Exposiciones de tiempo - Wilson Tucker

El sargento Tabbot subió las escaleras hasta el departamento de la mujer, en el tercer piso. El pesado estuche de la cámara le golpeaba contra la pierna al subir y amenazaba chocar con su rodilla enferma. Pasó el estuche a la mano izquierda y resopló: esa mujer bien podía haber tenido la amabilidad de morirse en el primer piso.

Había un agente haraganeando en el descanso, custodiando como al descuido la escalera y el corredor del tercer piso.

Tabbot se mostró sorprendido.

- ¿Cómo, no hay guardián? ¿Todavía están trabajando? ¿Cuál es el departamento?

- Parece que se olvidaron del guardián, sargento - dijo el agente -. También parece que fueron a buscarlo. Hay un gentío allí adentro; el forense no terminó todavía. Es el número 33.

Bajó la vista hasta clavarla en el voluminoso estuche.

- Está completamente desnuda.

- ¿Quiere que le haga una buena foto?

- No, señor, ¿cómo voy a querer una foto de ella? Quiero decir, está desnuda, es cierto, pero ya no es linda.

- Las víctimas de los asesinatos no suelen tener muy buen color - dijo Tabbot.

Siguió por el corredor hasta el número 33 y encontró la puerta entreabierta; se oía una voz retumbante. Tabbot empujó la puerta y entró en el departamento de la mujer. Era chico, de no más de dos ambientes, probablemente.

Al primero que vio fue al encargado de tomar las huellas digitales, que trabajaba con un aerosol y una máquina de rayos ultravioletas portátil sobre una mesita ratona con cubierta de vidrio; la amarga expresión de su cara revelaba que había una manifiesta carencia de huellas. 

Había un teniente de la seccional parado en el otro extremo de la mesita, observando el barrido de la luz ultravioleta con un aire de serena paciencia; desvió la mirada hacia Tabbot, hacia el estuche de la cámara y volvió a posarla en la mesita. 

Un agente de civil esperaba detrás de la puerta sin hacer nada; dos hombres con un cesto de mimbre estaban sentados uno en cada brazo de una poltrona, contemplando por encima del respaldo algo que había en el piso; uno de ellos giró la cabeza para mirar fijamente al recién llegado y después volvió a concentrar la atención en el piso. 

Bastante alejado de la silla un hombre de calvicie pronunciada y abundante grasa debajo de la ropa se sacudía el polvo de las rodillas de los pantalones; acababa de ponerse de pie y el esfuerzo le había provocado una respiración seca y entrecortado que se le escapaba por la boca abierta.

Tabbot conocía al teniente y al forense.

El forense miró el pesado estuche negro que Tabbot acababa de dejar atrás de la puerta y preguntó:

- ¿Fotografías?

- Sí, señor. Son exposiciones de tiempo.

- Me gustaría que me hiciese algunas copias, entonces; hace ocho o nueve años que no veo un tiroteo; son muy escasos últimamente.

Señaló con un grueso dedo índice lo que estaba tirado en el piso.

- La mataron a tiros. ¿Qué le parece? ¡Muerta a tiros en esta época! Me gustaría alguna copia: estoy ansioso por ver a un hombre con agallas para llevar un revólver.

- Sí, señor.

Tabbot dirigió la atención al teniente de la seccional.

- ¿Puede darme alguna pista?

- El caso es bastante confuso todavía, sargento - respondió el oficial -. La víctima conocía al atacante: pienso que lo dejó entrar y después se alejó de él; él se quedó donde está parado usted. Tal vez haya habido una discusión pero no una pelea: no hay nada roto, nada fuera de lugar, ninguna huella digital. Esa perilla que está detrás de usted fue cuidadosamente limpiada. Ella estaba de pie detrás de esa silla cuando recibió el tiro y cayó allí. ¿Puede abarcarlo todo?

- Sí señor, creo que sí. Me voy a instalar en la entrada a ese otro ambiente. ¿Es una cocina?

- Cocina y ducha; este otro ambiente es una combinación de sala de estar y dormitorio.

- Voy a empezar por allí y después me voy a ir acercando. ¿No hay nada en la cocina?

- PIatos sucios, nada más. No hay manchas en el piso. Pero me gustaría que hiciera algunas tomas de todos modos. Los pisos están limpios en todas partes, salvo detrás de esa silla.

El sargento Tabbot miró la ventana que había en el otro extremo del cuarto y volvió a mirar al teniente.

- No hay salida de emergencia - dijo el oficial -. Pero de todos modos fotografíela. Fotografíe todo lo que vea. Haga su tarea de rutina.

Tabbot asintió con naturalidad y después notó que se le endurecían los músculos abdominales. Cruzó la habitación hasta llegar a la poltrona y contempló atentamente lo que había detrás del respaldo. 

Los hombres del cesto de mimbre dieron vuelta las cabezas al unísono para mirarlo, compartiendo entre los dos alguna broma macabra, probablemente a sus expensas. Se le revolvió el estómago a pesar de sus desesperados esfuerzos por controlarlo.

Era una rubia de cabellos ensortijados de alrededor de treinta años; su cara había sido bastante atractiva, pero no habría podido ganar un concurso de belleza; estaba lavada y sin maquillaje. No tenía ninguna joya en las muñecas, los dedos o el cuello y estaba totalmente desnuda. 

Le habían volado el pecho, Tabbot parpadeó su sorpresa y su desagrado, y desvió la vista hacia el estómago y las piernas, con la sola intención de apartar la atención de ese espectáculo horrible; por un momento pensó que iba a vomitar el desayuno. 

