El pabellón del descanso - Amparo Dávila

Por más que lo intentaba no podía dejar de pensar que todo había comenzado, o se había desencadenado, con la visita de la Nena y de Billy. Angelina se había esforzado demasiado en tener la casa impecable, y todo correctamente organizado para impresionar bien al cuñado norteamericano y que él tuviera la mejor opinión de la familia de su mujer y de su casa. 

Cosas como estas son muy importantes al principio del matrimonio, y más si se toma en cuenta que Billy pertenecía, según la Nena le había platicado en sus cartas, a una familia muy distinguida, conservadora y en extremo escrupulosa, que había puesto varias objeciones al matrimonio de Billy y de la Nena, por no saber — ¡claro está!— de qué origen era la Nena, pero que finalmente había tenido que dar su consentimiento. 

Ni Angelina ni su tía pudieron asistir a la boda por encontrarse la señora muy delicada de salud en esos días, y ella no se había hecho el ánimo de dejarla enferma y sola. 

La Nena se había casado a fines del año anterior y siempre mencionaba en sus cartas lo feliz que era, la suerte que había tenido de casarse con Billy y lo orgullosa que estaba de su familia política, tan refinada y distinguida. 

Cuando anunció la Nena que vendrían Billy y ella para las vacaciones del verano tan sólo con un mes de anticipación, Angelina ya no tuvo paz. Se dedicó en cuerpo y alma al arreglo y limpieza de aquella vieja casa porfiriana que, a decir verdad, estaba muy descuidada, porque su tía hacía tiempo que ya no podía o no quería hacer nada, Julia la nana, vieja también, sólo se dedicaba a la cocina y a atender los caprichos de la señora, y Angelina, que trabajaba hasta las cinco o seis de la tarde, solamente disponía de unas horas para hacer mil cosas y entretener un poco a su tía, quien siempre se estaba lamentando de su triste vida de mujer enferma y sola. 

Comenzó bajando de los estantes todos los libros de la biblioteca y sacudiéndolos uno por uno. Quitó las cortinas de todas las habitaciones y las lavó y planchó ella misma, por temor de que si las enviaba a la lavandería a lo mejor las maltrataban o rompían, puesto que ya eran algo viejas y había que tratarlas con mucho cuidado. 

Enceró y lustró todos los pisos así como los muebles de madera. Tuvo que almidonar manteles y colchas, limpiar y pulir la plata, desempolvar los marcos de los cuadros, los muebles y las alfombras, alistó la vajilla, lavó los candiles y los espejos, y revisó tantos y tantos pequeños detalles que no se deben descuidar si uno quiere quedar bien y producir una buena impresión.

Cuando Billy y la Nena llegaron, la casa estaba reluciente. Y Angelina se sentía contenta y satisfecha. A la Nena le había sentado el matrimonio, no cabía duda; se veía tranquila y reposada. También su manera de vestir había cambiado: usaba ropa sencilla de corte clásico y de colores neutros o tonos suaves; se maquillaba con mucha discreción y había olvidado por completo las pestañas postizas, las pelucas y los trajes extravagantes que antes usaba. 

Consultaba a Billy para todo y no lo molestaba en nada. Qué gusto daba ver a la Nena convertida en una verdadera señora. Esto lo comentaron muchas veces Angelina y su tía, quien no podía creer que esa recién casada tan discreta y moderada fuera aquella muchacha tan llamativa y exagerada, que un día se fuera a trabajar a los Estados Unidos. "No cabe duda de que Billy sí ha sabido manejar a la Nena", decía la tía a cada momento; "pero ¿te fijas con qué tacto se comporta la Nena?"; "¡quién lo hubiera creído!"; "yo no me esperaba este cambio tan radical..."

Si los preparativos para la visita fueron agotadores, los días en que estuvieron Billy y la Nena resultaron exhaustivos. Billy era todo un caballero, sumamente educado, muy fino y en extremo metódico: acostumbraba desayunar a las ocho de la mañana, comer a la una en punto y cenar entre siete y media y ocho de la noche. 

