Isla cuarenta y siete - R. A. Lafferty

 1

—Quincy, tendremos que hacer algo con eso de las serpientes en la habitación de las chicas —dijo Europa Phelan—. La presión para deshacerse de ellas es intolerable, y Tierra Noche está cada vez más cercana.

—Oh, toca un tambor diferente durante un rato —sugirió Quincy Pehlham—. No pasa nada malo con las serpientes. Han sido nuestras amigas personales durante mucho tiempo. Si no le gustan a Hugo Katz, peor para él. A mí me gustan, y a las chicas también. Tienen estilo, encanto, belleza, colores en el alma, dignidad y gracia. Hugo Katz no tiene ninguna de esas cosas. Yo digo que dejemos en paz a las serpientes y que echemos a Hugo Katz.

Las serpientes poseen estilo y encanto y belleza. Se enroscan y desenroscan con cambios caleidoscópicos. Se sirven a sí mismas, aparentemente, a partir de un grupo de copas a otro diferente. Caen como la espuma revuelta y coloreada de las cataratas, y se alzan con el lento movimiento de las fuentes. Se dan la vuelta de dentro hacia afuera y luego al revés, tragándose y regurgitándose a sí mismas. Son cascadas de joyas derrumbándose para luego trepar otra vez. Son deslumbradoras, composiciones de color y perspectiva, son cuarteamientos prismáticos y recombinación de colores estriados, son vividos sueños hipnóticos que giran con increíbles efectos diferenciales, son gracia en movimiento, son ultrajantes bromistas de colores en rápida yuxtaposición.

Son personas con diamantinos ojos de personas resplandeciendo en sus siempre nuevos reconocimientos. Son aromas, evocativos y prescientes, alegóricos e imposiblemente extranjeros. Emiten cualquier olor imaginable, y vuelcan en ello toda su imaginación. Emiten olores de mando o sugestión. Son sociables, aunque un poco molestas.

No tienen voz. Pero pueden tocar zanfoñas y cuernos si se colocan los instrumentos con pequeños puntales apropiados para ellas. No son tan musicales como podría esperarse de tan coloreadas criaturas, pero tocan con mucho espíritu y entusiasmo. Son tan buenas como las Focas de Stoker en sus interpretaciones, aunque no pueden recordar tantas melodías como las focas. En canciones originales, no hacen movimientos que tengan más de seis notas, ni nada más complicado.

Sus mentes no son respetables. La mentalidad no es su fuerte. Son deshilachadas. Realmente, no se las puede comparar a ninguna otra cosa, incluso la gente más mayor tiene pocos recuerdos de serpientes distintas a éstas, aunque siempre tienen el sentimiento de que estas serpientes son de alguna clase especial.

Nadie sabe cuántas serpientes hay. Cinco es el número más elevado que se hayan visto juntas, pero por lo menos debe haber una docena con diferentes apariencias. Es posible que las serpientes cambien individualmente sus apariencias cuando lo deseen.

Hay quien dice como broma que tampoco se sabe cuántas chicas tiene Phelan aquí. Seis es el número más elevado que se hayan visto juntas, pero un par de ellas pueden tener un montón de apariencias. Y en especial Antonieta. De las chicas, sólo tres —Antonieta, María y Teresa— viven tranquilamente en la Sala de Chicas de Phelan. Irene se casó con Konrad Katz. Margaret con Joseph Constantino. Patricia sólo tiene un año y vive en la habitación de sus padres, Quincy y Europa Phelan.

El único en Robinsonada que odia a las serpientes es Hugo Katz, el Comandante de la Nave y la Colonia, y las odia por razones ideológicas. Pero el fundamento que utiliza para odiar a las serpientes parece bastante irracional.

—No podemos llevar serpientes o semillas de serpientes al salir de la Tierra —decía como si se tratase de un complejo argumento—, y por lo tanto no habrá ningún tipo de serpientes en Robinsonada. Las serpientes no podrán hacer nada en el espacio. No pueden volar en el aire. Y aquí no hay fauna nativa. No podrán ser auténticas serpientes.

—¿Por qué te preocupas tanto por esto, Hugo? —Quincy Phelan lo preguntaba cada vez que el tema salía a colación—. Si son imaginarias, sólo habrá objeciones imaginarias. Y las cosas irreales no pueden causar daño.

—Las cosas irreales pueden causar un daño casi total —mantenía Hugo—. Deben ser destruidas. Hay cosas que se hacen del todo mal. Hay enfermedades histéricas. Hay supersticiones viles. La imaginación sólo es lícita cuando sus imágenes son esquemáticamente razonables. Además, estas son serpientes imposibles de especies inexistentes. Son biológicamente imposibles. Sencillamente, las serpientes no tienen tantas articulaciones como éstas. Ni se mueven como éstas.

—No son dañinas, Hugo—volvió a decir Quincy Phelan—. No es posible que nos hagan ningún daño.

—Las serpientes son la superstición suprema y las progenitoras de la superstición —gritaba Hugo muy a menudo—. No podemos admitirlas ni aquí ni en ninguna otra parte. El objetivo total de los asentamientos en los cuarenta y siete planetas de Selkirk es filtrar las supersticiones remanentes de los especímenes humanos. Nuestro estatuto dice que debemos arrancarlos de raíz aunque nos lleve veinte años. Llevamos ya veinte años en Robinsonada y los símbolos de la superstición aún permanecen. Otros planetas ya han enviado cuatro o cinco, o incluso diez grupos hacia nuevas colonizaciones desde que nosotros estamos aquí. Deberíamos declararlo un planeta solitario, y sólo a las personas honradas de entre nosotros se les debería permitir marcharse a otro. El resto, os quedaréis aquí abandonados para siempre con vuestras putrefactas semillas.

—Si eso sirve de algo, de acuerdo —dijo Quincy Phelan—. Pero, ¿no será que la superstición está en tu propia mente y en tu boca?

—Las serpientes están aquí, en tu propia casa, Phelan. Y también creemos que una persona de tu propia familia es la fuente de la infección. Las serpientes son un misterio y un mal, y tienen un origen alienígena. Pueden llegar a un acuerdo sólo con personas que estén abiertas a la superstición. Las serpientes de la Tierra no se originaron allí. Son un enigma alienígena. Fue un ángel el que adquirió la apariencia de una serpiente en una antigua prueba de fuerza: el que abrió la puerta a la entrada de las serpientes. ¿A qué abriríamos la puerta aquí, a qué vil superstición?