Los ojos se le cerraron mientras luchaba férreamente por controlarse y cuando los abrió se encontró con antiguas estrías abdominales, que indicaban un embarazo de largo tiempo atrás.

El sargento Tabbot se apartó rápidamente de la silla y se topó con el forense.

- Le dispararon por la espalda - dijo abruptamente.

- Sí, claro.

El gordo jadeante daba vueltas alrededor de él con fastidio.

- Hay un pequeño agujerito en la espina dorsal. Un pequeño orificio de entrada y uno enorme - ¡vaya si es enorme! - de salida; el disparo destruyó la caja torácica al salir. Es natural que sea así si, como pienso, le dispararon con una pistola de calibre grueso.

Miró el pie desnudo que se asomaba por detrás de la silla.

 - Es la primera muerte por disparo que veo en ocho o nueve años. ¿Se da cuenta? Hay alguien que lleva un revólver.

Hizo una pausa para jadear y después señaló con el mismo dedo gordo a los hombres del cesto.

- Levántenlo y váyanse, muchachos. Vamos a hacerle la autopsia.

Tabbot se dirigió a la cocina.

En la mesa de la cocina vio un plato sucio, una taza de café, una cuchara, un tenedor y migas de tostada; una azucarera sin tapa y un tarrito de crema instantánea para el café completaban el decorado. Buscó debajo de la mesa el cuchillo y la manteca que faltaban.

- No la busque - dijo el teniente -. Le gustaba la tostada limpia.

Tabbot se dio vuelta.

- ¿Cuánto tiempo hace de este desayuno? ¿Cuánto tiempo hace que está muerta?

- Hay que esperar el informe del forense para eso, pero yo diría que unas tres o quizá cuatro horas. La cafetera estaba fría, el cuerpo estaba frío, las manchas de huevo estaban secas. Digamos algo más de tres horas.

- Eso me da un buen margen - dijo Tabbot -. Si hubiera sucedido ayer a la noche, simplemente agarraba la cámara y me volvía a casa.

Buscó con la mirada un movimiento que había captado con el rabillo del ojo y vio a los hombres del cesto de mimbre que cruzaban la puerta de entrada con su carga y salían al corredor. Volvió rápidamente la mirada a la mesa de la cocina.

- Huevos y una tostada limpia, café con crema y azúcar. No nos sirve de mucho.

El teniente sacudió la cabeza.

- No estoy preocupado por ella; me importa un carajo lo que comió. Que se ocupe el forense de su desayuno; él ya nos dirá cuánto hace que lo tomó y ya veremos. Me importan más sus placas; quiero ver la foto del asesino.

- Esperemos que haya habido luz de día y que haya sucedido esta mañana - dijo Tabbot -. ¿Está seguro de que no es el desayuno de ayer? No tiene sentido armar el aparato si sucedió ayer a la mañana o ayer a la noche. Mi límite de exposición cae entre las diez y las catorce horas... y usted sabe bien qué pobres son las fotografías de catorce horas atrás.

- Fue esta mañana - le aseguró el oficial -. Ayer a la mañana fue a trabajar, pero cuando no fichó esta mañana y no respondió al teléfono, alguien del negocio vino a preguntar qué pasaba.

- ¿Y ese alguien tenía llave?

- No, y eso elimina al primer sospechoso. El portero lo dejó entrar. Entre paréntesis, ¿me podría sacar una foto de la puerta para corroborar su relato? Fue unos minutos después de las nueve; no recuerdan exactamente.

- Cómo no. ¿Qué tipo de negocio? ¿De qué se ocupaba?

- Una juguetería. Hacía muñecos de Navidad.

El sargento Tabbot pensó un rato y después dijo:

- Lo primero que le pasa a uno por la cabeza son las armas de juguete.

El teniente le respondió con una sonrisa tensa y malhumorada.

- Tuvimos la misma idea y enviamos hombres para que inspeccionaran el negocio; ya se sabe, negocios de mercado negro, juguetes o el mismo artículo pero de verdad. No tuvimos suerte; desde que se aprobó la ley Dean no volvieron a fabricar nada parecido a un revólver. Era un negocio honesto.

- Le tocó un caso difícil, teniente.

- Confío en sus fotografías, sargento.

Tabbot consideró que era una buena indirecta. Volvió al otro cuarto y descubrió que todos se habían ido salvo el silencioso agente de civil. El detective estaba sentado en el sofá detrás de la mesita ratona y lo observaba mientras abría el estuche. 

Colocó un trípode a un metro y medio de la puerta aproximadamente. La cámara en sí era un instrumento pesado, difícil de manejar, y para colocarla en el trípode hubo de emplear una buena dosis de gruñidos y un insulto entre dientes por un dedo machucado. 

Cuando quedó sólidamente afirmada sobre el trípode, Tabbot tomó un rollo de película del estuche suplementario y lo colocó en la parte posterior de la cámara. Lo último que acomodó fueron una lente y el cronómetro; Tabbot se aseguró de que la lente estuviera limpia.

Enfocó la puerta de entrada y buscó en el bolsillo la regla de cálculos. Controló el tiempo actual y después retrocedió para obtener cuatro exposiciones: a las nueve, a las nueve y cinco, a las nueve y diez y a las nueve y cuarto, que probablemente cubrían la llegada del portero y del empleado de la juguetería; amartilló y disparó el cronómetro y después controló que la película de nylon estuviese corriendo adecuadamente después de cada exposición. Anotaba los detalles de cada toma en una libreta para facilitar luego una identificación más segura de las placas.

El agente de civil quebró su silencio sepulcral.

- Es la primera vez que veo funcionar uno de estos aparatos.

