La nueva temporada - Robert Bloch

 Harry Hoaker esperaba entre bastidores cuando las luces se apagaron.
La familiar melodía sonó en estéreo; a la izquierda del presentador se vio un anuncio que enmarcó en un halo dorado su alegre rostro de fuertes mandíbulas. El presentador era gordo, porque los gordos resultan graciosos.

–Hola Harry –saludó el presentador.
Alargó las sílabas finales de cada palabra, de manera que el saludo sonó más bien así: «¡Holaaa Harryyy!». Lo cual también resultó gracioso.
Siguió el estridente sonido de trompetas que se fundió con los aplausos. La luz del proyector se desvió a la derecha y apareció Harry, que avanzó hasta el centro del escenario mientras los aplausos aumentaban fragorosamente.
Aquélla solía resultarle la parte más difícil: esperar a que la oleada de sonidos se acallara hasta quedar allí en medio, de pie, en el expectante silencio. Aunque ya se había convertido en una cuestión de rutina, algo mecánico, automático.
Harry desechó ese pensamiento, y miró al frente. Los focos, en lo alto, iluminaban el estudio, pero le impedían ver al público.
–Sé que estáis ahí...; os oigo respirar.
Recordó haber utilizado aquella antigua frase cuando los chistes arreciaban como las bombas durante un ataque aéreo. Y vaya si arreciaban; en los viejos tiempos, aquello era como una repetición instantánea de Pearl Harbor.
Pero esta noche empezaba una nueva temporada, y mientras Harry agradecía los aplausos, hizo una repetición de cosecha propia. Para los telespectadores, ocuparía el centro del escenario en diez segundos; pero Harry conocía más detalles de la historia: llegar al centro del escenario le había costado veinte años.
Hacía veinte años... En aquella época, la espera sí que resultaba verdaderamente ardua: ahí de pie, con aquel sombrero cómico y los pantalones enormes que se ponía para el programa infantil.
Tres años tuvo que luchar con dientes y uñas hasta conseguir abandonar el gueto de los sábados por la mañana. Después, lo único que logró obtener fue un programa concurso de la tarde y ocupar una línea dentro del organigrama. Una labor penosa por demás: trabajó con amas de casa chillonas que se meaban en las bragas ante preguntas tan difíciles como «¿Qué soberana de Inglaterra fue conocida con el sobrenombre de la “Reina Virgen”? Le daré una pista... No se llamaba Elizabeth Taylor».
Pero Harry jugó bien sus cartas; por su cuenta, invitaba a un par de escritores que le proporcionaban material decente, y aquello dio resultado. Cuando este canal decidió hacerle la competencia a Johnny Carson con un programa nocturno de entrevistas, el agente de Harry le defendió a capa y espada para que él hiciese de presentador, y ganó la batalla.
Al principio, se había sentido aterrado, pero el agente le había dado su palabra.

–No te preocupes, muchacho, ahí fuera hay los suficientes noctámbulos e insomnes como para aumentar tus niveles de audiencia. Lo único que tienes que hacer es mantenerte fiel al sistema.
Su consejo funcionó, y también Harry, los primeros años. Sacaba partido de los guionistas, los exprimía hasta obtener todas las ideas al cabo de una o dos temporadas, y luego los reemplazaba por otros más frescos. Todos ellos le dejaron un legado de historias humorísticas y chistes que fueron adquiriendo un formato. 

Los telespectadores se lo tragaban todo y él se tragaba a sus invitados..., los masticaba y luego los escupía. Un plantel completo de astutos programadores le suministraba los personajes célebres de la época: todo aquel que tuviera un nuevo programa en la cadena y todo aquel bajo contrato que no contara con un programa, pero necesitaba promocionarse. 