—No lo sé, Hugo.

—Cualquier creencia en cosas sin mundos, en «Cosas del Más Allá», es mala superstición, Quincy. ¿Deseas extirparlo?

—Nosotros somos gente sin mundo, estamos en un Lugar del Más Allá, Hugo —dijo Quincy—, porque no hemos nacido en el mundo que habitamos.

—No hagas malabarismos de metáforas conmigo, Quincy. Eres un pobre cazador con un pobre olfato para estas cosas. O tal vez eres incapaz de darte cuenta de las cosas. Tú y toda tu tribu podéis marcharos.

 —No sabemos de qué estaba hablando —dijo maliciosamente Mary Phelan refiriéndose a la diatriba de Hugo Katz—. No sabemos qué podrá ver, pero nadie más ha visto nada de lo que él dice.

—Ni siquiera sabemos lo que son las serpientes —dejó caer Teresa Phelan con su boquita de nueve años—. De todos modos, quizá no sean tan malas. Quizá no fuese una serpiente lo que hubo al principio. Tal vez fue alguien con un traje de serpiente.

—No había formas de vida, excepto ovejas, conejos, abejas y gusanos de tierra —interpretó Antonieta Phelan—. Seguro que no sabían nada sobre esos animales llamados serpientes.

—Me parece que todo es un invento de tu imaginación, Hugo —dijo Quincy Phelan con complaciente falsedad.

Y entonces una de las serpientes empezó a crecer cuatro veces más que su tamaño habitual. Sujetó la mano de Hugo Katz con unos dientes asesinos que no eran como los de las serpientes. Barnabas Phelan, el hijo mediano de la familia, reprendió a la serpiente gravemente por lo que había hecho. Hugo había estado muy cerca de perder la mano en el ataque.

Estaba prácticamente demostrado que las serpientes no tenían dientes. O casi no tenían. Pero ¿quién iba a imaginárselo? No Hugo Katz, que padecía un ataque histérico en aquel mismo momento imaginando que había sido mordido por una serpiente, imaginándolo todo más grave de lo que en realidad era, con el brazo y la mano hinchados y amoratados con algo que apenas había sido una rozadura. Era imposible. Debía de haber recibido el castigo de algún otro modo.

—Sólo muerden a la gente que no les gusta —dijo Teresa Phelan demasiado racionalmente.

Conforme; suponiendo que las serpientes sean una especie inexistente y biológicamente imposible, entonces, ¿qué son? ¿Cómo creen saber biología de serpientes unas chicas de dieciséis, trece y nueve años, cuando han vivido toda su vida en un mundo sin serpientes? ¿Cómo van a saber algo sobre biología de serpientes?

Pero las serpientes son una de las especies existentes. Son de la especie Culebra Caleidoscopia de la Tierra, aunque allí sea muy rara. ¿Y cómo llegaron realmente a Robinsonada? Hay quien dice, por perversas razones, que fue pasando de contrabando los pequeñísimos huevos de esas especies, ya que era imposible pasar de contrabando las serpientes vivas.

Pero el Comandante Hugo Katz seguía con su actitud irracional sobre las serpientes, y alborotándolo todo con el tema, jurando que las habría echado antes de la llegada de Tierra Noche. Exigió que se fueran las serpientes y todas las demás supersticiones falsas.

—Conforme, ¿pero cómo llegaron las serpientes a Robinsonada?

—El enemigo lo hizo—dijo Hugo Katz.

 2

La fauna superior de Robinsonada estaba dividida en cuatro familias: los Katz, los Constantino, los Huckleby y los Phelan.

Los Katz eran robustos y de cabello pajizo, e insistían en que debían ser los cabecillas de cualquier proyecto. Bajo su patriarcado, Hugo Katz, el Comandante de la Nave y la Colonia, se había encargado de que siempre fuesen así. Todos los Katz eran de miras estrechas, o de mentes adecuadamente enfocadas y calibradas, como se suele decir. Estaban libres de toda superstición. La madre de la tribu era Monika Katz. Los hijos eran Konrad (quien estaba en cierto modo comprometido al estar casado con Irene Phelan), Frederik y Max. Las hijas se llamaban Rita, Olivia y Veronika. Los nietos eran William y Lily. Formaban una familia de triunfadores, con muchas menciones y premios que lo avalaban.

Los Constantino, bronceados y de cabello rizado, estaban impregnados del fuego del espacio; pero constituían un foco muy grande, y su fuego no era realmente caliente. Bruno Constantino, el padre de la manada, era la persona más alta de todos los habitantes de la Isla-Planeta de Robinsonada. Su esposa, Davida (Vida) Constantino, era la siguiente más alta. Las hijas de la familia (sí, con los Constantino las hijas eran las más importantes y abrumadoras) eran Regina, Cecilia, Angela y Barbara. Los hijos, Joseph, Anthony, Edward y Cristofer. Los nietos, Gabriel y Catherine.

Los Constantino eran los mejores criadores de plantas y ganado de Robinsonada. Se dice de algunos campeones que tienen uno de los pulgares verde y el otro rojo. Eran los mejores constructores y mantenedores, los mejores biólogos y los mejores técnicos electrónicos, los mejores químicos para-animados. También eran (aunque pisaban ligeramente aquella zona) los mejores en todas las artes, incluida la música. Pero las artes y la música eran muy difíciles de mantener puras. Son los campos en que más fácilmente puede entrar la superstición.

Los Huckleby creían ser la gente más importante de Robinsonada, y en muchos aspectos era así. Naturalmente, las otras tres familias (incluidos los Katz) lo creían, y aquella era una distinción considerable. Eran buenos en todo. Eran complacientes y modestos en su persona. King Huckleby era el padre del clan. Audrey Huckleby era la madre. Los altos hijos eran Esmond, Graves, Steven, Paul y Bernard. Las rollizas hijas, Elviry, Joyce y Emily. Los nietos eran Jane y Charles.