- Estoy tomando fotografías desde las nueve hasta las nueve y cuarto de esta mañana - respondió con calma Tabbot -. Si tengo suerte, voy a fotografiar al portero abriendo la puerta; si no tengo suerte, sólo obtendré un movimiento borroso... o absolutamente nada, y entonces tendré que empezar de nuevo y hacer una exposición por cada minuto posterior a las nueve hasta que lo encuentre. Una imagen borrosa de la puerta que se abre me indicará que estoy cerca de lo que busco.

- ¿Buenas fotografías?

Parecía escéptico.

- ¿A las nueve? Claro que sí; a las nueve ya había luz suficiente en esa ventana y no pasó demasiado tiempo. Las condiciones son satisfactorias. El asunto se pone bravo cuando intento obtener exposiciones nocturnas con una o dos lámparas encendidas solamente; en este caso simplemente hay luz suficiente. ¡Cómo me gustaría que todo sucediese siempre al aire libre, en un día soleado... y no más de una hora antes de mi llegada!

El detective gruñó e inspeccionó la cámara, que hacía tic tac.

- Llevé algunas de sus fotografías a la corte una vez; fue el caso del robo del banco el año pasado. Las fotografías eran malas, el juez las descartó y el caso no pudo resolverse.

- Lo recuerdo - dijo Tabbot -. Y pido disculpas por la mala calidad del trabajo. Esas placas se tomaron sobre el límite de tiempo: catorce horas, tal vez algo más. La cámara y la película son prácticamente inútiles más allá de las diez o las doce horas; simplemente había pasado demasiado tiempo. 

Uso la mejor película que hay en plaza, pero no puede registrar una imagen como la gente de un pasado que supere las doce horas. Las placas del banco que usted llevó no eran más que sombras veteadas: eso es todo lo que puedo obtener para un pasado comprendido entre las doce y las catorce horas atrás.

- ¿Y nada pasadas las catorce horas?

- Nada en absoluto. Lo he intentado, pero nada.

La cámara dejó de hacer tic tac y se detuvo sola. Tabbot la hizo girar sobre el trípode y apuntó en dirección al sofá. El detective se levantó de un salto.

El sargento protestó.

- No se levante; usted no estorba, La lente no lo ve ahora.

Hizo un gesto de despedida al teniente desde la puerta y salió del departamento dando un portazo.

- Todavía está amargado por esas fotografías del banco - dijo el oficial.

Tabbot hizo un gesto de asentimiento e introdujo una sola modificación en el mecanismo de tiempo. Disparó el obturador para una exposición y luego le sonrió al teniente.

- Le enviaré una fotografía de él mismo sentado allí hace tres minutos. Quizás eso le levante el ánimo.

- O lo ponga tan furioso que lo haga echar.

El sargento inició una nueva serie de cuentas con la regla de cálculos y se dedicó a las fotografías de rutina de la habitación desde las seis hasta las nueve de la mañana. Enfocó con la cámara la mesita ratona, la entrada a la cocina, la poltrona, la ventana que estaba detrás de la poltrona, otra sillita y una biblioteca que había en la habitación, el piso, un jarrón con flores artificiales que estaba apoyado sobre un estantecito encima del radiador, una lámpara de pie, otra que colgaba del techo y, por último, tomó fotografías de la habitación desde distintos ángulos, caminando en círculo y regresando luego a la puerta de entrada. Tabbot volvió a controlar sus cuentas y después dedicó una atención especial a la puerta y al sector contiguo, donde él había estado parado al entrar.

La cámara hurgó y espió y escudriñó en el pasado reciente, en la última mañana de vida de la rubia desnuda, registrando en la película de nylon imágenes que ya hacía tres o cuatro horas que habían desaparecido. En el curso del relevamiento circular - al pasar entre la biblioteca y el jarrón con flores artificiales - una señal luminosa indicó que se había acabado el rollo de película, y la cámara interrumpió su tarea hasta que Tabbot colocó un nuevo rollo. 

El sargento hizo un pequeño ajuste en cronómetro para compensar el tiempo perdido, numeró el rollo terminado y el nuevo y continuó con sus pormenorizadas anotaciones para cada ángulo y cada serie de exposiciones. La cámara ignoraba el presente e indagaba en el pasado.

- ¿Cuánto falta? - preguntó el teniente.

- Una hora más para los preliminares; puedo terminar con la cocina en una hora más, y digamos unas dos o tres horas para las segundas tomas, después de fijar áreas restringidas.

- Se me está amontonando el trabajo.

El oficial se rascó la nuca y después se agachó para espiar por la lente.

- Me podrá encontrar en la seccional, probablemente. Haga copias adicionales de las placas claves.

- Sí, señor.

El teniente abandonó su inspección de la lente y echó una última ojeada general a la habitación. A diferencia del detective, no cerró dando un portazo.

La rutina del relevamiento fotográfico siguió adelante.

Tabbot movió la cámara hacia atrás y se ubicó en la entrada a la cocina para cubrir un ángulo más amplio de la habitación; enfocó el sofá, la poltrona y nuevamente la puerta. Quería recuperar esos pocos momentos esenciales, cuando se había abierto la puerta y había entrado el asesino para disparar el arma prohibida.

Cambió por un gran angular y fotografió todo el cuarto en una serie de tomas cada diez minutos sobre un período total de tres horas; el escenario quedó documentado en forma exhaustiva.

Cambió de rollo para empezar con la cocina.

Una idea descabellada detuvo su mano, lo interrumpió en el acto de girar la cámara. Retrocedió sobre sus pasos hasta la poltrona, dio la vuelta, se ubicó detrás de ella, evitando pisar la sangre derramada, y se encontró en línea recta entre la puerta y la ventana. 

