La música de las estrellas - Valentina Zuravleva

Había una calma insólita en aquella víspera de Año Nuevo. Las nubes que se habían cernido sobre la ciudad el día antes, se abrían ahora lentamente como las cortinas de un teatro y descubrían un cielo estrellado.

Los abetos se alzaban rectos e inmóviles, plateados por la nieve, como una guardia de honor que esperaba el nuevo año a lo largo de las murallas del Kremlin. De cuando en cuando una débil ráfaga arrancaba a las ramas unos copos de nieve que caían sobre los transeúntes.

Pero las gentes no prestaban atención al encanto de la noche. Tenían demasiada prisa. El Año Nuevo llegaría dentro de media hora. El río de hombres y mujeres, ruidoso y excitado, cargado con cajas y paquetes, se movía más y más rápidamente.

Sólo un hombre parecía no tener prisa. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, y miraba con ojos atentos y brillantes por debajo del ala del sombrero. Muchos de los que iban en la marea humana reconocían en seguida aquella cara delgada y la barba corta y gris. El hombre, por este motivo, se había internado en una callejuela lateral. 

Allí no necesitaba responder a los innumerables saludos ni explicar a los conocidos por qué prefería deambular por las calles en la noche de Año Nuevo. El poeta Constantin Alexevitch Rusanov no sabía en verdad qué poder desconocido lo impulsaba a buscar la soledad en aquella noche. No tenía ningún deseo de pensar en la poesía.

Quizá esto era triste, pues el nuevo año era el sexagésimo en la vida de Rusanov.

Rusanov caminaba escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos. De pronto, junto a un farol de la calle, descubrió que un castillo de nieve le cerraba el camino. Unos diamantes de nieve centelleaban en las torres, a la luz eléctrica.

Inconcluso, pensó Rusanov advirtiendo un trineo de niño y una pala junto al castillo, y sintiendo el deseo absurdo de terminar de construir los muros. Esto sería realmente una sorpresa de Año Nuevo para los niños, a la mañana siguiente.

Rusanov se inclinó para tomar la pala y en ese momento alguien lo golpeó desde atrás. Cayó de bruces en la nieve y oyó un ruido de vidrios rotos, y un grito:

–¡Oh, cuánto lo siento!

Había tanta turbación en la voz que Rusanov no pudo enojarse. Un par de manos lo ayudó a ponerse de pie. Se volvió y vio a una muchacha menuda vestida con una chaqueta de paseo.

–Lo siento tanto –dijo otra vez la muchacha, evidentemente confundida.

Caminó cuidadosamente alrededor de Rusanov y recogió un paquetito que estaba caído junto al farol de la calle.

–Roto..., me parece –dijo, con tristeza.

Rusanov se sintió culpable.

–¿Qué pasó?

–Yo llevaba la placa –explicó la joven–, un negativo..., y lo golpeé contra el farol.

Abrió el paquete. Un negativo bastante raro, pensó Rusanov, pues en la placa se veía un fondo negro y una cinta luminosa manchada con finas líneas negras.

–¿Qué es eso? –preguntó.

–Un espectro. El espectro de la estrella Procyon. ¿Entiende usted?

Rusanov miró a la muchacha con cierto interés.

Alrededor de dieciséis años, pensó, y se corrigió inmediatamente: no, mayor, quizá veinticinco o veintiséis.

–Un momento –dijo–, ¿a dónde iba corriendo en medio de la noche con esa foto?

–A la oficina de telégrafos –dijo la muchacha–. Es un gran descubrimiento.

Rusanov se rió entre dientes. Le gustaban los encuentros inesperados e insólitos. Se sintió de pronto de mejor humor.

–¿Un descubrimiento?

–Sí, Constantin Alexevitch. Lo reconocí a usted en seguida.

Rusanov se rió otra vez.

La muchacha lo miró pensativamente. ¿Se lo diría?

–Escuche –empezó–. Descubrí en el espectro de Procyon... ¿Pero sabe usted algo de espectros? Aguarde un instante. Se lo explicaré.

Rusanov no entendió en seguida aquella narración entrecortada. La muchacha hablaba muy rápidamente y preguntaba de cuando en cuando:

–¿Está seguro que entiende?

Como la historia no seguía tampoco un orden cronológico, Rusanov tenía que llenar los claros con conjeturas.

