Los esponsales inenarrables - Robert Bloch

    Avis sabía muy bien que no estaba tan enferma como decía el doctor Clegg. Simplemente, sólo estaba cansada de la vida. Se trataba, acaso, de una especie de ganas de morir; o simplemente, del aburrimiento profundo que le infundían aquellos jóvenes pícaros que se dirigían a ella empezando con estas palabras: «¡Oh, rara Avis!»

Pero actualmente se sentía mejor. La fiebre había bajado hasta no ser más que un velo blanco que la cubría, una cosa que habría podido apartar de un gesto, si no hubiera sido tan agradable refugiarse debajo, acurrucarse contra su calor reconfortante.

Al darse cuenta de la realidad, Avis sonrió: la monotonía era, en verdad, lo único que no la aburría. Al fin y al cabo, la verdadera, la derrengante rutina era la esterilidad de la agitación. En comparación, esta tranquila sensación de quietud, esta dulce serenidad parecía rica y fértil. Rica y fértil... Creadora... Matriz.

Las palabras se enlazaban. Retorno a la matriz. Cuarto negro, lecho caliente; acostarse como perrillo de fusil en la reparadora, la nutricia letargia de la fiebre...

Eso no era realmente la matriz; no había remontado tan lejos; lo sabía. Pero esto le recordaba los días de aquellos tiempos de su niñez. De cuando era una niñita de ojos oscuros devorados por la curiosidad. Una niñita que vivía sola en una casona grande y antigua, como una princesa de leyenda en un castillo encantado.

Ah, claro, su tío y su tía también vivían allá, y no era realmente un castillo... ¡y nadie sabía que ella era princesa! Salvo Marvin Mason, hay que decirlo.

Marvin vivía al lado, e iba a veces a jugar con ella. Subían a su cuarto y miraban por el ojo de buey de la claraboya, pequeño párpado que se abría al cielo.

Marvin sabía, seguramente, que era princesa; que su cuarto era una torre de marfil y el ojo de perra una ventana encantada. Cuando se subían a una silla para mirar fuera, veían el mundo detrás del firmamento.

A veces ella no estaba segura de si Marvin veía real y sinceramente el mundo de más allá de la ventana; acaso dijera que sí, sencillamente, porque la amaba.

Pero escuchaba con sosiego las historias que ella le contaba de aquel mundo maravilloso. A veces le contaba las que había leído en los libros; otras veces, se las inventaba ella misma. Los sueños no vinieron hasta más tarde; unas historias que también contó a Marvin.

Y he ahí lo que sucedía: empezaba bien, pero de una manera o de otra las palabras acababan enredándose. Y no siempre encontraba las frases precisas para lo que había visto en sueños. Eran unos sueños muy especiales. Sólo le venían las noches en que tía May se había dejado la ventana abierta, y también, además, si no había luna. Entonces se acostaba en la cama, muy apelotonadita, hecha un ovillo y esperaba que el viento llegase a través del ojo de libélula. Vendría suavemente y ella sentiría en la frente y el cuello como la caricia de sus dedos. Unos dedos dulces y frescos que apenas le rozaban la cara, unos dedos apaciguadores que la hacían desenroscarse y abrirse como una flor que las sombras venían a libar.

Ella se adormecía en la espaciosa cama y las sombras entraban en cortejo por la ventana. Una noche que no estaba dormida, vio cómo llegaban las sombras, y supo que eran reales. Entraban traídas por la brisa y se reunían a su entorno. Quizá fuesen las sombras, y no el viento, las que tuvieran aquel dulce frescor. Quizá fuesen también las sombras las que la acariciaban y jugueteaban con su cabello hasta que se dormía.

Y entonces no le faltaba nunca la visita de los sueños. Llegaban siguiendo siempre el mismo camino, igual que el viento y las sombras. Bajaban del cielo por el ojo de pavo real. Había voces que ella escuchaba sin poder entenderlas, colores que veía sin poder nombrarlos, formas que entreveía pero que no se parecían a nada de lo que había visto en los libros.

