ostenta la palabra: "H-O-L-L-Y-W-O-O-D". Ya sabe usted que había gente que se tiraba desde allí.

—Pero entonces usted se encontró con el señor Shaw — dijo Higgins, con una leve sonrisa.

—Aquél fue, para mí, un momento crucial —reconocí—. El era un desconocido, no me debía nada. Sin embargo, gastó una gran cantidad de tiempo y dinero en hacer que me repusiera. Nunca lo olvidaré.

Higgins empujó la cesta hacia mí. Su sonrisa de cordialidad y comprensión aumentó.

—Siempre tuve la esperanza... de que algún día podría devolverle al señor Shaw ese favor —confesé.

—Cuando ayuda a la gente, el señor Shaw nunca espera una restitución. Sin embargo, hay algo en lo que usted le podría ayudar.

—Estoy dispuesto a cualquier... —dejé la frase colgada, ya que la sonrisa de mi visitante había desaparecido. De pronto, el mayordomo adoptó una expresión casi amenazadora.

—Por desgracia, el hombre que ha sido siempre el espíritu de la bondad está en peligro de morir a manos del Estado —dijo—. Sin embargo, también es muy probable que la desaparición de Grace Shaw no cause grandes comentarios. Ya se ha escapado otras veces. En una ocasión, en San Francisco, tuvo un asunto de dos semanas con un marinero. Otra vez, según creo, fue con un conductor de camiones.

—Sí, ya he oído que tiene esos defectos. Bajo el impecable traje, los hombros de Higgins se encogieron.

—Esta vez... ¿Quién sabe? Podría ser un carnicero, un panadero, un fabricante de velas. El caso es que la señora ha desaparecido, y el señor Shaw parece veinte años más joven, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Desde luego, está el molesto hermano de ella, que trata de crear dificultades. Pero el señor Shaw ya no tendrá que soportarle más, ahora que la señora se ha marchado.

El mayordomo acabó su vino y se levantó:

—Todos los mejores y más íntimos amigos del señor Shaw están ayudándole. Quizá sean unos veinte; los que más le debían. Confío en que podemos contar con usted.

—Pues, yo...

Pero Higgins, tras una inclinación, ya se dirigía hacia la puerta.

—Si yo fuera usted, no me entretendría —me dijo—. Hace calor, y el hielo seco no durará. Buenos días, señor Benson. Pero no le digo adiós. El señor Shaw celebrará pronto una de sus antiguas reuniones. Una especie de celebración, a la cual usted y su esposa están cordialmente invitados.

Fui con él hasta la puerta y luego le acompañé, por el pequeño porche y a través del jardín, hasta el "Rolls".

—No tengo ninguna experiencia en estos asuntos — protesté.

—El señor Goodlace organizó una excursión de pesca en alta mar — explicó Higgins —. El señor Drayton estaba embaldosando un patio. A la señora Eileen Wilson le pareció que su jardín necesitaba unos cuantos rosales nuevos, de esa clase que tiene unas raíces muy profundas. En fin, la mente humana puede concebir muchas posibilidades — Higgins estrechó mi mano y sonrió —. Cuídese, señor Benson. Está usted pálido. Le sugiero que se eche y descanse unos momentos. El señor Shaw siempre le consideró uno de sus más fieles...

El "Rolls" se puso en marcha y desapareció.

Nunca he sido uno de esos hombres aficionados a la jardinería. Sin embargo, mi familia estaba fuera y era una tarde soleada, así que, tras dejar la cesta en el garaje, salí afuera provisto de una pala. En el primer sitio en que probé, la tierra era muy dura; pero no tardé en encontrar un trozo más blando junto a un macizo de jacintos.

Al cabo de poco rato advertí a mi lado una presencia extraña.

—¿Qué hace usted? —me preguntó el niño, que me observaba con serios ojos.

Pensé una serie de respuestas posibles, pero acabé por decidirme por la más sencilla:

—Cavo —dije.

—¿Cava, qué? —siguió indagando el hijo del vecino. Era Danny, un curioso, que a tan corta edad ya demostraba una marcada tendencia al fisgoneo.

—Un agujero —contesté, comenzando a sudar aun cuando apenas había profundizado quince centímetros en la tierra.

Las preguntas se sucedieron hasta que Danny se enteró de que yo iba a plantar un macizo de rosas.

