Camino - Luis Vigil

—¡A la derecha, David, a la derecha!

—¡Cuidado ahora, Ana! ¡Afírmate bien, no vayas a salir despedida!

Delante de su vehículo, una densa humareda negra marcaba el lugar donde otro que les precedía no había podido mantenerse en la ruta y se había estrellado contra la pared. Una mano crispada, sanguinolenta, se erguía entre el montón de chatarra.
Otro vehículo, zigzagueando, les sobrepasó a una velocidad increíble. Vieron el rostro de su conductor, una máscara del más abyecto terror, mientras trataba de hacerse con la dirección sin conseguirlo. Se perdió de vista en la siguiente curva y, poco después, un tremendo estallido les indicó que no había podido franquearla.
Dando una salvaje vuelta al volante, David logró evitar los nuevos escombros que se escondían traicioneramente a la salida de la curva de velocidad reducida y que aún lanzaban tremendas llamaradas. Las ruedas patinaron en el aceite derramado en la ruta y el humo apenas si le permitía ver lo que había delante. Por un momento David se creyó perdido.
Un chirrido le hizo ver que su salvación había sido cosa de milímetros, o menos, tal vez, pues el costado del coche había rozado contra la pared que bordeaba la curva.

—¡Ánimo, Ana! —gritó David para hacerse oír por encima del rugido del motor—, ¡esto ya se acaba!

Un tremendo abismo se abrió súbitamente ante ellos. Ana gritó histéricamente mientras se agarraba con fuerza a la barra de retención. La aceleración les aplastó contra los asientos, y sus estómagos volaron hacia las nubes mientras el vehículo caía por la bajada final.
Al término del descenso, Ana y David bajaron tambaleantes, ayudados por un empleado.

—¡Dios mío! —dijo ella—. ¡Jamás había pasado tanto miedo!

—Sí —admitió él—. ¡Esto sí que son montañas rusas, y no las del siglo veinte!

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