Los dorados años de Harry - Gahan Wilson


Unos cortecitos aquí, unos cosidos allá; un par de tirones por un lado y soltar por el otro; cambiar algu­nas viejas tuberías y Harry van Deventer se sintió como nuevo. O casi. Bastante bien, al menos.

Harry anudó el cinturón de su gabán y contempló, satisfecho, la imagen que le devolvía el espejo. Por otra parte, ignoraba que aquel espejo no reflejaba el color grisáceo de su piel. Al contrario, le daba un rosado tinte de bebé. Tampoco estaba enterado de que aquella Luna atenuaba las arrugas de la piel y no acusaba el violáceo cerco de sus ojos. Era natural, pues, que creyera estar en posesión de un físico inmejorable.

Sonrió, dándose unas palmaditas en la barriga, tan lisa como una plancha, después de la ardua labor de los cirujanos. Harry ignoraba también este detalle.

–No está mal –aprobó quedamente.

Se abrió la puerta y apareció la enfermera. Tenía un aspecto inmejorable. Todo un tipo. Harry recordó lo salvaje que había sido la pasada noche y sonrió. Le encantaba recordar cosas. Un hilo de saliva se escurrió por entre las comisuras de sus labios.

–¿Todo listo, mister Van Deventer? –preguntó la enfermera.

Harry asintió.

–A punto de marcha –dijo.

La enfermera bajó los ojos.

–Siento lo de anoche, mister Van Deventer –dijo–. Me refiero al modo en que me lancé sobre usted.

Le miró, sofocándose, y bajó los ojos al suelo de nuevo.

Harry encogió los hombros y enarcó las cejas.

–Está bien –dijo–. No importa, qué diablos.

Ella le miró con gran alivio.

–Sabía que lo comprendería –repuso.

Harry empezaba a sentirse incómodo.

–¿Dónde está el doctor?–preguntó.

Ya fuera del hospital, Harry trató de recordar lo que había pasado con el médico al despedirse de él, pero no tuvo éxito en el intento. Le recomendó hacer esto y aquello, pensó; tomar unas píldoras o algo. En fin, que se puso furioso. ¿Quién creía ser aquel medicucho? Em­pezaba a enfurecerse de nuevo cuando un taxi se acercó y frenó al llegar junto a él.

–¿Vamos a alguna parte, mister Van Deventer? –preguntó el conductor.

Harry echó un vistazo al cogote del taxista y se pre­guntó la razón por la cual se encontraba siempre con el mismo conductor.

–Sí –repuso Harry entrando en el coche–, sólo que aún no tengo idea del lugar adonde quiero ir.

–Adonde usted diga, mister Van Deventer –respon­dió solícito el taxista.

–Lléveme a algún sitio agradable –contestó–. Aca­bo de abandonar el hospital y necesito distraerme.

–¿Ha estado en el hospital, mister Van Deventer? –se interesó el taxista–. ¡Vaya!, lo siento.

–Oh, no ha sido nada –le tranquilizó Harry.

El taxista puso en marcha un mecanismo que deter­minaría las condiciones físicas de Harry, así como su estado mental. Por supuesto que Harry no tenía la me­nor idea de aquello. Una diminuta computadora ronro­neó y arrojó una tarjeta sobre las rodillas del con­ductor.

–¿Qué le parece si vamos a La Gorda Lucy, mister Van Deventer? –preguntó.

–¿Qué es esto?

–Un lugar excelente en el que olvidará las preocupa­ciones. Le gustará, en serio, mister Van Deventer.

–Magnífico –contestó Harry.

Luego tuvo un presentimiento. Su cara expresó enojo.

–No tan aprisa. ¿Cuánto me costará? ¿No será un antro?

–Oh, no, créame, mister Van Deventer –aseguró el taxista con rapidez–. No debe preocuparse por eso. Ja­más le llevaría a un lugar así, se lo aseguro.