Los Phelan eran gente pelirroja y rubicunda. (Suave tierra, desmenuzadas praderas, pozos negros: había que cuidarse de ellos.) Los Phelan habían realizado casi todos los descubrimientos que se habían hecho en Robinsonada —en todos los casos, por accidente—, y los miembros de las demás familias no sabían muy bien cómo lo hacían. El padre de la familia era Quincy, y la madre Europa, ambos de mentes peligrosamente brillantes y a veces impronosticables. Las hijas eran Irene, Margarita, Antonieta (todo era muy engañoso sobre Antonieta), María y Teresa. Los hijos eran James, Barnabas (todo era muy, pero que muy engañoso sobre Barnabas), Blaise y Damián. Los nietos, Vincent y Patricia.

Aquellas eran las cuarenta y siete personas de la fauna superior de las especies humanas de Robinsonada. Ocho de ellos habían llegado unos veinte años-tierra antes y habían aterrizado en un satélite artificial desde una nave nodriza que luego se había vuelto a marchar. Las otras treinta y nueve personas habían nacido en Robinsonada.

Habían hecho una colonia agudamente ajustada. Las únicas cosas animales que habían llevado con ellos eran bovinos (una vaca preñada con gemelos, un macho y una hembra, de los que se había comprobado que la última no era estéril), lanar (una oveja igualmente cargada con una pareja de corderos), dos colmenas de abejas en sueño profundo, tres kilos de gusanos de tierra igualmente dormidos de mala manera, una nidada de huevos de pato, unas cuantas cápsulas llenas de huevas de pescado, tres conejas preñadas, una cierta cantidad de viveros de algas, semillas de trébol dulce (resbalábamos sobre cosas plantas), cacahuetes, césped, grama, trigo, dorado grano para aves, manzanas, viñas, olivos, melocotones. Productos y reproductores químicos. Comida y agua para un cuarto de año (posiblemente porque una llanura de agua era la más dificultosa de todas cuantas comodidades querían proveerse). Herramientas, naturalmente (el satélite tenía un almacén de herramientas y una tienda de maquinaria). Cintas y material impreso. De todo había.

Y cada útil representaba un ligero incremento. Había cosas aparentemente no autorizadas, aunque casi todas ellas eran intangibles. Ninguna cosa mental debía figurar en el espíritu de los ocho fundadores. Y aquellas mentes fueron totalmente monitorizadas. Fueron gene-amaestradas.

La Persona Primera en la jerarquía de Robinsonada era Hugo Katz, el Comandante de la Nave y la Colonia. Y la Persona Cuarenta y Siete era posiblemente Antonieta Phelan. Pero más verosímilmente fuese Barnabas Phelan. Barnabas era probablemente la isla cuarenta y siete.

¿Por qué? Antonieta tenía dieciséis años. Barnabas quince. Ambos habían nacido en Robinsonada con apenas un año de diferencia. No importaba, los puntos de comparación eran independientes de la edad.

¿Quién gobernaba realmente la isla-asteroide-planeta de Robinsonada?

Hugo Katz creía que él.

El eje Antonieta-Barnabas Phelan creía que ellos. (Hugo Katz nunca supo los nombres individuales verdaderos de los hijos de los Phelan.) Pero Antonieta y Barnabas formaban un equipo muy joven para establecerse, y vibraban como las cuerdas de un arpa. La música de arpa estaba entre las cosas susceptibles de superstición.

Antonieta y Barnabas creían que eran ellos quienes gobernaban el mundo, o que debían hacerlo muy pronto. Creían que eran ellos quienes debían apretar el botón para que el mundo despegase, y al mismo tiempo remodelarlo lo más ajustadamente posible a sus propios deseos.

3

Tierra Noche llegó. Era de noche cuando las cuarenta y siete islas-asteroides-planetas pudieron ver el aterrizaje en una de ellas, Robinsonada. En Tierra Noche —que hacía su turno desde el mediodía de un día hasta el mediodía del siguiente— podían verse doce planetas al atardecer y como estrellas vespertinas, trece como estrellas del alba, y veintiuno de ellos por encima y alrededor y delante y detrás, tanto a la luz del día como en la noche. En Tierra Noche ninguno de los planetas estaba directamente detrás de su sol, Selkirk, ni tan cerca de Selkirk como para no verlo sin la luz filtrada. Y, naturalmente, el planeta cuarenta y siete, Robinsonada, siempre podía ser visto por ellos, pues estaban en él.

Tierra Noche marcaba el intervalo de un año terrestre, que representaba trescientas sesenta y una noches de Robinsonada. El año de Robinsonada era más largo, trescientos ochenta días de Robinsonada. El tiempo era una coincidencia recordatoria de la estancia en la Tierra, aun teniendo en cuenta que casi ninguno de ellos la hubiera visto. Era un tiempo especial. El aterrizaje en Robinsonada había sido efectuado durante el primer mediodía en Tierra Noche.

Eran cuarenta y siete planetas de tipo terrestre en un estrecho cinturón alrededor del sol de Selkirk. El más grande de ellos tenía una masa unas tres veces más grande que el más pequeño. Sus diámetros variaban de 8.300 a 12.000 kilómetros. Eran conocidos como los «Asteroides Islas de Selkirk».

El aterrizaje en Robinsonada coincidió con el aterrizaje en otros cuarenta asteroides islas, con satélites artificiales fletados desde una gran nave nodriza que luego se marchaba.

La nave nodriza volvió algunas veces al Sistema Selkirk después de aquello, como mucho ocho o diez veces. Pero nunca volvió a la Isla Robinsonada. Los habitantes de Robinsonada eran considerados algunas veces como corruptos e insuficientemente purgados. No recibían suficiente apoyo ni un objetivo definido como para seguir adelante y acrecentar sus colonizaciones. Así que la fiesta seguía en el mismo sitio, apresurándose de un modo muy lento, bajo las órdenes de su Comandante, Hugo Katz. Materialmente, habían alcanzado un aceptable y limitado nivel estático de subsistencia.

Aquella Tierra Noche marcaba la primera vez que Tierra Noche volvía al mismo punto en el Calendario de Robinsonada que cuando el original aterrizaje en Tierra Noche. Hugo Katz propuso que un período de veinte Tierras Noches fuese bautizado como período de Hugo Katz, y la propuesta fue aceptada sin ninguna oposición abierta.

