Estaré esperando - Raymond Chandler

Era la una de la madrugada cuando Carl, el portero nocturno, apagó la última de las tres lámparas de mesa del vestíbulo principal del hotel Windermere. El azul de la alfombra se oscureció un par de tonos y las paredes retrocedieron hasta hacerse distantes. Las sillas se llenaron de sombras perezosas. Los recuerdos pendían como telarañas en los rincones.

Tony Reseck bostezó. Ladeó la cabeza y escuchó la frágil, nerviosa música que salía de la sala de radio situada detrás del pequeño arco en que terminaba el vestíbulo. Frunció el ceño. Aquélla debería ser su sala de radio, a partir de la una de la madrugada. Nadie debería estar en ella. Aquella pelirroja le destrozaba las noches.

Desapareció el frunce y una sonrisa en miniatura se le dibujó en las comisuras de la boca. Aflojó los músculos. Era un hombre de edad madura, bajito, pálido, barrigudo, de largos y delicados dedos ahora asidos al diente de alce de la cadena de su reloj; dedos largos y delicados, de ilusionista, dedos de uñas brillantes, bien perfiladas, de afiladas falanges inferiores, dedos de extremos un tanto espatulados. Dedos hermosos. Tony Reseck se frotó las manos con dulzura. Había una paz en sus tranquilos ojos grisáceos.

El frunce volvió a su rostro. La música le molestaba. Se levantó con singular agilidad, de un solo movimiento, sin apartar las manos de la cadena del reloj. Sentado con sosiego en determinado momento, al siguiente ya estaba erguido, aplomado sobre los pies completamente inmóvil, tanto, que el movimiento de levantarse se hubiera dicho acción imperfectamente percibida, error visual.

Echó a andar pisando delicadamente la alfombra azul con sus zapatos pequeños y brillantes y cruzó la arcada. La música había aumentado de volumen. Contenía el estrépito ardiente y corrosivo, las carreras frenéticas y nerviosas de una competición, de música improvisada. Sonaba demasiado alta. 

La pelirroja estaba sentada y contemplaba en silencio el enrejillado de la voluminosa radio como si pudiera ver a la orquesta, su estereotipada sonrisa profesional, el sudor que corría por las espaldas. Estaba ovillada con las piernas bajo el cuerpo en un sofá que parecía tener casi todos los cojines de la sala. Se encontraba primorosamente envuelta en ellos, como un ramillete en el papel de la floristería.

No volvió la cabeza. Siguió inclinada, una mano cerrada sobre la rodilla color de melocotón. Vestía un pijama de seda de gruesos ribetes y bordado de negros capullos de loto.

-¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -preguntó Tony Reseck.

La chica movió despacio los ojos. Había poca luz, pero el violeta de aquellos ojos casi ofendía. Eran unos ojos grandes y profundos, sin la menor huella de pensamiento en ellos. Su rostro, clásico, carecía de expresión.

No dijo nada.

Tony sonrió, se llevó los dedos a los costados y los movió uno por uno , consciente de su contacto.

-¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -repitió con amabilidad.

-No a rabiar -dijo la chica, su voz sin inflexiones.

Tony se balancéo sobre los talones y la miró a los ojos. Grandes, profundos, vacíos. ¿O no? Se inclinó y enmudeció la radio.

-No me interprete mal -dijo la chica-. Goodman saca dinero y un tipo que saca dinero legal en estos tiempos es un tipo al que hay que respetar. Pero su música estrepitosa me da la sensación de pertenecer a una cervecería. Prefiero las cosas un tanto acarameladas.

-Tal vez le guste Mozart -dijo Tony.

-Venga ya, se burla usted de mí -dijo ella.

-De ningún modo, señorita Cressy. Creo que Mozart es el hombre más grande que haya existido jamás y Toscanini, su profeta.

-Creí que era usted el detective del hotel.

Apoyó la cabeza en un cojín y lo observó por entre las pestañas. -Póngame algo de ese Mozart -añadió.

-Es demasiado tarde -suspiró Tony-. No es posible ahora.

La muchacha le dedicó otra mirada clara y prolongada.

-Me ha echado el ojo encima, ¿eh, pies planos? -Rió levemente, casi para sus adentros-. ¿He hecho algo mal?

Tony esbozó su minúscula sonrisa.

-Nada, señorita Cressy. Nada en absoluto. Pero usted necesita tomar un poco de aire. Lleva cinco días en este hotel y aún no ha salido a la calle. Y tiene una habitación en lo más alto del edificio.

La chica volvió a reír.

-Hágame un cuento con eso, ande. Estoy aburrida.

-En cierta ocasión estuvo aquí una chica que ocupaba su misma suite. Estuvo en el hotel toda una semana, igual que usted. Sin salir para nada, quiero decir. Apenas si hablaba con nadie. ¿Qué cree que hizo?