–De acuerdo entonces –contestó Harry, tranquili­zándose–. He oído rumores de que algunos de ustedes llevan a la gente a sitios de esa clase, eso es todo.

–Puede estar tranquilo yendo en mi taxi, mister Van Deventer –exclamó el taxista sonriendo nerviosamente.

–Dije que de acuerdo.

El conductor tragó saliva y miró al frente.

La Gorda Lucy resultó ser un buen lugar, después de todo, pensó Harry. Justo al entrar, una rubia aparatosa salió a su encuentro.

–¡Dios! He esperado por ti toda la vida –exclamó ella, sin quitarle las manos de encima–. ¡Jesús! ¿Dónde has estado?

–Por ahí –dijo Harry.

Lo pasó en grande, aunque no recordaba lo que suce­dió durante la mayor parte del tiempo. Era algo rela­tivo a una camarera y alguna inconveniencia que ésta dijera. No le había gustado, pero, por lo demás, resultó fabuloso. La muchacha se mostró apenada cuando deci­dió marcharse.

–¡Por Dios! ¡Debes volver otro día!

–Claro –aseguró Harry.

No pensaba hacerlo. Lo dijo sólo para consolarla. No podía evitar que todos le tomaran tanto afecto.

Ya de regreso, Harry tomó un baño y luego dio un vistazo al buzón del dinero. Le habían dejado monto­nes mientras duró su ausencia. No intentó hacer un cálculo aproximado de lo que había. No lo hacía nunca. Se fue a dormir.

Mientras dormía, le visitaron los contables, que le hicieron firmar algunos documentos. Años atrás, cuando Harry empezó a cansarse de los detalles, se las habían ingeniado de modo que pudiera firmar papeles sin nece­sidad de que le despertaran.

–Viejo bastardo –exclamó uno de los contables.

–Mira –repuso otro–, no te quejes, que no te ha ido tan mal.

Harry despertó aquella mañana sintiéndose fatigado y sin saber qué hacer. Conectó el televisor. Estaban transmitiendo, de nuevo, la historia de su vida. Tomó asiento y lo miró unos minutos. Se cansó muy pronto de aquello y decidió bañarse.

Encontró el cuarto de baño convertido en un verda­dero caos. Estaba todo patas arriba; debió de enfure­cerse por algo el día anterior, pero no lo recordaba. Había estropeado la ducha, pero no importaba: ya lo arreglarían.

Le costó trabajo anudar el cinturón de su gabán, pero lo consiguió al fin. Era el suyo un flamante cinturón con flecos y borlitas que colgaban de sus bordes.

Hacía un precioso día, por lo que ordenó al taxista volar un poco sobre la ciudad. Miró hacia abajo y vio el edificio con su nombre en el tejado. Era el más alto de la ciudad y le pertenecía. Harry no había estado en él desde hacía años. No le preocupaba. Dejaba que lo hicieran los demás.

Miró a lo lejos, en el horizonte, donde se distinguía una faja de verdor. Sabía que era algo, pero no acer­taba a dar con ello. De súbito se le ocurrió.

–Esto es el campo, ¿verdad?

El taxista siguió la dirección de su dedo.

–En efecto, mister Van Deventer –contestó.

–Vamos allá pues –apremió Harry–. Lo pasé muy bien allá en cierta ocasión.

–Usted manda, mister Van Deventer –contestó el conductor.

Mandó algunos mensajes por radio, sin que su pasajero se diera cuenta de ello.

Cuando llegaron a la campiña todo estaba a punto. El taxi aterrizó junto a una granja y Harry puso pie a tierra. Casi al mismo tiempo, un granjero le salió al encuentro sonriente.

–Bienvenido, forastero –fue su saludo–. Por lo ge­neral no me gusta ver a extraños, pero hay algo en su rostro que me gusta mucho.

El granjero dio a Harry una caña de pescar, expli­cándole su manejo mientras le conducía junto a una alberca situada en el centro del patio de la granja. En un tiempo increíblemente corto, Harry pescó docenas de plateados peces. Una multitud de lugareños acudie­ron a presenciar su proeza, asegurándole que era un pescador sensacional.