Parecía que la muchacha se había entusiasmado con la astronomía mientras estaba aún en el colegio. Luego de graduarse en el Departamento de Física de la Universidad de Moscú había ido a trabajar en el observatorio de las montañas Altai, en Siberia.

La primera desilusión: en vez de hacer descubrimientos capaces de sacudir al mundo se había dedicado a la tarea exasperante y tediosa de clasificar fotografías de espectros estelares.

Al cabo de cuatro meses creyó haber hecho un descubrimiento. Un error, le había explicado secamente el director del observatorio.

Tres meses más y otro estallido de alegría. Un nuevo error, y otra desilusión.

Pasaron los meses. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Nada que pudiera llamarse romántico. Innumerables fotografías de spectra estelares. Cálculos. Clasificaciones. Y ni un solo descubrimiento.

Parecía que se iba a pasar toda la vida en esta monotonía. Y de pronto...

–Al principio ni siquiera yo podía creerlo –continuó diciendo la muchacha–. No es verdad muy agradable repetirse incesantemente, como si se le hablara a un niño: «Tienes que trabajar, olvida esos sueños...» Sí, pero esta vez era tan evidente. Yo tenía ante mí trescientos cincuenta espectros de Procyon. Los otros astrónomos habían visto los espectros por separado, pero yo los tenía ahí, todos juntos. Y me pareció entonces que esas líneas formaban un cuadro. Son cosas que ocurren, ¿no es cierto? 

De los trescientos cincuenta espectrogramas elegí noventa, de acuerdo con el orden en que habían sido fotografiados. Todos tenían algo común: las líneas de los metales no ionizados, el espectro de Procyon ya conocido. Pero en todos, además, había una línea nueva, otro elemento. El primer espectrograma tenía la línea del hidrógeno, el segundo la del helio, el tercero la del litio... Seguían así el orden natural hasta el torio, el elemento nonagésimo en la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev. ¿Entiende usted? 

Parecía que alguien hubiese puesto los elementos en una secuencia precisa, de acuerdo con la tabla periódica. Nada en la naturaleza puede explicar este hecho, excepto que esas líneas sean señales enviadas por seres inteligentes.

–¿Usted cree realmente eso? –preguntó Rusanov, muy serio.

–¡Claro que sí! –exclamó la muchacha–. Tome usted, por ejemplo, los sonidos separados que pueden oírse en la naturaleza. Bueno, imagínese que los oye de pronto ordenados en escalas musicales. Eso no sería posible sin la intervención de un ser inteligente... No quise hablarle a nadie de este descubrimiento, temiendo que fuese otro error. 

Poco más tarde comenzaron mis vacaciones. Dejé el observatorio como en un sueño. Hice el viaje reprochándome constantemente no haber hablado. Ya en Moscú, mis pensamientos seguían aún en el observatorio.

Las dos figuras estaban todavía de pie en la callejuela tranquila, a la luz del farol. Rusanov miraba fijamente el castillo de nieve, en silencio.

–Usted..., usted no me cree, ¿no es cierto? –preguntó la muchacha.

Rusanov, en verdad, creía tan poco a la muchacha como a alguien que le hubiese dicho que acababa de descubrirse el séptimo continente en el mar Caspio.

–¿Cómo se llama usted, muchacha de ciencia, que derriba a la gente y saca fotos de los astros? –dijo, evitando la palabra definitiva.

–Alla –respondió la joven–. Alla Vladimirovna Yungovskaya, astrónoma.

Alla Vladimirovna Yungovskaya, repitió Rusanov mentalmente, y pensó: No, no parece tener más de dieciséis años.

Sintió de pronto que debía decirle algo amable.

–Bueno, echemos una ojeada a ese..., ese espectrograma –ofreció al fin.

–Por favor –dijo la muchacha feliz–, vayamos a mi casa. Se los mostraré allí.

Hasta entonces Rusanov había entendido una sola cosa: en esta muchacha que acababa de conocer había trazos de madurez y trazos de juventud. La vida le había enseñado a Rusanov, por otra parte, a sacar conclusiones acerca de la gente. No olvidaba nunca unas palabras que le había dicho en España un comisario de las Brigadas Internacionales, ex profesor de matemática: «No juzgues a los hombres sino después de un segundo encuentro».

Puede ocurrir cualquier cosa, se dijo, sonriéndose. De la boca de los niños... Pero la astrónoma Alla Vladimirovna Yungovskaya no tenía aspecto de niño.