La mezcla se endulzaba con estrellas negociables, que anunciaban los estrenos de sus películas; cantantes de la lista de éxitos que presentaban sus nuevas grabaciones; viejos mitos invitados a promocionar sus autobiografías; incluso unos cuantos escritores verdaderos, que le iban muy bien para rellenar huecos cuando necesitaba a alguien que no provocara la risa. Estaba claro que aquello era un sistema. Y funcionaba.

Ahora, el plantel de guionistas estaba formado por siete personas, y Harry ni siquiera tenía que perder tiempo con ellos en pensar los chistes o en revisar guiones: todo salía por la pantalla apuntadora y él debía limitarse a leer. Si un chiste no funcionaba, les cabía la posibilidad de borrarlo de la grabación antes de transmitir el programa esa noche.
Con el transcurso de los años. Harry se había ido facilitando aún más las cosas; pasó de cinco a tres programas semanales, y utilizó «invitados especiales» como relleno; gente buena, aunque no demasiado buena. Aquello le ayudó, al igual que los largos meses de verano de reposiciones programadas cada año. A veces, aquellas largas ausencias lo volvían inactivo; los críticos comentaban que se estaba convirtiendo en un presentador perezoso y temperamental; pero a Harry no le importaba con tal de que jamás adivinaran el verdadero motivo.
Ignoraban que estaba enfermo.
Durante mucho tiempo ni siquiera él lo había sabido, porque con la bebida y las píldoras lograba seguir adelante. Pero un buen día, un par de temporadas antes, no logró superar las pruebas físicas.
Le habían dicho que no era el SIDA, pero que podía tratarse de lo que los médicos denominaron una mutación del virus. En realidad, el nombre era lo que menos importaba; lo que contaba era que tenía la enfermedad y ésta lo tenía a él.
Le prescribieron un tratamiento a base de unas píldoras de reciente aparición, y logró seguir adelante hasta que comenzó a perder peso. Entonces, le recetaron radiaciones de cobalto, que le hicieron perder el cabello, pero se puso peluca y nadie lo notó. Sin embargo, llegó un momento en que el cobalto dejó de funcionar: y él también, justo antes de que comenzaran las reposiciones de verano de la temporada anterior, lo cual le dio un margen de tres meses para someterse a la primera operación de corazón y recuperarse.
Harry volvió a sentirse en forma hacia el otoño; pero en algún momento de aquella época, en enero o febrero, no estaba muy seguro de cuándo había ocurrido, las cosas comenzaron a desmoronarse y los médicos hablaron de transplante. El resto de la temporada era un recuerdo borroso: una semana estaba en pie y otra en la cama, tomaba nuevas píldoras, se sometía a nuevas pruebas, probaba nuevos tratamientos. Vivió de un programa al otro con el alma en vilo hasta el hiato estival.
Entonces se pusieron a trabajar. Los comentarios que había oído durante todos aquellos años y a los que no había prestado atención –injertos de piel, amputaciones, prótesis– se convirtieron en realidad; aunque no demasiado, porque lo mantenían atontado con inyecciones mientras experimentaban
técnicas radicales en él. No recordaba todo lo que le hicieron, pero ahora volvía a estar en forma.
Un milagro médico, lo llamaban los doctores; y además del fajo de billetes que les entregaba en pago de sus honorarios, tenía que darles otro fajo para comprar su silencio.
Los aplausos cesaron y Harry se enfrentó ahora al silencio. Esbozó una sonrisa forzada, y se colocó de cara a la pantalla apuntadora y acometió el monólogo de apertura sin tropiezos. Algunas de las frases ingeniosas no las entendió del todo porque eran típicas y tópicos, y él había perdido el contacto con el mundo exterior. A pesar de eso, como la pantalla apuntadora le indicaba incluso dónde hacer las pausas, cuando las hacía, se oían las risas.
Una nueva temporada, pero con el sistema de antes, aunque con más trucos: selección informatizada de material para asegurarse de que estuviera en la onda de la actualidad, profundos análisis demográficos para escoger como público a los candidatos adecuados. Los de producción sabían qué hacer y la forma de hacerlo: controlaban los niveles de audiencia y enganchaban a los telespectadores. Existía una gran diferencia con la época en la que Steve Allen como pionero de los programas con entrevistas en vivo, cuando no había la posibilidad de disimular los «gazapos».
Harry soltó otra frase ingeniosa, esperó las consabidas risas, se dio unos golpecitos en la chistera y aprovechó para sacarle partido a la doble toma. Sencillo.
Sólo que no era tan sencillo como parecía. La pantalla apuntadora seguía presentándole los textos, se oían las risas, pero algo fallaba.
Parpadeó a la luz que ocultaba al público pero lo revelaba a él y se preguntó cuánto vería aquella gente, cuánto sabría.
¿Cómo iban a saber nada? Hacía años que su estilo de vida protegía su intimidad. Nunca concedía entrevistas; tampoco leía las que sus publicistas se encargaban de hacer imprimir. Las reuniones de personal y las conferencias oficiales de empresa se realizaban por circuito cerrado de televisión. No le quedaba tiempo para perderlo con amigos o conocidos; no daba fiestas ni asistía a ellas.
Desde su último divorcio –cielos, de aquello hacía más de seis años ya–, no había tenido una mujer, ni siquiera una chica de compañía; tampoco le hacían falta. Una limusina lo conducía al estudio y luego de regreso a su automatizada casa; el personal de seguridad y de servicio cumplía con su obligación sin tropiezos. Si la bebida mataba sus días y las píldoras apaciguaban sus noches, nada de ello se filtraba a la prensa, de manera que... ¿cómo iba nadie a enterarse?
El problema residía en que aquello tenía el efecto de un bumerán: la gente no sabía nada de él, pero tampoco él sabía nada de la gente. Había perdido el contacto, y desde que su problema comenzara, se había desconectado por completo. Cuando cayó enfermo, dejó de leer los periódicos; toda aquella porquería sobre los nuevos problemas sanitarios era un rollo y no quería asustarse con las noticias de los telediarios. Lo único que veía en la televisión eran las películas antiguas, y las estrellas que habían actuado en ellas estaban muertas.

