La muchacha de oro - Ellis Peters

-Shakespeare... - dijo el sobrecargo, pensativo, mientras tomaba su segunda cerveza después de salir del teatro -. Desde luego, este año sólo se representa a Shakespeare. Sin embargo, él también plagió lo suyo. Eso de "mis ducados y mi hija"... Hubo otro tipo que escribió eso mucho mejor. Una vez la obra se llamaba El judío de Malta, y el autor era un tal Marlowe. "¡Oh, fortuna, oh, muchacha! ¡Oh, belleza! ¡Oh, mi dicha!" Esta noche, viendo El Mercader, me he acordado. Y de un caso real que conocí... sólo que ella no era su hija, ni mucho menos.
"Entonces era yo un jovenzuelo inexperto, y servía a las órdenes del viejo McLean, en el Áurea. De esto hará... bueno, unos diez años o así. Algunas veces sueño con ello, aunque ahora no me ocurre con tanta frecuencia. Ibamos a zarpar a Liverpool con destino a Bombay. Era mi tercera travesía. Aquella pareja llegó durante el bullicio anterior a la salida, y, no obstante, nadie dejó de fijarse en ellos a causa de la chica. ¡Era tan increíblemente bonita, con su cabello rubio como el oro y sus ojos azul claro! Además, ¡estaba tan enternecedoramente embarazada...! Ya saben, esos blusones sueltos, y luego los finísimos brazos colgando a ambos lados del abultado cuerpo. Y el cuidadoso y levemente desmañado andar, equilibrando el peso. Subió lentamente las escalerillas, aferrándose a la baranda. Uno podía notar que todos los hombres que había alrededor se contenían para no correr a ayudarla.
"La pareja se dirigía a Bombay, donde, probablemente, el marido iba a hacerse cargo de algún delicado empleo. El hombre tendría unos cuarenta años, contra los veintidós o así de ella. Sin embargo, en él también había algo. Al cabo de una hora de zarpar, todas las mujeres tenían los ojos fijos en él. Era un tipo alto y atractivo, moreno, silencioso y con aspecto experimentado. Mostraba hacia su mujer una actitud tan solícita que el resto de las esposas de a bordo se pusieron verdes de envidia. Inmediatamente supusieron que se trataba de un vividor reformado. Un donjuán que había encontrado su chica. ¡Que intentasen apartarle de ella! Antes de que terminase el viaje hubo muchas que trataron de hacerlo. Pero no. Por lo que a él respectaba, en el barco no había otra mujer que su esposa. Durante los diecisiete días de la travesía no se apartó de su lado, y siempre con aquella ansiosa expresión en la cara.
"A los dos días de navegación realizamos un simulacro de naufragio. Siempre lo hacíamos, aunque nunca esperábamos que colaborasen más de la mitad de los pasajeros, sobre todo en aquella época del año y con el mar tan calmado como suele mostrarse a veces. Yo era el oficial a cargo del bote salvavidas que correspondía a la pareja, y cuando sonó la primera sirena me cuidé de pasar cerca de su camarote. El hombre no estaba, había ido a la biblioteca, a buscar unos libros para su esposa. Tuve el placer de ayudarla a colocarse el chaleco salvavidas. Como la mayor parte de las mujeres, no tenía ni idea de cómo ponérselo, con instrucciones o sin ellas.
"Bajo la amplia túnica, el cuerpo de la muchacha parecía menos abultado. Sólo un poco más grueso de lo que debía de ser en circunstancias normales. Al menos, eso me pareció. Por la forma que la joven tuvo de darme las gracias hubiera estado yo dispuesto a saltar por la borda, si eso fuese a complacerla. Sí, se encontraba bien. Sí, subiría al puente y colaboraría, como los demás. Y lo hizo. Era como una niña entregada a un juego, la más alegre de todos los falsos náufragos. Su marido llegó pronto al rescate, ansioso de aislarla de nosotros y de cuidar de ella él mismo. No hubo un solo hombre que no envidiara sus derechos.
"Y así durante toda la travesía. En nuestras proyecciones cinematográficas, los dos se sentaban en un tranquilo rincón, con las manos juntas. Las mujeres suponían que no llevaban mucho tiempo casados. Sin duda él aún no se había repuesto del feliz shock de conseguirla, y casi no podía creer en su suerte.
"Casi la mitad de los pasajeros descendieron en Karachi. Como de costumbre, seguimos hacia Bombay rodeados de un ambiente más tranquilo y apagado. Y aquella noche, alrededor de las doce, estalló el fuego.
