El patio cuadrado - Amparo Dávila

Atardecía y desde el patio descubierto se podía ver un crepúsculo tan enrojecido como un incendio o como un mar de púrpura. Era uno de esos patios de provincia, cuadrados, con corredores y habitaciones a cada lado. Horacio estaba junto a mí mirando el atardecer, y en los rincones de los corredores unos embozados permanecían replegados y quietos como si fuera un coro secundario; un acompañamiento en sordina, o a sotto voce

No sé si sería por aquel ocaso ensangrentado o porque era esa hora de la tarde en que uno se siente especialmente triste que ninguno de los dos hablábamos. De pronto descubrí la silueta de un hombre que se recortaba contra el fondo rojísimo del cielo como un puñal negro, clavado en el borde mismo de la cornisa del patio. Un mínimo impulso bastaba para que se precipitara al vacío.

—Se va a matar —le dije a Horacio.

—Se va a matar —dije de nuevo, porque el hombre permanecía sin dar un paso atrás, como si estuviera resuelto a lanzarse.

Busqué con la mirada a Horacio pero ya no estaba junto a mí. Me tranquilizó saber que había comprendido mi mensaje y lo iba a salvar. Ansiosamente esperé verlo llegar detrás del hombre; pero los minutos pasaban y Horacio no aparecía. Mientras el atardecer se desgaja en jirones sangrantes.

Entonces supe que Horacio estaba frente al suicida en el otro extremo del patio, en idéntica actitud: como dos dagas clavadas frente a frente, como dos neones en un tablero de ajedrez.

—Se va a matar —dije, ya sin esperanza, mirando al desconocido.

En ese mismo instante Horacio se precipitó al vacío. Los embozados que habían permanecido inmóviles todo el tiempo lanzaron un graznido siniestro y se arrojaron voraces sobre el cuerpo caído, cubriéndolo con sus alas parduzcas y membranosas.

Yo comencé a retroceder, a retroceder... Entré en el cuarto donde se guardaban los juguetes de la infancia, pero aquella habitación llena siempre de muñecas, pelotas, osos, patines, era ahora un enorme vestidor con percheros repletos de ropa. 

Una vez que se entraba ahí ya no era posible ver sino prendas de vestir por todos lados, como si fuera una tienda de empeño o de esas en que se alquilan trajes para toda ocasión. Había cientos, miles de vestidos lindos y costosos de los estilos y olores más diversos; cualquier prenda de ropa que uno pudiera desear estaba allí. Con gran entusiasmo me dediqué a probarme todas las cosas, pero nada me quedaba bien, o era grande o era chico, largo, apretado. No había nada a mi medida, nada. 

Comencé a desesperarme y a sufrir verdaderamente por no encontrar algo de mi talla, pero no cesaba en mi empeño y me medía vestidos y más vestidos, y abrigos y sacos y capas, blusas y faldas y négligés. Estaba muy atareada cuando oí que me llamaban por mi nombre una y otra vez. Reconocí la voz de Olivia que salía de entre la ropa.

—Olivia, ¿dónde estás?

No hubo respuesta a mi pregunta, pero volví a oír el mismo llamado.

—Olivia, Olivia, ¿dónde estás?

—Aquí estoy, en el centro del cuarto —contestó entonces con una voz muy queda, como si la ropa la sofocara.

Me puse a remover trajes y más trajes tratando de apartarlos y despejar el camino hacia ella. Lograba pasar entre un perchero y encontraba otro y después otro y luego otro y otro, como si la ropa y los percheros se multiplicaran y no me dejaran nunca llegar hasta Olivia. 

Por fin conseguí salir de aquel mundo de ropa y verla vestida toda de negro y velado el rostro por gasas también negras. Estaba de pie en el centro de un círculo, una circunferencia pequeñísima que parecía pertenecerle.

— ¿Qué haces aquí? —le pregunté.

Ella avanzó un paso, o nada, pero yo sentí que se encaminaba hacia mí, mientras sus manos apartaban las gasas que la velaban.

—Estoy muerta —dijo—, ¿no te has dado cuenta de que estoy muerta, de que hace mucho tiempo que estoy muerta?

Y al apartar los velos que la cubrían yo tuve ante un rostro hueco, una cavidad donde yo miraba al vacío.

—Estoy  muerta, muerta...

Y siguió avanzando lentamente hacia mí. Yo me lancé entre aquella maraña de vestidos, que ahora volaban y eran negros murciélagos y búhos y buitres y telarañas que mis manos arrancaban en la huída…

Yo comencé a retroceder, a retroceder...

Me precipité dentro de una habitación donde había dos hombres de edad, sentados frente a una mesa triangular, leyendo un gran libro bajo la luz blanquísima de una lámpara de látigo. Mi súbita aparición los sobresaltó y levantaron la vista del volumen para observarme con todo detenimiento. 