De acuerdo, era Tierra Noche; y, lo que era aún más importante, era la Noche Hugo Katz. Los parabólicos «limpia-nubes» se habían reunido sobre Robinsonada. Eran supersticiones prohibidas las que les ataban a aquellos limpia-nubes con forma de disco lenticular. Durante las horas de Tierra Noche siempre había un tiempo de superstición al acecho y erradicación, y del que podría surgir una colisión.

Los parabólicos limpia-nubes no eran nubes oscurecidas; de otro modo, no habrían podido verse nunca los cuarenta y siete planetas. Las nubes eran como cristal limpio a cuyo través pudiera verse con perfecta nitidez, y también, quizá, con ampliación de la imagen. Pero se producía una especie de visión doble. Si bien todo se ve perfectamente a través de las nubes, también actúan (a otro nivel de visión) como si fueran espejos. Las series de nubes constituyen una especie de túnel formado por espejos. De algún modo, gracias a las curiosas y parabólicas nubes, se puede ver toda la superficie del planeta Robinsonada, o así se cree. Se cree que una nube se ve siempre rodeando el planeta cien y mil veces.

Para los que estuvieron en Robinsonada al principio, hace ya veinte años, aquella plateada e imperfecta capa de nubes daba la apariencia de que Robinsonada estuviera cubierta por escamas de dragón.

En aquel día-noche de aniversario, la cambiante transparencia de las nubes hacía que los otros cuarenta y seis planetas parecieran linternas japonesas colgando para una fiesta en el jardín.

—Si miras entre los limpia-nubes hacia el Mundo de Dog Robber y el Mundo de Truman, verás la cara del chico con quien te vas a casar —dijo Frederik Katz a Antonieta Phelan poniéndose detrás de ella.

Frederik respiraba pesadamente cuando habló, como siempre que le decía algo a Antonieta. Y, como era un joven saludable y ancho de pecho, no había ninguna razón para que se quedase sin aliento tras decir simplemente veintiséis palabras.

—Eso es una superstición, Frederik —dijo Antonieta—, y ya sabes que tu familia aborrece la superstición. Tu padre se enfurece con ella, como deben hacer todas las personas responsables. Pero esta es una superstición especial, una superstición óptica. Realmente, puedo ver la cara de la persona que se casará conmigo en esa nube. Ahora mismo la estoy viendo, aunque ponga mucha superstición de mi parte para verla.

—¿La ves ahora, Antonieta? ¿Qué, qué cara es?

—La verdad es que hay varias caras. Veo las caras de Steven Huckleby, de Graves Huckleby, de Paul Huckleby, de Anthony Constantino, de Edward Constantino, de Max Katz (¡bastante improbable!), de Bernard Huckleby, de Cristofer Constantino (estos dos últimos son demasiado jóvenes, pero quizás haga que uno de ellos crezca si es el que quiero). Ocho caras. Una de ellas es la cara del que será mi marido. No hay ningún otro en Robinsonada para casarme.

—Quizás haya otra cara en el limpia-nubes, Antonieta—sugirió Frederik—. ¿No había ninguna más?

—No. ¿Qué otra novena cara iba a haber?

—La mía. Puede que esté la mía.

—No. Oh, no, no, tu cara no está ahí.

—Mira otra vez, Antonieta. ¿No has visto una cara que está por encima de todo el grupo, la que se ve a la izquierda de las cabezas de los demás? Mira en la esquina superior izquierda del limpia-nubes. ¿No ves allí una cara?

—No. No hay ninguna cara. Es sólo una mancha muy grande.

—Mira con atención.

—Oh, sí, está la cara de alguien. Es una cara de cerdo.

Sonó un estrangulado sollozo, y Frederik Katz se largó abandonando a Antonieta. Ella se rió, luego sonrió abiertamente con su más maléfica sonrisa. Pensó que había sido algo cruel. Frederik Katz siempre le hacía sentirse a disgusto, y a veces su propia terquedad hacía que ella se mostrase cruel. Frederik era el hijo favorito de Hugo Katz, el jefe del planeta. A los diecisiete años era ya tan alto como todo el mundo de aquel planeta. Decían que tenía una buena cabeza. ¿Cómo pueden decir que alguien tiene buena cabeza? ¿Habrán hecho algún tipo de examen? Había sobre Frederik una especie de mancha brillante. Se podría decir que era insoportable.

4

Tierra Noche también era llamada la Noche del Extraño, o la Noche de los Extraños, a pesar de que no hubieran encontrado ningún extraño en Robinsonada. Sólo había cuarenta y siete personas en aquel mundo, diez de la familia Katz, doce de la familia Huckleby, doce de la familia Constantino y trece de la familia Phelan. No había ningún extraño que hubiese llegado allí. Aquello era un axioma.

La verdad es que había varios modos regulares para que un extraño llegase efectivamente. Y también había caminos irregulares. Un extraño es alguien que llega por un camino extraño.

El único sitio donde podían esconderse los extraños que llegasen a la isla de Robinsonada era en la Meseta de la Pobreza. No había minerales excepcionales ni especialmente accesibles, y se habían explotado sólo en muy ligero grado por los cuarenta y siete habitantes del planeta. Ninguna de las vetas minerales había sido explotada, excavada ni almacenada. La tierra del planeta no había conocido ninguna experiencia orgánica hasta veinte años antes, y la vida orgánica era muy pequeña y había sido cuidadosamente alimentada. Quizás en cien años hubiese pequeños espacios de opulencia local, pero todavía no había ninguna gran cosecha en los graneros.

Las piedras preciosas de Robinsonada no eran de gran valor, y la fisión y fusión del material seguramente no llegaba a mediocre. Y no se trataba de una sustancia o artículo único y de factura mágica. «No hay ningún planeta pobre que no tenga su "perla sin precio", esa inestimable sustancia con la que se gana el derecho al tráfico y al comercio», había escrito John Chancell. Pero John Chancell nunca había estado sobre Selkirk. El planeta Robinsonada era medianamente rico por las eventuales prospecciones, pero allí no había nadie para comerciar o robar. El Sistema Selkirk había sido evaluado por los aventureros del cielo como «Todavía no hay nada». Y el resto de los planetas Robinsonada estaban en el mismo grupo de tentaciones menores.

(Se suponía que el Sistema Selkirk no era de conocimiento público; pero es difícil esconder cualquier parte del cielo bajo una cuba.)

