Déposito de chatarra - William F. Nolan

    Se encontraba en las afueras del pueblo, un poco más allá de las vías abandonadas del tren de carga. Solía pasar por allí de camino al colegio, en las mañanas espejadas de Missouri y de nuevo, por las tardes de largas sombras, al volver a casa con los libros apretados contra el pecho, sin querer mirarlo.
El depósito de chatarra.
    A nosotros, los niños, siempre nos atemorizaba, incluso de día. Era viejo: llevaba en Riverton desde tiempo inmemorial. Abarcaba una manzana entera. Una desvencijada cerca de madera (¿había estado pintada alguna vez?) lo circundaba por completo. Los listones estaban podridos, y entre muchos de ellos había enormes grietas por las que se podían ver todos los coches destrozados y los camiones apilados obscenamente, cuerpo a cuerpo, en un abrazo de herrumbre. Había motores despanzurrados con los manguitos de agua rotos como vísceras revueltas, remolques de camiones dislocados, partidos e hinchados por el sol y la lluvia, y parabrisas hechos añicos cubiertos de una capa de mugre marrón oscura.

– Son los sesos de las personas que se estrellaron la cabeza contra el cristal –decía Billy-Joe Gibson.
    A nadie le cabía la menor duda de que decía la verdad.
    El ancho portón de metal negro que había al frente estaba cerrado con candado casi siempre, pero a veces, por las noches, «siempre» por las noches, solía abrirse con un chirrido, como si de una enorme boca de hierro se tratara, y el anciano señor Latting entraba su destartalado remolque, con el tubo de escape humeante, sin guardabarros delantero y el capó abollado, arrastrando el cadáver de un coche cual un insecto metálico aplastado.
    Nosotros, los niños, jamás supimos con exactitud de dónde sacaba los coches, aunque en la Interestatal se producían muchos accidentes graves, sobre todo en otoño, cuando de los bosques de Riverton se levantaba la niebla y envolvía la autopista con un palpitante manto blanco como la tiza.

    Los forasteros que desconocían la zona avanzaban por la autopista a ciento treinta por hora, o más, para internarse a ciegas en el banco de niebla. Entonces podía oírse el violento chirrido de unos frenos. Y el bloqueo de las ruedas. Seguía el estallido del metal destrozado y los cristales rotos al chocar contra el riel metálico de seguridad. Y luego un prolongado silencio. Más tarde, a veces mucho más tarde, se oía el ulular fúnebre de la sirena del Chevy de Joe Thompson, el sheriff, rumbo al lugar del accidente. En fin, que nosotros, los niños, nos imaginábamos que algunos de aquellos coches accidentados iban a parar al depósito de chatarra.
    Por las noches, al pasar por delante del depósito, de los metálicos cadáveres apilados se veía elevarse un verdoso y enfermizo fulgor que provenía del enorme arco voltaico que el señor Latting mantenía siempre encendido. Al caer el sol, aquella enorme luz se encendía y hasta el amanecer no se apagaba.
    Cuando a la escuela de Riverton llegaba un niño nuevo, sabíamos que, con el tiempo, acabaría preguntando por el depósito de chatarra.