Lo miró seria.

-Se marchó sin pagar la cuenta.

El hombre extendió su larga y delicada mano, agitó los dedos y produjo un efecto como de olas que se rompen.

-No. Hizo que se la preparasen y la pagó. Dijo entonces al botones que recogiera su equipaje al cabo de media hora. Y salió al balcón.

La muchacha se adelantó un poco, severos sus ojos todavía, una mano acariciando la rodilla color de melocotón.

-¿Cómo dijo que se llama usted?

-Tony Reseck.

-Suena húngaro.

-No -dijo Tony-, es polaco.

-Siga, Tony.

-Todas las habitaciones de arriba tienen balcones particulares, señorita Cressy. Y con barandillas demasiado bajas para estar a catorce pisos de altura. La noche era muy oscura y estaba nublado. -Dejó caer la mano en un gesto final, gesto de despedida-. Nadie la vio saltar. Pero cuando se produjo el choque, fue como un cañonazo.

-Se lo ha inventado usted, Tony -dijo ella con voz que era un seco susurro.

El hombre esbozó su módica sonrisa. Sus tranquilos ojos grises parecían casi alisar las largas ondas del pelo femenino.

-Eve Cressy -dijo soñadoramente-. Un nombre que espera rodearse de luces.

-Que espera a un tipo alto y moreno que no vale para nada, Tony. Y no me pregunte por qué. Estuve casada con él. Y podría volver a estarlo. En la vida se pueden cometer muchos errores. -La mano que reposaba en la rodilla se abrió lentamente hasta que los dedos no pudieron retroceder más. Entonces volvió a cerrarla con rapidez y sequedad, y aun a la escasa luz reinante brillaron los nudillos como huesitos pulimentados-. En cierta ocasión le hice una jugada sucia. Lo metí en un lío, sin intención. Tampoco pregunte por qué. Y ahora me siento en deuda.

El hombre se adelantó con suavidad y giró el botón de la radio. Las notas de un vals tintinearon en el aire. Un vals de oropel, pero vals al fin. Subió el volumen. La música brotaba del altavoz en torbellinos de atenuada melodía. Desde que Viena dejó de existir, todos los valses resultaban sombríos.

La chica ladeó la cabeza, canturreó tres o cuatro compases y se detuvo, la boca súbitamente tensa.

-Eve Cressy -dijo-. Hubo luces en cierta ocasión. En un club nocturno de mala muerte. Un tugurio. Hubo una redada y las luces se apagaron.

Sonrió él casi con burla.

-Mientras usted estuvo allí no fue ningún tugurio, señorita Cressy... Este es el vals que la orquesta tocaba siempre que el viejo portero se paseaba ante la entrada del hotel, cubierto el pecho de medallas en "La última carcajada". Por Emil Jannings. seguramente no la recordará, señorita Cressy. -Primavera, hermosa primavera -dijo-. No, no la he visto.

El hombre se alejó tres pasos y se volvió.

-Tengo que subir a comprobar las puertas. Espero no haberla molestado. Debería estar ya en la cama. Es un poco tarde.

El vals de relumbrón se detuvo y una voz rompió a hablar. La chica tomó la palabra por entre el sonido de la voz.

-¿De veras creyó posible una cosa así? Lo del balcón, quiero decir.

El hombre asintió.

-Quizá -dijo con suavidad-. Pero ya no.

-En ningún momento, Tony. -La sonrisa de ella era como una hojita perdida-. Vuelva para contarme más cosas. Las pelirrojas no saltan al vacío, Tony. Viven y se marchitan.

La miró seriamente durante un momento y luego se alejó. El portero estaba en la arcada que conducía al vestíbulo principal. Tony no había mirado en aquella dirección, pero sabía que había alguien allí. Siempre detectaba las presencias. Podía oír crecer la hierba, como el asno de "El pájaro azul".

El portero le hizo una seña apremiante con el mentón. La ancha cara que se alzaba por encima del cuello del uniforme parecía sudorosa y alarmada. Tony se acercó a él, cruzaron juntos la arcada y salieron al centro del pequeño vestíbulo.

-¿Dificultades? -preguntó Tony con cansancio.

-Hay fuera un individuo que quiere verte, Tony. No quiere entrar. Estaba limpiando el cristal de las puertas y se me acercó, un tío alto. "Quiero ver a Tony", dijo con la boca torcida.

-Ya -repuso Tony, que seguía contemplando los ojos celestes del portero-. ¿Cómo se llama?

-Dijo que Al.

La cara de Tony se volvió tan inexpresiva como si fuera de pasta.

-De acuerdo -echó a andar.

El portero lo retuvo por la manga.

-Oye, Tony, ¿tienes enemigos?

Tony rió cortés, la cara todavía como pasta de amasar.