Para que ese horario pudiera llevarse a cabo sin ningún tropiezo, la pobre Angelina tenía que levantarse a las seis de la mañana y dejar preparada la comida antes de irse a su trabajo. Porque la vieja Julia, muy claro había dicho que ella no se comprometía a darles de comer a esa hora y, cuando decía una cosa, así era.

A la salida del trabajo, Angelina corría al Supermercado a hacer las compras para el día siguiente y luego, a toda prisa, se ponía a preparar la cena. Después de cenar salían al cine o al teatro, visitaban a algunos amigos de la Nena o de la familia, iban a tomar una copa o, simplemente daban una suelta por la ciudad, cosa que a Billy le agradaba mucho. 

Angelina se excusaba algunas veces de no salir en la noche pero, como notara que esto molestaba a Billy, no volvió a negarse. Si se quedaban en la casa la velada transcurría platicando con la tía Carlota o viendo la televisión y así daban las doce o la una de la mañana igual que cuando salían. 

Y ella, que se levantaba tan temprano, a esa hora se encontraba totalmente rendida, muerta de sueño y de cansancio, soñando con la tibieza de su cama. Cuando por fin se acostaba, la fatiga y la tensión nerviosa le impedían conciliar el sueño, y sólo lograba dormirse casi a la hora de levantarse. 

Al sonar el despertador a las cinco y media, Angelina sentía que no tenía fuerzas para levantarse, que su cuerpo no podía más con aquel enorme esfuerzo que estaba haciendo día tras día, y sólo era su voluntad la que la hacía ponerse en pie y seguir adelante, otro día más, otro más... Así transcurrieron las tres semanas que duró la visita de la Nena y de Billy.

Cuando por fin se marcharon (y conste que Angelina adoraba a la Nena, a quien había querido siempre no como hermana menor, sino como hija, porque cuando la Nena nació y murió su madre, Angelina y la tía Carlota cuidaron a la niña que fue una muñeca de carne y hueso para Angelina quién entonces dejó de jugar con las de pasta y de celuloide. 

Angelina ya no tenía ropa que ponerse, todo le quedaba tristemente flojo, como si no fuera de ella. Había perdido peso y estaba demacrada, y aunque no le gustaba tuvo que empezar a usar un poco de rubor para disimular aquella tremenda palidez.  "Si vieras qué cansada me siento,  como si tuviera un fuerte agotamiento", le dijo varias veces a la tía Carlota. "Te aseguro que no tanto como yo", contestaba invariablemente la tía, quien no podía admitir que otra persona estuviera más enferma que ella.

"Yo, a tu edad, nunca sentí fatiga, era incansable, me movía de la mañana a la noche y como si nada; en cambio, ahora, los años, las enfermedades tan serias que he tenido, y que tengo, más bien dicho, porque lo que yo tengo sí son cosas serias y delicadas, y ya ves cómo las he soportado..." Y Angelina entonces hablaba de otra cosa, porque su tía nunca tomaría en cuenta otra enfermedad que no fuera la suya propia.

Una mañana Angelina se desmayó en la oficina al estar tomando un dictado de su jefe. Inmediatamente se la envió con el médico de la compañía, quien ordenó una serie de análisis, como es la costumbre.

—Esto es más serio de lo que yo pensaba —dijo el médico cuando Angelina le llevó los resultados del laboratorio—. ¿Qué familiares cercanos tiene usted, señorita Ruiz?, pues me gustaría hablar con alguno de ellos.

—Realmente estoy sola. Mi hermana y su esposo radican en los Estados Unidos, y la tía con quien vivo es una mujer vieja y enferma y... —estuvo a punto de decir: demasiado egoísta para preocuparse por alguien.

—Bueno, en ese caso...

—¿Qué enfermedad tengo, doctor?