–¿Habéis entrado alguna vez? –preguntaba el nuevo vecino.
    Nosotros le contestábamos que sí, que un montón de veces.     Pero era mentira. Ninguno de los niños que yo conocía había entrado nunca en el depósito.
    Y había una buena razón para ello. El señor Latting tenía allí dentro un enorme perro gris. No sé de qué raza. Una especie de mastín. Era feo como pecar en domingo. Sólo tenía bien un ojo; el otro lo llevaba cubierto por una especie de membrana surcada de venitas. A lo mejor le habían dado un zarpazo en alguna pelea. El ojo bueno era negro como un pedazo de carbón pulido. Debajo de aquel cráneo, deforme y cubierto de pelo corto, el perro tenía un cuello fuerte y musculoso, y su apelmazada pelambrera gris estaba cubierta de manchas de aceite y retazos de sarna. Tenía el rabo mocho;
quizá se lo habrían arrancado de un mordisco.
    Aquel perro jamás nos ladraba, nunca hacía ruido; pero si cualquiera de nosotros se acercaba demasiado al depósito, alzaba el labio superior en silenciosa señal de ira y nos enseñaba los amarillentos colmillos. Y si alguno de nosotros se atrevía a tocar la cerca que rodeaba el depósito, aquel bicho era capaz de abalanzar su corpachón contra la madera, y lanzarnos dentelladas a través de las separaciones de los listones.
    A veces, en otoño, la estación de las nieblas, justo al caer el sol, veíamos como el perro gris salía, igual que un fantasma, por el portón del depósito, se internaba en los bosques, justo por detrás de la tienda de Sutter, y desaparecía.
    En cierta ocasión, en un acto de bravura, lo seguí y vi que abandonaba los árboles, al otro extremo del bosque, y subía pesadamente la loma que conducía a la autopista interestatal, Y allí se quedó, sentado al borde de la cinta de asfalto, mirando los coches, que pasaban como una exhalación.                 Parecía disfrutar de aquello.
   Cuando volvió la enorme cabezota para lanzarme una mirada colérica, salí por pies y me perdí en el bosque. Estaba aterrado. No deseaba que aquel diablo gris saliera corriendo tras de mí. Recuerdo que no me detuve hasta llegar a mi casa.
    En cierta ocasión le pregunté a mi padre qué sabía sobre el señor Latting. Repuso que no tenía información acerca de aquel hombre. Sólo sabía que siempre había sido propietario del depósito. Y del perro. Y del remolque. Y que siempre, incluso en verano, llevaba un largo abrigo negro con el cuello gastado vuelto hacia arriba. Y que siempre se tocaba con un enorme sombrero raído, con el ala como mordisqueada por las ratas que dejaba en sombra su enjuto rostro, picado de viruelas, y sus brillantes ojos.
    El señor Latting jamás hablaba. Nadie le había oído pronunciar ni una palabra. Y como no hacía las compras en el pueblo, no teníamos ni idea de dónde conseguía la comida.        Tampoco daba la impresión de que vendiera algo. Quiero decir que nadie iba al depósito a comprar recambios para sus
coches o camiones. De modo que el señor Latting cumplía todos los requisitos para convertirse en el excéntrico del pueblo. En todos los pueblos hay uno. Inofensivos, supongo.
     Pero, de todos modos, dan miedo.
    Y así eran las cosas, en Riverton, donde me crié (siempre consideré que Riverton era un nombre cómico para un pueblo en el que no había ni un río en cien kilómetros a la redonda).      Yo tenía dieciocho años cuando me marché para matricularme en la universidad e iniciar una nueva vida. Me licencié en ingeniería. Igual que mi padre; pero él nunca hizo nada con su título. A los treinta años, contaba ya con mi propia empresa cuando regresé a enterrar a mi padre.
    Mamá se había divorciado de él diez años antes, contrajo nuevas nupcias, y residía en Cleveland. No quiso volver para el funeral. Mi única hermana se encontraba en California; no tenía dinero para el viaje, y no éramos más hermanos. De manera que me tocó a mí.
    Era otoño y el entierro en el cementerio de Oakwood resultó lúgubre y deprimente. Asistió muy poca gente: algunos viejos compinches de papá, que también estaban con un pie en la tumba, y un puñado de mis compañeros del instituto, que se mostraron nerviosos e incómodos, igual que yo.
    Dispuestos para ofrecerme sus condolencias. No había relación alguna entre nosotros; no quedaba nada.
    Cuando todo hubo acabado, decidí regresar en coche a Chicago esa misma noche. Riverton no ejercía la mínima atracción nostálgica en mí. Se trataba de enterrar a mi padre y largarme de allí.
    Ése había sido mi plan desde el principio.
    Al volver del cementerio, pasé por el depósito de chatarra.
    No vi a nadie dentro cuando pasé lentamente por delante en mi coche, dejando atrás el portón cerrado con candado. Ni señales de vida o movimiento.
    Claro que habían transcurrido doce largos años. El viejo Latting estaría muerto, sin duda, lo mismo que su perro. ¿Quién sería el propietario ahora? A mi juicio, era un lugar de lo más espantoso.
    Un sinfín de oscuros recuerdos acudió en tropel a mi mente. Aquel depósito siempre había tenido algo de indecente..., algo «malo». Aspecto que no había cambiado. Un frío repentino en el aire me estremeció. Subí un punto más la calefacción del coche.
    Y enfilé hacia la autopista interestatal.
    Diez minutos después vi al perro. Se hallaba sentado junto al riel metálico de la autopista, sobre el arcén de grava, en el mismo sitio hasta el cual yo lo había seguido tantos años antes. A medida que mi coche se acercaba a él, el enorme animal gris levantó la cabeza y fijó su ojo de carbón en mí.
    El mismo perro. El mismo ojo ciego, abultado y blanquecino en el lado derecho de su cráneo deforme, la misma pelambrera plagada de manchas de sarna, el mismo cuello musculoso y el mismo rabo mocho.
    El mismo perro... o su fantasma.
    De pronto, me interné en una vorágine de niebla opaca que oscureció la autopista. Iba a demasiada velocidad. Aquella aparición surgida de los bosques me había hecho perder la concentración.
    Pisé a fondo el pedal del freno. Las ruedas se bloquearon y perdieron agarre en el firme humedecido por la niebla. El coche empezó a derrapar hacia el riel de seguridad. Una banda de acero inflexible, blanca como la leche, «apareció» ante mí. Y me estrellé contra ella. De frente.
    Siguió el estallido de metal contra metal. Aparecieron en el parabrisas millares de finas estrías. 