La muchacha, aparentemente, sentía la necesidad de decir algo.

–Escúcheme –dijo–, este descubrimiento no es tan complicado ni incomprensible como puede parecer al principio. Supongamos que Procyon tiene un sistema planetario propio. Supongamos también que haya seres racionales en esos planetas y que hayan decidido enviar una señal al espacio.

Las ondas de radio no sirven. Se dispersan con demasiada facilidad. Tampoco los rayos gamma o los rayos Roentgen, que son absorbidos muy rápidamente. Lo más práctico sería, por lo tanto, las ondas electromagnéticas de longitud interespaciada, o, en otras palabras, ondas de luz, luz.

»Hay algo más todavía. Las señales tienen que ser comprensibles para todas las criaturas racionales. ¿Letras de un alfabeto? Los alfabetos pueden ser muy distintos. ¿Cifras? Hay muchos sistemas de cálculo. Podemos decir que en general no hay en los distintos mundos objetos realmente similares, excepto la tabla de los elementos químicos. 

Esta tabla es válida en todos los mundos. En todos los planetas el elemento químico más liviano es el hidrógeno, y le siguen el helio, el litio, y así sucesivamente. La tabla de Mendeleiev puede transmitirse fácilmente mediante rayos luminosos. Cada uno de los elementos químicos tiene su propio espectro, su propio pasaporte. Comprende usted, pues, que mi descubrimiento, no puede llamarse casual, y merecería casi el título de ley...

Rusanov alzó una mano, como invitando a la muchacha a que escuchase, y Yungovskaya calló.

Se detuvieron en la calle. Las campanas de las torres del Kremlin resonaron claramente en el aire helado.

–¡Feliz Año Nuevo! –dijo Rusanov y Alla respondió con una sonrisa silenciosa.

Se quedaron allí un rato escuchando los sonidos de las campanas que morían a lo lejos.

Luego echaron a caminar otra vez, más rápidamente.

–Respóndame, respetable guardiana de las estrellas –comenzó a decir Rusanov–. Quizá esto sea parte de algún proceso que se desarrolla en la estrella misma.

–¡No, no! La temperatura de Procyon es sólo de ocho mil grados centígrados, y de acuerdo con las líneas de estos espectros la fuente de las radiaciones debe de tener una temperatura de más de un millón de grados. Una fuente artificial sin duda, producida en uno de los planetas del sistema de Procyon. La energía es tan tremenda que es difícil imaginársela..., y sin embargo... Aquí, por favor, hemos llegado a mi casa.

La muchacha llevó a Rusanov a un cuarto donde un piano y una biblioteca ocupaban casi la mitad del espacio. Un mapa astronómico colgaba de una pared, y sobre la mesa había una lámpara de pantalla verde.

Alla le indicó a Rusanov que se sentara y le trajo un álbum. Era un álbum común, de los que se emplean para conservar las fotografías de la familia. Rusanov nunca había examinado espectrogramas en su vida, pero ahora sintió –sintió sin entender– que la muchacha había hecho realmente un descubrimiento.

–¿Me..., me cree usted? –preguntó la muchacha en voz baja.

Rusanov respondió sin sonreír...

–Sí, le creo.

–Todo parece tan increíble –dijo la muchacha–. A veces yo misma creo que estoy soñando..., que me despertaré y que todo se desvanecerá –hizo una pausa; de algún lado llegaban los sonidos apagados de una música–. Además separé otros veinte espectrogramas de Procyon. Mire esto. 

Procyon es una estrella similar a nuestro sol. Quinta clase espectral. Las líneas de los metales neutros como el calcio, el hierro y otros aparecen claramente. En estos otros espectros sin embargo hay unas líneas realmente extraordinarias. Y algo aun más maravilloso: sumas de elementos. Esto me llevó a creer que los otros noventa espectrogramas son una clase de alfabeto, y que estos veintidós en cambio son un mensaje..., una carta...

–Y usted ha descifrado esa carta –interrumpió Rusanov.

Alla meneó la cabeza.

–No, no he podido. Desde un punto de vista lógico yo hubiera tenido que descifrarla fácilmente. No lo sé..., probé y no ocurrió nada. Sin embargo, estos dos espectrogramas... Yo misma no estoy segura, entiéndame... No se ría. Quizá yo me haya sugestionado, ¿Quién sabe? Pero estos dos espectrogramas me llamaron en seguida la atención. Sentí en un momento que yo estaba mirando algo realmente íntimo, escrito en un idioma extranjero. 