—Mi mamá, para plantar los rosales, no hace agujeros tan hondos — dijo el niño, serio y con tono de sospecha. Normalmente, el chiquillo tenía un rostro atractivo y lleno de inteligencia. Aquel día me pareció que sus ojos estaban demasiado juntos y que en su boca había un despectivo rictus.

—Puede que tengas razón — concedí, abandonando el proyecto.

Con treinta y cinco niños sueltos por el vecindario, aquélla no parecía precisamente la mejor forma de proceder. No quedaba mucho tiempo. Mi mujer regresaría a las cinco, y mi hijo Tommy a las seis.

Muchas personas ignoran las virtudes de los vertederos urbanos de nuestros días. Los vertederos tradicionales, con sus chabolas y sus montones de desperdicios, algunos de ellos ardiendo, rodeados por vías de tren y habitados por vagabundos, son ya algo del pasado.

El vertedero cercano a mi casa está dirigido por la compañía de construcción JHK. Se trata de una gran extensión de terrenos hundidos que van siendo rellenados lentamente y que, con el tiempo, se convertirá en el lugar de construcción de una serie de casas de cuarenta mil dólares. Se encuentra rodeado por una alta cerca de alambre, y cuenta con un amable empleado que recibe a los clientes. Más allá de la entrada existen diversos y sinuosos caminos, y cada día se dispone un nuevo lugar para depositar en él los desperdicios. A medida que van llegando los camiones, el bulldozer se pone en movimiento. Resopla, machaca, tritura y convierte los objetos desechados en un informe amasijo que se une con la oscura y rica tierra.

Bajo la pala del bulldozer, los viejos sommiers, los desbroces vegetales que llevan los jardineros en sus camiones, los papeles, botellas, ropas y muebles son mezclados en un coctel definitivo con la tierra. Después de que el bulldozer ha pasado por el terreno, allí no queda nada más que la tierra revuelta en la que, en uno u otro punto, asoman unos papeles o unas verdes ramas. Mañana otro estrato cubrirá el de hoy, y luego otro, y puede que aún otro más. Los arqueólogos del futuro tendrán que tener en cuenta los bulldozers del siglo xx.

Una vez dentro del recinto hay que unirse a una caravana de camiones, entre los cuales se ven unos pocos turismos con remolques que se dirigen al lugar de depósito del día. Luego uno estaciona a pocos metros de donde está trabajando el bulldozer y deja allí sus desechos. Y, a medida que esta actividad incesante se desarrolla, el lugar de depósito va cambiando.

Yo había llenado el coche con todos los trastos acumulados en el garaje, cosa que desde meses atrás, venía diciéndome que debía hacer. Los objetos que llevaba eran cosas que el servicio normal de recogida de basuras ni siquiera tocaría. Entre toda aquella acumulación de objetos inútiles, la cesta de Higgins tenía una apariencia por completo inocente.

Estaba a punto de aparcar en uno de los lugares de depósito cuando me fijé en un coche del cual sólo me separaba un camión. El vehículo me resultó inquietantemente familiar. Hacía un par de años que no veía a Ben Jackson, pero no había duda de que el coche ostentaba una de sus características decoraciones. Y, además, era el mismísimo Ben, uno de los mejores amigos de William Shaw, el que estaba poniendo el automóvil en posición de descarga.

Aparqué fuera de la línea de vehículos y me dirigí hacia él. Ben no pareció muy contento de verme y cuando hube echado un vistazo a su remolque, comprendí el motivo. Aquel sábado, Higgins había hecho un recorrido completo.

—¡A mí se me ocurrió primero! —gritó Jackson.

—Este es un vertedero muy grande —contesté—. Enorme.

Mi amigo era un hombre grueso y medio calvo, de desvaídos y oscuros ojos. Indicó con un ademán a los tres empleados del vertedero que examinaban la montaña de basuras dejada por los camiones.

—Una cesta podría pasar —dijo—. Dos... Eso ya resultaría sospechoso.

—No puedo evitarlo —murmuré—. Hay muy pocos lugares adecuados.

Entonces fue cuando se produjo el accidente. No podría decir si fue debido a que resbalé o a que Ben me empujó. El caso es que di un traspié y recibí un topetazo de un apresurado camión que iba por el camino. De resultas del golpe, caí redondo al suelo.

Durante unos momentos, las cosas parecieron bailar a mi alrededor. Oí unas voces, y del cielo bajó el largo y agradable rostro de William Shaw, que sonriendo me dio las gracias por la clase de ayuda que le prestaba. Traté de protestar, asegurando que mis errores eran involuntarios; pero entonces sentí cómo los fuertes brazos del encargado del vertedero me colocaban tras el volante de mi coche.