Tabbot miró por la ventana imaginando un revolver a sus espaldas y giró lentamente sobre sí mismo para dirigir la mirada hacia la puerta: la temprana luz del sol que entraba por la ventana debió de haber iluminado la cara del hombre. La cámara, colocada en ese lugar, debería fotografiar la cara del atacante y registrar también la detonación del revólver.

Tabbot arrastró el trípode y la cámara a través de la habitación y los ubicó en esa posición, detrás de la poltrona y apuntando hacia la puerta. Volvió a cambiar la lente. Hizo nuevos cálculos.

Si tenía suerte en esta serie, el asesino dispararía hacia la cámara.

El relevamiento fotográfico de la cocina fue prácticamente una repetición del de la otra habitación y llevó un poco menos de tiempo.

Tabbot fotografió la mesa, dos sillas, los platos sucios, los restos de tostada, la cocinita, la vieja heladera, las alacenas empotradas sobre la pileta y sobre la mesada, la pileta misma, un bañito muy estrecho, disimulado como cuarto de limpieza detrás de una puertita angosta, y la puerta plegadiza de la ducha, que estaba manchada; la flor todavía goteaba.

Abrió la puerta de la heladera y encontró media botella de vino tinto junto con las demás provisiones. Hizo dos tomas, a una hora de distancia una de la otra. Indagó en el estrecho territorio del baño unas pocas tomas al azar con la esperanza de que la rubia no estuviese sentada allí. 

El cuarto de la ducha estaba revestido con símil azulejos blancos, que sufrían ahora el efecto de las manchas de óxido debajo de una flor que goteaba: dos exposiciones a modo de prueba porque el compartimiento incluía también un mini lavabo, un espejo y un tomacorriente a prueba de humedad; notó con un aire de aprobación algo distraído que el toma carecía de instalación para enchufar la máquina de afeitar.

Tabbot volvió a colocar el gran angular para la toma general; no había ventana en la cocina y notó que tampoco había salida de emergencia, una lamentable violación de las reglamentaciones contra incendio.

Con eso se completaron las tomas preliminares.

Tabbot buscó su documento de identidad en el bolsillo, reunió los rollos de película usados y salió del departamento. No había ningún guardián que le impidiera atravesar la puerta: le clavó la mirada al agente, que seguía haraganeando en el corredor, como mostrándose sorprendido.

El agente leyó su expresión.

- Enseguida viene, sargento, enseguida viene. Supongo que para estas horas el teniente ya habrá conseguido alguno, así que quédese tranquilo que ya viene.

Tabbot guardó el documento de identidad en el bolsillo.

- ¿Es cierto que le dispararon, como dicen? ¿Que le dispararon por la espalda y le atravesaron el estómago de lado a lado?

Tabbot asintió con incomodidad.

- De lado a lado, sí, pero no el estómago sino la caja torácica. Alguien le disparó un revólver de mucho calibre. ¿Quiere una copia? Podría pegarla en su armario.

- ¡Cruz diablo! ¡No!

El hombre echó una ojeada al corredor y volvió a mirar al sargento.

- Oí que el forense decía que era obra de un profesional; sólo los profesionales son lo suficientemente locos como para seguir llevando armas, considerando a lo que se arriesgan.

- Eso creo; hace años que no sé de un amateur que lleve revólver. La sentencia de prisión no redimible que se prevé para la portación de armas les pone los pelos de punta.

Tabbot cambió los rollos de mano para mantenerlos apartados de la rodilla lastimada al bajar la escalera.

La calle brillaba bajo la luz del sol (el tipo de escenarios luminosos en que el sargento Tabbot deseaba que se desarrollase todo para obtener los mejores resultados; con un sol brillante podía reproducir imágenes bastante superiores a las sombras veteadas, incluso sobre el límite máximo de las catorce horas)

Su camión era el único vehículo policial estacionado junto al cordón.

Tabbot subió al furgón y cerró la puerta. Puso en funcionamiento la reveladora y la secadora en medio de una oscuridad total y empezó a volcar en el tanque la película del primer rollo. Cuando la cola de esa primera película se zafó del rollo y desapareció, colocó en la ranura la guía de la segunda. Luego le tocó el turno a la tercera. 

El sargento se sentó en un banco y esperó en la oscuridad a que las máquinas terminaran sus ciclos y le entregaran los negativos de nylon. Después de un rato se estiró para poner en marcha la ampliadora y se dedicó a esperar sentado.

No podía borrar la imagen de la mujer con el pecho reventado; era más vívida en la oscuridad del camión que bajo la brillante luz del día. Esta vez no se le revolvió el estómago y supuso que se estaba acostumbrando al recuerdo o que la imagen ya se había instalado definitivamente en el pasado. Algunas de las fotografías que estaban a punto de completarse bien podían resucitar esa imagen de pesadilla.

El forense creía que algún encapuchado había asesinado a la mujer que hacía muñecos de Navidad, algún asesino profesional que hacía tan poco caso de la ley sobre portación de armas como de cualquier otra ley. Tal vez sí, tal vez no. 

Había militares y marinos que seguían haciendo entrar armas de contrabando al país cuando volvían de sus puestos de ultramar; Tabbot había oído hablar a menudo de eso y había visto algunos de esos tipos temerarios en la cárcel. Por alguna razón que no llegaba a comprender los ex marines que habían hecho el servicio en China eran los que violaban la ley del modo más flagrante: superaban a los contrabandistas de los demás servicios en una proporción de tres (o cuatro) a uno y las duras sanciones que fijaba la ley Dean no los acobardaba en lo más mínimo. 