-Oye, Tony -continuó el portero, sin soltarle la manga-. Hay un coche negro al final de la manzana, en dirección opuesta a los taxis. Hay un tío al lado, con el pie en el estribo. El que me habló llevaba un abrigo oscuro, todo abotonado, el cuello alzado hasta las orejas. Y el sombrero calado. Apenas si se le puede ver la cara. -Dijo: "Quiero ver a Tony", con la boca torcida. Tú no tienes enemigos, ¿verdad, Tony?

-Sólo en mi financiera -dijo Tony-. Lárgate ya.

-Echó a andar muy despacio y un poco tieso por la alfombra azul, y subió los tres suaves peldaños que daban acceso al vestíbulo de entrada, que contaba con tres ascensores, a un lado, y el mostrador de recepción, al otro. Sólo funcionaba uno de los ascensores. Junto a las puertas abiertas, cruzado de brazos, el ascensorista nocturno permanecía en silencio, vestido con su pulcro uniforme azul de plateados alamares. Era un mexicano moreno y flaco llamado Gómez. Un mozo nuevo que trabajaba en el turno de noche.

Al otro lado estaba el mostrador de recepción, de mármol rosado, con el encargado nocturno suavemente recostado sobre él. Un hombrecillo limpio de bigote rojizo y fino, y mejillas de tan vivo color que parecían maquilladas. Miró a Tony y se frotó el bigote con una uña.

Tony le apuntó con el índice estirado, encogió corazón, anular y meñique, alzó el pulgar y, sin doblarlo, lo dejó caer sobre el índice rígido. El empleado se rozó con aire aburrido el otro extremo del bigote.

Dejó atrás el quiosco cerrado y en sombras y la puerta lateral del drugstore, para llegar a las puertas de paneles de cristal y marco de bronce. Se detuvo exactamente ante ellas y tragó una profunda e intensa bocanada de aire. Cuadró los hombros, abrió las puertas y salió al aire nocturno, frío y húmedo.

La calle estaba oscura y en silencio. El ruido del tráfico de Wilshire, a dos manzanas de distancia, carecía de entidad y de significado. Había dos taxis a la izquierda. Los choferes estaban apoyados en el guardabarros, uno junto a otro, fumando. Tony echó a andar en dirección contraria. El gran coche negro distaba un tercio de manzana de la puerta del hotel. Habían reducido las luces al mínimo y sólo cuando lo tuvo a corta distancia alcanzó a oír el suave rumor del motor.

Una figura alta se apartó del vehículo y se dirigió hacia él, las manos en los bolsillos del abrigo oscuro de cuello subido. En la boca del hombre, como una perla herrumbrosa, brillaba levemente una colilla.

Cuando se encontraron frente a frente se detuvieron.

-Hola, Tony -dijo el alto-. Hace tiempo que no nos veíamos.

-Hola, Al. ¿Qué tal te va?

-No puedo quejarme. -El alto hizo ademán de sacar la derecha del bolsillo, pero se detuvo y rió suavemente-. Lo había olvidado. Me parece que no quieres que nos demos la mano.

-Es algo que carece de sentido -dijo Tony-. El estrecharse la mano. Los monos se dan la mano. Bueno, Al, ¿qué mosca te ha picado?

-Sigues siendo el gordito gracioso de siempre, ¿eh, Tony?

-Supongo -dijo Tony con tenso parpadeo.

Notaba un nudo en la garganta.

-¿Te gusta trabajar ahí?

-Es un trabajo Al volvió a reír con risa suave.

-Tú, tranquilo, Tony. Yo me agitaré por ti. O sea que es un trabajo y que quieres conservarlo. Muy bien. Una chica que se llama Eve Cressy se aloja en tu tranquilo hotel. Hazla salir. Ahora mismo y de prisa.

-¿Qué es lo que pasa?

El alto recorrió la calle con la mirada. Atrás, en el coche, un hombre tosió ligeramente.

-Está liada con un mal elemento. No tengo nada personal contra ella, pero te traerá problemas. Hazla salir, Tony. Tienes una hora aproximadamente.

-Claro -dijo Tony con indiferencia, sin expresión.

Al sacó la mano del bolsillo y la puso sobre el pecho de Tony. Le dio un empujón flojo, perezoso.

-No hablo por hablar, hermanito gordo. Hazla salir de ahí.

-De acuerdo -dijo Tony, sin la menor inflexión en la voz.

El alto apartó la mano y la dirigió a la portezuela del coche. La abrió y comenzó a escurrirse dentro como una delgada sombra negra.

Pero se detuvo a mitad de camino, dijo algo a los hombres que había dentro y volvió a enderezarse. Regresó al lugar donde aguardaba Tony en silencio, sus ojos claros iluminados levemente por los reflejos de la calle.

-Mira, Tony. Siempre has sido discreto. Eres un buen hermano.

Tony no dijo nada.

