No tires nada por la ventanilla - Michael Avallone

El Impala descansaba rojo y reluciente en la loma del sendero para autos. Bobby corrió hacia él, con los ojos brillantes y batiendo palmas. ¡Él y papá darían una vuelta! Se detuvo intrigado, mientras su padre levantaba el capot e inspeccionaba el motor con cuidado, mirando atentamente los cables de la batería para cerciorarse de que no había ninguna conexión extraña que pudiera significar una bomba.

Jamison no había sido tan cuidadoso, pero Jamison había muerto asesinado.

Bobby, por supuesto, no tenía manera de saber por qué su padre se comportaba de esa forma y tampoco pensó en eso mucho tiempo. Todo lo que sabía era que él y su padre darían una vuelta. Y papá se había colocado incluso el revólver. Debajo del saco, en la cartuchera de cuero oscuro.

El hombre corpulento cerró el capot, satisfecho con la inspección, y le sonrió al niño.

—Recuerda —estaba diciendo—, nunca tires nada por la ventanilla. ¿Entendido? No está bien. Sobre todo cuando papá está manejando rápido por la autopista. No está bien, Bobby. Podrías pegarle a otro papá en el ojo y causar un accidente. ¿Entiendes?

Bobby asintió, tirando de la puerta del Impala.

—¡Qué bien se porta este nene! Sabía que entenderías una vez que supieras la razón. Mamá va a estar orgullosa de ti cuando se lo cuente.

Bobby sonrió. Las palabras le corrían por la cabeza como cachorros contentos. Mamá Orgullosa. ¡Qué bien se porta este nene! Cuando uno tiene cinco años, esas palabras son faros luminosos de progreso y amor que iluminan la existencia.

Pero sobre todo, de progreso. El largo viaje hacia el misterioso país de los adultos.

—¿A dónde vamos hoy, papá? ¿Otra vez a la Policía? —Cuando papá se colocaba el revólver por lo general significaba que iban a la Policía.

—Papá tiene que ir a Elmira —dijo Robert Black padre, con un destello extraño en los ojos—. Es parte del trabajo, también. Tengo que ir a lo del fiscal del distrito para entregar unos papeles. Ya sabes. Te lo conté. Nos encontraremos con mamá ahí y después puede que vayamos al cine. ¿Te gustaría eso?

Hizo una pausa y prendió un cigarrillo con el encendedor del tablero. Bobby lo miraba, rebosante de entusiasmo y de orgullo por el paseo. Le gustaban las manos grandes y el perfil agudo de su padre. Agudo como el canto de una moneda. Papá le había dicho eso una vez y él se acordaba.

—¿Mamá está en el centro? —preguntó Bobby con insaciable curiosidad de niño.

—Sí. Haciendo compras. Tomó el ómnibus. Tú estabas durmiendo aún.

—Extraño a mamá.

—Yo también. Pero la veremos enseguida.

Papá tocó algunas cosas en el tablero y el motor empezó a rugir. A Bobby le gustaba ese ruido. Siempre quería decir que iban a algún lado a hacer cosas. Aunque eso no ocurría demasiado seguido con papá. Papá siempre estaba fuera de casa, o haciendo valijas o hablando por teléfono desde lugares lejanos como Washington D.C. y casi nunca tenía tiempo de jugar o de ir a caminar por el bosque. 

Bobby no sabía muy bien de qué trabajaba su papá. No iba a trabajar como los padres de sus amigos, no se iba de la casa a la mañana ni volvía a la hora de la cena, para jugar un rato a la pelota con él; no, no hacía nada de eso.

Bobby sólo sabía que el trabajo del hombre grande tenía algo que ver con el distintivo brillante que había visto en el interior de la billetera negra que su papá dejaba a veces encima del escritorio del dormitorio. Y también ese revólver feo que a veces veía cuando su papá se lo guardaba en el saco. 

Una vez trató de tomarlo, pero su padre se enojó mucho con él. Bobby sabía que no debía volver a hacer eso nunca más en su vida.