—Su amigo le ha ayudado a descargar el material y se ha ido —explicó el hombre, humedeciéndose nerviosamente los labios—. Lo mejor será que usted también se vaya a casa.

Su nerviosismo no resultaba difícil de comprender. Era posible que yo estuviese seriamente herido. Incluso tal vez necesitase la asistencia de una ambulancia. Más tarde, quizá yo demandase al vertedero. En general, el tipo pensó que sería mucho mejor que me fuese. Y eso fue lo que hice. Por mi parte, los peligros a que me exponía eran lo bastante grandes como para hacerme salir pitando de allí.

Una vez estuve en la seguridad de la carretera, miré hacia el asiento trasero para asegurarme de que todos los trastos habían desaparecido. Efectivamente: todo cuanto había ido a dejar en el vertedero ya no estaba allí, y eso me satisfizo. Pero sobre el asiento de atrás había dos cestas, en vez de la única cesta inicial.

Traté de pensar, pero no llegué a ninguna conclusión. Aún me sentía ofuscado y dolorido por el accidente del vertedero, aunque no había sufrido daños importantes. Decidí volver a casa, buscar la dirección de Ben Jackson e irle a hacer una visita acompañado de un buen bate de baseball.

Mi ira duró todo el camino de regreso, hasta que, una vez en mi casa, vi, en el porche, una cesta demasiado familiar. La nota unida a ella estaba escrita por una ágil mano femenina. Decía:

"No sé si me recordará. Me llamo Sarah King, y soy una buena amiga de William Shaw. Llevo mucho tiempo sin verle a usted, señor Benson, pero estoy segura de que querrá ayudarme. Prácticamente, el médico me ha prohibido salir, y, además, vivo en un apartamento. Sé que es usted un caballero y que le encantará poder ayudar a una pobre anciana que apenas pisa la calle. ¿Querría usted hacerse cargo del paquete del señor Shaw? De todos sus amigos, usted es el que vive más cerca y, además, tiene un precioso y gran jardín."

La nota estaba firmada por Sarah King.

Me metí en casa a toda prisa. Sentía verdadero pánico. Era cierto: William Shaw había salvado mi vida y luego me ayudó a emprender una provechosa carrera. Mas para todo hay límites, incluso para la gratitud.

Al entrar en el vestíbulo, el teléfono sonaba con tan monótona insistencia que le hacía a uno creer que había estado emitiendo su timbrazo durante mucho tiempo. El que llamaba era Charles Moriseau, hermano de Grace Shaw. Antes de que hubiera pronunciado tres palabras reconocí su beligerante voz.

—¿Ha visto usted a Grace Shaw? —preguntó.

—No — respondí, tratando de mostrarme natural, pese a que el pánico formaba un nudo en mi garganta. No la había visto. Lo único que había visto era unos paquetes blancos, concienzudamente atados y envueltos, en el interior de tres cestas. Así que, al menos, no decía ninguna mentira.

—Mi ilustre cuñado pretende que Grace ha desaparecido — dijo Moriseau —. Pero yo sospecho que alguno de sus amigos está jugando sucio.

Recordé a Moriseau tal como le había visto la última vez. La voz, excesivamente refinada, las húmedas manos, la cabeza calva, los pálidos ojos de pez que miraban de modo suspicaz a toda la raza humana. Me acordé de lo simpático y agradable que era Shaw. Comencé a enfadarme.

—Su hermana no tiene fama de quedarse mucho en casa — dije.

—Creo que algo raro está ocurriendo —replicó él—. Tal vez me decida a hacer unas visitas, acompañado de la policía. Le iré a ver a usted y a algunos de los amigos de mi cuñado.

—Cuando quiera, amigo, cuando quiera. —Y, tras decir esto, colgué el receptor. Aquello zanjaba el asunto. Moriseau no iba a utilizarme como herramienta para destruir a mi querido William Shaw.

Transcurrió una semana. Estaba preparado para la esperada visita de Moriseau y de algún amenazador policía. Incluso tenía una coartada para aquel sábado por la tarde en particular. Sin embargo, no vino nadie, ni apareció nada en los periódicos. Un día me dirigí a la mansión de Shaw, en Bel Air. Era una de las residencias más grandes de aquella zona. Sólo vi a un uniformado detective de la Pinkerton que vigilaba aquellos terrenos. Traté de llamar a Higgins, pero el teléfono fue contestado por un guarda profesional que me dijo que en la casa no había nadie.