Al se inclinó hacia él, sombra alargada y anhelante, el cuello alzado rozándole casi las orejas.

-Es un asunto feo, Tony. A los chicos no les gustaría, pero te lo voy a contar de todas formas. La Cressy estuvo casada con un muchacho llamado Johnny Ralls. Ralls salió de San Quintín hace unos días, una semana tal vez. Le cayeron tres tacos, por homicidio involuntario. La chica lo metió allí. Atropelló a un viejo una noche, borracho, y ella iba con él. Johnny quiso huir, pero ella le dijo que se entregara y contase lo ocurrido. El no se entregó. Y ella, que lo había amenazado con hacerlo, le envió la bofia.

-Increíble -dijo Tony.

-Pues es el Evangelio, muchacho. Mi trabajo consiste en saber cosas. Y el tal Ralls, cuando estaba en el talego, no hacía sino hablar de la chica, de que estaría esperándolo cuando saliera, dispuesta a perdonar y olvidar, y que iría a buscarla.

-¿Qué significa ese hombre para ti? -indagó Tony con voz seca y áspera, como una rasgadura en un papel grueso.

Al se echó a reír.

-Los chicos de incidentes quieren verlo. Llevaba una mesa de juego en un local del Strip y organizó un chanchullo. Entre él y otro tío le soplaron a la casa cincuenta de los grandes. El otro aflojó la mosca, pero aún nos faltan los veinticinco de Johnny. Los de incidentes no cobran para olvidar.

Tony recorrió la oscura calle con la mirada. Uno de los taxistas tiró una colilla que trazó una hipérbole por encima de uno de los taxis. Tony la vio caer y chisporrotear en el asfalto. Escuchó el suave ronroneo del motor del cochazo negro.

-No quiero saber nada de esto -dijo-. La haré salir.

Al se alejó asintiendo.

-Un muchacho listo. ¿Cómo está mamá?

-Bien -dijo Tony.

-Dile que he preguntado por ella.

-Preguntar por ella es nada -replicó Tony.

Al se volvió con rapidez y se introdujo en el coche. Este giró perezosamente a mitad de manzana y retrocedió hacia la esquina. Se encendieron las luces y barrieron una pared. Dobló la esquina y desapareció. El penetrante olor de los gases del tubo de escape alcanzó el olfato de Tony, que dio la vuelta, se dirigió hacia el hotel y entró. Siguió el camino de la sala de radio.

El aparato seguía murmurando, pero la chica ya no estaba en el sofá. Los cojines conservaban el hueco de su cuerpo. Tony se inclinó y los tocó. Aún conservaban cierto calor, según le pareció. Apagó la radio y se quedó inmóvil, agitando el pulgar ante sí, la mano abierta y pegada al estómago. Volvió entonces al vestíbulo, en dirección a los ascensores, y se detuvo junto a un jarrón de mayólica con arena blanca. El empleado trajinaba tras una pantalla de cristal esmerilado, al extremo del mostrador. La atmósfera estaba inmóvil.

La zona de los ascensores estaba a oscuras. Tony miró la aguja indicadora del camarín central y vio que estaba en el piso 14.

-Se ha ido a dormir -dijo en voz baja.

-La puerta del alojamiento del portero, situada junto a los ascensores, se abrió y dio paso al ascensorista nocturno, el pequeño mexicano, vestido con ropa de calle. Sus ojos color castaño claro dedicaron a Tony una tranquila mirada de soslayo.

-Buenas noches, jefe.

-Sí -dijo Tony, abstraído.

Sacó del bolsillo del chaleco un fino cigarro moteado y lo olisqueó. Lo observó despacio, dándolo vueltas entre los pulcros dedos. Había un leve desgarrón longitudinal. Frunció la frente ante eso y tiró el cigarro.

Se oyó un ruido lejano y la aguja del indicador comenzó a girar en el círculo de bronce. Aparecieron las luces del ascensor y la línea recta del piso de la caja disolvió la oscuridad del fondo. Se detuvo el ascensor, se abrieron las puertas y salió Carl.

Sus ojos tropezaron los de Tony con ligero sobresalto, y fue hacia él con la cabeza ladeada, un leve brillo a lo largo del rosado labio superior.

-Oye, Tony.

Tony lo tomó del brazo con brusco giro de mano y le dio la vuelta. Lo empujó con rapidez, aunque también con naturalidad, escalones abajo, hasta el oscuro vestíbulo principal, y lo condujo a un rincón. Le soltó el brazo. La garganta se le había puesto otra vez tirante, sin que supiera por qué.

-¿Y bien? -dijo sombríamente-. ¿Qué he de oír?

El mozo metió la mano en un bolsillo y sacó un dólar.

-Me ha dado esto -dijo con indolencia. Sus ojos miraron el vacío, más allá del hombro de Tony. Parpadeó muy de prisa.