"Se estaba celebrando un baile. Para suavizar el efecto de las separaciones, siempre programamos algo divertido. Debido a la fiesta no conseguimos averiguar cómo empezó la cosa. Lo único que sé es que, de pronto, comenzaron a sonar alarmas bajo los puentes e, inexplicablemente, ninguna arriba, en los salones y bares. La música prosiguió, y en la cubierta de botes la gente continuaba en la piscina mucho después de que, abajo, casi reinase el pánico. Las comunicaciones se hicieron imposibles, ya que el sistema de altavoces se desbarató. Antes de que hubiera transcurrido el tiempo necesario para decir «amén», todo estaba lleno de humo. Diez minutos más tarde aquello era ya un caos. Nadie podía transmitir órdenes más allá del alcance de su voz. Y una vez a la gente le hubo entrado el miedo, ese alcance no abarcaba mucho.
"En realidad, no se trató de pánico. Los pasajeros formaban un conjunto bastante consciente, y se hubieran portado de maravilla si hubiese habido alguna forma de indicarles lo que debían hacer. Pero no la había, porque no disponíamos de suficientes oficiales para andar de grupo en grupo. Algunas veces la confusión y el desconcierto pueden producir los mismos resultados que el pánico. Los pasajeros más capaces y conscientes, que siempre están dispuestos a ayudar, por falta de instrucciones, hacen las peores cosas. Y los otros no lograban más que estorbarlos a ellos y a nosotros. ¿Qué medidas podían tomarse? Gracias a Dios, el mar estaba en completa calma y dos o tres barcos habían recibido nuestras llamadas de auxilio y acudían al rescate.
"Las cosas tenían que suceder como ocurrieron. El fuego se extendió a velocidad prodigiosa y el barco empezó a escorar. Empujamos a todo el mundo a cubierta, les hicimos poner los chalecos salvavidas y comenzamos a arriar los botes. Nunca olvidaré el escándalo que reinaba. Nadie se puso histérico, pero todos gritaban.
"Comencé a recorrer, entre el humo, el puente B., abriendo las puertas de los camarotes para recoger a los rezagados. Con una mano agarraba a una mujer y, a mi espalda, un camarero de Goa arrastraba a dos más. Abrí la puerta de la cabina cincuenta y seis. Allí estaba la muchacha de oro, aferrada a su marido. Sus grandes ojos parecían enormes lagos grises en los que se reflejaba un asombrado terror. Los dos estaban lidiando desmañadamente con el chaleco salvavidas de ella. El del hombre se encontraba en la litera baja. Le grité, furiosamente, que se diera prisa en ponerle a su mujer el chaleco. Luego, tan pronto como concluyó, aferré a la muchacha con mi mano libre. La chica, dando traspiés, me siguió por las escalerillas. Su paso era tan lento y dificultoso como el de una anciana. Incluso tuve tiempo de sangrar un poco interiormente ante la sola idea de que estaba maltratándola. Pero, ¡caramba!, teníamos prisa. Bajo nuestros pies, el Áurea se inclinaba cada vez más, hundiéndose en el tranquilo océano. El barco no iba a durar mucho.
"Bueno, pese al pandemonio que reinaba en cubierta, conseguí llevar a la pareja hasta su lancha. Para entonces, cerca de nuestro buque había ya un petrolero que lanzaba sus botes para acudir al rescate. Sobre las oscuras aguas brillaban las luces de los faros de búsqueda. En aquel momento el puente comenzó a ladearse, tomando una posición casi vertical que nos lanzó hacia la barandilla. Las mujeres gritaron, colgándose de lo primero que les vino a mano. Pensé que todo había acabado; pero el Áurea volvió a enderezarse en parte. Sin embargo, el bote se escurrió, deslizándose hacia popa, donde quedó trabado. Comprendí que ya no podríamos utilizarlo. Algunos de los otros estaban ya en el agua, a cierta distancia, seguros y esperando la oportunidad de ayudarnos en lo que pudieran cuando zozobrásemos. En la oscuridad, más barcos se acercaban al petrolero, dispuestos también a colaborar. Uno se había aproximado más que los restantes, y desde él nos llamaban. Les respondí a gritos, y el vapor se acercó aún más. Aferré por el brazo a la muchacha de oro. Tenía en mi mano dos vidas... ya saben lo que es eso.