La tensión continuó; pero sin que ocurriese nada desagradable. Sin embargo, mi esposa se quejó de mi irritabilidad. Una noche no pude evitar tirarle un zapato a mi hijo.

Al fin llegó el alivio. Recibí una nota de Higgins que decía:

"El señor Shaw, tras un invierno de prueba, va a partir hacia Europa. En otoño, cuando regrese, recibirá a todos sus viejos amigos."

Aquello, al parecer, zanjaba la cuestión. William Shaw se encontraba bien y ni yo ni ninguno de nosotros tenía¬mos motivo alguno para preocuparnos.

—¿Por qué cambias de camino siempre que ves un coche de la policía? —me preguntó mi mujer—. ¿Es que has vuelto a mentir en tu declaración de impuestos?

Yo también me pregunté por qué hacía aquello. ¡Al diablo con lo de esperar hasta el otoño! Quería estar bien seguro de que ningún policía iba a ir a visitarme.

Compré una botella de champaña y, casi a la fuerza, conseguí entrar en la mansión de Shaw. Al verme frente al imperturbable Higgins le conté lo de la llamada de Moriseau.

Higgins volvió a mostrar su tranquila sonrisa.

—No tenemos nada que temer, señor Benson. En realidad, la excursión a Europa fue deliberadamente planeada para poner fin a la estancia de Moriseau aquí, ahora que su hermana ha... huido con cualquier otro hombre de mala reputación. En esta casa sólo vivíamos nosotros cuatro: el señor y la señora Shaw, el señor Moriseau y yo mismo. La señora Shaw ha desaparecido. Ahora podremos cerrar la casa y él tendrá que irse. Pero, en el otoño, todos nosotros volveremos a disfrutar de los viejos tiempos.

Indiqué el equipaje que se alineaba en el vestíbulo: dos grandes baúles y varias maletas de mujer.

—Quizá sea mejor que le dé esta botella de champaña a William y me vaya —dije.

Higgins meneó la cabeza.

—Eso no sería acertado, señor Benson. Hemos convencido a Moriseau de que su hermana se ha escapado. No parecería lógico que, tan pronto, comenzara a ver rostros conocidos, sobre todo, si esos rostros pertenecen al viejo grupo de amigos.

—Comprendo que tiene usted razón —reconocí, dejando la botella sobre el equipaje—. Déle recuerdos a William de mi parte.

Permanecía en el muelle de Los Angeles observando la partida del barco para Haway. Había resultado sencillísimo descubrir en el libro registro los nombres del "señor y la señora Higgins". Les había visto a ambos unos momentos en la estación de tren, aunque tomando grandes precauciones para asegurarme de que ellos no advertirían mi presencia.

Charles Moriseau también estaba allí, sonriendo y saludando con la mano a su hermana y a su nuevo cuñado. Con William muerto y enterrado por sus veinte mejores amigos, aquella pareja había conseguido su propósito. Grace podía mantener muy bien tanto a Higgins como a Charles, ya que ninguno de ellos gastaba con la generosidad de que el pobre William había hecho alarde durante su vida. El collar de la mujer brillaba alrededor de su hermoso cuello, los dientes de Higgins relucían bajo el sol, mientras su propietario abrazaba a Grace y mostraba una feliz sonrisa, indigna de un mayordomo.

Me fui y mandé unos telegramas a la policía del puerto, explicándoles anónimamente lo que encontrarían en las tres cestas que había en el interior del camarote de Higgins. Eran tres cestas que yo había mantenido en la cámara frigorífica de un carnicero amigo mío mientras trataba de esforzar mi pobre y poco imaginativo cerebro para que encontrase una forma de salir de aquel aprieto.

Higgins había planeado muy bien el asesinato, y se deshizo del cuerpo con toda limpieza. Fue, hasta el final, un perfecto mayordomo. Sólo cometió un desliz. Un desliz que no pudo evitar. En aquella mansión sólo había tres hombres y una mujer. Se suponía que la mujer estaba muerta. Sin embargo, en el equipaje que preparó para la excursión a Europa (y, ¿no resultaba evidente que, en realidad, debían de haber reservado pasajes para irse en la dirección opuesta?), Higgins había utilizado un juego de maletas femeninas.

Ningún mayordomo tan capaz como Higgins hubiera mandado a Europa a dos hombres (él mismo y su patrón) con un equipaje de mujer.

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