Terror en el espacio (Capítulo 1) - Leigh Brackett
Capítulo 1
Lundy conducía con sus propias manos el convertible aeroespacial. Lo había estado haciendo durante mucho tiempo. Tanto tiempo, que la mitad inferior de su cuerpo estaba dormida e insensible hasta las puntas de los pies y la mitad superior aún más insensible, con excepción de dos dolores separados peores que los que produce un flemón: uno alojado en su espalda y el otro en la cabeza.
Los jirones de nubes desgarradas y arrancadas de la espesa atmósfera venusiana color gris perla, pasaban rápidamente junto a la veloz aeronave. Los reactores palpitaban y zumbaban, mientras los instrumentos se movían desordenadamente bajo el influjo de las corrientes magnéticas que hacen de la atmósfera venusiana la pesadilla de los pilotos.
Jackie Smith seguía frío y envarado en el asiento del copiloto. A través de la portezuela cerrada que tenía a sus espaldas y que comunicaba con la minúscula cabina interior, Lundy oía gritar y debatirse a Farrell.
Hacía rato que gritaba. Desde que la inyección de avertina que le puso Lundy cuando lo subieron a bordo dejó de surtir efecto. Se debatía chillando e intentando librarse de las correas, profiriendo roncas exclamaciones que nada significaban.
Luchaba y se debatía a causa de aquello.
En algún lugar dentro de Lundy, dentro del arrugado y sudoroso uniforme negro de la Sección Especial de la Policía de los Tres Mundos, dentro del metro sesenta y cinco de gruesos y acerados músculos que este uniforme recubría, había un nudo. Un nudo muy grande, y muy frío también a pesar del sofocante calor que reinaba en la cabina, y además tenía la mala costumbre de contraerse de vez en cuando, haciendo que Lundy se estremeciese y sudase copiosamente, como si le hubiesen pinchado.
A Lundy no le gustaba tener aquel nudo frío en el estómago, pues eso significaba que tenía miedo. Había tenido miedo muchas otras veces, y no se avergonzaba de ello. Pero en aquellos momentos necesitaba apelar a toda su inteligencia y valor para devolver aquéllo a su cuartel general de Vhia, y no deseaba tener que luchar también consigo mismo.
El miedo puede hacer las cosas muy difíciles. Puede debilitarnos cuando necesitamos ser más fuertes, si queremos salvar nuestra vida. Y en este caso se trataba de su vida y la de sus dos compañeros.
Lundy confiaba en poder dominar su miedo, y también su cansancio... porque aquello permanecía agazapado en la pequeña arquita guardada en la caja fuerte, esperando que alguien se desmoronase.
Farrell se había desmoronado completamente, desde luego, pero estaba firmemente sujeto. Jackie Smith había empezado a mostrar signos de desmoralización antes de desvanecerse, y por ello Lundy tenía una mano puesta sobre la jeringuilla hipodérmica cargada con anestésico que pendía a un lado de su asiento. Y Lundy pensaba:
«Lo peor de todo es que no se sabe cuando empieza a actuar en nosotros. No existen precedentes, o si existen nosotros los desconocemos. Quizás ahora mismo, las indicaciones que veo en estas esferas sean completamente falsas...»
Por debajo de ellos, podía atisbar de vez en cuando pequeñas extensiones de océano entre los jirones de niebla gris. Las aguas negras, inmóviles, sin mareas ni oleajes del planeta Venus, que ocultan innumerables secretos de su vida pretérita.
Lo que veía no era de ninguna utilidad para Lundy. Le era imposible calcular su rumbo... podía hallarse sobre un punto cualquiera del océano. Esperaba que los motores seguirían funcionando con regularidad, o de lo contrario todos se darían un buen baño, en la inmensa extensión de aguas negras y tranquilas.
Farrell seguía gritando. Parecía tener la garganta blindada. Chillaba y se debatía para libertarse de sus ligaduras, porque aquello estaba encerrado y pedía socorro.
