El abrazo - Amparo Dávila

Sentada frente a la ventana se entretenía mirando las gotas de agua que se deslizaban por los cristales. Era una lluviosa y oscura noche de otoño, una de esas noches en que la lluvia cae lenta y continuadamente con monotonía de llanto asordinado, de ese llanto que se escucha por los rincones de las casas abandonadas. 

Desde su asiento podía ver los relámpagos que centelleaban en aquel sombrío horizonte de siluetas de edificios, iluminados sólo breves instantes con la luz de los rayos. De vez en cuando se recargaba sobre la ventana y se ponía a contemplar la calle solitaria y la lluvia que caía sobre las viejas baldosas formando charcas o fugándose en corrientes. 

Era casi todo lo que podía hacer en esas noches cuando el deficiente alumbrado de la ciudad bajaba considerablemente o se interrumpía por intervalos, debido a las constantes descargas eléctricas. 

Noches tristísimas en que sentía el peso de un pasado plenamente vivido, y la soledad presente que la envolvía como ese inmenso silencio, sólo cortado por los truenos, los aullidos de los perros que los vecinos amarraban, o por el viento azotando puertas y ventanas. 

Cansada de mirar la calle desierta tomó su labor de gancho y se sentó a tejer, a tejer también sus recuerdos cuando ella, Marina, lo esperaba noche tras noche espiando su llegada por entre los visillos de la ventana, inquietándose hasta la muerte si él no venía a tiempo. 

A medida que los minutos pasaban se iba poniendo más nerviosa, se miraba al espejo cada cinco minutos empolvándose la nariz una vez y otra, se ponía perfume, crema en las manos, se peinaba, volvía a peinarse, de nuevo perfume, se limaba las uñas, enderezaba la línea de las medias, intentaba leer pero ninguna lectura lograba interesarla y botaba el libro con disgusto; iba y venía por la casa consultando el reloj, despejo, corría a la ventana.

¡Cuántas veces había llorado temiendo que algo le hubiera ocurrido, o que ya no la quisiera más y no regresara nunca! También se atormentaba pensando que estuviera con otra mujer, y sollozaba estropeando lamentablemente el maquillaje, consumiéndose de dolor y desesperación hasta que por fin oía la llave dando vueltas en la cerradura... 

El largo chirrido, como un doloroso lamento, de una puerta que el viento abrió la hizo estremecer, y la ráfaga de aire que llegó hasta ella fue como un aliento frío junto a su cara, un leve soplo helado. Marina se acomodó el chal de lana y fue a cerrar la puerta. Volvió a sentarse y continuó su tejido. 

Raquel la había enseñado a tejer, Raquel, y una gran nostalgia la invadió al evocar el nombre de su amiga, su única amiga. Desde la escuela habían sido inseparables, Marina le contaba todas sus cosas a pesar de que Raquel siempre censuró su manera de ser y de pensar y a toda costa quería cambiarla. 

Era natural que Raquel, educada dentro de una moral demasiado rígida y llena de escrúpulos, no pudiese aceptar ni aprobar nada que se saliera de sus principios, pero a pesar de todo había sido su gran confidente. ¡Qué lejanas y diluidas en el pasado estaban aquellas tardes cuando tomaban el té en el saloncito con muebles Luis XV de la casa de Raquel! Allí hablaban horas y horas, hasta que la tarde caía y ella se iba casi corriendo para arreglarse y esperarlo. 

"Nunca creí ser capaz de amar tanto, Raquel", le decía siempre, y Raquel expresaba su desaprobación moviendo la cabeza, y esbozaba una sonrisa sin decir nada. ¡Cómo le dolió cuando Raquel se casó y se fue a vivir a Viena, nada menos que a Viena, un lugar tan distante. Ella se había sentido muy triste y deprimida el día de la boda, como si tuviera el presentimiento de perderla, presentimiento que se realizó muy pronto. 

Nunca le habían gustado las bodas, y a muy pocas había asistido. A la de Raquel, y a aquella otra. Aquella que decidió su vida...  

Estrenó vestido y sombrero, un vestido de encaje lila que todos opinaron que era muy hermoso; pero ella no se sentía contenta, le molestaba, no, no era sólo eso, se trataba de algo más grave; le dolía mucho, muchísimo, más de lo que nunca hubiera podido imaginar, que se casara él, el amigo que tanto quería desde la infancia, quien había estado siempre tan cerca de ella en todos los momentos alegres y dolorosos. 

Durante la misa no pudo contenerse y había llorado desconsoladamente y sin importarle nada, en aquella iglesia pletórica de gente elegantísima, de flores y de música. Sabía que resultaba absurdo y sobre todo cursi ir a llorar a una boda, pero su sentimiento era superior a toda formalidad y simulación. No soportaba verlo uniéndose para siempre con una mujer insignificante, vulgar, sin ningún atractivo; no, no podía soportarlo porque supo entonces, con toda certeza, que lo amaba y lo quería sólo para ella. 