Algunas veces, las mismas voces, los mismos colores y las mismas formas venían repetidamente, y aprendió a reconocerlas, en cierto modo. Una de las voces era grave, rezongante, y parecía salir directamente del interior de su propia cabeza, aunque ella sabía muy bien que procedía en realidad de la especie de pirámide negra y brillante que tenía ojos en las puntas de los brazos. Aquello no parecía ser ni viscoso ni repulsivo; no había motivo para asustarse. Avis no comprendía por qué Marvin Mason la hacía callar, cuando ella empezaba a hablarle de aquellos sueños.

Claro, era un chiquillo nada más; cogía miedo y huía a casa, con su madre. Avis no tenía madre, no tenía sino a tía May; pero a ésta no le habría contado nunca aquellas cosas. Además, ¿por qué habría tenido que contárselas? A ella los sueños no le daban miedo, ¡eran tan claros, tan interesantes!

A veces, en días grises, lluviosos, cuando no había otra cosa que hacer que jugar con la muñeca o recortar imágenes para pegarlas en el álbum, Avis deseaba que la noche se diera prisa en llegar para poder soñar y revivir todas aquellas cosas.

Acabó por gustarle quedarse en cama todo el día y alegar que se había resfriado, para no tener que ir a la escuela. Avis mantenía entonces la vista fija en el ojo de tórtola y esperaba la llegada de los sueños. Pero durante el día no venían nunca; sólo venían por la noche.

Con frecuencia se preguntaba cómo sería allá arriba. Los sueños debían venir del cielo, estaba segura. Las voces y las formas vivían allá arriba, en algún lugar al otro lado de la ventana. Tía May pretendía que los sueños los producían los desarreglos intestinales; pero Avis sabía muy bien que no era cierto.

Tía May se inquietaba siempre por los dolores de barriga de Avis y le reprochaba que no saliera a jugar fuera de casa. Decía que si estaba pálida y delicaducha era porque no salía. Pero Avis se encontraba bien, y además, tenía aquellos secretos que repasar en su mente. Ahora ya casi no veía nunca a Marvin Mason, ni se tomaba la molestia de leer. Por otra parte, aquello de ser princesa ya no la divertía. Los sueños eran muchísimo más reales; podía hablar con aquellas voces y pedirles que, cuando se fueran, se la llevaran con ellas.

Avis llegó a ser casi capaz de entender todo lo que decían; había eso brillante que se contentaba con columpiarse en la abertura de la ventana y aquello otro que tenía el aire de ser mucho más que lo que ella, Avis, podía ver... y esto producía en su cabeza una música familiar. No un estribillo, siempre igual, ¡ah, no! ¡Era más bien una especie de poema! En sus sueños, Avis le pedía que se la llevara de aquí. Montaría sobre sus espaldas y volaría con ella más allá de las estrellas. Era una picardía pedirle que volase, pero Avis sabía que, fuera, tenía alas. Unas alas grandes como el mundo.

Avis argüía y suplicaba, pero las voces le hacían comprender que no podían llevarse consigo a las niñitas pequeñas. O, en fin, algo así. Porque aquello era demasiado frío y estaba demasiado lejos, y habría que la transformarla.

Y Avis contestaba que le importaba poco el cambiar, que quería marcharse. Les dejaría hacer todo lo que quisieran, con tal que se la llevasen. ¡Ah, sería formidable poder hablarles continuamente, bañarse en aquel dulce frescor y soñar eternamente!

Una noche vinieron en mayor número que las veces anteriores. Se columpiaban en la abertura del ojo de ruiseñor y por todo el cuarto. Las había tan curiosas que se podía ver a través de ellas, y a veces se montaban unas sobre otras.

Avis se daba cuenta de que, durmiendo, estallaba en carcajaditas nerviosas; pero no podía remediarlo. Después se calmó y las escuchó.

Le dijeron que todo estaba dispuesto. Que iban a llevársela. Sólo que no debía decir nada a nadie, ni tener miedo. Que regresarían pronto. Que no podían llevársela tal como era ahora, y que ella debía querer transformarse.

Avis respondió que sí. Ellas, todas, rumorearon una especie de melodía y se fueron.

La mañana siguiente, Avis estaba enferma de verdad, muy grave, y no tenía ningunas ganas de levantarse. Tenía tanto calor que apenas podía respirar, y cuando tía May le trajo la bandeja, no pudo engullir ni un solo bocado.