Robert Black padre le dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla y soltó el freno de mano. Bobby sabía lo que estaba haciendo. El freno siempre hacía un ruido molesto cuando papá lo movía con la mano.

—Bueno, Bobby, ¿qué es eso que no debes olvidar?

—No tirar nada por la ventanilla.

—Muy bien. Entonces, si compramos caramelos o chicles, vas a doblar los papelitos con cuidado y me los vas a dar a mí y yo los voy a guardar en el cenicero. ¿Entendido?

—Entendido.

—La última vez, cuando tiraste la bolsa de papel por la ventanilla, voló hasta el parabrisas del auto que venía detrás de nosotros. El hombre no podía ver por dónde iba ni qué estaba haciendo, pudo haberse lastimado. Y a ti no te gustaría que pasara eso, ¿no?

     —No, papá.

—Así me gusta. Bueno, en marcha.

Papá hizo marcha atrás con el Impala por el sendero de grava. ¡La fila de árboles se veía tan linda al sol! El hombre grande hizo girar el auto dirigiéndose hacia la autopista; tenía las gruesas muñecas relajadas, las manos grandes apenas asidas al volante. Bobby reconoció el enorme edificio de la escuela, con la bandera norteamericana flameando en lo alto. El año siguiente iría allí como los otros nenes.

Se hundió alegremente en el asiento blando y cruzó los brazos. Era lindo ir a algún sitio con papá, para variar, en lugar de con mamá. Las mamás eran buenas y divertidas cuando iban a los negocios y a otros lugares, pero los papás eran mejores.

Y los papás nunca lloraban; en cambio, las mamás sí lloraban. Como la anoche anterior.

—Papá, ¿quién era ese hombre que llamó por teléfono anoche? ¿El que le dijo algo a mamá que la hizo llorar? ¿Era el hombre al que le pegué con la bolsa de papel? ¿Quería que me dieras una paliza?

Robert Black padre sonrió pero era una sonrisa seca, una sonrisa fría.

—No, hijo. Era un hombre malo. Era un hombre que creía que podía apartarme de mi trabajo con amenazas. —Robert Black padre calló repentinamente—. Sólo era un hombre malo, hijo. Olvídate del asunto. ¿Quieres hacerme el favor?

—¿Por qué lloró mamá?

—Te dije que lo olvidaras, Bobby. El hombre no era bueno. Como el lobo malo de Caperucita Roja.

—¿O como el de los Tres Chanchitos?

—Sí. No te preocupes. No va a llamar otra vez. No después que entregue estos papeles en Elmira.

La atención de Robert Black padre estaba en el camino y en el tráfico. Robert Black hijo estaba pensando en todas las cosas que le iba a contar a su mamá que habían pasado esa mañana después que ella se fue. 

Hablaría del diente de adelante flojo, del gatito rayado que encontró paseando por el patio de atrás, del nido de gorriones que piaban en el cobertizo del auto y del desayuno espléndido con tostadas y miel que le había preparado papá. Los papás sabían cocinar tan bien como las mamás.

—¿Papá?

—¿Sí, hijo?

—¿Qué quiere decir FBI?

     Robert Black padre rió entre dientes.

—¿Quién te dijo eso?

—Estaba mirando televisión con otros dos chicos y me dijeron que eras uno del FBI. ¿Es cierto, papá?

—Billy y Gary, supongo. Los espías del barrio. Necesitaríamos unos ocho tipos como ellos en el Departamento. Bueno, te estaban diciendo la verdad, Bobby. Soy del FBI.

—¿Qué es eso? ¿Una especie de policía?

—Sí. Ese es mi trabajo. Sabías que era una especie de policía, ¿no?

—Supongo.

El Impala avanzó como una bala, pasando a un veloz auto grande azul. Papá manejaba como un corredor de autos. Bobby sonreía orgulloso.

—¿A mamá le gusta que seas del FBI?

Robert Black padre hizo un gesto negativo con la cabeza, divertido.