Alcancé a ver que leían La interpretación de los sueños, por lo que encontré muy conveniente y oportuno consultarles algo que me preocupaba mucho desde hacía tiempo. Accedieron a mi súplica y me invitaron cortésmente a tomar asiento frente a la mesa en el tercer ángulo que estaba desocupado.

—Un hombre, el mismo siempre, me persigue con un enorme puñal todas las noches cuando duermo. Es un tormento indecible el temor con que vivo de que algún día me dé alcance y yo no despierte más —les dije.

—Bien sé yo lo que es eso —dijo el menos viejo de los dos—, yo sufro la persecución diaria, constante, de una nube de mariposas negras que aparecen siempre en cualquier momento, en cualquier parte donde me encuentre. 

Es una nube espesa que se cierne sobre mi cabeza y que, si corro, se desplaza con el mismo ritmo de mi carrera no dejándome sitio donde protegerme y librarme de ella; me persigue sin descanso como una sombra delatora proyectada hacia arriba; a veces la siento ya tan cerca de mí que tengo que llevarme las manos sobre la cabeza y correr agachado, casi pegado al suelo, para evitar el roce de sus alas tamizadas de un polvo parduzco y rancio...

—Imágenes, símbolos, persecución siniestra —gritó el más viejo, interrumpiendo al otro—, no hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos; el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera; la evasión es un camino hacia ninguna parte..., pero no hay que sufrir ni atormentarse, iniciemos el juego; el ambiente es propicio, sólo la magia perdura, el pensamiento mágico, el sortilegio inasible de la palabra...

—Sí, encendamos el fuego, hay que adorar al fuego, la magia roja, vibrante y abrasadora —decía el otro hombre sacando su encendedor, y el encendedor era un gran falo metálico, pulido y reluciente.

Los dos hombres iniciaron una hoguera con todo lo que había en la habitación, rompiendo sillas, bancos, apilando cojines, libros y papeles que sacaban de un gran archivero verde.

— ¡Que vengan ahora las mariposas negras! — gritaba el menos viejo, dándose golpes en el pecho como un hombre de las cavernas—. ¡Sí! ¡Que vengan las mariposas negras a quemar sus pinches alitas en el fuego ancestral, el fuego que no se consume nunca, el fuego infinito de ayer, de hoy y de mañana...

— Éstas son las memorias de mi infancia —gritaba riéndose a carcajadas el más viejo—, Requiescat in pace en ti, ¡oh fuego!, ¡oh magia roja!, ¡oh matriz redonda y tibia que nos abortaste! —y despedazaba amarillentos papeles.

El otro hombre danzaba alrededor de la hoguera y deshojaba sus cartas de amor.

—Me quiere, no me quiere, mucho, poquito, nada, me quiere, no me quiere, mucho, poquito...

—Ayúdame —gritaba el más viejo mientras sacaba un enorme fajo de recibos, muchos de ellos timbrados—, incineremos las rentas, los recibos de la luz, del teléfono y del gas; los recibos de las prostitutas que hemos archivado para llevar un minucioso inventario de entradas y salidas, para ser disciplinados y exactos en nuestra contabilidad sexual y económica, como los seres ordenados que llevan su vida al día y que escriben su diario y sus memorias.

Yo comencé a desnudarme, e iba arrojando a la hoguera las prendas que me quitaba; como la única cooperación que podía ofrecerles para alimentar el fuego. Ellos, muy ocupados en su trabajo, sólo levantaban, de cuando en cuando, los lentes empañados por el humo y sonreían bastante complacidos por aquella espontánea muestra de colaboración.

—No, eso no, eso no —gritó el menos viejo al ver que el otro hombre iba a arrojar al fuego tres cartapacios repletos de fotos—, eso no, jamás, que se salven los retratos pornográficos, ¿qué haríamos después, sin ellos? — dijo bajando el tono de la voz hasta que llegó a ser sólo un dulcísimo murmullo—, ¿qué haríamos sin ellos esas largas noches del insomnio? —y de sus ojos empezaron a rodar densas lágrimas—, piensa que nuestra imaginación ya no es una virgen impetuosa sino una anciana que se fatiga y solicita ayuda para atravesar una calle...

—Bien, rescataremos los retratos pornográficos —dijo el más viejo totalmente convencido por las pesadas lágrimas y el razonamiento tan sensato de su amigo.

—Rescataremos los retratos pornográficos, matarili, rili, rili, matarili, rili, ron —cantábamos ahora los tres tomados de las manos alrededor del fuego—, matarili, rili, rili, matarili, rili, ron, ¿qué quiere usted, matarili, rili, ron...?

Yo comencé a toser sin parar porque el polvillo de las alas quemadas de las mariposas negras se me metía hasta la garganta, y el humo comenzaba a asfixiarme. Sin despedirme de ellos, abrí la puerta y salí.

Y comencé a retroceder...