Estrellas muertas, ¡eso sí que tenía gracia! El público se reía de aquel mismo momento, pero ignoraba que el mismo Harry era prácticamente una estrella muerta, un cerebro dentro de un cuerpo mecanizado, un producto de la cirugía plástica, un montón de órganos artificiales sostenidos por impulsos eléctricos y sistemas informatizados.
Nadie lo sabía, y si dependía de él, aquello continuaría en secreto a lo largo de la nueva temporada. Era hora de olvidarse del pasado y prestar atención a lo que hacía. En aquel mismo instante, la pantalla apuntadora le indicaba que debía presentar al primer invitado.
Harry leyó la presentación y apareció un atleta que avanzó hacia él y le estrechó la mano antes de que ocuparan sus asientos en el centro del escenario. El atleta era grande, corpulento, barbudo: Harry se sorprendió al notar que la mano de aquél estaba muy fría, y que el apretón había sido bastante débil. Los nervios, claro; era extraño cómo aquellos simios atiborrados de esteroides tenían sudores fríos delante del público.
En fin, aquello era pan comido, sólo tenía que limitarse a leer la pantalla apuntadora. Harry le dio el pie y esperó la respuesta.
No la obtuvo.
Harry repitió el pie asegurándose de que el atleta lo escuchara. ¿O acaso no lo había oído? El pelmazo seguía ahí sin pestañear «¿Qué diablos pasa.... no me dirán que es analfabeto?»
Harry lo miró con curiosidad, y susurró por lo bajo:

