¡Dejadme dormir con mi mujer! - Victoria Robbins

¿Podrán mis palabras describir a Lucía? ¿Hasta qué límites tendría que llegar la prosa que reflejase exactamente la belleza, su lujuria, la pasión de sus besos, el hipnotismo de su mirada, esa morbosa obsesión suya hacia todo lo relacionado con el MÁS ALLÁ, y el grado de esclavitud al que llegó a someterme? 

¿Cómo lograría comunicar el inmenso pavor que me asaltó aquella madrugada cuando, después de una noche interminable esperándola, la vi entrar en nuestro dormitorio hediendo a azufre, y exultando una malignidad infinita, «¡porque acaba de poseerme el Demonio!»? ¿Y seríais capaces vosotros de entender que yo, en lugar de sentirme destruido por los celos, me echase a reír y a abrazarla igual que si me la hubieran devuelto más hermosa que nunca?

Sin embargo, antes, la protesta surgió de mi garganta, rabiosa y con pretensiones de ir en aumento, y hasta mis puños se alzaron dispuestos a golpearla. Entonces, sus ojos negros, esos carbúnculos de un fulgor subyugador, me lanzaron unos mensajes de lascivia, invitándome al desvarío. Y sin quererlo, lo mismo que el pajarillo que camina lentamente hasta la serpiente que va a devorarlo, yo me aproximé a su cuerpo.

Nada más que me situé a su alcance, Lucía saltó a por mi boca. ¡Sus labios se hicieron brasas en las que se fundió mi voluntad, y toda mi sensualidad alcanzó niveles de al rojo vivo!

Luego, revoleándome en la cama, riendo y gozando de un cuerpo que había sido madurado diabólicamente, torrente de orgasmos, infinito en sutilezas eróticas y dueño de una piel capaz de otorgar calidad de incombustible a la mía a pesar de estarla sometiendo a temperaturas de fundición, respondí a todas y a cada una de sus caricias, olvidados los celos. Y no nos detuvimos hasta el alba. En el momento que nuestras energías se hallaban en el límite de la mortal extenuación.

En realidad el Demonio me devolvió una gata en celo, una ninfómana insaciable para la que no existía ningún tipo de obstáculos. Por eso, al llegar la noche, luego de haberme saciado sexualmente, se escapaba en busca de otros lechos y de otras virilidades, entregada a una fiebre incurable.

Tardé en descubrir estas correrías nocturnas, debido a que su poderío carnal me dejaba materialmente exhausto. Necesité la colaboración de una impresionante tormenta, cuyos truenos me despertaron a la evidencia de que la otra mitad de mi cama se encontraba vacía.

Los celos me asaltaron, porque la casa estaba totalmente a oscuras. Cierto, en un principio supuse que Lucía podía encontrarse en el cuarto de baño o en la cocina. Pero los relámpagos no cesaban de señalarme una sola realidad: había sido burlado por una mujer a la que ni siquiera retenía en su hogar la furia de los elementos. Me vestí precipitadamente, fui en busca del impermeable y la linterna, y me dispuse a salir a la calle...

En aquel instante, escuché el ruido de la puerta. ¡Sólo podía ser ella! Corrí en busca de una válvula de escape para toda la cólera almacenada en los últimos minutos. Y me la encontré descalza, quitándose sigilosamente la gabardina, y con el extremo inferior del paraguas cubierto con un plástico, para que el agua que chorreaba no empapase la alfombra de la entrada.

–¿Dónde has estado, «gata salida»? ¿No irás a negarme que con todas esas precauciones lo que pretendes es que el «cornudo» de tu marido siga durmiendo? ¿Cuánto tiempo llevas pegándomela?