Así, aunque llegaran extraños de los Comerciantes Planetarios, por ejemplo, les resultaría difícil encontrar negocio. Si llegaban extraños lo harían sólo para atender a sus extrañas razones. Sin embargo, circulaba el rumor insistente de que había gente extraña deambulando a veces por Robinsonada, y también animales extraños, y manifestaciones extrañas, y algo más que sólo podía denominarse cosas extrañas. Entre los extraños estaban supuestamente el prisionero trillonario, el dictador exiliado, el hombre-sombra, el monje... Entre los animales extraños se fabulaba sobre un caballo blanco, el alce salvaje., el cerdo volador, el lobo de Transilvania, la serpiente Culebra Caleidoscopia...

Entre las manifestaciones extrañas de Robinsonada se especulaba sobre la ilusión de poder ver claramente alrededor de todo el planeta, por mediación de reflectores parabólicos o «limpia-nubes», las «escamas de dragón»; y también la experiencia de bilocación entre la parte física y mental, lo que a veces procuraba un auténtico modo binocular de ver las cosas y de pensar en ellas; y, finalmente, habían las supersticiones oculares.

Robinsonada estaba cargada de supersticiones que tenían sus habitaciones y nombres locales. Milagros en la Tierra podían ser sólo vagas ideas en aquellos lugares. Estos no se desvanecían cuando uno se acercaba a ellos. Muchos de ellos podrían ser inscritos y disfrutados. Uno podía comer nísperos del árbol del níspero o tal vez una alucinación, o hablar con la gente vagamente esbelta que vive allí. Superstición, sí. Bueno, quizás una alucinación tan sustancial no se presente al día siguiente. Sin embargo, dos o tres días después estará de nuevo allí. Hay una amplia variedad de tan extrañas manifestaciones.

Entre las cosas extrañas de Robinsonada están... no, ya no, no en Tierra Noche, y especialmente no en la Noche Hugo Katz. No se imaginen que Hugo se perturbaba por las indecorosas supersticiones que había. Algunas de aquellas cosas extrañas eran impuras y desagradables. Algunas eran un poco espantosas. Bien, en realidad algunas llevarían a ciertas personas a la zozobra, casi a chillar de terror.

Incluso en la Noche Hugo Katz las supersticiones oculares hicieron su aparición. Graves Huckleby dijo que había visto, bajando por los Pantanos de Dugan, al Dictador Exiliado en su semental blanco. El dictador todavía no estaba acabado. Tenía el amenazador aspecto de quien está tramando una reaparición. Anthony Constantino dijo que había visto al Prisionero Trillonario pagando sobornos a dos hombres que parecían guardias, pues acunaban en las corvas de los brazos los cortos cañones de sus armas de fuego. Anto-ieta Phelan dijo que había visto (y que le había visto hacía menos de un minuto) al Hombre-Sombra acechando en la entrada de la Cueva de Shadrack. Y algunos se fueron hacia allí (estaba a unos tres kilómetros), y se encontraron efectivamente al Hombre-Sombra («... o a una sombra del Hombre-Sombra, al menos», dijo Steven Huckleby).

El Hombre-Sombra se viste con Sombras de Feria. Las usa para todo, a cualquier lugar que vaya, como las Grandes Casonas de las Plantaciones, aunque allí haya muy poco entretenimiento, y donde los Amos siguen metiendo a todos sus trabajadores bajo el Gran Cobertizo para ver el espectáculo, lleno de velas pegadas a la pared y a las manos del Hombre-Sombra. Cada año, el Hombre-Sombra brinda tal placer a trabajadores de unas doscientas plantaciones.

El Hombre-Sombra podría estar vestido con Sombras de Feria. La gente joven va para verle y se sienta en el interior de la Cueva de Shadrack, y el Hombre-Sombra interpreta su función sobre la pared de piedra caliza, blanca y amplia, que hay en la entrada de la cueva. (Pregunta: ¿Qué hace la piedra caliza en un mundo que no ha tenido experiencia orgánica alguna a lo largo de las edades pasadas? Respuesta: estoy seguro que parecía piedra caliza blanca.)

Siempre hay alguien que lleva una vela y se la da al Hombre-Sombra. Aquella noche, la llevó Antonieta Phelan. Y el Hombre-Sombra, con sus manos talentudas, arrojó pavoneantes sombras parecidas a títeres sobre la pared, y las hizo evolucionar en rápidos pases. Los actores-sombra tenían voces; el Hombre-Sombra era mudo; y hubo diversas explicaciones indiscretas de cómo podría hacerlo.

Pero aquella noche, con tan enorme multiplicidad de islas-planeta brillando en el cielo, había una inusual variedad de sombras-figuras y sombras-dramas en el Teatro de la Roca Blanca. La vela que había llevado Antonieta era realmente la única de las cuarenta y siete velas que levantaba sombras en la roca. Era su vela de Robinsonada, aunque hubiese cuarenta y seis velas en el cielo.

El Hombre-Sombra y sus retozonas imágenes presentaron La retirada de Napoleón, con caballos y carretas provistas de cañones que vomitaban fuego rojo. Era la obra favorita en las giras por las plantaciones. Representó Colmillo negro. Representó El callejón de Hagan. Representó Noches en la casa encalada y Los ladrones de joyas del mundo de Wallenda. Todos aquellos espectáculos eran familiares para los jóvenes que acudían a las irregulares funciones de la Roca.

Hugo Katz estalló con un ramalazo de furia apenas controlado.

—Veo con pena y desaprobación que de nuevo habéis caído en la desoladora superstición —declaró Hugo con voz hermética—. Es como un deprimente defecto que se refleja desfavorablemente en cada una de las personas de Robinsonada. Todos sabéis que el Hombre-Sombra es un fenómeno prohibido, y que no puede haber indulgencia al respecto bajo ninguna circunstancia. Sabéis que le molí a golpes con mi garrote hace sólo cuatro días y que le prohibí volver a aparecer otra vez. Y también sabéis que no ha cumplido. Yo creo que tú, Antonieta, eres lo esencial de la manifestación conocida como el Hombre-Sombra.

—¡Oh! No sabía que lo fuese —dijo Antonieta con sinceridad—. Quizá se haya usted equivocado. ¿Cómo voy a ser algo esencial y no saberlo?