    El volante se me clavó con fuerza en el pecho. Un ruido seco de huesos al fracturarse. Carne despedazada. Sangre. Dolor. Negrura.
    Silencio.
    Luego..., un despertar. Otra vez la consciencia. Parpadeé en un intento de fijar la mirada. Tenía el rostro entumecido; no podía mover ni los brazos ni las piernas. El dolor habitaba en mi cuerpo como un fuego ardiente. Entonces advertí que el coche estaba con las ruedas al aire, y que el techo me envolvía como una mortaja metálica.
    Una oleada de terror me cubrió con su agitación. Estaba atrapado, encogido en el interior de aquella ruina volcada.        Luché contra el miedo diciéndome que las cosas habrían podido resultar peor. Mucho peor. Hubiera podido salir despedido por el parabrisas (que se había cuarteado totalmente, pero seguía intacto) o incendiarse el coche o haberme desnucado. Al menos había sobrevivido al accidente.     Alguien me encontraría. Alguien.
    Entonces oí el ruido del remolque. Lo vi por el parabrisas; a través de la telaraña de cristal cuarteado, se acercaba a mí en la niebla; el «mismo» remolque que había visto de niño, sin guardabarros delantero, con el capó abollado y el parachoques sujeto con alambre... El rugido de su viejo y asmático motor me resultó horrendamente familiar.
    Se detuvo. Una portezuela se abrió con un chirrido y el conductor se apeó de la cabina. Se acercó a mi coche, se acuclilló y escudriñó en el interior.
    El señor Latting.
    Y me habló. Por primera vez oí su voz: era como de metal oxidado. Como de ultratumba.
    –Parece que se ha estrellado usted.
    Al sonreír, exhibió una fila de dientes cariados. Sus ojos me miraban, brillantes, bajo el ala ancha del raído sombrero. No me resultó fácil contestarle.

    –Estoy... mal... malherido. Necesito... necesito un médico. Tenía la boca ensangrentada. Lancé un quejido; las cuchillas afiladas del dolor me atravesaron todo el cuerpo.