Algo ocurrió poco antes de la merienda, algo que Harry no recordaba bien del todo. Tenía que ver con un muchacho poco amable, todo lo contrario de los demás campesinos. El caso es que dijo algo malsonante acerca de su pesca, que le enfureció.

De todos modos, para la merienda, le vistieron con ropas propias de un granjero, ya que las suyas se ha­bían manchado no sabía cómo. Fuera lo que fuese, deci­dieron lavárselas, para que no quedaran las manchas, dijeron.

La merienda transcurrió en medio de una gran ani­mación. Todos comieron los peces que había capturado Harry. Todos proclamaban lo excelentes que eran, y cuando terminaron de comer, la hija del granjero llevó a Harry a un rincón, susurrándole lo loca que estaba por él. Se marcharon al granero.

–Oh, forastero, has estado maravilloso –exclamó la muchacha después de haber hecho el amor–. De veras, ¿cómo puedes ser tan maravilloso?

–No lo sé –contestó Harry.

Estaba urgando en la paja sobre la que se hallaban tendidos. Se volvió hacia la hija del granjero, sostenien­do un puñado de heno.

–¿De dónde sacáis esto? –preguntó.

Le dirigió una mirada preñada de desprecio, pero sólo por un segundo, trocándose en seguida en luminosa son­risa.

–Crece en los campos, forastero.

–Muéstramelos –ordenó, más que pidió, Harry.

No tuvo más remedio que acompañarle y enseñarle los sembrados. Habría comunicado a los otros su paseo, pero no contaba con ningún transmisor. En el campo no estaban tan bien equipados como en la ciudad.

A Harry le entusiasmaron los campos y no se can­saba de recorrerlos. Cuanto más se alejaban, más crecía el aburrimiento de la muchacha. Estaba segura de que todos les creían en el granero, y había recibido instrucciones de tener a Harry siempre a mano, por si acaso.

–¿Qué es esto? –preguntó, señalando ante ellos.

–Esto es un toro, forastero –explicó la hija del granjero–, pero es mejor que no te acerques a él. Puede ser peligroso.

Harry frunció el ceño, mirándola.

–¡Y a mí qué me importa! –gritó–. Me acercaré y echaré un vistazo, ¿te enteras?

–¡No lo hagas, forastero! –suplicó ella tirando de su brazo–. En realidad, no es más que un toro.

–¿Qué haces? ¿Quién te has creído que eres para darme órdenes? –gritó Harry desasiéndose brusca­mente.

La muchacha palideció.

–No pretendí tal cosa, forastero –contestó–. Es sólo que no deberías andar por ahí con ese animal suelto.

El rostro de Harry estaba congestionado y pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. Su respiración se hizo trabajosa.

–¿Qué quieres decir, perra? –chilló–. ¿Cómo te atre­ves a decirme lo que debo hacer?

Le asestó un tremendo puñetazo en la mandíbula, dislocándosela y haciendo que le saltaran algunos dien­tes. Luego, al caer al suelo, la emprendió a puntapiés con ella, y eran lo bastante fuertes como para levantar el cuerpo de la chica del suelo a cada embate.

Después se alejó lentamente de ella, dirigiéndose ha­cia el toro. Se preguntaba qué habría olvidado ahora. Una campesina le dijo algo que no le gustó. Era lo único que recordaba.

La hija del granjero se arrastró como pudo para alejarse de allí y ser recogida por los suyos.

Más tarde, encontraron a Harry de bruces junto a un roble. El toro estaba mordisqueando la hierba un poco más lejos.

Le llevaron en avión al hospital, acompañado de su equipo de médicos y del jefe de los contables. Siempre iba con él, por si acaso.

Remendaron y unieron el cuerpo de Harry. Concluido el trabajo, el cirujano se quitó los guantes y suspiró.

–¿Vivirá, doctor? –preguntó el contable.

–Claro –respondió.

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