–¡Estamos en el aire, desgraciado! Contéstame, di algo, por el amor de Dios...
Ni una sola palabra. El rostro del atleta permaneció inexpresivo, por completo.
En aquel momento, el de Harry también quedó carente de expresión, pero por dentro estaba que ardía. «Cielos, el tío se que ha quedado paralizado, está en Babia...»
El instinto acudió en su ayuda: se dirigió al público y se sacó de la manga un chiste antiguo. No es que fuera demasiado ingenioso, pero cualquier cosa era mejor a estar en el aire y con la boca cerrada.
El atleta no movió ni un solo músculo, sino que siguió sentado allí, completamente inmóvil.
Sólo cabía hacer una cosa: sacarle de allí, y de prisa. Harry hizo la señal, un gesto con la mano, y dos rubias pechugonas subieron al escenario contoneándose. «Las azafatas de Harry», así las llamaban, pero su verdadera misión era la de echarle una mano en emergencias como aquélla. Y mientras él comentaba jocosamente que al invitado debía de haberle dado un repentino ataque de pie de atleta, las sonrientes muchachas ayudaron al hombre a levantarse del asiento.
Maldición, eso de ayudarle era demasiado decir, porque fueron incapaces de moverlo, el tío seguía allí, duro como una piedra. Harry soltó otra ocurrencia para llamar la atención del público mientras las chicas, que habían dejado de sonreír, prácticamente levantaron en vilo al enorme simio y lo sacaron del escenario con los pies arrastrando.
«¿Y ahora qué?» Harry volvió a hacer una señal y el gordo presentador acudió a rescatarle; subió pesadamente al escenario y soltó un chiste que no tenía nada que ver con lo ocurrido. Harry levantó la mirada y comprobó que la pantalla apuntadora había avanzado a toda velocidad y le indicaba que debía anunciar una pausa para la publicidad.
Mientras pasaban los anuncios, apagó el micrófono y preguntó a toda prisa:
–¿Qué ocurre aquí?

–La computadora está abajo –respondió el presentador. Y se alejó con paso rígido, sin agregar una palabra más.

–Eh, vuelve aquí...
Harry levantó la voz, pero el otro se limitó a apresurar el paso, y sacudió las piernas al tropezar contra el telón de fondo en sus prisas por llegar a las bambalinas.
El miedo impulsó a Harry a pulsar los botones del extremo de la mesa que había junto a su silla: había alertado al director que ocupaba la cabina de control.
No recibió respuesta. Otro anuncio apareció en la pantalla del monitor, pero aquello no le dijo nada. Harry parpadeó cuando miró las luces hasta que logró fijar la vista en la cabina acristalada que se elevaba en la pared trasera del estudio.
La cabina estaba vacía.
No había director. Ni equipo de producción, ni siquiera un ingeniero de sonido.
Harry miró todo aquello con fijeza. «¿Qué ocurre aquí? No me digas que ahora lo tienen todo informatizado.... las cámaras, los niveles de sonido, los cambios de luces, los decorados...»
Desesperado, echó un vistazo hacia la zona de bambalinas, y al instante, deseó no haberlo hecho. Allí estaba el presentador, despatarrado boca abajo en el suelo, junto al inerte atleta. Mientras Harry los observaba, dos enfermeros se les acercaron, se arrodillaron junto a la gorda silueta del presentador y le quitaron la chaqueta y la camisa. A toda prisa comenzaron a pulsar los brillantes circuitos empotrados en su espalda desnuda y a manipular las conexiones.