El Congreso, con toda sabiduría había proclamado que sólo los oficiales de paz y el personal militar en servicio activo tenían el privilegio de portar armas de fuego; cualquier otra arma debía ser entregada y destruida por ley.

Tabbot no tenía revólver ni oportunidad para usarlo. El agente del tercer piso llevaba un arma, y también el teniente, y el policía de civil, pero no creía que el forense tuviese uno, ni tampoco los hombres del cesto, La ley Dean establecía rígidas penas de prisión no redimible para los ciudadanos que estuviesen en posesión de armas, pero los Marines continuaban llevándolas y de vez en cuando algún civil caía bajo los disparos de un revólver. Como la mujer que hacía muñecos de Navidad.

Un suave zumbido indicó el final de la tarea de revelado. Tabbot sacó las tres cintas de negativo de nylon de la rueda dentada de la secadora y las introdujo en la ampliadora. El tiempo de espera resultó sensiblemente menor. Tres largas tiras de fotografías impresas rodaron fuera de la ampliadora y cayeron en sus manos. Tabbot no perdió el tiempo en cortarlas una por una.

Echándose dos de las tiras al hombro y con la tercera en la mano se dirigió a la puerta del camión y la abrió, El brillo del sol lo hizo parpadear y los ojos le lagrimearon.

- ¡Oh, no! ¿Qué mierda habrá pasado? - gritó casi.

Las copias eran oscuras, mucho más oscuras de lo que les correspondía. Sabía sin necesidad de recurrir a las cifras anotadas en su libreta que las exposiciones habían tenido lugar después de la salida del sol, y sin embargo las copias eran oscuras, Tabbot fijó la vista en el frente del edificio tratando de identificar la ventana en cuestión y después volvió a mirar, desconcertado, las tiras de película.

La habitación que servía de sala y de dormitorio estaba a oscuras. Mirando más de cerca, parpadeando contra la fuerte luz, distinguió cuatro series temporales de exposiciones de la puerta de entrada; la tercera mostraba las siluetas oscuras del portero y de otro hombre con la boca abierta: nueve y diez de la mañana. 

La quinta fotografía era una brillante imagen del policía de civil sentado en el sofá y conversando con Tabbot. La sexta y las siguientes: imágenes oscuras del sofá convertido en cama (faltaba la mesita ratona), la entrada a la cocina apenas discernible, la poltrona (y ahí cerca la mesita), la ventana... Miró con desaliento la ventana: ¡las malditas cortinas estaban corridas e impedían el paso de la luz matinal!

Tabbot controló precipitadamente la segunda tira, que colgaba sobre su hombro: igualmente oscura. Tanto la lámpara de pie como la del techo estaban apagadas; las cortinas habían estado corridas toda la noche y el cuarto estaba sumido en un profunda oscuridad. 

Apenas se reconocía el radiador, el jarrón con flores, la biblioteca, la sillita y numerosas exposiciones de la puerta cerrada; las fotografías del piso eran prácticamente negras. Luego la cámara cambiaba de posición, moviéndose hacia la entrada de la cocina y fotografiaba el dormitorio con un gran angular: negra frustración.

La cama se había convertido nuevamente en un vulgar sofá, la mesita había retrocedido a su posición correcta, las demás piezas del mobiliario no habían sido modificadas, las cortinas cubrían la única ventana, las luces seguían apagadas. Miró de reojo las tomas finales y contuvo el aliento: una figura - una figura oscura y borrosa - estaba de pie junto a la esquina más alejada de la mesita mirando hacia la puerta cerrada.

Tabbot se apoderó ansiosamente de la tercera tira.

Los cuatro primeros cuadros no mostraban más que la imagen de una puerta cerrada; el quinto explotaba en el halo brillante de un fogonazo: el revólver había disparado en dirección a la lente.

El sargento Tabbot se precipitó fuera del coche, cerrándolo de un portazo al salir, y trepó por la escalera hasta el tercer piso. La rodilla lastimada reclamaba un paso más reposado. El joven agente había abandonado su puesto.

Había un guardián bloqueando la entrada al departamento.

Tabbot se le aproximó con toda cautela mientras registraba los bolsillos en busca del documento de identidad; a una distancia de sólo sesenta centímetros sintió las primeras y desagradables puntadas en la ingle: si intentaba deslizarse hacia el departamento sorteando la máquina, el maldito artefacto haría todo lo posible por sacarle las tripas. Los testículos eran la zona más vulnerable. 

Un guardián le recordaba siempre a una manguera de incendios de la segunda generación, pero ni aún si lo torturaran en una seccional iba a poder describirle a nadie en forma convincente cómo era exactamente una manguera de incendios de la segunda generación; el torturador insistiría en que sólo se trataba de un símbolo fálico.

El guardián estaba hecho de acero inoxidable y plástico incoloro; llegaba a la altura de la cintura y tenía una ranura y una linterna fosforescente en la cabeza, que terminaba en punta. Generaba una emisión fulgurante y controlada, una radiación de alta frecuencia capaz de destruir el tejido animal. 

Esas máquinas resultaban asombrosamente útiles para mantener adentro a los prisioneros y afuera a los ciudadanos demasiado curiosos. Tabbot insertó su tarjeta de identificación en la ranura y esperó que la fosforescencia de la linterna disminuyera gradualmente.

Había un teléfono en el suelo, junto al extremo más alejado del sofá, medio escondido entre una pila de libros polvorientos; al parecer la mujer leía novelas de cowboys. Tabbot discó el número de la seccional y esperó a que el operador ubicara al oficial.

- Habla Tabbot. ¿Quién abrió las cortinas? - preguntó abruptamente.

- ¿Qué carajo me está...? ¿Qué cortinas?