-Hielo y cerveza de jengibre.

-No me vengas con cuentos -gruñó Tony.

-Es el tipo de la 14 B -insistió el portero.

-Deja que te huela el aliento.

El mozo se adelantó hacia él, obediente.

-Alcohol -dijo Tony con resolución.

-Me invitó a un trago.

Tony miró el billete de un dólar.

-No hay ningún huésped en la 14 B. No en mi lista, por lo menos -dijo.

-Sí. Sí que lo hay -el mozo se lamió los labios y parpadeó varias veces-. Un tipo moreno y alto.

-Está bien -dijo Tony de mal humor-. Está bien. En la 14 B hay un tipo alto y moreno que te ha dado un pavo y un trago. ¿Y qué?

-Tenía una pistola bajo el brazo -precisó Carl y parpadeó de nuevo.

Tony sonrió, pero sus ojos había cobrado el brillo mortecino del hielo grueso.

-¿Has subido tú a la señorita Cressy a su habitación?

Carl negó con la cabeza.

-Fue Gómez. Lo vi acompañarla.

-Lárgate ya -dijo Tony entre dientes-. Y no aceptes más tragos de los huéspedes.

No se movió hasta que Carl se hubo metido en el cubículo que había junto a los ascensores y cerrado la puerta. Subió luego en silencio los tres peldaños y se quedó ante el mostrador, los ojos fijos en el mármol rosado con vetas, en el portaplumas de ónice y en la nueva cartulina de inscripción con su marco de cuero. Alzó una mano y la dejó caer con fuerza en el mármol. El empleado apareció tras la mampara de cristal, como una ardilla que sale de su madriguera.

Sacó del bolsillo superior un papel y lo desplegó en el mostrador.

-Aquí no figura nadie en la 14 B -dijo con voz agria.

El empleado se tocó cuidadosamente el bigote.

-Lo lamento. Seguramente estabas cenando cuando se inscribió.

-¿Quién?

-Un tal James Watterson, de San Diego -dijo el empleado bostezando.

-¿Preguntó por alguien?

El empleado se detuvo a medio bostezo y miró la coronilla de Tony.

-Pues sí. Preguntó por una orquesta de swing. ¿Por qué?

-Listo, rápido y gracioso donde los hayan -dijo Tony. Anotó el nombre en el papel y se lo guardó en el bolsillo-. Voy arriba a comprobar puertas. Tenéis sin alquilar todavía cuatro habitaciones superiores. Y despéjate, hijo. Estás que te caes.

-Lo procuraré -gruñó el empleado mientras terminaba el bostezo-. No tardes, chiquitín. No sé cómo matar el tiempo.

-Podrías afeitarte esa pelusa exquisita que llevas en el labio -dijo Tony, y se dirigió a los ascensores.

Abrió uno de los que estaban apagados, encendió la luz superior y apretó el botón del catorce. Volvió a apagarlo, salió y cerró las puertas. El rellano era allí más pequeño que en los demás pisos, excepto el del inmediato inferior. Las tres paredes que lo formaban tenían sendas puertas azules de una sola hoja. En cada puerta había un número, una letra y, rodeándolos, una filigrana, todo ello dorado. Tony fue a la 14 A y aplicó el oído a la madera.

No oyó nada. Eve Cressy podía estar durmiendo, en la cama, en el cuarto de baño o en el balcón. O bien, sentada a pocos pasos de la puerta, contemplando las musarañas. En este último caso, mal podía oírla. Fue a la 14 B y repitió la operación. Allí era otra cosa. Se oía ruido dentro. Un hombre tosía. En cierto modo, parecía una tos solitaria. No percibió voces. Apretó el nacarado botón que había al lado de la puerta.

Unos pasos se aproximaron sin prisa. Y una voz pastosa habló al otro lado de la madera. Tony no respondió, no hizo el menor ruido. Volvió a apretar el timbre.

El señor James Watterson, de San Diego, debería haber abierto, seguidamente, y provocado algún ruido. Pero no lo hizo. El silencio que se aposentó al otro lado de la puerta era como el de un glaciar. Tony aplicó una vez más la oreja. Silencio absoluto.

Sacó una llave maestra prendida de una cadena y la introdujo suavemente en la cerradura. La hizo girar, abrió la puerta unos centímetros y retiró la llave. Entonces, esperó.

-Está bien -dijo con aspereza la voz-. Entre y cobre.

Tony abrió del todo y se quedó quieto, enmarcado por la luz del rellano. El hombre era alto, de pelo negro y cara angulosa y pálida. Empuñaba una pistola. Y la empuñaba como si entendiera de pistolas.

-Entre -gangueó.

Tony cruzó el umbral y cerró con el hombro. Mantenía las manos ligeramente separadas de los costados, los ágiles dedos doblados y fláccidos. Sonrió con serenidad.