Aquella noche no soñó. Le dolía la cabeza y no paraba de revolverse. De todos modos, fuera había luna llena, y los sueños tampoco habrían venido. Sabía que llegarían cuando la luna se hubiera marchado, no había de hacer otra cosa que esperar. Además, estaba tan enferma que no lo lamentaba demasiado. Era preciso que mejorase antes de poder partir, o hacer lo que fuere.

Al día siguiente el doctor Clegg vino a verla. Era un buen amigo de tía May y la visitaba con frecuencia; además, era su médico particular.

El doctor Clegg le cogió la mano, preguntándole qué era lo que no le marchaba bien aquella mañana a la damita. Avis estaba con demasiada fiebre para responder nada en absoluto, y, por otra parte, tenía una cosa brillante en la boca. El doctor cogió el objeto, lo examinó y meneó la cabeza. Se marchó un rato después, y entonces entraron tía May y tío Roscoe. Le hicieron engullir una especie de medicamento que tenía un sabor espantoso.

Empezaba a ser de noche; fuera se preparaba una tormenta. Avis casi no podía hablar, y cuando cerraron el ojo de gato no tuvo fuerzas para pedirles, por favor, que dejasen la ventana abierta esta noche, porque no había luna y vendrían a buscarla, a ella.

Luego todo empezó a girar y girar; tía May se acercó a la cama y pareció aplanarse como una sombra o una de aquellas formas que ella esperaba, aunque haciendo un ruido de trueno que estallaba al exterior. Ahora Avis dormía, dormía profunda y dulcemente, a pesar de que oía los truenos; aunque, por lo demás, no eran verdaderos truenos. Nada era verdadero, excepto las formas. Sí, nada era real sino las voces, las formas y los colores...

...Entraban por el ojo de serpiente, que ya no estaba cerrado porque Avis lo había abierto y ella estaba allá arriba, más alto de lo que hubiera ascendido nunca hasta entonces; aunque así, sin cuerpo, era fácil, y pronto tendría uno nuevo, si bien las formas querían también el antiguo, puesto que se lo habían llevado igualmente. Además, todo esto le daba igual, porque no lo necesitaba para nada y ahora ellas iban a llevar su ulnagr Yuggoth Farnomi ilyaa...

Fue en este instante cuando la encontraron tía May y tío Roscoe y, de un tirón, la hicieron bajar de la ventana. Más tarde dijeron que Avis había gritado a todo pulmón; que de no ser así se habría marchado sin que ellos se dieran cuenta.

Después de todo esto, el doctor Clegg la condujo al hospital. Allá no había ojo de tortuga y la gente entraba a verla toda la noche. Los sueños cesaron.

Cuando se hubo restablecido lo suficiente para volver a casa, descubrió que la ventana también había desaparecido.

Tía May y tío Roscoe la habían condenado porque Avis era sonámbula. La muchacha no sabía qué era ser sonámbula, pero adivinaba que tenía algo que ver con su enfermedad y con los sueños, que ya no volvían.

Porque parecía que entonces los sueños habían desaparecido definitivamente. No había manera de hacerlos volver, y, por otra parte, ella no tenía tantísimas ganas de que volvieran. Actualmente se divertía mucho jugando con Marvin Mason, y pronto volvería a la escuela en cuanto empezase el semestre próximo.

Ahora, sin ojo de búho que mirar, dormía muy bien por las noches. Tía May y tío Roscoe estaban contentos, y el doctor Clegg decía que iba a ser un demonio de preciosidad...

Avis lo recordaba todavía como si hubiera sido ayer. U hoy. O mañana.

Recordaba cómo había crecido. Cuando Marvin Mason se enamoró de ella. Todo lo que experimentó la noche que tía May y tío Roscoe perecieron en el accidente de Leedsville. Triste momento aquél.

Otro mal momento todavía: cuando Marvin se marchó. Ahora estaba sirviendo en las colonias. Avis se había quedado sola en aquella casona grande, que actualmente le pertenecía.

Reba venía todos los días para ocuparse de la casa, y el doctor Clegg pasaba de vez en cuando, incluso cuando hubo cumplido ya los veinte años y heredado oficialmente la finca.