- Las cortinas que cubren la única ventana que hay en la habitación. ¿Quién las corrió esta mañana? ¿Cuándo?

Hubo un silencio intencionado.

- Sargento, ¿no sirven las fotografías?

- Casi no sirven, señor. Obtuve una excelente foto del detective sentado en el sofá después de que hubiesen apartado las cortinas.

Vaciló un instante mientras consultaba la libreta de anotaciones.

- El disparo se produjo esta mañana a las seis cuarenta y cinco; el portero abrió la puerta a las nueve y diez. Y la placa del agente de civil me salió estupenda.

- ¿Eso es todo?

- Todo lo que puede servir. Tengo una foto sucia y oscura de alguien mirando hacia la puerta, pero no puedo decirle si ese alguien es hombre o mujer, si es verde o colorado.

- ¡Mierda! - exclamó el teniente.

- Lo mismo digo, señor.

- Fue el forense quien apartó las cortinas; quería más luz para mirar el cadáver.

- Ojalá la hubiera apartado ayer por la noche antes de que ella se hubiera convertido en cadáver - dijo, pensativo.

- ¿Está seguro de que no sirven?

- Mire, señor, si las presentara a la Corte y tuviese que vérselas con el juez del que hablábamos hoy, lo expulsaría del tribunal.

- ¡Carajo! ¿Y qué va a hacer usted ahora?

- Volveré a concentrarme en las seis cuarenta y cinco y trabajar sobre el disparo. También podría seguir a ese alguien borroso mientras se dirige hacia la puerta... supongo que era la mujer que iba a abrir para hacer entrar al asesino. Pero no se haga ilusiones, teniente. Es un caso perdido.

Otro silencio y después.

- Está bien. Haga lo que pueda. Linda noticia la que me dio, sargento.

- Sí, señor.

Dio por terminada la comunicación.

Tabbot arrastró la voluminosa cámara hasta ubicarla junto a uno de los extremos de la mesita y enfocó hacia la puerta; pensaba que el encuadre abarcaría a la mujer caminando hacia la puerta, abriéndola, alejándose de ella y al atacante entrando, todo en la más lóbrega oscuridad. Introdujo un nuevo rollo en la cámara e inspeccionó la lente por si hubiese alguna basurita. Después empezó a calcular el tiempo. La cámara comenzó su tarea con las exposiciones que comprendían el momento crítico del disparo.

Tabbot fue hacia la ventana para concluir su examen de la tercera tira de fotografías, las que correspondían a la cocina. La gran mayoría de los cuadros estaban tan oscuros como los del dormitorio, pero se iluminaban de pronto después del momento en que había cambiado por el gran angular, al iniciar la serie de enfoques generales: alguien había encendido la luz del techo.

Tabbot pudo ver a una mujer desnuda sentada a la mesa: tenía las dos manos plegadas sobre el estómago, como si apretara un rollo de carne. Detrás de ella se veía la estrecha puerta del baño, que estaba entreabierta. La mesa estaba vacía.

Tabbot frunció el ceño al ver a la mujer, su postura, y después buscó entre sus notas el tiempo de exposición retroactiva: las seis y cinco. La mujer que fabricaba muñecos de Navidad estaba sentada junto a una mesa vacía a las seis y cinco de la mañana, mirando hacia su izquierda y agarrándose el estómago con las manos. Tabbot se preguntó si tendría hambre y estaría esperando que alguna sirvienta imaginaria le preparara y sirviera el desayuno: huevos, café, una tostada limpia.

Buscó la foto de la cocinita: había una llamita de gas debajo de la cafetera; ni rastros de huevos fritos... bueno, tal vez los freía sólo tres minutos, y como las fotos se habían tomado con intervalos de cinco y diez minutos...

Miró otra vez a la mujer y se disculpó por el pésimo chiste: cuarenta minutos más tarde iba a estar muerta.

Otro dato interesante en la tercera tira era un delgado haz de luz debajo de la cortina de la ducha. Tabbot retrocedió y recorrió la tira en busca de las dos exposiciones que enfocaban la ducha, pero las encontró oscuras y el compartimiento estaba vacío: se había equivocado en la hora.

La cámara se detuvo sola a sus espaldas, reclamando su atención.

Tabbot arrastró el aparato a través del salón hasta ubicarlo en una posición de privilegio junto al brazo del sillón y volvió a enfocar la puerta. Ajustó el cronómetro para obtener una segunda versión de las escenas recién registradas, pero no esperaba encontrar más que una sombra entrando, disparando y yéndose; una figura oscura en un cuarto en sombras.

Empezó una nueva serie sobre la base de esa fotografía del fogonazo.

Volvió a concentrar su atención en la mujer sentada a la mesa: estaba con las manos crispadas sobre el estómago, mirando hacia su izquierda ¿mirando qué?

En un arrebato, Tabbot fue a la cocina y se sentó en la silla que había ocupado ella; la misma posición, el mismo ángulo. Se apretó el estómago con las manos y miró hacia su izquierda, reproduciendo la misma dirección de la vista: lo que veía era el cuarto de la ducha.

Una de las fotografías le había dado un haz de luz debajo de la cortina... no, de la puerta plegadiza manchada y la línea de separación tenía gotas de agua.

- ¡Ahora sí! - dijo en voz alta.

Extendió las tiras sobre la mesa para tener las manos libres y luego examinó las anotaciones de su libreta, una por una. Cada una de las placas había indagado en el pasado a las seis y cinco de la mañana: alguien había tomado un baño mientras la mujer estaba sentada junto a la mesa.