—A veces me lo pregunto, hijo.

—¿Le da miedo? ¿Como anoche?

—A veces. Las mujeres son así, hijo. Pero es un trabajo de hombres. Y alguien tiene que hacerlo.

Bobby asintió con la cabeza como si comprendiera todo.

—A mí no me daría miedo. Estoy orgulloso de que seas del FBI. De veras, papá.

—Gracias, Bobby.

Robert Black hijo se sonrojó y miró de reojo a su padre. Se sorprendió de que la sonrisa en la cara angulosa se transformara repentinamente en un gesto de reprobación. Trató de buscar la razón del evidente desagrado.

—¿Qué pasa, papá? No tiré nada por la ventanilla.

Su padre se concentró en la ruta, sin poder contener una sonrisa.

No, pero hiciste algo casi igual de malo. Olvidaste ponerte el cinturón de seguridad. Siempre dijiste que eras lo suficientemente grande...

—¡Soy lo suficientemente grande! —La voz de Bobby sonó decidida.

Tiró de la hebilla que estaba entre su padre y él y después buscó entre el asiento y la puerta la lengüeta retráctil que se enroscaba en su estuche cuando no se usaba, como esa tortuga que tenía Gary que escondía la cabeza siempre que la tocaban. Sus dedos encontraron el extremo del cinturón de seguridad y tiraron de él. Parecía que estaba trabado. Tiró con más fuerza pero sin éxito; entonces, se inclinó hacia el costado, escudriñando el espacio entre la puerta y el asiento.

Vio un extraño objeto en forma de huevo, donde nunca había nada, aparentemente salido de debajo del asiento mientras tiraba y encajado con firmeza contra el asiento.

Bobby se inclinó más, lo desencajó y se lo puso en la falda junto con el extremo del cinturón, al que estaba sujeto. Miró el objeto con asombro y fascinación.

Robert Black padre conducía el auto por la autopista a cien kilómetros por hora, concentrado en el tránsito. Su perfil era exactamente igual al de esos policías que aparecían en la televisión. Bobby suspiró y volvió su atención a esa cosa en forma de huevo sobre su falda. Nunca antes había visto algo semejante.

Era pesada y de metal y tenía cuadraditos extraños en toda la superficie y un gancho redondo raro en la parte de arriba, sujeto al extremo del cinturón por un cable fino. Estaba seguro de que a su papá le interesaría, pero primero tenía que obedecer sus instrucciones. Tiró del huevo; se desprendió de la lengüeta del cinturón y se separó también del ganchito que quedó colgando graciosamente. Bobby se colocó el huevo en la falda y se prendió el cinturón.

—Papá.

—¿Sí, hijo? —Robert Black padre dio vuelta la cabeza hacia su hijo. Se puso blanco.

Bobby jamás había visto los ojos de su papá tan abiertos y asustados. Tenía la cara contraída, como si le doliera una muela.

El rugido del motor ahogó algo que su papá estaba gritando. Había muchos autos que pasaban a toda velocidad, con un ruido atronador, por la autopista. Bobby lloriqueó. También él estaba asustado.

Su padre hizo un movimiento brusco con el brazo derecho. Bobby se echó atrás, pensando por un horrible segundo que su papá le iba a pegar.

Se abrazó a la cosa en forma de huevo, la apretó contra su pecho y se encogió contra la puerta del auto para hacerse más pequeño.

Los autos pasaban como rayos, zumbando, en una loca carrera por alcanzar el sol en el horizonte. Un auto tocó la bocina y Bobby se asustó más aún.

—¡Bobby! —aulló Robert Black padre—. ¡Tira esa cosa por la ventanilla!

Los fugaces árboles, la faja de asfalto de la ruta, los motores que tronaban... Cuatro segundos vitales habían pasado.

—¡Bobby!

—¡Pero, papá! —protestó Robert Black hijo, su pequeña cara hecha una mueca de confusión—, dijiste que nunca...

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