"El marido de la chica, hecho una furia, lanzó un alarido y agarró con todas sus fuerzas a su mujer, gritando algo que, a causa del barullo general, no comprendí. No había tiempo de convencer a nadie de nada, así que, para apartarle, le puse la mano contra la barbilla y le di un fuerte empujón. A la fuerza, soltó a su esposa. Luego tomé en brazos a la chica, la alcé sobre la baranda y, con mucho cuidado y delicadeza, la dejé caer en el sitio donde estaría más segura: el mar, a pocos metros de los botes que habían sido arriados del barco que se encontraba más próximo. El oficial a quien yo había saludado se inclinaba ya para recoger a la muchacha.
"Entonces ocurrieron dos cosas con las que aún sueño a veces, cuando me encuentro indispuesto. Su esposo lanzó un grito digno de un alma en pena, un sonido que nunca olvidaré, y, aullando, fue hasta la baranda y saltó sobre ella. Y la muchacha, la chica de oro... ¡Dios mío...! Al caer al agua se hundió como una piedra.
"Su rostro estuvo un segundo vuelto hacia arriba, demudado, mirándome con aquellos ojos perdidos y aterrados hasta que las aguas se cerraron sobre él. La muchacha se hundió y no volvió a reaparecer.
"Me costó un minuto entero darme cuenta de lo que había ocurrido. Pueden imaginárselo. Luego me tiré al agua y me sumergí en busca de la mujer, bajando, bajando cada vez más; una y otra vez, hasta que, a la fuerza, me izaron a un bote. No pude encontrada. No obstante hubo un momento en que me pareció veda, hundiéndose mucho más abajo de donde me hallaba. Creo recordada con los cabellos erizados, de ojos llenos de horror... Su boca daba la impresión de emitir un silencioso alarido. ¿Cuál era su nombre? Sería agradable pensar que sólo imaginé todo aquello. Y, mejor aún, olvidado. El caso es que no logro hacer ninguna de las dos cosas.
"Para aquellos instantes, del marido tampoco quedaba nada, excepto el chaleco salvavidas, que flotaba mansamente en el lugar donde se lo había arrancado para bucear en busca de la joven. Si el vórtice que produjo el Áurea al hundirse no hubiera revuelto el fondo y hecho subir a la superficie cuanto había hundido, nunca hubiéramos encontrado a ninguno de los dos. El petrolero aún tenía unos cuantos botes en el agua. Uno de ellos recogió el cuerpo de la chica, aprovechando su momentánea. salida a la superficie. Al hombre nunca lo hallamos.
"Fue el encontrarla a ella y lo que llevaba sobre el cuerpo, lo que hizo intervenir en el asunto a la Interpol.
"La muchacha no estaba casada con el hombre, desde luego. Era una modelo profesional y actriz de pequeños papeles que el tipo había recogido en algún club nocturno. Tampoco estaba embarazada. Lo único que, a mi en¬tender, no era falso, era la solícita actitud del hombre hacia su compañera. Nunca la había empleado antes. Todos los cargamentos anteriores los había pasado por aire, mediante otros portadores. El último debía haber sido un trabajo fácil, un crucero de placer con una her¬mosa recompensa al final. Se trataba de un negocio muy provechoso. Creo que no pensaban repetirlo.
"Una vez acabado el primer simulacro de naufragio, el material que ella había subido a bordo metido en una bolsa oculta por su ancho traje de embarazada, pasó a quedar escondido en el chaleco salvavidas de la muchacha. ¿Un lugar absurdo? Bien, les diré una cosa: nadie cree nunca que va a necesitar imperiosamente ese maldito chaleco. Nadie. Así que, a fin de cuentas, no era un lugar tan estúpido. De esa forma, la chica podía disfrutar de comodidad hasta volver a recoger su carga, al llegar a Bombay. Una vez allí la transportaría tiernamente a tierra por entre los empleados de la aduana. La pareja dejó para la última noche el trabajo de trasladar el "paquete" a su escondite original, y el incendio les pescó desprevenidos.
"Desde luego, el hombre podía haberse quedado con el chaleco pesado y dar el suyo a la muchacha. Quizá lo hubiera hecho, de no haber intervenido yo. O puede que no. Después de todo, la chica no era más que una profesional que realizaba un trabajo para él. Una vez en el bote, se hubiera encontrado segura. Y, siguiera lo que siguiese, era ella, con su pasmosa belleza y su desarmante estado, la que hubiera recibido el mejor trato y la que hubiese tenido más posibilidades de volver a esconder la carga y de meterla en la India sin apenas arriesgarse.
"Aún me pregunto cuál fue la verdadera causa que hizo que aquel hombre se arrojara al agua, si la muchacha, o los quince kilos de oro que había en el interior del chaleco salvavidas.

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