Lucía me miró con ojos burlones. Después, colgó su gabardina en el perchero, sin importarle ya dejar el testimonio de la lluvia en el suelo. Acto seguido, me hizo frente con una voz fría y preñada de una burla demoníaca:

–De acuerdo, soy una «gata salida», o mejor diré una «tía con un furor uterino», que le impide conformarse con pasar las noches en una sola cama y con un solo hombre. Eres un médico de pueblo. ¿Verdad que hablando así de claro tú y yo nos entendemos mucho mejor? Porque, al menos, debías estar agradeciéndome la delicadeza de no querer despertarte.

Su desfachatez, la osadía de sus gestos y la realidad de que yo me estaba excitando con la visión de su lengua, que se asomaba lujuriosamente entre sus labios, y con su amplísimo escote, donde los senos casi se exhibían en su totalidad, me impusieron una réplica volcánica. Mis puños la golpearon con odio, y mi garganta la insultó y la maldijo con unos gritos enloquecidos.

Pero ella no permaneció inmóvil, sino que reaccionó como el felino en el que se había convertido. Sus uñas se clavaron en mi carne, rasgándome la piel, y hasta me mordió en distintas partes del cuerpo. También replicó a mis voces estentóreas con mofas y escarnios dedicados a mi virilidad.

No sé cuánto tiempo permanecimos enzarzados en aquel terrible combate de fieras, ni recuerdo quién de los dos fue el primero que exclamó ese «¡basta ya!», acaso después de repetirlo por enésima vez. Esto nos obligó finalmente a detener la violencia, cuando estábamos deshechos, destrozados y mirándonos con los ojos tumefactos.

Con las ropas destrozadas, cubiertos de heridas y jadeantes, nos arrastramos hasta la estancia donde yo practicaba las curas a mis pacientes. Allí me entregué a aliviar sus heridas con un esmero acaso excesivo, a la vez que lamentaba nuestra pelea. 

Sin saber cómo me vi inmerso en una enorme sensación de culpa, en cuya savia emocional fue germinando una pasión arrasadora. Por este motivo, olvidando los destrozos que había sufrido mi cuerpo, la llevé a la cama. Para dar rienda suelta a unos instintos exacerbados que me transformaban en una bestia.

¡Y cómo se reía Lucía bajo mis besos y caricias, y cuando llegó la eyaculación casi epiléptica!

A la mañana siguiente, no fui al hospital, porque me cuidé de poner alambreras en todas las ventanas y me aseguré de que mi esposa jamás pudiera escapar de casa. Abrí la consulta a las seis de la tarde. Nada más que encontré a tres pacientes, cuando lo normal era que allí me estuvieran esperando más de veinte. 

Dos de ellos se marcharon, después de hacerme oír sus torpes disculpas. Y el que aceptó hablar conmigo, se preocupó más de mis arañazos, cardenales y tumefacciones de mi rostro y manos que de su propia dolencia.

Desde aquel momento me vi marginado por la mayoría de las gentes importantes del pueblo. Y es que siempre se encuentra una disculpa maliciosa para el «cornudo» que ignora su condición; pero nadie perdona a quien lo acepta, aunque se pegue con su mujer. 

Porque lo tradicional es, sin que importe la despenalización jurídica del adulterio, que el marido mate a la mujer infiel o, al menos, se niegue a seguir viviendo con ella.

* * *

Con el paso del tiempo me quedé totalmente sin pacientes, porque todos anularon sus igualas; y nadie volvió a llamar a mi casa para que atendiese un parto, un proceso febril o cualquier otra enfermedad imprevista. 

El director del hospital me llamó al orden, y hasta me aconsejó que tomara unas vacaciones, «si es posible llévese a su esposa con usted, pues únicamente de esta forma conseguirán los dos que se apague la indignación de las personas honorables de nuestra comunidad».

Así se lo propuse a Lucía; pero me tropecé con su negativa más rotunda. De nuevo nos enzarzamos en una discusión a grito pelado, la cual degeneró en unos insultos y en un conato de pelea. Luego, ignoro en qué momento, ella se echó en mis brazos e hicimos el amor con el mismo vigor sexual que las otras veces. Terminé en la cama, exhausto y pensando únicamente en mi descanso.