No parecía aprobar la clase de vida que ella había decidido vivir y en diversas ocasiones le preguntó por qué no cerraba la casona y se iba a vivir en un pisito de la ciudad. Al médico le inquietaba ver que Avis no manifestaba el menor deseo de conservar las amistades que había hecho en el colegio. Y esto recordaba vivamente a la joven la solicitud que el doctor demostraba por ella cuando no era más que una niña.

Pero Avis ya no era una niña. E iba a ponerlo de manifiesto suprimiendo lo que había representado siempre, para ella, el símbolo del dominio de los mayores. Hizo abrir otra vez la alta ventana redonda de su dormitorio.

Era algo estúpido. Avis se dio cuenta en aquel mismo momento; pero, para ella, aquello revestía un significado particular, porque aquello restablecía en cierto modo el lazo con su niñez. Y en aquello se resumía su dicha: en la niñez y siempre en la niñez.

Ausente Marvin Mason, tía May y tío Roscoe difuntos, poca cosa quedaba con que poblar el presente. Entonces Avis subía a su cuarto y se hundía en los álbumes de recortes que había coleccionado durante su infancia. Había guardado también las muñecas y los viejos cuentos de hadas, que ahora hojeaba para ayudarse a pasar las largas tardes solitarias. Con tales diversiones, uno casi llega a perder la noción del tiempo. Los objetos que la rodeaban no habían cambiado. Ah, claro, Avis era mucho más alta, y la cama ya no tenía un aire tan impresionante, ¡ni la ventana estaba tan arriba!

Pero ambos estaban allí. Ambos esperaban a la niña en que se convirtió de nuevo cuando, al caer la noche, se enroscó como una pelotita y se escondió entre las sábanas; se escondió para fijar la mirada en el ojo de buey, aquel párpado que se abría contra el cielo. Avis aspiraba de todo corazón a soñar otra vez. Al principio no lo consiguió.

Al fin y al cabo era ya una mujer adulta, estaba prometida, iba a casarse y no era ningún personaje de Peter Ibbetson. Aquellos sueños de su infancia habían sido bastante estúpidos.

Quizá. Pero eran muy hermosos. Sí, incluso cuando estuvo tan enferma que faltó poco para que se cayera de la ventana. Hasta aquella vez habla sido muy agradable soñar. Evidentemente, aquellas voces y aquellas formas no habían sido más que obsesiones de neurótica, como decía Freud. Esto lo sabían todos.

¿Y si todos se equivocaban?

Supongamos que todo aquello hubiera sido real. Supongamos que los sueños no sean, simplemente, manifestaciones del subconsciente provocadas por una indigestión o un aumento de colesterol. ¿Y si los sueños fuesen producidos, en realidad, por impulsos electrónicos o radiaciones planetarias emitidas en la misma longitud de onda que tuviera la mente del durmiente?

El pensamiento es un impulso eléctrico. ¿Puede ser que el que sueña actúe como una especie de médium sumido en un estado de receptividad particular? Si el durmiente posee la rara facultad de actuar como catalizador, es posible que lo que ve aparecer no sean fantasmas, sino criaturas de otro mundo, o de otra dimensión. Se podría pensar que los sueños se alimentan de la sustancia misma del soñador, al igual que los espíritus se convierten en ectoplasmas absorbiendo la energía del médium.

Avis lo pensó y volvió a pensar, y cuando hubo desarrollado su teoría, se dijo que todo parecía perfectamente coherente. Aunque, a pesar de ello, no hablaría con nadie de su descubrimiento. El doctor Clegg se reiría en sus propias narices, o, peor aún, se contentaría con bajar la cabeza. Tampoco Marvin Mason habría estado de acuerdo. Nadie quería verla soñar. La trataban siempre como a una chiquilla.

Muy bien, se haría la chiquilla, una chiquilla que ahora podía hacer todo lo que quisiera. Y soñaría.

Muy poco tiempo después de haber tomado esta decisión vio retornar los sueños. Casi como si hubieran esperado que los aceptase plenamente por lo que eran.