El Hombre-Sombra había cambiado la pieza por Los israelitas y el Becerro de Oro, y le había conferido a Moisés una voz que se parecía a la de Hugo Katz. Aquello enfureció a Hugo; y el Moisés de la roca también se enfureció, reflejándose en el espejo de la ira de Hugo. Hugo quiso abrir la boca para rugir su condena; y el Moisés-Sombra se anticipó a él y gritó las mismas palabras que Hugo había tenido la intención de gritar y con la misma voz que Hugo había pretendido utilizar.

Pero el garrote de Hugo Katz era muy duro, y con él despedazó al Hombre-Sombra, con lo que demostró que no era más que delgadas planchas de cascotes de pizarra. Y Hugo sacó a los jóvenes de la Cueva de Shadrack y se los llevó de allí.

Pero miraron hacia atrás mientras corrían hacia delante, y vieron palabras iluminadas bailando sobre la muralla de roca con el mensaje: «Volved cuando el viejo cabeza cuadrada se haya enfriado».

5

Los jóvenes bailaron algunas danzas hermosamente intrincadas y con pasos espirituales durante la noche de las candelas en el cielo. Hugo Katz, el Comandante del Planeta, se sumió medio en la ira medio en la incertidumbre.

—¿Creen los jóvenes que estas danzas son apropiadas? —preguntó—. Dais un pisotón a la media cuenta y otro al cuarto de cuenta y luego no seguís la cuenta. ¿No sería más racional dar un pisotón a cada cuenta completa?

—Son pisotones muy especiales, y sólo para esta noche —dijo Barbara Phelan—. Precisamente estamos bailando La danza imperial de los pisotones de Hugo Katz en tu honor. La que bailamos antes era El paseo de pasteles de Hugo Katz.

—Supongo que en ese caso está bien —dijo Hugo Katz, y se marchó medio complacido de que los pisotones fuesen en su honor.

Pero los zapateados no estaban bien. Los extraños llegaron a los lindes de la zona de baile y se unieron a las danzas, y los bailes empezaron a tener cada vez más y más pisotones.

Frederik Katz se acercó a Antonieta Phelan y la arrancó de los giros.

—No quiero molestarte si estás disgustada conmigo —dijo—, pero esto es mucho más grande que nosotros y forma parte de las normas públicas. Me han encargado que te adoctrine, ahora, esta noche, desde que soy tu pareja y desde que estoy muy seguro de estas cosas. Me han dicho que has mostrado cierta ligereza en tus creencias, saliendo de los límites de la tolerancia. Me han encargado que te lo repruebe, te corrija y te instruya.

—Entonces, repruébame, corrígeme e instrúyeme, Frederik —dijo Antonieta—. ¿No tienes nada mejor que decirme?

—Ah, ese es el punto conciso y exacto —dijo Frederik—. Nuestras vidas se forman con agudeza transmitida. Habrás oído estas cosas muchas veces, pero no habrás prestado atención, y deberás oírlas de nuevo: «No hay sitio para la gente ordinaria en ninguno de los nuevos mundos». Toda la gente normal debe quedarse en la Tierra, o filtrarse a estaciones de tránsito como el Sistema Selkirk. Sólo personas de fuerza y excelencia pueden ir a los mundos lejanos. Esas personas deben abandonar las extensas y superficiales locuras y supersticiones, y canalizar todas sus energías y talentos hacia el poder y la fuerza transmitida.

»Sólo queremos cosas racionales. No queremos ninguna superstición o fenómeno irracional, ni extraños, ni manifestaciones extrañas. El error no tiene cabida en los nuevos mundos. Sólo aceptaremos la verdad, la fuerza y los rectos caminos de liberalismo secular como fue edificado por nuestros padres. Todas las "Cosas Más Allá", los amargos pantanos y las praderas ilícitas, las aberraciones y las pérdidas de tiempo serán taladas y arrojadas al abismo. Los ríos que corren por cursos inadecuados se convierten en pantanos. La imaginación que va por caminos escabrosos sólo puede desembocar en marismas en las que todo se hundirá eventualmente en el fango. No queremos extraños ni manifestaciones extrañas. No queremos cabellos blancos o escalonadas serpientes de colores o monjes u hombres-sombras. Esas cosas provienen de imaginaciones enfermas.

—Hablas igual que tu padre, Frederik —dijo Antonieta.

—Esa es la más alta alabanza que podría merecer —dijo Frederik Katz orgullosamente—. Nuestros padres llegaron al Sistema Selkirk para tener progenie en condiciones de cuarentena, y ninguna locura o superstición entró con ellos. Aquellas familias estaban certificadas y fueron enviadas a los mundos lejanos. En cuarenta de los mundos del Sistema Selkirk, el trabajo ha sido bien hecho, y han enviado oleada tras oleada de colonos hacia delante, cada dos o tres años algunos de ellos. Dos o tres mundos (Robinsonada entre ellos) no han trabajado tan bien. Este mundo se hunde. Locuras infecciosas y supersticiones ilícitas se deslizan por él. Han aparecido manifestaciones extrañas. Por lo tanto, muchos habitantes de este mundo deben ser clasificados como «no limpios» y deberán quedarse aquí para siempre. Sólo unos pocos de nosotros somos superiores y seremos llamados para ir a los «Mundos Lejanos».

—Cada vez más como tu padre —dijo Antonieta.

—Gracias —dijo Frederik—. Es maravilloso que digas eso. Aunque algunas de tus actividades no sean tan maravillosas. A pesar de eso, me atraes enormemente, todavía me atraes.

—Oh, me casaré contigo si es lo que quieres —dijo Antonieta.

—Las cuarenta y siete islas del Sol de Selkirk llevan los augustos nombres de las personas y conceptos que edificaron el Pacto de Liberalismo Secular que es nuestra presente y maravillosa situación —dijo Frederik—. ¡Los nombres, los nombres! Planeta Nietzsche, Hegel, Mordecai, Darwin, Huxley, Freud, Lutero, Calvino, Cromwell, Voltaire, Rousseau, Franklin, Henricus, Joyce, Gide, Wilde, Mann, Russell, William B. Ziff, Malthus, Roosevelt, Libre Albedrío, La Marca del Gallo, Relatividad, Situación Ética, Mao, Truman, Estado de Kent, Perro Amarillo, Materialismo Dialéctico, Whitehead, Nader, Pauling, Teilhard, Kennedy, Bella Abzug, Punk Rock, Ladrón de Caballos, Sam Erwin, Mailer, Cuidado con el Primero, Tip O'Neil, Cárter, Desesperación Controlada, Rolling Stones y Robinsonada, en el cual estamos. Esas son las grandes personas y las grandes ideas, los pináculos de la actividad humana.