Horas más tarde, volví a descubrir que la otra mitad de la cama estaba vacía. Me dominó una furia de celos, aunque me dije que ella no podía haber escapado de casa. Acto seguido, la busqué por todas las habitaciones, mirando en el interior de los armarios y los baúles... ¡No estaba en ninguna parte! Pero ¿cómo era posible si todas las ventanas y puertas seguían cerradas herméticamente?

No podría explicar cómo me vi recorriendo el pueblo a pie, rastreando las sombras con el haz luminoso de mi linterna, examinando cada portal, y deteniéndome en el momento que escuchaba unos pasos. Siempre confiando que significasen el anuncio de que ella retornaba a mi lado.

Mientras, la inutilidad de este empeño parecía ir cerrando mi mente racional. Porque terminé gritando su nombre, suplicándole que no me abandonase, hasta que las pocas voces de las gentes a las que había despertado, sus burlas, sus insultos y algunos cubos de agua, así como las maderas, zapatos y otros proyectiles de la misma índole me permitieron recuperar un poco de razón.

Estaba amaneciendo cuando regresé a casa. La angustia de haber perdido a mi mujer ya me lastraba las piernas y los brazos. Lágrimas de desesperación herían mis ojos cuando metí la llave en la cerradura, abrí la puerta y me quité el abrigo y el sombrero.

Súbitamente, escuché unas risas y unos grititos lujuriosos. ¡Lucía estaba allí, en nuestro dormitorio!

Sin saber realmente por qué lo hacía, tal vez impulsándome algún recóndito presentimiento, cogí uno de mis bastones de paseo y caminé en busca de las necesarias explicaciones. Llegué a la habitación y...

Me vi frente a un enorme gato negro, de ojos más rojos que el fuego, tan tenso como una ballesta a punto de ser disparada y que bufaba escalofriantemente. Pero esta amenaza no era lo peor, ¡sino el hecho de que ella, completamente espatarrada, con lechosos testimonios en su pubis, significaba la más cruel evidencia de que acababa de ultrajar el lecho nupcial con otro de sus repugnantes adulterios!

Sentí tanta humillación que no me arredraron los ataques del gato, ni el dolor de las profundas heridas que me causaban sus garras. Conseguí propinarle dos certeros bastonazos. Y el inmundo animal escapó de allí, maullando lastimeramente y arrastrando una de las patas traseras. Pero, antes de que pudiese rematarlo, consiguió salir a la calle, por la puerta que yo había dejado torpemente sin cerrar, donde las tinieblas fueron sus aliadas.

Después de convencerme de la imposibilidad de darle caza, liberé la cólera en forma de maldiciones y blasfemias y, luego, regresé al dormitorio. Lucía continuaba en la misma insultante postura; además, pude comprobar que su boca se entreabría con una sonrisa voluptuosa.

No la golpeé. Preferí atarla a la cama, sin vestirla pero tapándola con la colcha y la sábana. Me aseguré de que no se podía soltar por sus propios medios, y la dejé en una total oscuridad: eché las persianas y las cortinas, cerré la puerta de la habitación, y hasta cubrí las rendijas con vendas y esparadrapos. Luego, marché a curarme las heridas. Seguía desconociendo cómo ella había podido salir y entrar en la casa sin forzar las ventanas y las puertas.

Mientras desinfectaba mi carne abierta y sangrante, caí en la cuenta de que Lucía no se había quejado ni una sola vez. Su pasividad hacia mi conducta había sido la misma que se puede ofrecer a una mosca o a cualquier otro animalillo al que se ha terminado por tolerar. Y esta certeza me hundió aún más en la vileza de mi situación.

Ya era la hora de entrada en el hospital. Me olvidé del reloj y de mis obligaciones. Me notaba invadido por un deseo escrupuloso de limpieza, por lo que me entregué a limpiar todos los testimonios de la corta pelea que acababa de sostener con la bestia. 