Después de la ceremonia fue con Raquel a la sacristía a felicitar a los novios. Raquel no le había hecho ningún comentario hasta ese momento, pero era innegable que había descubierto lo que le pasaba. 

Al abrazarlo no pudo impedir que volvieran a brotar las lágrimas. "Es absurdo, ¿no crees?", fue lo único que se le había ocurrido decir, pero en los ojos de él y en el mutuo temblor del abrazo vio que no era absurdo y que la vida comenzaba para los dos en ese instante... 

Nunca volvió a saber nada de Raquel. Desde que se fue a vivir a Viena, no había recibido ni una carta en todos esos años. Tal vez el marido, más lleno de prejuicios que la misma Raquel le había prohibido su amistad, tal vez... ¿Quién lo podía saber? 

Los había perdido casi al mismo tiempo. En unos cuantos meses se quedó completamente sola; pero Marina prefería recordar otras cosas, otros momentos que habían llenado su vida. Aquellas noches en las que ella, ahora, hubiera querido haberse muerto de placer entre sus brazos, habría sido hermoso haber muerto así; las manos enlazadas, las bocas unidas, una sola respiración, un solo estremecimiento y, después…  

Marina comenzó a percibir un olor, como de azahar o de limón o de hojas de naranjo, un perfume que invadía la habitación. Se olió las manos, no olían a nada, a jabón quizá; aspiró hondamente; era el olor que tanto le gustaba, el olor de él, a limpio, a lavanda. "Los aromas permanecen como los recuerdos, se quedan para siempre." 

Cuando él se iba, Marina buscaba en el lecho el olor de su cuerpo y volvía a dormirse pensando que seguía a su lado. Cuando se lo contaba, él se reía. ¡Cómo le gustaba verlo reír!, se veía más joven aún, con ese mechón rubio que al primer descuido le caía sobre la frente, y esa como mueca irónica que hacían sus labios tan finos y bien dibujados. Era tan niño cuando se reía. 

Cuánto lo había amado, cuánto lo amaba, tanto, que ella estaba allí, sin tiempo, sin importarle ya nada, lejos de todo y de todos, confinada, sólo recordando momento tras momento, palabra por palabra, como si no hubieran pasado los años, como si sólo ayer... 

Y Marina sintió una imperiosa necesidad de verlo, de saber cómo había sido. Se levantó y fue a buscar un cofre donde conservaba cartas, retratos, un pañuelo, flores secas, y todas esas pequeñas cosas que se van guardando... 

Ahí estaba rodeado de los maestros el día de su recepción de abogado; al contemplarlo Marina sintió como un hormigueo que le subía por las venas y un sollozo que la ahogaba. Una descarga eléctrica sacudió la noche y la luz se fue. Marina se quedó inmóvil con el cofre abierto esperando que volviera. 

Lentamente las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, después de tanto tiempo de no poder llorar. Cuando creía que ya las había agotado todas, llegaban ahora, como una lluvia tibia, a refrescar los ojos ardidos por la falta de sueño. 

El débil resplandor de una lamparilla de aceite, que acostumbraba tener en su recámara, dejaba llegar hasta la sala una leve claridad. Conservaba esa lámpara encendida constantemente, porque quería que fuera como un testimonio de su amor intacto. Al regresar la luz contempló la fotografía humedecida por las lágrimas...  

Llevaba un traje oscuro la noche de la recepción, se veía muy serio, los nervios sin duda, era muy nervioso, demasiado nervioso, más de lo que sus amigos pensaban, siempre tenía las manos frías y húmedas, ella se las tomaba entre las suyas hasta lograr quitarles la rigidez y calentarlas, sus manos delgadas, largas... En aquella otra fotografía estaban los dos, con amigos... 

Después de la cena habían bailado, bailaba muy bien, recordó aquel paso tan suyo como si arrastrara un poco el pie al dar las vueltas, era bastante alto, ella le llegaba hasta el hombro y ahí recostaba su cabeza, siempre bailaban estrechamente abrazados como si fueran un solo cuerpo, y ella revivió un hondo estremecimiento, una vibración de todo su ser, a su solo recuerdo. 

Un poco mareados por los cocteles habían ido a dar un paseo a la Presa, ella se quitó los zapatos y había corrido descalza por la cortina... 

Marina escuchó unas leves pisadas como si alguien hubiera entrado en la sala, ese ruido de la madera vieja cuando uno camina. "Son sólo los muebles que rechinan y truenan con la humedad, las cómodas, las mesas, las sillas, todo cruje, todo se lamenta, las he oído tantas veces, de noche todos los ruidos se agrandan, el tic tac del reloj que durante el día apenas se escucha, en el silencio de la noche es como un péndulo imponente"... 

Él se había quedado fumando, recargado sobre el pretil de la cortina de la Presa, mirándola correr, sin decir nada, se veía tan pálido bajo la luz de la luna llena, tan terriblemente..., tan terriblemente pálido y hermoso como ahora que la contemplaba inmóvil y sereno allí, de pie cerca del piano. 