-¿El señor Watterson?

-¿Qué más?

-Soy el detective de la casa.

-Para morirse.

El hombre alto, de cara pálida, en cierto modo apuesto y en cierto modo no, retrocedió lentamente. La habitación era grande, con balcones en dos de sus lados. Cada una de las habitaciones de la torre disponía de un balcón particular al que daba acceso una ventana practicable. Ante un agradable sofá había un juego de atizadores tras una mampara de madera. En una bandeja del hotel distinguió un vaso alto, empañado, junto a un sillón hondo y cómodo. El hombre retrocedió hasta el mueble y se quedó delante. La pistola, grande y reluciente, se inclinó y apuntó hacia el suelo.

-Para morirse -repitió-. Llevo una hora en esta zahúrda y el poli de la casa viene a llamarme a la puerta. Muy bien, encanto, registre el armario y el lavabo. Pero le advierto que la chica acaba de marcharse.

-Usted no la ha visto aún -dijo Tony.

La descolorida cara del hombre se llenó de insospechadas arrugas. Su voz espesa bordeó el gruñido.

-¿De veras? ¿A quién no he visto aún?

-A una chica llamada Eve Cressy.

El hombre tragó saliva. Puso la pistola en la mesa, junto a la bandeja. Se sentó en el sillón, rígido, como un hombre afectado de lumbago. Luego adelantó el cuerpo, descansó las manos en las rodillas y sonrió a boca llena.

-Así que está aquí, ¿eh? Aún no he preguntado por ella. Soy un tipo precavido. Aún no he hecho preguntas.

-Hace cinco días que está aquí -dijo Tony-. Esperándolo a usted. No se ha movido del hotel ni un minuto.

La boca del hombre se agitó un tanto. Su sonrisa acusó la mueca.

-Me he retrasado un poco en el Norte -dijo en tono plácido-. Ya sabe: visitando a viejos amigos. Parece usted muy al tanto de mis asuntos, polizonte.

-Así es, señor Ralls.

El hombre se puso de pie bruscamente y asió de un manotazo la pistola. Se quedó quieto, apoyado en la mesa, fija la mirada.

-Las mujeres hablan demasiado -dijo con cierta sordina en la voz, como si entre los dientes tuviera algo blando que la oscureciera.

-Las mujeres no, señor Ralls.

-¿Eh? -la pistola resbaló en la dura madera de la mesa-. Hable claro, poli. Mi adivino está de vacaciones.

-Las mujeres no. Los tíos. Los tíos con pistola.

El silencio glacial volvió a caer sobre ellos. El hombre se enderezó lentamente. Su rostro carecía de expresión, pero sus ojos parecían acosados. Tony adelantó su cuerpo rechoncho y más bien pequeño, de rostro amable, tranquilo, pálido y ojos tan claros como el agua de los bosques.

-Nunca descansan esos tipos -dijo Johnny Ralls y se lamió un labio-. Siempre alerta, día y noche. La empresa nunca duerme.

-¿Los conoce? -dijo Tony con voz queda.

-Tal vez pudiera aventurar diez hipótesis. Y, de las diez, doce serían correctas.

-Los chicos de incidentes -dijo Tony con una esbozada sonrisa.

-¿Dónde está ella? -preguntó Johnny Ralls en tono áspero.

-En la habitación de al lado.

El hombre salió al balcón, dejándose la pistola en la mesa, se quedó ante el muro y lo estudió con ojos atentos. se aupó entonces sujetándose a la reja de la divisoria. Cuando se soltó y volvió, su cara había perdido algunas arrugas. Sus ojos tenían un brillo más sosegado. Regresó junto a Tony.

-Estoy en un aprieto -dijo-. Eve me envió un poco de pasta y yo la multipliqué con un asunto que me procuré en el Norte. Es dinero de los dos, quiero decir. Los chicos de incidentes hablaron de veinticinco de los grandes. -Sonrió aviesamente-. Yo me pongo a contar y no pasa de quinientos dólares. Será difícil hacerles creer eso, supongo.

-¿Qué hizo usted con el otro? -preguntó Tony con indiferencia.

-Jamás lo tuve, polizonte. Olvide ese cuento. Soy el único individuo en el mundo que me cree. Aquello fue un embrollo que me montaron.

-Puede que yo también lo crea -dijo Tony.

-No suelen matar. Pero pueden ser terriblemente duros.

-Unos forajidos -dijo Tony con desprecio amargo y repentino-. Los tipos que andan con pistola no son más que forajidos.

Johnny Ralls tomó el vaso y lo vació. Los cubitos de hielo tintinearon suavemente según lo apartaba. Tomó la pistola, la hizo bailar en la mano y se la guardó boca abajo, en un bolsillo interior, a la altura del pecho. Se quedó mirando la alfombra.