Sin embargo, como no dejaba de encontrar infinidad de minúsculas manchas en los sitios más inverosímiles, no dudé en fregar los suelos, las paredes y la chimenea del comedor; luego, utilicé todas mis provisiones de alcohol, para asegurarme de que la casa se hallaba libre de hasta el más minúsculo vestigio del maldito gato.

En el momento que me disponía a preparar la comida, escuché el timbre del teléfono. Me empeñé en no hacerle caso; pero, ante su insistencia, debí atender la llamada, aunque sólo fuera para eliminar tan molesto sonido. 

Era la directora de personal del hospital, amenazándome con tomar represalias si continuaba incumpliendo mi horario de trabajo. Intenté disculparme utilizando unos razonamientos demasiado torpes, con lo que di pie a que la agria solterona me hiciese escuchar un discurso sobre la obligación de avisar de mi inasistencia, ya que así podía buscarse un sustituto.

De pronto, las palabras que llegaban a través del auricular perdieron todo su sentido, transformándose en un ronroneo desagradable. Colgué el teléfono sin más miramientos, y me olvidé del mismo aunque estuvo sonando durante diez minutos.

Después, cuando me encontraba en la cocina, fue otro sonido muy distinto y más insufrible el que vino a hacer patente mi esclavitud a una pasión sobrehumana: Lucía estaba cantando unas letrillas lujuriosas, repletas de insinuaciones a mi virilidad, «tan inferior a la de ese gato al que te has enfrentado con un bastón, porque con tus armas naturales hubieras sido vencido igual que lo fuiste en la cama».

Como ella no se callaba, a pesar de llevar varias horas desafiándome, me vi forzado a entrar en el dormitorio. Blandía un cinturón y estaba dispuesto a azotarla. Sin embargo, la encontré totalmente desnuda e irresistiblemente insinuante. De alguna forma se había desprendido de la colcha y de la sábana.

–¿Te atreves a demostrarme que eres mejor macho que ese precioso animalito? –me preguntó, mirándome con los estiletes de sensualidad que encerraban sus pupilas.

Sé que fueron los celos el motor de mis manos. La azoté y la abofeteé repetidamente, y me eché sobre ella queriendo triturarla; no obstante, terminé recogiendo la miel de sus labios, la electricidad lujuriosa de su cuerpo y el panal de la gloria, o del infierno, que se me reservaba en su pubis. Y cuando mi excitación alcanzó techos demenciales, la desaté queriendo sentirme acariciado por cada partícula de su ser. ¡De verdad, jamás me sentí tan feliz!

Al final, abrazados y con los rostros unidos, se diría que con nuestras respiraciones agotadas por el esfuerzo sexual firmamos una especie de tregua. Porque vivimos quince días inmersos en un verdadero paraíso de sensualidad, gracias a que, sobre todo, ella no volvió a escaparse por las noches.

Al mismo tiempo, reanudé mi actividad profesional, brindando todas las disculpas que fueron necesarias, e intenté recuperar a mis antiguos pacientes. Sólo conseguí convencer a una décima parte de ellos, lo que constituyó un estímulo para seguir ganando todo el terreno perdido.

Sin embargo, en el momento que mi confianza era total, recibí la bofetada emotiva de la nueva desaparición de Lucía. Durante una semana la estuve buscando por todas partes, sintiéndome cada vez más desesperado e indefenso. Y en el momento que me echaba en la cama, después de toda una jornada siguiendo el rastro que alguien me había sugerido o que yo mismo era capaz de deducir, intentaba imaginar que ella se hallaba a mi lado, que volvíamos a encontrarnos durmiendo juntos. 

Pero el vacío que me rodeaba era tan desolador, y la humanidad de mi esposa tan imposible de recrear por mi cerebro humano, que las lágrimas arrasaban mis ojos, me clavaba las uñas en las palmas de tanto apretar los puños, y llegaba a golpearme la cabeza contra la pared.