Me encontré en un gran salón lleno de libros, algo así como una gran biblioteca o librería en reparación, puesto que los volúmenes se apilaban en el piso o sobre los bancos y los estantes estaban vacíos. Por todos lados había libros. Un joven flaco y pálido los sacudía con un plumero anaranjado, pero no hacía nada por acomodarlos en los anaqueles. Al verme se encaminó hacia mí y me preguntó si deseaba algún libro.

—Hace tiempo que busco el Rabinal Achí —le contesté.

—¿El Rabinal Achí? —preguntó sorprendido.

—Sí, el Rabinal Achí.

—Es bastante absurdo querer leer el Rabinal Achí sin ninguna preparación, así como así —dijo muy serio rascándose el mentón con un dedo largo y amarillento—; no, no es posible.

— ¿Puede decirme por qué?

—Pero..., ¿es que no sabe usted que para leer ese libro se necesita haber llegado a un grado especial, es decir a un estado de gran pureza mental?

—Nunca lo he sabido, ni me interesa —le contesté marcando bien las palabras. Él se encogió de hombros y se me quedó mirando fijamente.

—Y qué clase de pureza se requiere para poder leerlo? —pregunté, ya en un tono más amable.

—La lograda a base de una diaria y ardua disciplina del espíritu y del cuerpo —dijo displicente, y siguió sacudiendo libros.

— ¿Y eso cómo se adquiere, mediante cuáles prácticas?

—Bueno, es bastante complicado de explicar, tomaría mucho tiempo —y se fue sin más a atender a un señor que había llegado.

Yo me quedé sin saber qué pensar, muy extrañada y molesta por la actitud del joven pálido. Casi al momento regresó y me dijo:

—Creo que puedo recomendarle para empezar el entrenamiento, o sea como un simple paso de iniciación, el Hatha Yoga.

—¿El Hatha Yoga? No me parece nada del otro mundo. Debe usted saber que durante años me he parado de cabeza todas las mañanas al levantarme.

—Eso no es nada —dijo con sarcasmo—, cuando usted pueda hacer esto hablaremos —agregó a tiempo que se elevaba como un metro sobre el piso y colocaba un libro en la tabla más alta del librero—, o esto —añadió mientras tomaba aire por la nariz y yo veía cómo se sostenía sobre el piso sólo con el dedo índice de la mano izquierda y todo su cuerpo era una línea con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo sin tocar el suelo.

—¿Nada fácil, verdad? —dijo volviendo a su posición normal.

—¿Y cuánto cuesta el Rabinal Achí? —se me ocurrió preguntar, ya bastante molesta por la marcada impertinencia de aquel jovencito tan flaco y pálido.

—¿Que cuánto cuesta el libro? Usted no puede comprarlo, mi estimada señora.

Busque en mi bolsa para saber cuánto llevaba y que tenía cerca de doscientos pesos.

—Tengo dinero suficiente para comprar ese libro y otros que se me antojen —le contesté golpeando las palabras.

—No se trata de dinero, señora. Usted no comprende...

—Pero entonces, ¿cómo puedo...?

—Su valor no es material, se lo he dicho a usted, hay que merecerlo o ganarlo, rescatarlo si usted quiere.

Como se dio cuenta de que yo no entendía nada, dijo en un tono más cordial:

—Venga conmigo, le mostraré dónde se encuentra el Rabinal Achí.

Lo seguí y pasamos a otro salón donde había una piscina en el centro.

—Mire al fondo.

En el fondo de la piscina que estaba iluminada como si fuera un escaparate había muchos libros. Las letras fosforescentes de los títulos bailaban en e1 agua: r...a...b...i...n...a...l...a...ch...í   ...sí, Rabinal Achí, ahí estaba.

—Pero ¿qué hacen los libros dentro de la piscina? —le pregunté sorprendida—. ¿No se mojan?

—Nada les pasa, el agua es su elemento y ahí estarán bastante tiempo hasta que alguien los merezca o se atreva a rescatarlos.

—¿Por qué no me saca uno?

—¿Por qué no va usted por él? —dijo mirándome de una manera tan burlona que me fue imposible soportar.

—¿Por qué no? —contesté al tiempo en que me zambullía en la piscina.

Al tirarme pensé que habría como dos metros de profundidad y que con la sola zambullida llegaría hasta el fondo, pero la piscina resultó más honda y los libros estaban mucho más abajo de lo que calculaba. 

Seguí sumergiéndome y cuando ya creía que mis manos tocarían los libros me daba cuenta de que estaban aún más abajo, todavía más, y así seguí hundiéndome más y más, cada vez más, en el agua iluminada y fosforescente, hasta que sentí que ya no tenía casi aire, que solamente me quedaba el necesario para salir y respirar. 

Comencé entonces a nadar hacia arriba con toda la rapidez de que era capaz, no deseando ya ni libros ni ninguna otra cosa sino respirar, respirar hondo, llenar los pulmones, respirar una vez más, una vez más, y subía y subía ya sin aire, desesperada por respirar un poco de aire, de aire, de aire... hasta que mis manos chocaron con algo duro y metálico, algo como una tapa, como la tapa de un enorme sarcófago.

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