-¿Por qué me cuenta todo esto, polizonte?

-Pensaba en que la dejase usted en paz un tiempo.

-¿Y si no lo hago?

-A mí me parece que lo hará -dijo Tony.

Johnny Ralls asintió con calma.

-¿Puedo salir de aquí?

-Puede tomar el ascensor de servicio, que lleva al garaje. Alquile un coche. Le daré una tarjeta para el empleado del garaje.

-Es usted un tipo gracioso -dijo Johnny Ralls.

Tony sacó una gastada billetera de piel de avestruz y garabateó en una tarjeta. Johnny leyó el escrito y la sostuvo en la mano, golpeándola contra la uña del pulgar.

-Podría llevármela conmigo -apuntó, achicando los ojos.

-Y podría también dar un paseo en canasta -continuó Tony-. Ya le he contado que está aquí desde hace cinco días. La han reconocido. Un tipo al que conozco me llamó y me dijo que la sacara de aquí. Me explicó de qué iba todo. Así que es a usted a quien voy a sacar en su lugar.

-Les encantará -dijo Johnny Ralls-. Le mandarán violetas.

-Lo lamentaré en mis días de asueto.

Johnny Ralls volvió la mano y observó la palma.

-Podría verla, de todos modos. Antes de irme. La habitación de al lado dijo usted, ¿no?

Tony giró sobre los talones y se dirigió a la puerta.

-No pierda el tiempo, buen mozo -dijo por encima del hombro-. Yo podría cambiar de idea.

-Que yo sepa, es posible que me la esté jugando ya -dijo el hombre, casi con amabilidad.

Tony no se volvió.

-Es un riesgo que ha de correr.

Llegó a la puerta y salió de la habitación. La cerró con cuidado, en silencio; miró una sola vez la puerta 14 B y entró en el oscuro ascensor. Bajó a la planta de la lavandería y salió para apartar la cesta que mantenía abierto en aquel piso el ascensor de servicio. La puerta se cerró con suavidad. Procuró que no hiciera ningún ruido. Al otro lado del pasillo había luz, la que salía por la puerta abierta de la oficina del conserje. Tony volvió al primer ascensor y bajó al vestíbulo.

El empleadillo estaba escondido tras el cristal esmerilado, revisando las cuentas. Tony cruzó el vestíbulo principal y entró en la sala de la radio.El aparato estaba en marcha otra vez, muy bajo Ella estaba allí, acurrucada en el sofá. El altavoz le murmuraba cosas, tan leve y bajo su sonido que se hubiera tomado por el murmullo de los árboles. La muchacha volvió la cabeza despacio y le sonrió.

-¿Ha terminado de comprobar puertas? No podía dormir. Así que bajé otra vez. ¿De acuerdo?

El sonrió y asintió. Se sentó en un sillón verde y acarició los gruesos brazos tapizados.

-Claro, señorita Cressy.

-Esperar es lo más terrible que hay, ¿no le parece? Me gustaría que mirase esa radio. Suena como una rosquilla que doblaran.

Tony manipuló el aparato y, no encontrando mejora, volvió a la emisora de antes.

-Los parroquianos están, todos, borrachos de cerveza.

La chica volvió a sonreírle.

-¿No le molesta que me quede aquí, señorita Cressy?

-Al contrario. Es usted una persona muy cariñosa, Tony.

El hombre observó el suelo con el ánimo tenso y sintió un cosquilleo en el espinazo. Esperó a que pasara. Desapareció poco a poco. Entonces se echó hacia atrás, flojos otra vez los músculos, los pulcros dedos cerrados en torno del diente de alce. Escuchó. No la radio, sino cosas lejanas, inconcretas, cosas amenazadoras. Y tal vez el seguro viraje de unas ruedas que se alejaban en una noche desconocida.

-Nadie es del todo malo -dijo en voz alta.

La chica lo miró desconcertada.

-Entonces me he confundido dos o tres veces.

El hombre asintió.

-Claro -admitió juiciosamente-. Supongo que también hay malas personas.

La chica bostezó y entornó los ojos de intenso color violeta. Se acomodó en los cojines.

-Quédese un rato, Tony. Quizá pueda dar una cabezada.

-Claro. No tengo nada que hacer. No sé para qué me pagan.

La muchacha se durmió enseguida y quedó totalmente inmóvil, como un niño. Tony contuvo el ruido de la respiración durante diez minutos. No hizo más que mirarla, la boca un tanto abierta. Había una quieta fascinación en sus límpidos ojos, como si se encontrase ante un altar.

Luego se levantó con cuidado infinito y se alejó hacia el vestíbulo de la entrada y hacia el mostrador. Se quedó junto a éste escuchando un rato. Oyó el rasgar de una pluma que no veía. Dobló la esquina y se dirigió a los teléfonos, instalados en el interior de pequeños compartimientos de vidrio. Descolgó uno y pidió a la telefonista de noche que lo pusiera con el garaje.