—Leucemia, señorita Ruiz, lamento mucho tener que decírselo a usted.

—¿Leucemia? He oído que es una enfermedad mortal, ¿no es así, doctor?

—Bueno, sí, en general así es, pero siempre hay algo que hacer, algo que intentar y, en este caso, en que el mal no está aún en su completo desarrollo haremos todo lo que esté a nuestro alcance para detenerlo. Hablaré hoy mismo con el señor de la Garza y le haré ver la necesidad de internarla de inmediato en un sanatorio donde reciba usted toda la atención que estos casos requieren.

Angelina escuchaba lo que proponía el doctor sin decir nada, como si estuviera refiriéndose a otra persona y no a ella. Se había quedado anonadada, consternada. Así de pronto, sin preámbulos, sentenciada a muerte, a una muerte tal vez inminente. Y uno nunca está preparado para morir, menos así, cuando no se espera, y que se lo digan sin rodeos, fríamente. Salió del consultorio caminando lenta y pesadamente, agobiada por aquella fatal sentencia.

El señor de la Garza se portó maravillosamente cuando supo por el médico la gravedad del caso. Ordenó que Angelina se internara en el sanatorio Inglés a donde sólo iban los altos empleados de la compañía, y que no se escatimaran gastos en la atención de su secretaria, a quien profesaba gran afecto, porque era la secretaria más educada y eficiente que había tenido.

Cuando la tía Carlota supo que Angelina se iba a internar en el sanatorio Inglés para someterse a un tratamiento, ya que tenía una fuerte anemia, no pudo menos de comentar con su sirvienta que eso eran puras exageraciones de Angelina. "Tener anemia no es nada del otro mundo. Si Angelina tuviera todo lo que yo tengo no sé qué haría y, sin embargo, yo aquí sufriendo en silencio." Estos y otros muchos comentarios hacía a cada momento.

Angelina quedó encamada en el cuarto 253, un sábado 20 de julio. El cuarto era agradable, tenía buena temperatura, bastante luz y vista al jardín. Ella llevó solamente su radio portátil y unos cuantos libros. Y qué maravilloso fue poder permanecer todo el día en una cama tibia, amable, sin tener que hacer aquellos tremendos esfuerzos para levantarse diariamente, ir al trabajo, al supermercado, correr de un lado a otro y atender a todos los caprichos y necedades de la tía Carlota. 

Poder estar en silencio, pensando, sin oír gritos ni lamentaciones: "es tan triste la vida cuando se está vieja y enferma, todo el mundo se cansa de uno, nadie se preocupa por mí, soy un estorbo, ya no sirvo para nada..." Poder contemplar el cielo desde su cama, los árboles del jardín, ver pasar las nubes, los pájaros; oír los programas de radio Universidad, aquella música celestial que llenaba su espíritu de una paz infinita. Qué cierto era de que no hay mal que por bien no venga. Qué dulce bienestar la invadía, una tranquilidad nunca soñada.

Por la mañana, cuando hacía buen tiempo, ya que a veces llovía todo el día o estaba nublado y frío, la enfermera la sacaba a pasear al jardín. Como no le permitían caminar sino lo indispensable para que no se debilitara más, la enfermera Esperanza la llevaba en un carrito de ruedas con una manta sobre las piernas, y así recorrían los senderos de grava de ese grande y bien cuidado jardín que tanto le gustaba. 

Se detenían a saludar a otros enfermos, platicaban con ellos y, después, Esperanza situaba el carrito bajo alguna sombra y ahí permanecían hasta que llegaba la hora de la comida. A veces platicaban. Otras veces Angelina no tenía ganas de hacerlo y entrecerraba los ojos y se perdía en sus pensamientos y en sus recuerdos. Entonces la enfermera sacaba su fotonovela y se ponía a leer.