—Mirabas a cada Isla-Planeta cuando decías su nombre —anotó Antonieta.

—Oh, ciertamente. Es un truco muy efectivo en elocuencia —contestó Frederik.

—Pero algunos están ya detrás del horizonte, Frederik, y algunos aún no han aparecido sobre el otro horizonte. Pero los mirabas cuando decías su nombre, y los veías con todo detalle. Sé que lo hacías.

—Sí, lo hice —admitió Frederik—. He sido víctima de una superstición ocular, lo que demuestra que ninguno de nosotros es perfecto. Antonieta, dijiste algo hace un rato que no escuché por completo. ¿Te importaría repetirlo?

—Oh, dije que me casaría contigo si realmente lo deseabas. ¿Qué querías oírme decir?

—Oh, eso es maravilloso y a la vez horrible, Antonieta. Mi padre está tentado a ponerte en la lista como persona intratable, quienes no deben abandonar Robinsonada, pero podría intentar hacerle cambiar de idea.

—No hace falta, Frederik. Me quedaré aquí; y tú te quedarás conmigo.

—¿Quedarme en Robinsonada? ¡No, nunca! Soy una de las personas seleccionadas, y mi destino es ir hacia los mundos más brillantes.

—Si me amaras, te quedarías conmigo.

—Te amo, Antonieta, en cierto modo, a pesar de tus inclinaciones a la superstición. Pero aún amo más el honor.

—¡Estupendo! —dijo Antonieta—. Estoy viendo algo, Frederik, que sólo una persona supersticiosa podría ver; está bajando lentamente por el horizonte. Pero cae más de prisa, y posiblemente todo el mundo podrá verlo.

—¡La Nave Nodriza! —Frederik Katz jadeó de asombro—. ¡Está llegando! Se va a poner en nuestro cielo esta misma noche. Estoy seguro de que mi padre sabía que venía. Ha estado muy ocupado trabajando en la lista y tomando decisiones, y asignando la gente que debía examinar el satélite para dejarle preparado para el viaje. Seguramente la Nave Nodriza será registrada por los instrumentos; de modo que no es una superstición bajando por el horizonte. ¿Les decimos a los demás que hemos visto cómo se acercaba?

—Naturalmente, Frederik. Todo el mundo estará comentando que la nave llega, porque todo el mundo la habrá visto.

 

6

—Es lo más difícil que he hecho en mi vida. —Hugo Katz hablaba a la gente de Robinsonada en voz alta. Estaba despeinado y en la cara tenía una magulladura o sangre—. Debo señalar y decidir, en mi calidad de Comandante de esta Isla-Planeta, quiénes de nosotros debemos ir a los más sublimes cielos, y quiénes quedarse aquí. La palabra ha llegado a mí: este árbol produce frutos cada noche, por escasos que sean. He luchado conmigo mismo para tomar esta decisión, pero no comprometeré mi juicio de ningún modo. Nadie maculado, interiormente o no, podrá irse de este mundo.

—Vámonos, Antonieta —dijo Steven Huckleby dándole un codazo—. El Hombre-Sombra ha vuelto a la pared de la Cueva y el teatro de sombras estará a punto de empezar. Es mucho mejor que la representación de Hugo Katz.

—Vamos, hermana puesto cuarenta y siete —dijo Barnabas Phelan—. Ninguno de nosotros va a ser seleccionado para salir de Robinsonada. Estamos demasiado infectados por la superstición y la enfermedad de la ancha sonrisa. Veremos la Nave Nodriza desde el Teatro de la Pared Blanca tan bien como desde aquí, y la primera comedia del Hombre-Sombra es una titulada Los asustadizos picoteadores de Mamá Carey: abandona a la mitad de sus pollos. Mamá Carey es la Nave Nodriza.

—Id y decidle al Hombre-Sombra que hay mejores sátiras por aquí —dijo Antonieta—. Decidle que lo digo yo. Que venga hasta aquí y vigile desde la Arboleda de Durbin, y que así ninguna de las personas no supersticiosas podrá verle. Luego, cuando el satélite se haya ido a reunir con la Nave Nodriza, todos iremos a la Cueva de Shadrack otra vez y veremos su espectáculo hasta que él quiera.

—¿Quién va a hacer aquí una sátira mejor que las del Hombre-Sombra? —preguntó sospechosamente Steven Huckleby.

—Yo —dijo Antonieta.

—Hugo Katz tiene sangre en la frente —anotó Anthony Constantino—. Y Antonieta se está riendo con su risa maléfica. ¿Ha tenido un tropiezo, chica perversa? ¿Esto es parte de la función? ¿Qué piensas hacerle?

—Un tropiezo, sí —dijo Antonieta—. Es parte de la sátira. Pero sólo voy a golpear con palabras. Mis palabras pueden hacer brotar sangre.

—¿No sabes que tiene poder para sacarnos de este pedrusco o abandonarnos en él? —preguntó Steven Huckleby.

—Me gusta este pedrusco. Este planeta es mi hogar y me gustaría que me dejaran aquí abandonada —dijo Antonieta—. Creo casi con toda seguridad que soy uno de los que lo van a abandonar.

—Algunos de nosotros serán abandonados —estaba diciendo Hugo Katz con su poderosa, más-triste-que-enfurecida voz, y pareció que fuese un eco a la frase de Antonieta—. Podéis aullar y humillaros cuando oigáis los juicios sobre vosotros: aunque sois los únicos que podéis juzgaros a vosotros mismos con vuestra conducta. No habéis dado la talla. Habéis caído en la idolatría y en la superstición. Vuestros ojos anhelantes han mirado a los espectros que no debiéramos haber permitido entre nosotros. Vuestros anhelantes oídos han escuchado ilícitas seducciones.