Sí, retornaron, lentamente, poquito a poco. Avis observó que si se concentraba sobre el pasado, durante el día, si se esforzaba en recordar la infancia, facilitaba el proceso. Y por esta razón pasó cada día más y más tiempo en su cuarto, dejando los cuidados de la casa confiados a Reba. Si quería aire fresco, siempre podía mirar por la ventana. Estaba muy alta y era pequeña; pero bastaba que Avis se subiera a una silla para que pudiera ver el cielo y las nubes que lo escondían a trozos, mientras esperaba la llegada de la noche.

Entonces se acostaba en la gran cama y aguardaba al viento. El viento se acercaba suavemente, y las tinieblas se deslizaban dentro del cuarto; y pronto podía escuchar el cuchicheo de las voces apagadas.

Las voces fueron las primeras que regresaron; pero eran débiles, lejanas. Poco a poco ganaron en intensidad, y Avis pudo observar de nuevo las diferencias y reconocer las distintas entonaciones individuales.

Tímidamente, con muchas vacilaciones, las formas reaparecieron a su vez. Cada noche se hacían más claras. Avis Long (una chiquilla de grandes ojos redondos en una espaciosa cama bajo el ojo de terciopelo) las esperaba con impaciencia.

Ya no estaba sola. No tenía necesidad de ver amigos ni de hablar con aquel viejo imbécil de doctor Clegg. Ni por qué perder el tiempo hablando tonterías con Reba, ni de hacer melindres con motivo de las comidas. No tenía necesidad de vestirse para salir. De día, tenía la ventana; de noche, los sueños.

Así las cosas, un buen día se sintió singularmente débil y le sobrevino esta curiosa enfermedad. Pero no era esto lo que esperaba en cuanto a transformación física.

Su espíritu continuaba intacto, lo sabía. Poco importaba el número de veces que el doctor Clegg se había quejado de ella y hablado de llamar a un «especialista»; no tenía miedo. Claro, sabía que la verdad era que querían que la examinase un psiquiatra. Aquel viejo chocho no se cansaba de soltar discursitos zalameros aludiendo a su «retirada de la realidad» y sus «mecanismos de fuga».

Clegg no sabía nada de sueños. Por lo demás, Avis no se lo habría explicado. El médico no había sabido imaginar nunca la riqueza, la plenitud, el sentimiento de conquista que procuraba el hábito de ponerse en contacto con otros mundos.

Actualmente Avis estaba al corriente de todo esto. Las voces y las formas que entraban por el ojo de mochuelo venían de otros mundos. Como una niña cándida, las había atraído por su propia simplicidad. Ahora, al esforzarse conscientemente en hallar otra vez su ingenuidad infantil, las veía retornar.

Llegaban de otros universos, de unos universos de belleza y esplendor. De momento Avis no podía ir a su encuentro más que en alas de los sueños; pero un día... un día, muy pronto, traspasaría la barrera.

Las voces cuchichearon señalando su cuerpo. Dijeron algo relacionado con un viaje, que hablaba de «cambio». Aquello no se podía expresar con palabras usuales; pero ella les tenía confianza y, después de todo, un cambio físico significaba poca cosa, si una se fijaba en el fin perseguido.

Pronto se habría restablecido y estaría fuerte. Bastante fuerte para decir sí. Y entonces vendrían a buscarla, cuando la luna lo permitiese. Hasta aquel momento, ella podía reforzar su determinación, su manera de soñar.

Avis Long estaba tendida en la inmensa cama, bien calentita, en las tinieblas, aquellas tinieblas que penetraban de manera visible por la ventana abierta. Las formas se insinuaban, se enroscaban en los lienzos, se alimentaban de la noche misma, crecían, palpitaban, lo envolvían todo.

Las formas la tranquilizaron con respecto a su cuerpo; pero a la joven la tenía sin cuidado y les dijo que no le daba importancia, porque creía que el cuerpo era accesorio y que sí, que consideraría aquello, de buena gana, como un cambio, con tal de poder partir, lo cual, sabía, dependía exclusivamente de ellas.

No es más allá de las estrellas, sino entre las estrellas, en medio de ellas, donde reside la esencia, tiniebla de las tinieblas, porque Yuggoth no es más que un símbolo; aunque no, esto no es cierto, no hay símbolos, porque todo es realidad, y sólo es la percepción lo limtitado... porque... ch'yar ul'nyar shaggornith...