Volvió a mirar las últimas fotografías de la segunda tira (la que correspondía al segundo rollo): una figura - oscura y de contornos imprecisos - estaba mirando hacia la puerta cerrada; eran las seis y cuarenta, cinco minutos antes del disparo.

¿Era posible que la mujer se hubiera quedado allí, simplemente, esperando durante cinco minutos que golpearan a la puerta? ¿O la había abierto sólo un instante después de la exposición, habla dejado entrar al hombre, había discutido con él y cinco minutos más tarde había muerto junto a la silla? Cinco minutos era tiempo suficiente para una disputa, un acalorado intercambio de palabras, una amenaza y un disparo.

Tabbot se agarró con las manos del borde de la mesa.

- ¿Qué había pasado con el hombre de la ducha? ¿Se había quedado allí, en remojo, durante cuarenta minutos, mientras asesinaban a la mujer? ¿O había salido, se había secado, había engullido su desayuno y dejado el departamento unos minutos antes de la llegada del atacante?

Tabbot se respondió: no, no, no y tal vez.

Saltó con tal violencia de la silla que la hizo caer. El teléfono seguía detrás de la pila de novelas de cowboys.

El que respondiera a su llamada bien podía ser uno de los hombres del cesto de mimbre.

- Morgue del distrito.

- Habla el sargento Tabbot, del Departamento de Fotografía. Tengo unas placas preliminares de la mujer del departamento: estuvo sentada a la mesa de desayuno entre las seis y las seis y cuarto. ¿Coincide eso con la autopsia?

- Dio en el clavo, sargento - dijo con júbilo la voz -. La tostada todavía estaba allí, ¿me entiende?

- Sí, le entiendo - respondió con voz poco firme -. Les enviaré las fotografías.

- Ey, espere, espere; hay algo más. Estaba embarazada desde hacía poco, dos meses quizá.

Tabbot tragó saliva. Una imagen involuntaria trataba de formarse en su mente: la mesa de autopsia, una o dos cuchilladas, el inventario de los contenidos del estómago. Rechazó la idea y dejó el teléfono en el suelo.

- Pensé que había sido el hombre de la ducha el que se había tomado el desayuno. Pero no fue él, no fue él - dijo desesperadamente en voz alta.

El teléfono, mudo, no le respondió.

La cámara dejó de indagar en el pasado.

Tabbot arrastró el aparato a la cocina y buscó una nueva posición detrás de la silla de la mujer para abarcar la mesa, la cocinita y el cuarto de la ducha. Programó el cronómetro para exposiciones con diferencia de dos minutos entre una y otra; calculó la primera a las seis. Comenzó la prueba. Tabbot, pasó junto a la ventana y salió de la cocina para examinar una vez más las descorazonadoras fotos preliminares.

La puerta de entrada, el portero y otro hombre en el umbral, la resplandeciente belleza de la foto con el detective sentado en el sofá, las fotos en sombras del sofá abierto para servir de cama... Tabbot se detuvo e investigó más de cerca: ¿había una o dos figuras tendidas en la cama? La siguiente: la entrada a la cocina, la poltrona, la mesa ratona cambiada de lugar, la ventana con las cortinas corridas.

Siempre lo mismo, una y otra vez. Oscuridad. Pero, ¿había una o dos personas en la cama?

Y luego de esa fotografía: alguien borroso y de contornos imprecisos mirando hacia la puerta cerrada. ¿Estaba caminando en ese momento hacia la puerta y se lo había sorprendido a mitad de camino? ¿Era el hombre de la ducha?

Tabbot dejó caer las fotografías y corrió hacia la cocina.

La cámara no había terminado aún con la serie programada pero Tabbot la sacó violentamente de su posición y la arrastró por la cocina; el trípode dejó marcas en el suelo. Hizo a un lado la mesa, detuvo el cronómetro y abrió de un tirón la puerta plegadiza para introducir la lente en el compartimiento de la ducha. 

Enfocó el pequeño lavabo y el espejo que colgaba sobre él, esperando obtener luz suficiente reflejada por los azulejos blancos. Introdujo un nuevo rollo y trabajó febrilmente con la regla de cálculos, consultó una y otra vez las anotaciones para estar seguro de la hora. Colocó el cronómetro y puso en marcha la cámara. Retrocedió y esperó.

El teniente se había equivocado.

La mujer que fabricaba muñecos de Navidad no había ido hacia la puerta ni había dejado entrar a un hombre alrededor de las seis y cuarenta de la mañana; no había ido en ningún momento hacia la puerta. Había muerto detrás de la silla mientras se dirigía hacia la ventana para apartar las cortinas. Su atacante había pasado allí la noche, había dormido con ella en el sofá-cama hasta poco antes de las seis; después se habían levantado y uno de ellos había usado el baño mientras el otro plegaba la cama. 

Él había entrado a la ducha mientras ella se sentaba a la mesa. En ese intervalo ella se había apretado el vientre y después había desayunado. Se había originado una discusión - o tal vez retomado la de la noche anterior - y luego el hombre había aparecido en la cocina, entonces oscurecida, se había vestido y había intentado irse sin desayunar.

La discusión había continuado en la sala; la mujer había ido hacia la ventana para dejar entrar la luz del sol matinal mientras el pistolero profesional vacilaba entre la mesita y la puerta. Se volvió a medias, disparó y huyó.

- Hay un pequeño agujero en la espina dorsal...

Tabbot pensó que el teniente estaba muy equivocado; en menos de una hora tendría las placas para probar que estaba equivocado.

Para ahorrar algunos minutos, llevó el rollo terminado al camión que estaba abajo e introdujo la película en el tanque de revelado. Era molesto tener que preocuparse por el guardián cada vez que entraba y salía y Tabbot violó el reglamento, dejándolo inerte.