»La gente elegida dejará el Mundo de Robinsonada para siempre dentro de muy pocos momentos, casi en seguida. No

llevaremos nada con nosotros cuando subamos al satélite para dirigirnos a la Nave Nodriza. No nos llevaremos nada porque habrá cosas mejores en la Nave Nodriza que todo cuanto puede encontrarse en Robinsonada.

»Estas son las personas, y sólo estas, que irán al mundo más grande, los que han pasado la prueba: Yo mismo, Hugo Katz; mi esposa, Monika Katz; mi hijo mayor, Konrad Katz y su esposa, Irene Phelan; mi hija mayor, Rita Katz; mi segundo hijo, Frederik Katz; mi segunda hija, Olivia Katz; mi tercer hijo, Max Katz, y Bárbara Constantino que está comprometida con él; mi tercera hija, Veronika Katz; y mis dos nietos, William Katz y Lily Katz. Estos doce irán a un lugar más brillante. Los otros treinta y cinco de vosotros, por vuestra perversidad y mediocridad, os quedaréis en Robinsonada. Ya sabéis el proverbio: "No hay sitio para la gente mediocre en los mundos brillantes". Es vuestra culpa que seáis personas sin distinción.

—¡Padre! —llamó gravemente Frederik Katz—. ¡La lista debe ser arreglada! Antonieta Phelan está comprometida conmigo, y debe venir conmigo. En mis diecisiete años de vida, nunca he protestado contra ninguna de tus decisiones. Protestaré de ésta. Antonieta debe venir conmigo.

—Esa chica no puede venir con nosotros —dijo Hugo firmemente—, y no se ha comprometido contigo de buena fe. De las cuarenta y siete personas de este mundo, ella es la última de las cuarenta y siete. Mejor que fuésemos sólo cuarenta y seis y que ella no estuviese entre nosotros. Las supersticiones están unidas a ella como parte de su naturaleza. El Hombre-Sombra y los monjes y las serpientes están ligados a ella. Es una bruja, y debe quedarse aquí para siempre. Nosotros doce, entremos ya en el satélite. ¡Vamos, mujer! Vamos, hijos y nietos y nuera y futura nuera. ¡Frederik, he dicho que debemos entrar nosotros doce en el satélite ahora! ¡Ahora!

Frederik Katz estaba rojo de tormento y pasión. Lloraba. Pero nunca en su vida había desobedecido a su padre, y no iba a hacerlo en aquel momento. Se dio la vuelta para entrar en el satélite, cuando diez de ellos ya habían entrado y sólo faltaban él y su padre, Hugo Katz, que le estaba esperando.

—¡Esperad! —Antonieta gritó como bronce resonando—. ¡Siempre es mucho tiempo! Déjame un minuto con él, un cuarto de minuto. Diez segundos.

Antonieta besó a Frederik con una pasión totalmente abrumadora. Le lloraba en los hombros, y le arañaba en la cintura y en la espalda y en los hombros con las duras uñas, abriendo surcos y heridas por los que empezó a manar la sangre. Le magullaba y azotaba llevada por su amor.

—Demasiado cerca para sólo diez segundos con él —dijo el gran Hugo Katz amargamente—. Lárgate, joven bruja. Entra en el satélite, Frederik.

—Oh, espera, espera, ¡le he herido con la violencia de mi amor! —gritó Antonieta—. Está herido y sangrante. Pero tengo aquí un ungüento curativo. Deja que restañe la sangre.

Barnabas, el hermano de Antonieta, le acercó un tarro de ungüento curativo especial, y con él dio un masaje en las más profundas de las sangrantes llagas que había rasgado en la cintura de Frederik.

—No le dañará —dijo Hugo Katz con un deje de infinita paciencia—. No hay septicemia ni ninguna sustancia infecciosa en Robinsonada. Aunque pienso que ya es demasiado, joven bruja. ¡Aléjate!

—Sólo unas palabras —gritó Antonieta—. Frederik, a partir de este rápido encuentro entre nosotros en el que desafortunadamente has resultado herido, siempre tendrás una cosa para acordarte de mí. Ama estas cosas, en secreto al principio. No dejes que nada las destruya. Prométeme este pequeño favor, y tu promesa que sea eterna.

—Te prometo este tan pequeño favor con una promesa eterna —juró Frederik—. Siempre habrá algo que me haga acordarme de ti; no dejaré que sea destruido.

Frederik entró en el satélite. Su padre, Hugo, entró. El satélite se elevó hacia la Nave Nodriza, a quinientos kilómetros por encima de ellos.

Las doce personas extraordinarias habían dejado Robinsonada para irse a un lugar mucho mejor. Y las treinta y cinco personas ordinarias se habían quedado encalladas en la pequeña isla-planeta para el resto de sus vidas.

¿Por qué iban a aclamar cordialmente a los que les dejaban abandonados para siempre?

—Huevos de serpiente —dijo Antonieta—. Huevos de la serpiente Culebra Caleidoscopia. ¡Son muy pequeños y sobreviven e incuban estupendamente! ¡Huevos de serpiente incubándose en gelatina, con «Provocadores de Fertilidad Fugitiva» incluidos! Donde quiera que vayan tendrán serpientes en abundancia. Y tendrán que andarse con cuidado para no perecer; es una promesa eterna. Realmente, les costará trabajo no acordarse de nosotros.

La primera interpretación del Hombre-Sombra aquella noche fue una comedia titulada Como las serpientes del hogar.

 

—¿De qué era el ungüento con que frotaste los profundos arañazos de Frederik, Antonieta? —preguntó Steven Huckleby mientras el grupo, en constante compañía del Hombre-Sombra, hecho de delgadas láminas de pizarra, bajaba por las blancas rocas frente a la Cueva de Shadrack.

—Huevos de serpiente —dijo Antonieta—. Huevos de la serpiente Culebra Caleidoscopia. ¡Son muy pequeños y sobrevi­ven e incuban estupendamente! ¡Huevos de serpiente incubán­dose en gelatina, con «Provocadores de Fertilidad Fugitiva» incluidos! Donde quiera que vayan tendrán serpientes en abun­dancia. Y tendrán que andarse con cuidado para no perecer; es una promesa eterna. Realmente, les costará trabajo no acor­darse de nosotros.

 La primera interpretación del Hombre-Sombra aquella noche fue una comedia titulada Como las serpientes del hogar.

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