Nos cuesta trabajo hacernos comprender — pero yo te comprendo — tú no puedes resistirte — yo no quiero resistirme — tratarán de impedírtelo — nada podrá impedírmelo porque yo les pertenezco — sí, y tú perteneces - y es para muy pronto — sí, es para pronto — muy pronto — sí, sí, muy, muy pronto...

Marvin Mason no esperaba que le recibieran de este modo, ni pensarlo. Avis no había escrito, ni había venido a la estación, evidentemente..., pero la posibilidad de que estuviera enferma de gravedad no había cruzado por su mente.

El muchacho se había ido derechamente a casa de Avis, y le causó una trágica sorpresa el encontrar al doctor Clegg a la puerta.

El anciano médico tenía un semblante apenado, y la primera frase que pronunció contribuyó todavía a reforzar esta sensación. Estaban sentados cara a cara, abajo, en la biblioteca. Mason sentíase incómodo dentro del uniforme, y el anciano se mostraba demasiado repleto de vocabulario profesional.

—En fin, ¿qué hay, doctor?

—No sé. Una ligera fiebre crónica. Insomnio. Lo he comprobado todo: ni vestigio de tuberculosis o de infección maligna. Su mal no es... orgánico.

—¿Quiere decir que es el espíritu...?

El doctor Clegg se hundió profundamente en el sillón y bajó la cabeza.

—Le podría contar muchas cosas, Mason. Las teorías de la medicina psicosomática, los beneficios de la psiquiatría, la... Pero importa poco. Sería una hipocresía.

»He hablado con Avis, o, más bien, he tratado de hablarle. Ella no decía gran cosa; pero lo poco que ha explicado me ha trastornado profundamente. Y su conducta me ha inquietado más todavía. Usted adivinará adónde quiero ir a parar, imagino, si le digo que Avis lleva la vida de una niña de ocho años. La vida que llevaba a dicha edad.

Mason frunció el entrecejo.

—¡No me dirá que sube otra vez a sentarse en su cuarto y a mirar por la ventana!

El doctor Clegg hizo un signo afirmativo.

—Pues yo creía que la habían cerrado tiempo atrás, cuando se dieron cuenta de que Avis era sonámbula y que...

—La hizo abrir de nuevo meses atrás. Y Avis no sido nunca sonámbula.

—¿Qué quiere decir?

—Avis Long no ha paseado nunca en sueños. Me acuerdo muy bien de la noche en que la encontré sobre el marco de la ventana. No sobre la mesita, porque no la había. Estaba encaramada sobre la pieza de apoyo de la ventana abierta, con la mitad del cuerpo afuera, como un perrito que hubiera probado de saltar demasiado alto.

»Pero no había ninguna silla debajo, ninguna escalera. Ningún medio para llegar allá arriba. Sencillamente, ella estaba allí... y nada más.

El médico volvió la cara antes de continuar.

—No me pregunte qué significa esto. No podría, ni querría, explicarlo. Habría debido hablarle de las cosas que cuenta..., sus sueños y las presencias que vienen a verla. Las presencias que quieren llevársela.

»Mason, es usted quien debe intervenir. Honradamente, yo no puedo hacerla encerrar; por una razós muy sencilla: la reclusión no significa nada para los sueños. No se puede construir muralla alguna para protegerse de ellos.

»Pero usted puede rodearla de afecto, puede curarla. Usted es el único que puede cuidarla, que puede despertar su interés por la realidad. Ah, ya sé que esta perspectiva tiene el aire de un romanticismo exagerado y estúpido, tanto como la otra debe de parecer loca y abracadabrante.

»Y sin embargo, es así. Es lo que ocurre. En este preciso instante ella duerme en su cuarto y oye las voces..., lo sé muy bien. Pruebe, pues, de hacerle oír la de usted.

Mason salió del aposento y empezó a subir las escaleras.

 —Pero ¿qué quiere decir eso de «no puedo casarme contigo»?

Mason contemplaba el cuerpo sumido en un revoltijo de sábanas. Probó de esquivar la mirada directa de los ojos curiosamente infantiles de Avis, como también evitaba mirar la negra, siniestra abertura de la ventana redonda.