Marina se fue incorporando mientras su corazón golpeaba sordo y acelerado, y colocó el cofre sobre una mesa que estaba a su lado. Se quedó sin saber qué hacer ni qué pensar, paralizada, como si de pronto hubiera caído en el vacío, debía ser la sorpresa, la emoción de volver a verlo cuando ya no abrigaba ninguna esperanza y, también, ¿cómo entenderlo, cómo explicárselo?

El no saber si sería su cuerpo, ese cuerpo que ella conocía tan bien, o si sólo sería humo o algo que se deshiciera entre sus manos, ella había visto la caja bajando hacia la fosa, también entonces se había preguntado una y mil veces si era él, su cuerpo, el que estaba dentro de aquella caja metálica que no había podido abrir, porque resultaba superior a sus fuerzas y porque no era posible que él estuviera ahí dentro, rígido, muerto.

Alguien había insistido en que lo viera, que eso era lo mejor, otros opinaron que no soportaría ver su rostro destrozado, después empezaron a echar la tierra, las palas de los enterradores fueron llenando la sepultura, aquella tarde neblinosa y fría de noviembre... 

No, no podía moverse, era como si hubiera enraizado y no consiguiera romper esos cuantos pasos que los separaban y correr hacia él, echarle los brazos al cuello como antes cuando lo veía llegar, no se atrevía a tocarlo y era lo que más deseaba, lo que esperó tanto tiempo, nunca pudo contenerse ante él, invadida por una vehemencia irrefrenable, una pasión que la precipitaba hacia sus brazos, quería abrazarlo, besarlo, recorrer su cuerpo reconociéndolo todo..., pero el humo, el polvo, los huesos solos, no podía dejar de pensar en esas cosas, quitarlas de su mente, no, no podía, pero que él no la mirara así, así, de esa manera...

—¡No, por Dios!, no me mires así —gritó Marina y comenzó a sollozar sordamente cubriéndose el rostro... 

Cuando se enojaban ella siempre lloraba y decía muchas cosas lamentándose de su crueldad, él se quedaba serio y callado, pensativo, mirándola con esa mirada suya llena de tristeza, como un reproche mudo, una forma de decirle que no lo atormentara con tonterías, con esa misma mirada con que ahora... Los aullidos de los perros llenaron la noche. Marina cesó de llorar y alzó la cabeza.

—No te sobresaltes, amor, sólo son los perros que aúllan en la noche y el viento que mueve las puertas, no hay nadie más en esta casa, sólo tú y yo, separados por unos cuantos pasos, invadidos por un deseo de años, ha sido tan larga la ausencia, déjame que te cuente de esas eternas noches en que te llamaba hasta quedar sin voz y sólo un ruido áspero y seco salía de mi garganta enronquecida, y en que sublevada por no verte más, me golpeaba furiosamente contra los muros y las cosas hasta caer desfallecida y muerta de desesperación sobre la cama, en esa cama dura que nunca te gustó y que hacía tanto ruido, ¿te acuerdas?, espera, no te muevas, espera un poco más, ya no sé lo que te estoy diciendo, pienso tantas cosas deshilvanadas, yo no sé lo que es la muerte, nunca lo he entendido, pero tú no estás muerto, estás igual que antes, y si lo estuvieras no está muerto mi amor ni el tuyo, y estamos solos, solos y juntos con la misma ansiedad de poseernos, se ha parado el reloj, ¿escuchas?, ya no hay tiempo, podremos amarnos sin relojes que nos amenacen con el martilleo de sus horas, sin que tengamos que separar nuestros cuerpos nunca más, ¡ah! qué duro era cuando te desprendías de mí y te apresurabas a vestirte y a marcharte antes de que amaneciera y alguien pudiera descubrirte saliendo de mi casa, qué doloroso era verte partir diariamente, cuando la puerta se cerraba tras de ti yo corría a la ventana, hasta mirarte desaparecer entre las sombras de la calle, después me tendía en la cama con los ojos abiertos a reconstruir todos los instantes, te esperé mucho, mucho tiempo, ya no sé cuántos años, largas noches pegada al cristal de la ventana espiando las sombras que pasaban por la calle, corriendo después tras alguien que podía ser tú, hasta lograr verle la cara descubrir otro rostro que no me decía nada, un día perdí la esperanza de que volvieras y he vivido todos estos largos, eternos años, sólo de tu recuerdo, te he acordado siempre, a todas horas, a cada momento, sobre todo de noche cuando llueve y uno se siente tan solo y sin consuelo, oyendo la lluvia caer interminablemente, espera, amor, espera un instante más, tengo que decirte que no estoy igual que antes, tú sabes, uno deja de comer y de dormir y se enflaquece, pero no digas nada ni te pongas triste, aún puedo darte el mismo amor, el mismo placer, ven ya, amor, ven, abrázame fuerte.

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