¡La necesitaba más que a mi propia vida!

Durante el octavo día de búsqueda infructuosa, supe que Lucía se encontraba en la cantina de la estación. Corrí a su encuentro animado por el mismo impulso que si ella hubiera regresado de un largo viaje. Pero, al rebasar la puerta de cristal, la vi sentada en una mesa con tres hombres, a uno de los cuales estaba besando sin ningún pudor.

Nuevamente me cegaron los celos. Cogí una silla y arremetí como una catapulta contra los acompañantes de mi esposa, sin importarme su corpulencia y que fuesen demasiados enemigos. Creo que hubiese podido obligarles a huir, después de unos veinte minutos de pelea, de no ser porque aparecieron varios policías.

Me mantuvieron encarcelado durante veinticuatro horas, acaso para que me serenase lo suficiente. Luego, me dejaron en libertad, no sin antes prevenirme de que olvidase tomar cualquier tipo de represalias violentas contra mi esposa. Yo me comprometí a seguir una conducta civilizada.

Al volver a casa, encontré que Lucía me estaba esperando con la mejor de sus sonrisas, con un banquete servido en la mesa del comedor, cuyo centro lo ocupaba un cestito de flores y dos candelabros de plata con unas velas sin estrenar, y con un cuerpo, ¡el suyo!, más sensual y provocativo que nunca. 

Ante aquello resultaban innecesarias las preguntas, porque sólo había una interpretación: ella imponía el cambio de la sexualidad más refinada por el olvido de su larga desaparición.

¿Aceptaría yo el trato?

Jugué a su manera, dejándome arrastrar por algo que ya no podía ser igual que antes. Porque el recuerdo de los ocho días buscándola infructuosamente, a lo que debía añadirse mi destrucción total como hombre y como médico, suponía una muralla imposible de rebasar. 

Actué siguiendo la inercia de mis instintos, aletargados antes de verla y en ebullición durante todos aquellos momentos, siendo en manos de mi esposa un simple pelele incandescente. Comí, bebí, besé y amé. Pero sin llegar a la saturación en ninguna de estas acciones, que resultaron meramente fisiológicas al faltarles el chispazo de una imaginación totalmente rendida. Ni siquiera obtuve una sola eyaculación.

Y en la cama, hostigado por esos celos que no eran míos sino de la represión social, de los conceptos tatuados por otros en mi conciencia, fingí que me levantaba para ir a por la última copa de champaña. Cuando lo que pretendía, en realidad, era comportarme de la forma «más civilizada» con aquella «gata salida». En lugar de dirigirme a la pequeña bodega, preferí entrar en la clínica. Con una frialdad inusitada cogí algunas vendas, un carrete del esparadrapo más ancho y un potente somnífero.

Luego mezclé éste con la bebida burbujeante, y regresé a la habitación. Donde me esperaba la intranquilidad de Lucía, aunque no su desconfianza. Posé mis labios en los suyos, queriendo detener el chorro de sus palabras; seguidamente, le dejé la copa en las manos, y me tomé la que había traído para mí.

En el momento que Lucía apuró la suya, riendo la invité a que rompiésemos las copas igual que en las películas románticas. Con el estrépito de los cristales, se me disparó un apetito inusitado de su carne, acaso por una reacción de triunfo. Mientras la acariciaba y la besaba, empecé a sentirla cada vez más floja, su voz se fue haciendo pastosa y terminó por quedarse totalmente dormida.

Entonces, procedí a vestirla, a atarla y a amordazarla con evidente crueldad. ¡Era totalmente mía... Ya nunca más volvería a escaparse de casa!