    –No hay ninguna prisa –me dijo–. Cuidaremos de usted.        –Lanzó una seca risita–. Descanse tranquilo. Déjelo todo en nuestras manos.
    Me sentía muy mareado. Para respirar, tenía que hacer un gran esfuerzo. La vista se me nubló: luché por permanecer consciente. Oí el ruido de cadenas al ser enganchadas, sentí que el coche se elevaba, una sensación de movimiento, el sonido acompasado de un motor... Una nueva oleada de dolor me sumió en la oscuridad.
    Desperté en el depósito de chatarra.
    «Imposible –me dije–. “Aquí” no. No puede haberme traído aquí. Necesito atención médica. Un hospital. Podría morirme...»
¡Morirme!
    La palabra me golpeó con la fuerza de un martillazo. Me estaba muriendo, y él, como si nada.
    No había movido un dedo por socorrerme; seguía atrapado entre los hierros retorcidos del coche.
    ¿Dónde estaba la policía? ¿Y los mecánicos con sopletes para liberarme? ¿Y la ambulancia?
    Entrecerré los párpados. El pálido fulgor verde del enorme arco voltaico que se alzaba en mitad del depósito lanzaba unas sombras retorcidas sobre las pilas de chatarra.
    Oí que cerraban el portón de golpe y que echaban el candado. Luego, el ruido producido por las pesadas botas de Latting al avanzar por la crujiente grava y acercarse a mí. El coche seguía con las ruedas hacia arriba.
    Intenté inclinar el cuerpo y darme la vuelta para llegar hasta el tirador de la puerta del conductor. Quizá lograra abrirla. Pero un relámpago de dolor me indicó que me resultaba imposible moverme.
    El rostro esquelético de Latting apareció ante el parabrisas y miró hacia dentro, a través del cristal cuarteado. Una sonrisa le alargó la comisura de los labios como si fuese una cicatriz.

–¿Se encuentra bien ahí dentro?

–¡Diablos, no! –exclamé con un hilo de voz–. Necesito un... un médico. Por el amor de Dios..., consígame... una ambulancia. Negó con la cabeza.

– Aquí, en el depósito, no hay teléfono para poder pedir una –repuso con voz ronca–. Además, usted no necesita médicos, hijo. Nos tiene a «nosotros».

–¿Ustedes?
–Sí, a mi perro y a mí.
    La cabeza, roma y deforme, del asqueroso animal gris apareció en la ventanilla junto a la de Latting. La roja lengua le colgaba, húmeda, y su ojo negro me miraba fijamente sin pestañear.

–Pero... ¡me estoy desangrando! –Levanté el brazo derecho; la sangre me manaba profusamente–. Y... creo que..., creo que tengo... lesiones internas.

–Seguro que las tiene –afirmó Latting con una risita–. Sufre graves lesiones internas. –Me lanzó una socarrona mirada de soslayo–, Además, tiene la cabeza llena de cortes. Y parece que tiene fracturadas ambas piernas... y el pecho hundido. Seguro que se le han roto un montón de costillas.
Y volvió a reírse, esta vez a carcajadas.

–¡Es usted un pobre loco! –le espeté–. Haré que..., que el sheriff lo arreste. –Luché contra el dolor para seguir con mi invectiva–: ¡Se pudrirá en la cárcel por esto!

–¡Vamos, no se ponga de esa forma! El sheriff no entrará aquí. Nadie entra en el depósito. A estas alturas, usted debería saberlo ya. Nadie. Excepto los que están igual que usted.
–¿Qué quiere decir con eso de..., de «los que están igual que usted»?

–Los moribundos –respondió el anciano con voz ronca–. Los que tienen casi todos los huesos rotos, los que se desangran por completo. Los de la autopista interestatal, vamos.

–¿Quiere decir que... ésta no es la primera vez?

–Claro que no. Han sido muchas veces. ¿Cómo cree usted que hemos sobrevivido todos estos años mi perro y yo? Lo que ocurre en esa autopista es lo que nos mantiene vivos...; los que hay dentro de los coches destrozados, de los camiones volcados. Necesitamos lo de dentro. –Acarició con fuerza el cogote sarnoso del perro y le preguntó–: ¿No es así, amigo?
Como respuesta, el enorme animal levantó el baboseante morro y enseñó los dientes; luego, volvió a fijar en mí su ojo de obsidiana.