Casi al fondo del jardín había un pabellón más pequeño y separado de los demás, en donde no se advertía ningún movimiento y a donde nadie entraba ni salía. Esto atrajo la atención, más bien la curiosidad de Angelina, y cuantas veces pasaba por allí o estaba cerca, sentada en su carrito, se dedicaba a observar atentamente algún indicio de vida. Un día le preguntó a la enfermera porqué estaba tan solo ese pabellón.

—Es el Pabellón  del Descanso —contestó Esperanza.

—¿El Pabellón del Descanso? Y ¿qué es eso?

—Es a donde traen a los que se mueren. Inmediatamente que ocurre una defunción se los traen a toda prisa, antes de que los demás enfermos se den cuenta y se pongan nerviosos. Y ahí los tienen hasta que llega la familia y ordena a qué agencia funeraria se les envía. Cuando los difuntos no son de la capital y han venido a curarse de algún lugar de la República, permanecen en el Descanso, a veces varios días, mientras llegan los familiares o alguien que los reclame. Claro que en esos casos los preparan debidamente para que aguanten la espera y no se descompongan.

—;Y cuando nadie se muere?

—Pues entonces el Descanso está vacío, así como ahora.

— (Está vacío, así como ahora, está vacío, así como ahora, así como ahora, está vacío, está vacío, así como ahora...) —Angelina repetía dentro de sí las palabras de la enfermera. Esas dos frases la habían conmovido y perturbado. Sin duda removieron algo tan hondo y escondido como un manantial subterráneo.

Desde ese día Angelina le pedía siempre a la enfermera Esperanza que colocara el carrito enfrente o a un lado del Pabellón, como si éste fuera el modelo que ella iba a pintar en un lienzo. Pero el dibujo era interior. Y ella observaba con gran detenimiento e interés aquel edificio un poco diferente de los otros pabellones: más sobrio, más sencillo, pintado de blanco. 

Era tan agradable, que debería estar siempre lleno de gente, de ruido, de movimiento, y no así sumido en el más completo abandono, rodeado de silencio, como situado en el silencio mismo y en la soledad. "Qué injusto y qué triste", pensaba Angelina.

Algunos días no la querían sacar a pasear, bien porque el día estaba frío o porque Angelina tenía algo de fiebre y podía pescar un resfriado o alguna otra cosa más seria. Ella insistía y volvía a insistir en que le permitieran salir al jardín a dar una vueltecita solamente. A veces el permiso era negado y ella pasaba todo el día sumida en la depresión y en la angustia por no saber si el Pabellón seguía solo o si estaba ocupado. Esos días Angelina perdía el apetito y la fiebre aumentaba. Con mucho tacto preguntaba por los enfermos más graves: ¿cómo seguían?, ¿estaban igual o se habían empeorado?, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿qué decían los médicos?

Una vez por semana llegaba carta de la Nena, y Billy con sus mejores deseos porque Angelina saliera adelante con su enfermedad. Cartas muy cariñosas siempre, llenas de aliento y optimismo, invitándola a ir a pasar con ellos una buena temporada tan pronto los médicos la autorizaran. Julia, la sirvienta, hablaba dos o tres veces por semana, de parte de la tía Carlota, para preguntar cómo seguía. 

También de la oficina se informaban de su salud, y los domingos, día de visita, iba alguien enviado por el señor de la Garza a saludarla y saber si estaba bien atendida y si necesitaba alguna cosa. El señor de la Garza fue a verla en dos ocasiones;  fueron unas visitas muy  breves,  pero que ella  agradeció enormemente pues, conociéndolo tanto, sabía muy bien lo que detestaba ir a los hospitales y visitar enfermos. 

Al principio de su internamiento Angelina esperaba el domingo con impaciencia. Le hacía una gran ilusión platicar con alguien de la oficina, conocer las novedades, todo lo que ocurría durante su ausencia. Su  trabajo, la oficina, su jefe y sus compañeros eran todo su mundo. Después, poco a poco, empezó a desear que no fuera nadie a visitarla; ya no quería tener visitas, porque le impedían ir hasta el Pabellón, sentarse frente a él, esperando con gran ansiedad que estuviera ocupado o compartiendo su soledad.