Oyó el zumbido un par de veces y entonces respondió una voz juvenil: -Hotel Windermere. Aquí el garaje.

-Soy Tony Reseck. Es por un tal Watterson, al que he dado una tarjeta. ¿Se ha ido?

-Claro, Tony. Hace casi media hora. ¿Lo pongo en tu cuenta?

-Sí -dijo Tony-. Es un conocido. Gracias. Hasta luego.

Colgó y se rascó el cuello. Volvió al mostrador y dio una palmada en él. El empleado asomó la cabeza con una sonrisa de bienvenida que desapareció cuando vio a Tony.

-¿Es que no se puede trabajar en paz? -gruñó.

-¿Qué pone en la cuenta de la 14 B?

El empleado lo miró con detenimiento.

-No se ha hecho ninguna para la parte alta.

-Pues haz una. El tipo se ha ido ya. No ha estado aquí más que una hora.

-Está bien, está bien -dijo el empleado; sin dar importancia al asunto-. Parece que el personaje no tiene suerte esta noche. Lo pondremos en gastos generales.

-¿Te bastan cinco pavos?

-¿Es amigo tuyo?

-No. Sólo un borracho lleno de frustración y sin un clavo en el bolsillo.

-Supongo que se puede pasar por alto, Tony. ¿Cómo se fue? -Lo puse en el ascensor de servicio. Tú estabas dormido. ¿Te bastan cinco pavos?

-¿Por qué?

Reapareció la billetera de piel de avestruz y un billete de cinco dólares se deslizó por el mármol.

-Es cuanto le pude sacar -dijo Tony con indiferencia.

El empleado agarró los cinco con aire de asombro.

-Tú mandas -dijo y se encogió de hombros. Sonó el teléfono del mostrador y el empleado descolgó. Escuchó y le pasó el auricular a Tony-. Es para ti.

Tony tomó el aparato y se lo llevó cerca del pecho. Pegó los labios a la parte emisora. La voz le era desconocida. Tenía un dejo metálico. Sus sílabas eran escrupulosamente inidentificables.

-¿Tony? ¿Tony Reseck?

-Al habla.

-Un mensaje de Al. ¿Lo suelto?

Tony miró al empleado.

-Sé bueno -le dijo. El empleado esbozó una leve sonrisa y se alejó-. Suéltalo -dijo por el teléfono.

-Tuvimos un pequeño asunto con un tipo que estaba en el hotel. Lo agarramos cuando quería largarse. Al tuvo la corazonada de que tú lo habías hecho salir. Lo seguimos y lo empujamos contra el bordillo. Hubo dificultades. Tiros.

Tony apretó con fuerza el teléfono. La evaporación del sudor le producía frío en las sienes.

-Sigue -dijo-. Porque supongo que hay más.

-Un poco. El tipo se cargó al jefe. Frito. Al... Al dijo que lo despidiera de ti.

Tony se apoyó bruscamente en el mostrador. De su boca brotó un sonido inarticulado.

-¿Lo tomas? -la voz metálica parecía impaciente, un poco aburrida-. El tipo llevaba un arma. La utilizó. Al no podrá ya telefonear a nadie.

Tony sacudió el teléfono y la base del mismo golpeó el mármol rosado. Tenía en la boca un nudo seco y duro.

Dijo la voz: -Y eso es todo, chico. Buenas noches.

Sonó un seco chasquido, como el de un guijarro lanzado contra una pared.

Tony colgó el auricular con mucho cuidado, como para evitar que produjera el menor ruido. Se observó la mano izquierda. La tenía agarrotada. Sacó un pañuelo, se frotó la palma con suavidad y se enderzó los dedos con la otra mano. A continuación se enjugó la frente. El empleado volvió a asomar la cabeza y lo miró con ojos brillantes.

-Tengo libre el viernes. ¿Por qué no me pasas ese número de teléfono?

Tony asintió al empleado y sonrió débilmente durante un minuto. Se guardó el pañuelo y palpó el bolsillo en que lo había metido. Se dio la vuelta, se alejó del mostrador, cruzó el vestíbulo de la entrada, bajó los tres suaves escalones, se adentró en la zona oscura del vestíbulo principal y cruzó una vez más el arco que daba entrada a la sala de radio. 

Se movía con cuidado, como hombre que se desplaza en un cuarto donde hay una persona muy enferma. Llegó al sillón que había ocupado y se dejó caer en él centímetro a centímetro. La chica seguía durmiendo, inmóvil, con ese abandono que se da en ciertas mujeres y en todos los felinos. El vago murmullo de la radio ahogaba el sonido de la respiración femenina.

Tony Reseck se arrellanó en el sillón, cerró las manos alrededor del diente de alce y entornó apaciblemente los ojos. 

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