—No puedo, y no hay más que hablar.

Hasta su voz parecía tener un acento infantil. Los tonos agudos, penetrantes, habrían podido salir muy bien de los labios de una niña, una niña fatigada, medio dormida, y ligeramente irritada de que la hubieran despertado con un sobresalto.

—Pero tus proyectos..., tus cartas...

—Lo siento. No puedo hablar. Sabes que no he estado bien. Sin duda el doctor Clegg te lo habrá dicho, abajo.

—Pero ahora vas mucho mejor —insistió Mason—. Dentro de pocos días volverás a estar en pie.

Avis meneó la cabeza. Una sonrisa —la sonrisa equívoca de una niña desobediente— levantó las comisuras de sus labios.

—No puedes comprenderlo, Marvin. No podrás comprenderlo nunca. Tú perteneces a... esto. —Un ademán indicó la estancia— Yo pertenezco a otra parte.

Y la mano señalaba, inconscientemente, hacia la ventana.

Ahora Marvin alzó la mirada. No podía evitarlo; el agujero redondo y negro se abría sobre la nada. O sobre... algo. Fuera, el cielo estaba negro, sin luna. Un viento frío venía a rodar como una ola alrededor de la cama.

—Cerraré la ventana —dijo, procurando adoptar un tono sosegado y previsor.

—No.

—Niña, estás enferma; vas a resfriarte.

Incluso cuando acusaba, la voz de Avis parecía curiosamente aguda. La joven se sentó, muy erguida y se encaró con él.

—Tú estás celoso, Marvin. Tienes celos de mí. De ellas. No me dejarías soñar nunca. No me dejarías partir jamás. Y yo quiero irme. Ellas van a venir a buscarme.

»Yo sé por qué te ha enviado acá, el doctor Clegg. Quiere que me convenzas de que baje otra vez. Quiere encerrarme, como también quiere cerrar la ventana. Quiere que me esté aquí porque tiene miedo. Todos tenéis miedo de lo que hay allá... fuera.

»Pues todo eso no sirve de nada; no podrás detenerme. No podrás detenerlas.

—Cálmate, querida...

—Me da igual. ¿Crees que me preocupo de lo que hagan de mí, desde que sé que podré partir? No tengo miedo. Sé que no puedo partir tal como soy ahora. Sé que primero tienen que transformarme. Hay ciertos puntos que quieren guardar secretos por motivos que sólo ellas saben. Si te contara ciertas cosas, te aterrorizarías. En cambio, yo no tengo miedo. Tú piensas que estoy enferma y loca... No digas lo contrario.

»Me siento bastante bien, bastante fuerte para verlas cara a cara y enfrentarme con su mundo. Eres tú el que está demasiado afectado para soportar todo esto.

Avis había terminado gritando, con un gemidito agudo de rabieta infantil.

—Mañana abandonamos esta casa, tú y yo —dijo Mason—. Nos vamos. Nos casaremos y seremos felices eternamente, como en los libros de cuentos de hadas. Lo que le pasa a usted, princesa, es que no ha crecido. Todas estas historias de duendes y de reinos exteriores...

Avis lanzó un chillido.

Mason simuló que no lo oía.

—Y para empezar voy a cerrar esta ventana.

Avis siguió chillando. Sus gritos se convirtieron en aullido estridente cuando Mason estiró el brazo y empujó el vidrio redondo sobre la negra abertura. El viento trató de oponerse a sus esfuerzos, pero él cerró la ventana y aseguró el pestillo.

De súbito, unas manos se le hundieron en la garganta, por detrás, mientras los gritos estallaban en sus oídos.

—Te mataré —gritó Avis.

Era el grito de una niña enfurecida. Pero no había nada de infantil ni de débil en la fuerza que movía aquellos dedos encarnizados. Mason se deshizo de ella, sin aliento.

Luego, repentinamente, el doctor Clegg apareció en la habitación. Brilló una jeringa hipodérmica y se hundió con un destello de plata.

Condujeron a la muchacha a la cama y la acostaron. Las blancas sábanas formaban como un aderezo alrededor del rostro cansado de la niña dormida.