Una mañana, como a los dos meses de estar internada, los médicos que la atendían le dieron la noticia:

—Si todo sigue marchando bien, así como hasta ahora, pronto le permitiremos irse para su casa, señorita Ruiz. —La sorpresa la hizo abrir mucho los ojos, sin dar crédito a lo que oía.

—¿A mi casa?

—Tal como usted lo oye. Su enfermedad ha evolucionado favorablemente que podrá dejar el sanatorio en poco tiempo y continuar, en su casa, con el tratamiento.

Los médicos salieron del cuarto y dejaron a Angelina en total desconcierto y turbación. Sus pensamientos eran potros desbocados: "dejar el sanatorio cuando menos lo pensaba, irse para su casa, abandonar el Pabellón, dejar el sanatorio en poco tiempo, dentro de unos días, irse para su casa dejando el Pabellón más solo aún, porque ahora él había encontrado quién lo compadeciera, quién lo entendiera, quién se preocupara por su soledad, por su abandono, eso no contaba en sus planes, irse de allí cuando menos lo esperaba, tener que irse y dejarlo, más solo ahora, más solo y más triste, no podía ser, ella no lo podía aceptar, no podía..."

Señorita Ruiz, su pastilla, señorita Ruiz... esta usted muy pensativa, ¿le preocupa algo?

— No, Esperanza, nada. Estaba distraída, eso  todo.

Esa noche Angelina no durmió agobiada por aquel torbellino de pensamientos que se agolpaban en su mente sin lograr encontrar una solución satisfactoria. Cuando la enfermera del turno de la noche llegó, a las seis de la mañana, a tomar la temperatura y los signos vitales, encontró a Angelina despierta y muy decaída por la noche de insomnio, bastante pálida y ojerosa.

—Pero... ¿qué le pasa señorita Angelina? ¿Se siente mal? ¿Le duele algo? Está usted muy pálida y demacrada.

—No, Carmelita, estoy bien —contestó Angelina con voz apagada—; lo que sucede es que no pude dormir en toda la noche, eso es todo.

— ¡Pero qué mala suerte!, ¡tan bien que estaba usted!, ¡tan buena cara que tenía ayer!, parecía que ya no estaba enferma. Ya ve qué contentos se fueron los doctores...

Angelina desayunó con desgano y lentamente, abatida, abismada. Tenía que encontrar una solución cuanto antes pero, ¿cómo?, ¿cuál?, la que fuera, pero ella no podía irse y dejar el Pabellón, sería tan cruel, tan despiadado, sería una traición, sí, eso era justamente, una traición, y ella nunca había...

—Me imagino que hoy no tendrá ganas de salir al jardín a dar su paseo —preguntó Esperanza, sacándola de su ensimismamiento.

—¿Cómo dice? ¡Claro que sí quiero salir! Sabe usted que ese rato que paso en el jardín me hace mucho bien, me gusta tanto ver las flores, el pasto verde, los árboles, los pájaros, respirar hondo aire puro, sentir la tibieza del sol, contemplar el cielo, las nubes, todo, pero ¿para qué perder el tiempo hablando? mejor nos vamos al jardín.

Allí, frente al Descanso, bajo la amable sombra de un fresno, Angelina se sintió reconfortada. Todo cambiaba con sólo poder mirar el Pabellón, su Pabellón, sí, bien podía decirlo, era su Pabellón, le pertenecía porque ella había descubierto su  soledad, la había entendido y compartido, ella había compadecido esa larga espera, su silencio profundo, ella había descubierto la gran tristeza de estar siempre solo, siempre vacío, tan pocas veces ocupado y por tan breve tiempo, unas horas, un día o dos y, después, otra vez la espera, la espera, la espera.  