–Este perro que ve usted aquí es algo fuera de lo común –comentó Latting–. Lo digo porque parece saber con toda exactitud a quién debe elegir para echarle el mal de ojo. A la gente especial. A las personas como usted, a quienes nadie echará de menos y por las que nadie preguntará. No puedo permitirme el lujo de que vengan a fisgonear y hacer preguntas por el depósito. Los que él elige se internan en la niebla y desaparecen. Yo los remolco hasta aquí y se acabó la historia.
    Obnubilado, a través de la bruma roja del dolor, recordé la fiera intensidad con la que aquel único ojo negro me había mirado cuando pasé junto al riel metálico de la autopista. Me hipnotizó, e hizo que perdiese el control del coche y me estrellara contra el protector metálico. El mal de ojo.

– Bueno, ya va siendo hora de que deje de charlar con usted y me ponga a mi trabajo –anunció Latting, levantándose–. Vamos, perrito.
    Y se alejó del coche junto con el animal.
    Inspiré hondo y me estremecí; con desesperación, me dije que alguien tenía que haber oído el estrépito del choque y habría informado a las autoridades; me dije que el sheriff llegaría de un momento a otro, que me meterían en una cama con sábanas limpias y frescas, que me limpiarían suavemente la sangre, y me curarían las heridas...
    «¡Vamos, daos prisa, maldita sea! Me estoy muriendo. ¡Me estoy muriendo!»
    De pronto, oí un sonido seco, estremecedor, que se repitió una y otra vez. La curva de cristal cuarteado que tenía delante de mí cedió hasta dentro bajo el impacto de la serie de golpes en rápida sucesión que Latting asestó al parabrisas con una almádena.

–Cada día los hacen más reforzados –gruñó de mal humor, y prosiguió con su ataque–. ¡Ah..., por fin..., ahora sí que cede!
El parabrisas se partió de repente y se fragmentó en mil pedazos; sus trozos afilados cayeron sobre mi cabeza y los hombros, cortándome la carne.

–Así está mejor, ¿no? –dijo el anciano con aquella cicatriz que tenía por sonrisa–. Ahora podrá llegar hasta usted sin problemas.
¿Llegar hasta mí?
    El perro. Se refería al perro, aquel animal pestilente y horrendo. Parpadeé en un intento de quitarme la sangre de los ojos y traté de retroceder, de alejarme de aquella abertura afilada. Pero fue inútil. El dolor era demasiado atroz. Me desplomé débilmente contra los metales retorcidos del techo, al tiempo que rehusaba creer lo que me ocurría.
   La criatura gris se acercó y embistió con su ancho corpachón contra la abertura.
    El fétido aliento de aquella bestia infernal me llenó la nariz; su boca entreabierta se aferró a mis carnes y me hincó los dientes; su erizada pelambrera maloliente me rozó la piel.
    Un husmeo horripilante, unos lametones... y sentí que me sorbía la sangre. Me... vaciaba..., me sorbía por entero... para meterme en su asqueroso cuerpo...
    Sentí la necesidad de moverme. De abandonar el depósito de chatarra. Con el aire frío me llegó la promesa de una helada. En lo alto, el cielo tenía una tonalidad gris acerada.
    Era una delicia volver a moverse. Correr. Abandonar el pueblo y dejar atrás los bosques.
    Todo estaba muy tranquilo. Gocé con el penetrante aroma a tierra, a hormigón y metal que me rodeaba. Volvía a estar vivo. Y fuerte. Era estupendo estar vivo.
    Esperé. De vez en cuando, alguna silueta veloz pasaba ante mí. Yo no hacía caso. Otra. Y luego otra. Y entonces, al fin, «la silueta indicada». La felicidad me invadió. Allí estaba quien nos proporcionaría a mí y a mi amo la vida y la fuerza.
    Alcé la cabeza. Entonces él me vio, el conductor del camión.     Clavé mi ojo en él cuando pasó veloz ante mí, con aquel sonido metálico. Y desapareció en la niebla.
    Me quedé allí, sentado, tranquilo, en espera del impacto.

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