Ahora la ventana estaba bien cerrada. Todo había quedado ya en orden cuando los dos hombres apagaron la luz y se retiraron de puntillas.

 Mason suspiraba delante del fuego.

—Poco importa cómo, pero mañana me la llevo de aquí —se prometió—. Quizá haya sido demasiado repentino, todo esto... Volver a mitad de la noche y precipitarme a despertarla. No he sido muy delicado. Pero había algo en ella, algo en la atmósfera del cuarto, que me ha aterrorizado.

El doctor Clegg encendió la pipa.

—Lo sé —rubricó—. Es esto lo que me impide comprender lo que pasa. Hay mucho más que una simple alucinación.

—Voy a pasar la noche aquí —continuó Mason—, por si ocurriera algo.

—Avis dormirá —aseguró el médico—. Puede darlo por seguro.

—A pesar de todo, estaré más tranquilo si me quedo. Empiezo a tener una idea propia sobre todo eso que cuenta... Esos otros mundos, y los cambios que han de producirse en el cuerpo de ella antes del viaje... Esto tiene algo que ver con la ventana, probablemente. Y se parece mucho a un deseo de suicidarse.

—¿Intuición de la muerte? Es posible. Hubiera debido prever esta posibilidad. Sueños premonitorios... Pensándolo bien, Mason, me quedaré con usted. Podríamos instalarnos bastante cómodamente aquí, ante la lumbre.

Se hizo el silencio.

Sería más de la medianoche cuando los dos hombres abandonaron sus respectivos puestos para acercarse al fuego.

Un ruido agudo se desarticuló en fragmentos estridentes. Ambos estuvieron en pie antes de que el eco argentino se apagase, y se precipitaron hacia las escaleras.

No intercambiaron ni una sola palabra. Arriba el ruido había cesado, y sólo el sordo golpear de sus pisadas en los escalones rompía el silencio. Cuando se pararon delante de la puerta de Avis Long pareció que el silencio se condensaba. Era un silencio total, perfecto, casi palpable.

La mano del médico fue en busca del pestillo y lo hizo girar. Sin resultado.

—¡Cerrada! —exclamó—. Se habrá levantado y habrá pasado el cerrojo.

Mason arrugó el ceño.

—¡La ventana...! ¿Cree que habrá podido...?

El doctor Clegg no respondió. Volvióse y lanzó el macizo hombro contra la puerta, poniendo de relieve los músculos del cuello. Las tablas crepitaron y cedieron. Mason pasó la mano y abrió desde el interior.

Entraron en el oscuro cuarto, el doctor Clegg delante, tanteando en busca del interruptor. La dura claridad eléctrica inundó la estancia.

Movidos por un terrible presentimiento, los dos hombres levantaron la vista instintivamente hacia la claraboya, el «ojo de buey», de lo alto de la pared.

El aire frío de la noche se desparramaba por la abertura desmenuzada cuyo cristal había volado a pedazos, como bajo el golpe de un puño gigante. Dispersos por todas partes, brillaban fragmentos de vidrio; pero no se veía rastro de proyectil alguno. No obstante, era evidente que el cristal lo habían roto desde el exterior.

—El viento —murmuró Mason con voz débil.

Pero al decirlo no se atrevió a mirar al doctor Clegg. No hacía viento; apenas una brisa muy leve, dulce y fresca que acariciaba las cortinas y hacía danzar las sombras en la pared. Unas sombras que oscilaban en silencio en torno a la cama grande del fondo de la habitación.

La brisa, el silencio y las sombras los envolvían cuando se acordaron por fin de mirar al lecho.

Reposando sobre la blanca almohada, el semblante de Avis estaba vuelto hacia ellos. El doctor Clegg dedujo lo que Mason había comprendido por instinto. Los ojos de Avis Long se habían cerrado para siempre.

Pero no fue esto lo que hizo estremecerse a Mason... no era la vista de la muerte lo que le arrancó un grito al doctor.

El pacífico rostro vuelto hacia ellos entre los velos de la muerte no tenía nada de amedrentador. No, en la cara no había nada que hiciera temblar...

Sobre la blanca almohada, los rasgos de Avis Long manifestaban una serenidad perfecta.

Pero su cuerpo había... huido.

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