De nuevo la dejé rodeada de la más absoluta oscuridad, y abandoné la habitación. El resto de la noche intenté dormir en la cama del cuarto de los huéspedes; pero me fue imposible descansar, debido a que mi cerebro únicamente proyectaba pesadillas, en las que Lucía se reía de mi virilidad, me rechazaba cuando yo pretendía poseerla, a pesar de ponerme de rodillas suplicando rastreramente, y terminaba por escaparse de casa atravesando las paredes como un espectro, ¡para llevarse el lujurioso desnudo de su cuerpo a «otros lechos y a otros hombres»!

Me desperté sudando, con la boca reseca y necesitando asegurarme de que Lucía seguía encontrándose en el dormitorio. Por eso me precipité a abrir la puerta, después de quitar los esparadrapos que cubrían todas las rendijas, encendí la luz, y me encontré con la crueldad de sus ojos: ¡todo un desafío incomprensible!

–¿Crees que terminarás derrotándome, como las otras veces, porque soy el más débil de los dos? –pregunté con un tono de ironía, que hasta mí mismo llegó a sorprenderme–. Existe un método infalible para «domar» a una «gata salida»... ¿Me mirarás de la misma forma cuando lleves tres o cuatro días sin comer ni beber, y siempre en esta misma postura? ¿Resistirá tu bello cuerpo la necesidad de defecar aquí, en la cama? Y una vez que hayas cedido al insoportable deseo fisiológico, ¿cómo te notarás bajo el contacto nauseabundo de los excrementos?

Las palabras eran liberadas por mis labios con el placer de quien se desliza por un tobogán: cada vez, más deprisa, y con las ideas creciendo en unos niveles de perversión y venganza impropios de una mente que se tenga por normal.

Cumplí con una de las amenazas, recreándome morbosamente en mi doble función de carcelero y verdugo. Y con el propósito de que nada ni nadie me molestase, eché todas las persianas y me moví por la casa con el simple resplandor de una vela. No atendí al timbre de la puerta e hice oídos sordos en las decenas de veces que sonó el teléfono. Todos debían creer que habíamos salido de viaje.

Me preparé el desayuno, y sólo tomé un sorbo de leche. También hice la comida y la cena, aunque nada más que probé los bocadillos y picoteé en los platos fríos. Porque me había cuidado de no encender el gas, así como evité todo alimento del que se desprendiera un olor fuerte. Mientras, en cada uno de los lentos segundos que iban transcurriendo, notaba que Lucía estaba más dentro de mí, por eso se iba adueñando de cada uno de mis pensamientos.

Sin embargo, todo esto terminé por considerarlo el simple testimonio de lo mucho que debía combatir. Al llegar la noche, di un nuevo vistazo al dormitorio. ¡Con que odio me contemplaron los ojos de mi prisionera! Pero mantenía las piernas estiradas y los muslos muy juntos. Alcé su falda, levanté un poco la braga y palpé su monte de venus.

–Estás a punto de reventar. De buena gana intentarías enchufarme con tu meada si yo estuviera más a tiro. Lástima que las mujeres no estéis provistas de un pene flexible y erecto, ¿verdad, «gatita salida»?

Bajo el esparadrapo que cubría su boca noté el impulso rabioso de escupirme. Sus pezones se hallaban en la máxima rigidez, su bajo vientre palpitaba y su piel aparecía tan erizada como las diminutas limaduras de acero que han sido atraídas por el imán.

Por eso me alejé de allí, rápidamente, negándome a volver a ser hechizado por ese cúmulo de elementos lujuriosos. Después de asegurarme de que la puerta quedaba cerrada herméticamente, me dirigí al cuarto de los huéspedes. 

Preso de una gran confusión me dejé caer en la cama, totalmente vestido. Cerré los ojos y me dispuse a entregarme al sueño. Pero, a pesar de haber cerrado los párpados, en la pantalla de mi mente se proyectó el pubis de Lucía y todas las zonas de su cuerpo que acababan de amenazar mis intenciones de «domarla».

Luego de dar infinidad de vueltas y de fumar toda una cajetilla de cigarrillos, la mayoría de los cuales los aplasté contra el suelo a medio consumir, comprendí que no podía dormir sin tenerla a mi lado. 