Y sólo cuando ya estaba en el tren, viniendo hacia Moscú, pensé que quizá... Usted sabe, probablemente, que en la tabla de Mendeleiev las propiedades de los elementos se repiten cada ocho números. Si hacemos a un lado el último número tenemos la octava, como en la música. Los sonidos se repiten cada siete tonos. Pues bien, de pronto vi una escala en el espectrograma. Dicen que es peligroso aventurar hipótesis en el trabajo científico. Sin embargo, traté de encontrar una notación musical en los espectrogramas, y parece que la encontré...

–¿Y usted..., transcribió esa música? –preguntó Rusanov, estremeciéndose, con una voz rara, como si hubiese hablado desde muy lejos.

–Sí, la transcribí –Alla Yungovskaya se acercó al piano–. Si usted quiere...

–Un momento.

Rusanov atravesó nerviosamente la habitación deteniéndose junto a la ventana.

–¿Se ve a Procyon desde aquí?

Yungovskaya descorrió la cortina.

–Allí a la derecha, encima de la casa de al lado... ¿La ve? Esa luz ha viajado once años...

Rusanov miró la estrella brillante. Era un poeta lírico y sabía descubrir el suave encanto de la naturaleza rusa, sabía cómo mostrar poéticamente lo que Levitan había mostrado en sus cuadros.

Rusanov había escrito bastante poesía amorosa, y una sonrisa atravesaba a menudo sus poemas más íntimos y tristes, como un rayo de sol que atraviesa un velo de nubes. Y las estrellas eran para Rusanov el símbolo de lo lejano y lo inalcanzable.

–Sí –dijo Rusanov en voz baja–, toque, por favor.

No sabía nada de análisis espectral. Pero sabía de música. Sólo la música podía decirle si la muchacha tenía razón o no. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para dejar la ventana.

Alla Yungovskaya alzó la tapa del piano. Suspendió las manos un instante sobre el teclado y en seguida tocó un primer acorde. Había algo de alarmante en esos sonidos que se extendieron por el cuarto y murieron lentamente. Y luego siguieron otros nuevos acordes.

En los primeros momentos Rusanov no oyó más que una salvaje combinación de sonidos. Pero luego apareció una melodía..., aparecieron dos melodías. Se unieron, y pareció que la primera llevaba lentamente a la otra, más rápida e impetuosa. Los sonidos se inflamaron como chispas de un incendio, combinándose en una intimidad dolorosa y al mismo tiempo extraña e incomprensible.

Era música, pero una música insólita, que a veces oprimía, humillaba, y parecía expresar sentimientos, inhumanos, superiores, más elevados.

Las manos de la pianista se detenían a veces en el teclado. Y luego parecían cobrar de pronto nuevas fuerzas, y la doble melodía se alzaba otra vez, más alta y más convincente, como una voz que llamaba. Rusanov se incorporó maquinalmente, como obedeciendo a esa voz, y se acercó al piano.

No veía los muros, ni la mesa, ni la lámpara. No veía nada sino aquellos dedos que corrían fervientemente por el teclado. Rusanov sintió que el corazón le latía apresuradamente, persiguiendo a la música. Se le nublaron, los ojos.

Los sonidos se estremecieron, golpearon, como si quisieran escapar de aquel tosco instrumento.

El piano no podía tocar toda la melodía, y la música, comprimida y rota, vivía y llamaba con más fuerza aún, con más obstinación.

La música se alzaba a veces en un torbellino, y moría luego en un suspiro doloroso. Parecía expresar todos los sentimientos humanos, y sin embargo no había en ella sentimientos y era como un rayo de sol incoloro donde se combinan todos los colores del arco iris. 

Se detuvo un momento y luego estalló otra vez. No, no fue un estallido, sino una explosión. Los sonidos se alzaron como una tromba, se unieron, y se desvanecieron. Un adagio suave y delicado murió luego como la llama última de un fuego que se apaga.

Hubo un instante de silencio, y luego entraron en el cuarto los acostumbrados sonidos terrestres: un tren lejano, voces. Rusanov se acercó a la ventana. Sobre el techo parpadeaba la brillante Procyon, en la constelación de Canis Minor. La luz de la estrella parecía emitir una música solemne y misteriosa

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