—Ya es la una —decía la voz de Esperanza como llegando de muy lejos— hay que regresar o encontraremos la comida fría.

Esa noche tampoco durmió Angelina, pasó la noche entera cavilando. Tenía que encontrar algo, algo que evitara su partida, no podía irse y dejar el Pabellón abandonado, ella no era capaz de una cosa así, no, ella no conocía la traición ni el engaño, sería tan cruel, tan despiadado hacer una cosa así, no podía, no podía, no quería irse, se quedaría allí porque ése era su deseo, pero, ¿qué hacer?, ¿qué objetar? 

Y así daba vueltas y vueltas en la cama y el sueño ni se asomaba, además ella no quería dormir, quería encontrar la solución que necesitaba y que tenía que hallar pronto, antes de que la enviaran a su casa y la arrancaran para siempre de su Pabellón, ella se iría con una infinita tristeza y un inmenso dolor y él se quedaría más solo aún, sin nadie que se sentara enfrente a contemplarlo y a compadecerlo, a espiar si alguien llegaba, si llevaban a algún muerto, hacía muchos días que no se moría nadie, ¡era el colmo!, con tantos enfermos tan graves como había, y pasaban un día y otro y otro y no se morían; y ella preguntando con gran disimulo, dominando su ansiedad, ¿cómo sigue la señora Escobar?, "pues ay está todavía sufriendo la pobre, es increíble la resistencia que tienen algunas personas, la semana pasada le dieron la Extrema Unción y ay sigue...", ¿y el señor del 305?, "¿don Severo?, pues también en el mismo estado, a veces ya parece que se va y al otro día se reanima, la familia ya está desesperada y también cansada y muy gastada...", ¿y la señora española?, "ay, esa pobre mujer ya más parece muerta que viva, pero todavía respira, cómo ha sufrido la pobre...", eso le decían, y ella que tenía la secreta esperanza de que alguno hubiera muerto y estuviera ahí en su Pabellón, haciéndole compañía, aunque fuera un rato solamente, pero nadie se moría y el pobre Pabellón condenado a la más terrible e injusta soledad, a la más angustiosa de las esperas, eso era su vida, esperar, esperar, esperar siempre, pero, ¿por qué ese terrible destino?, los otros pabellones llenos de gente, sin un solo cuarto vacío y el pobrecito solo... —Otra vez despierta, qué mal está eso, no les va a gustar nada a los doctores —dijo la enfermera de noche.

Desde ese día los médicos acordaron que Angelina tomara un mogadón a la hora de merendar para que durmiera bien. Y así fue. Esa noche Angelina durmió como duermen los niños, con un sueño profundo y reparador. Dados los buenos resultados obtenidos con la medicina, la prescribieron diariamente. Pero Angelina había encontrado de pronto la solución que tanto anhelaba y la cual buscaba desesperadamente a través del insomnio. Esa noche cuando después de merendar le dieron su pastilla, ella fingió que se la tomaba, pero la escondió con todo cuidado. Y así día tras día.

Angelina estaba ahora tranquila, aguardaba pacientemente y contaba sus pastillas como el avaro que con ojos desbordados de codicia cuenta su tesoro diariamente. A pesar de que no tomaba la pastilla dormía bien. Muy quedo, para no molestar a los demás enfermos, escuchaba su música clásica que tanto le gustaba hasta que terminaban los programas a la media noche. 

Después cerraba los ojos y comenzaba a soñar despierta cómo sería estar ahí, por fin ahí en el Pabellón, sumidos en su mutuo silencio y la perfecta paz en la misma soledad en la larga y dolorosa espera a través de la vida a través del opaco y gris peregrinar sin eco sin resonancia sin sentido en el largo vacío sin comunicación identificados plenamente confundidos y completos realizados... "sí, es perfecto" —se dijo Angelina aquella noche y decidió no retardar más ese sueño tantas veces soñado.

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