Regresé a la habitación; y nada más abrir la puerta, me abofeteó un hedor insoportable. Encendí la luz. ¡Sus ojos continuaban mirándome con el desafío del más fuerte!

Al acercarme a la cama, advertí que ella se había meado encima... ¿Ese hedor tan repulsivo era de su orina?

En seguida vencí la sensación de repugnancia, porque me resultaba más imperioso el deseo de acostarme a su lado. Así lo hice, sin desnudarme. Una singular lasitud me invadió, y estuve a punto de quedarme dormido. No obstante, el cuerpo de Lucía se encontraba demasiado pegado al mío: lo sentía vibrar, caliente, voluptuoso y convertido en una llamada a la lujuria...

Por eso estuve a punto de ceder, enloquecido bajo el hechizo carnal. De repente, se encendió en mi cerebro una llamada de emergencia... ¡No, no podía rendirme cuando estaba en juego algo tan importante como domarla, para que fuese únicamente mía!

Di un brinco en busca del suelo, salí corriendo hasta mi clínica y me tomé unas anfetaminas, con el fin de hallar un estímulo muy distinto al sexual. Esperé a que me hiciesen efecto; luego, me dio por reír y burlarme de ella, actuando como un perfecto imbécil; pero sin rendirme ante la fascinación pecaminosa de su belleza. Hasta conseguí dormir unas horas.

¡Qué victoria más absurda, y cómo me llevo a creer que marchaba por el camino de mi superioridad!

Sirviéndome del recurso de la droga, mantuve la actitud de carcelero-verdugo durante más de cincuenta horas. Sin embargo, en el momento que me estaba preparando la cena –llevaba todo el último día comiendo con buen apetito–, cortando embutido con el gran cuchillo de la cocina, me pareció haber escuchado un maullido lastimero. Sorprendido, llegué hasta el comedor, encendí la luz, ¡y, entonces, vi al enorme gato negro que me atacó semanas atrás!

Lo más extraño es que, en lugar de hacerme frente, corría por el pasillo que conducía a los dormitorios. Le seguí blandiendo el cuchillo; pero sin saber realmente dónde se había escondido. Más de media hora le estuve buscando. Súbitamente, volví a escuchar sus maullidos diabólicos... ¡Maldita bestia! ¿Cómo era posible que se hubiera metido en nuestra habitación si la puerta continuaba encontrándose cerrada herméticamente?

Abandoné las preguntas, que acaso me hubieran servido para no cometer el error más grande de mi vida, y preferí entregar mis fuerzas y mi inteligencia a la satisfacción del impulso homicida que me dominaba. Quité los esparadrapos, accioné la manija, y...

¡La bestia se arrojó a por mi rostro, bufando y con las garras como saetas disparadas por la más poderosa ballesta!

Hizo presa en mi pómulo derecho y en mi oreja izquierda, que casi me arrancó. ¡Pero yo conseguí mover en abanico el brazo armado, y clavé el cuchillo en la garganta del feroz, enemigo!

¿Por qué lo hice...? ¡Dios, Dios! ¿Por qué lo hice...?

El gato lanzó un alarido humano... ¡Y al desplomarse en el suelo, acusó una mutación, lenta y extraordinaria, hasta convertirse en el cuerpo desnudo de Lucía!

Creí que estaba viendo algo irreal, la secuela de las anfetaminas. Un destello de raciocinio me permitió recordar que llevaba más de diez, horas sin tomar ninguna. Encendí la luz del dormitorio... ¡La cama estaba vacía, las ataduras desgarradas y las ropas de mi esposa se mezclaban con unos excrementos humanos, que hedían como los de un gato! Con que facilidad identifiqué, en aquel momento, esta pestilencia.

Entonces, ¿había dado muerte a Lucía? ¡No, no... Aún palpitaba!