En el momento en que salía del camión pasó un patrullero de la policía, pero no obtuvo más que un distraído movimiento de cabeza por parte del acompañante del conductor. La rodilla de Tabbot empezó a hacerse sentir cuando subió la escalera hacia el tercer piso en la que parecía ser la centésima vez en el día.

La cámara había completado las tomas del lugar y se había detenido.

Tabbot se preparó para partir.

Llevó su equipo afuera, al corredor e hizo tres exposiciones de la puerta del departamento. El proceso de guardar todo otra vez en el voluminoso estuche le llevó más tiempo del que le había llevado sacarlo; el trípode se rehusaba obstinadamente a plegarse en la forma debida para entrar en la funda. Y la ley sobre privacidad de los ciudadanos se rehusaba obstinadamente a permitirle fotografiar el corredor: allí no se había cometido ningún crimen.

Echó una última ojeada al departamento vacío: podía ver hasta la cocina y su imaginación podía representarse a la mujer sentada a la mesa, apretándose el estómago. Cuando estiró el cuello para mirar a ambos lados de la puerta, pudo ver la ventana iluminada por un sol brillante. Tabbot decidió dejar las cortinas apartadas; quería que, en caso de que ese mismo día o al siguiente asesinaran a alguien en ese lugar las cortinas estuviesen abiertas.

Cerró la puerta del departamento y puso su tarjeta de identificación en la ranura del guardián para reactivarlo. No hubo ningún movimiento del mecanismo en respuesta, ningún zumbido teatral del pulsador de alta frecuencia, pero sus tripas comenzaron a revolverse cuando se encendió la linterna roja. Bajó por la escalera con sumo cuidado porque la rodilla no le permitía un paso más rápido. El estuche de la cámara golpeaba contra la otra pierna.

Tabbot sacó el tambor de la película del tanque de revelado y lo introdujo en la ampliadora. Cerró la puerta trasera del camión, dio la vuelta hacia la puerta del conductor y buscó la llave de encendido en el bolsillo del pantalón. No estaba allí. La había dejado en el contacto, otra violación de la ley. Entró y puso el motor en marcha, bastante agradecido de que los hombres del patrullero no hubieran visto la llave (le habrían podido dar una citación y lo habrían hallado tan culpable como a cualquier otro ciudadano).

El camión laboratorio entró en circulación.

La ampliación de los dos rollos de película de nylon se completó en la playa de estacionamiento cercana a la seccional. Estacionó en uno de los lugares reservados para visitantes; como no sabía quién podía estar observándolo desde la ventana, Tabbot sacó la llave del contacto y la guardó en el bolsillo antes de encaminarse a la parte posterior del camión para terminar el trabajo de la mañana.

Los resultados concretos del primer rollo eran insultantes, desde el punto de vista profesional: fotografías oscuras y descorazonadoras que habría preferido no tener que mostrar a nadie. Había solo dos buenas del fogonazo del revólver y otras dos de algo borroso y de contornos imprecisos encaminándose hacia la puerta. Prácticamente la única satisfacción que podía encontrar Tabbot en estas dos últimas era el colorido, tan oscuro, un hombre vestido con ropas oscuras, moviéndose a través de un cuarto en sombras. La mujer desnuda habría dado una pálida figura blanquecina.

Tabbot examinó las fotografías del segundo rollo con ojo de profesional. Los azulejos blancos del cuarto de la ducha habían reflejado la luz en forma satisfactoria. Consideró que era uno de los mejores trabajos de su vida. Observó al visitante nocturno de la mujer duchándose, afeitándose, lavándose los dientes y peinándose. En algún momento, tal vez en medio de aquella discusión acalorada se había hecho un tajito en el cuello, justo encima de la nuez de Adán, un hecho que no había contribuido precisamente a mejorar su humor.

Una exposición captada fuera de la puerta del departamento - la última fotografía - era al mismo tiempo gratificante y frustrante: mostraba a ese alguien borroso mientras abandonaba el lugar, pero iba agachado y con la cabeza inclinada, mirándose los pies. Tabbot supuso que el hombre era demasiado tímido como para que lo fotografiaran saliendo de la habitación de una mujer; se mostraría indignado cuando supiera que una cámara lo había estado observando frente al espejito del lavabo, indignado y casi furioso por esta última forma de invasión de la vida privada.

Tabbot llevó las fotografías a la seccional. Había otro sargento en servicio detrás del escritorio, un hombre que lo reconoció por el uniforme, si no por su cara o por su nombre.

- ¿A quién busca?

- Al teniente... ¿cómo se llama? - dijo Tabbot.

El hombre del escritorio señaló con el pulgar hacía atrás.

- En la división de la patrulla.

Tabbot dio la vuelta al escritorio y se dirigió a esa división, que estaba al final del edificio. Era una sala grande, con varios escritorios, y cuatro o cinco hombres trabajando o haraganeando detrás de ellos. La mayoría parecía estar haraganeando. Todos sin excepción levantaron la vista al llegar el fotógrafo.

- ¿Ya está aquí, sargento? ¿Terminó con su trabajo?

- Sí, señor.

Tabbot se dio vuelta y se dirigió al escritorio del teniente. Extendió delante de él la primera tira de fotografías oscuras.

- Bueno, no parece estar muy contento con esto.

- No, señor.

Colocó la segunda tira junto a la primera.

- Están todas oscuras menos las últimas. Había más luz en el compartimiento de la ducha. El que está en la ducha es usted, teniente. El efecto de contraluz me dio las únicas fotos decentes de toda la serie.

 

FIN

 

 

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