«¡Conexiones!»
Harry se hizo algunas consideraciones de cosecha propia: «¡Cielo santo, ese tipo es como yo! Y el atleta también».
El anuncio desapareció de la pantalla del monitor y Harry volvió a estar en el aire. Sus ojos buscaron la pantalla apuntadora, pero no la encontraron. Lo único que le quedaba por hacer era volver a conectar el micrófono y ganar tiempo.
Pero el micrófono no funcionaba. Estaba tan muerto como el presentador y el atleta y...
Entonces cayó en la cuenta de todo lo ocurrido. Él no era el único. Algo se había estado cociendo mientras él permanecía aislado. Harry recordó los rumores acerca de una epidemia. Seguramente, aquello debía de haberse prolongado durante un largo período; pero todo había continuado bajo cuerda. Y en la cumbre, las personas como él abundaban cada vez más: cascarones vacíos con vida artificial.
¿Hasta dónde se habría extendido la epidemia? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los presidentes estuvieran programados, hasta que los robots gobernaran el mundo? Llamarlo milagro médico no cambiaba las cosas: aquello era una conspiración. Alguien tendría que dar la alarma, decir la verdad, ¡y pronto!
En ese momento, Harry oyó un suave murmullo, supo que su micrófono volvía a estar conectado; un sistema automático de apoyo había corregido el desperfecto. Pero a él le correspondía corregir el otro desperfecto, el gran desperfecto.
Enfrentándose a las luces que lo separaban del público, la voz de Harry llenó el vacío de palabras. Debía advertirles en ese preciso instante, aunque fuera lo último que hiciese.

–¿Podéis oírme? Entonces, ¡huid de aquí! Tenéis que comprender que todo esto no es real. Que yo no soy real. Decídselo a vuestros amigos. ¡No permitáis que las computadoras os dominen, no permitáis que los órganos artificiales y los trasplantes electrónicos os conviertan en zombies! Es lo que me ha ocurrido a mí y puede que os pase a vosotros si no hacéis algo ahora mismo. Buscad una cura para esto... ¡Volved a la realidad antes de que sea demasiado tarde!

Harry hizo una pausa, y esperó la reacción.
Y la obtuvo: una explosión de sonido procedente de la banda sonora de las risas.
Era de suponer, claro. Siempre había una banda de sonido para las risas, y otra que suavizaba los aplausos.
Pero después de tantos años de experiencia. Harry había aprendido a distinguir la diferencia entre la risa prefabricada y la verdadera. Y aquella explosión de alegría era mecánica. Entre el público, nadie reía, nadie aplaudía, nadie reaccionaba porque nadie sabía cómo hacerlo, a menos que el apuntador les soplara. Aquél era un programa cómico, él era un hombre gracioso y el público no podía reaccionar por sí solo a una advertencia inesperada.
A lo largo de todos aquellos años en que la cirugía había ido robándole el cuerpo, alguien se había quedado con los cerebros de la gente. Las computadoras pensaban por ellos, los medios de comunicación les dictaban su estilo de vida. Hacer el amor, conducir coches o sacudir los puños en manifestación de protesta, todo eran cuestiones de pura mímica. Las máquinas confeccionaban los productos y las máquinas los promocionaban; eran máquinas las que compraban los productos y eran máquinas las que los utilizaban. La vida real no existía ya; sólo como su programa: invitados de mentira, improvisaciones de mentira y presentador de mentira.
La única realidad que Harry logró encontrar fue su propia desesperación. ¿De qué servirían las advertencias? Los telespectadores no iban a oír lo que él dijera, sería eliminado de la grabación.
Pero aún quedaba un modo. Mediante la comunicación verbal. En ella estaba la respuesta. Si lograra llegar al público del estudio, si lograra hacérselo creer, entonces, al salir, ellos se encargarían de propagar la verdad. Y tenía que convencerlos en ese mismo instante, porque aquélla era su última oportunidad.
Harry se enfrentó a las luces, luchó contra el cegador brillo, se obligó a establecer un contacto visual con las siluetas que permanecían sentadas, en silencio, entre las sombras de allá abajo. Se le nubló la vista, luego se le aclaró y logró ver la vacía amplitud del estudio.
No había público.
No había público..., nadie, sólo Harry y la pantalla apuntadora. Por la luz destellante del anotador eléctrico, supo que éste había vuelto a funcionar, que le indicaba su próxima frase.
Como un autómata. Harry comenzó a leer las palabras en voz alta. Al diablo con todo, una nueva temporada empezaba. El espectáculo debía continuar, y un chiste era un chiste.
Y si no había público, qué más daba. Siempre contaría con las risas de la banda de sonido.

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