Me incorporé, después de escuchar los latidos de su corazón, la cogí en mis brazos y la llevé a la clínica.

Repentinamente, el enorme gato negro pasó corriendo por entre mis piernas, entró en el comedor, dio un salto para alcanzar las paredes internas de la chimenea, y ya no lo volví a ver.

En una fracción de segundo pensé que la chimenea también había sido la vía de escape de Lucía, cuando podía adquirir una forma gatuna al haber sido poseída por el Demonio.

¡En efecto, eso lo explicaba todo! ¡Y también me permitió tener la certeza de que, si conseguía curarla, ella quedaría exorcizada!

Con el mayor empeño me entregué a salvarle la vida. Le practiqué una eficaz, traqueotomía, le apliqué el oxígeno en el momento que corté la hemorragia y la desinfecté. El trabajo debió absorberme toda la atención, porque perdí la noción del tiempo. Cuando di por finalizada mi labor quirúrgica, comprobé... ¡Cielos... Lucía estaba muerta!

¡No, no podía reanimarla! ¡Debía aplicarle fuertes masajes en el corazón, inyectarle todos los estimulantes cardíacos que encontrase, hacerle transfusiones de sangre y demostrarle que contaba con la ayuda de un hombre que no temía al Demonio! ¡Sólo así volvería a la vida, lo mismo que había dejado de ser una gata por una voluntad satánica!

Horas y horas me entregué a la tarea de resucitarla, presionando mis manos acompasadamente sobre su cavidad torácica; luego, le practiqué una transfusión de mi propia sangre, sin que me preocupase el rudimentario utillaje que debí utilizar. Y en vista de que su corazón no recobraba el ritmo vital, continué insistiendo, insistiendo...

¿En qué momento me sacaron de casa? ¿Quién lo hizo? ¿Es que perdí el sentido...? ¿Y por qué me tenían encerrado en aquella habitación acolchada y me habían puesto una camisa de fuerza? ¿Cuál había sido mi conducta para que se me considerara un loco?

Desconocía el tiempo que llevaba encerrado, aunque debía ser mucho porque estaban cicatrizadas las terribles heridas que me hizo el gato. Sentí unos deseos irresistibles de gritar que yo no tenía que encontrarme allí. Pero entendí que ese no era el mejor camino. Acurrucado en un rincón, comencé a esforzar mi mente. Todo lo sucedido fue llegando a mi cabeza igual que las secuencias de una película.

Describir cada uno de los hechos seguro que resultaría excesivamente prolijo. Me limitaré a señalar que se me consideraba loco por el obsesivo empeño de repetir esta demanda: «¡dejadme dormir con mi mujer!».

Sirviéndome de mis conocimientos médicos, no me resultó difícil imponerme un disfraz. Por medio de la pasividad, del ahorro de palabras, de escuchar a los psiquiatras y de comer con apetito, fui consiguiendo salir de la celda, pasear por el jardín del manicomio, empezar a ayudar a los celadores y, al fin, que se me diera el alta...

¡Anoche he vuelto a dormir con ella!

Salté las tapias del cementerio, llevando una pala, una linterna y un mapa en el que se indicaba el emplazamiento de la tumba. ¡Con qué frenesí levanté la lápida, extraje la tierra, saqué el ataúd –es el primero de los cuatro que ocupan el mismo hueco–, desclavé su tapa y me encontré con Lucía!

¿Puede importarme algo que su belleza se haya perdido bajo los efectos de la putrefacción y de la labor devoradora de los gusanos, si sé que estando a su lado, durmiendo con ella diez noches, cien, mil o las que sean necesarias, conseguiré vencer el maleficio?

Sólo tengo que repetir el mismo proceso cada atardecer, sin que nada me desanime, ¡porque ahora yo sé dónde se encuentra Lucía todas las noches; nada más he de ir a su encuentro, porque ya no es una «gata salida» sino una mujer, ¡mi esposa!, que me necesita!

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