–Tengo frío –dijo Smith–. Oye, enanito.
Lundy volvió la cabeza. Por lo general mostraba una cara redonda, fresca y vivaracha, en la que brillaban unos ojos obscuros y una sonrisa juvenil que dejaba al descubierto sus dientes blanquísimos. En aquellos momentos, su aspecto era más bien el de una basura que el camarero hubiese sacado con la escoba de debajo una mesa a las cuatro de la madrugada, del día de año nuevo.
–Tienes frío, ¿eh? –dijo con voz ronca, pasándose la lengua por los labios empapados de sudor–. ¡Tanto mejor! Eso es lo que necesitamos.
Jackie Smith se movió un poco, gruñó y trató de incorporarse. Su guerrera negra estaba entreabierta, mostrando los vendajes blancos que le cruzaban el pecho, y tenía la mano izquierda sobre el extremo roto de la cremallera que cerraba la guerrera. Era un hombre corpulento y no mayor que Lundy, de facciones prominentes y feas, unos cabellos ásperos y claros y una tez que parecía cuero reseco.
–En Mercurio, donde nací –dijo– el clima es adecuado para los seres humanos. Vosotros, los pisaverdes del Viejo Mundo... –se interrumpía, palideciendo bajo su piel curtida, y dijo con los dientes muy apretados–: ¡Vaya! Veo que Farrell se ha ocupado a conciencia de mí.
–Te salvarás –le dijo Lundy, tratando de no pensar en lo cerca que él y Smith estuvieron de la muerte. Farrell había luchado como un demonio cuando lo descubrieron en una aldea indígena, situada en lo más alto de los Montes de la Nube Blanca.
Lundy aún recordaba con horror lo sucedido.
A Lundy no le importaba entendérselas con matones o andar a tortas con los peores rufianes. Pero Farrell no era de ésos. Sólo era un buen muchacho que cayó en las redes de alguien mucho más fuerte que él.
Un buen muchacho, enamorado con locura de alguien inexistente. Un muchacho decente y trabajador, con esposa y dos hijos, que perdió la chaveta, el alma y el corazón por un ser del espacio, hasta el punto que estaba dispuesto a matar para protegerlo.
«¡Qué diablos!», pensó Lundy, cansado y furioso. «¿No dejará nunca de chillar?»
Los reactores rugían poderosos. Los grises jirones de niebla pasaban con rapidez junto a la nave. Jackie Smith permanecía sentado, muy rígido, con los ojos cerrados, los labios pálidos y respirando entrecortadamente. Y aún faltaba mucho para llegar a Vhia.
Tal vez más de lo que él suponía. Quizás ni siquiera se dirigía hacia Vhia. Quizá aquello ejercía su influjo sobre él, y nunca lo sabría hasta que su aparato se estrellase.
El frío nudo se apretó aún más en su estómago, como la helada hoja de un cuchillo clavado en su carne.
Lundy lanzó una maldición. Sí se dejaba llevar por aquella clase de pensamientos, se iría de cabeza al infierno.
Pero no podía dejar de pensar en aquello. En el ser que había apresado gracias a una red especial de apretadas mallas metálicas. Echó aquella red sin mirar sobre algo que Farrell estaba contemplando. El ser que había metido a la fuerza en el cofre de glasita, cubriéndolo con una tela negra porque le habían advertido que no lo mirase.
A Lundy le cosquilleaban y le ardían aún las manos, de una manera que no era desagradable. Todavía le parecía notar aquel pequeño ser debatiéndose desesperadamente para escapar, cubierto por la red. Le pareció de una forma vagamente cilíndrica y terriblemente vivo.
Aquello era vida. Vida del espacio interplanetario, que salió de una nube de polvo cósmico atraída por la fuerza de gravedad de Venus. Desde que Venus atravesó aquella nube, se desencadenó una extraña oleada de locura en todo el planeta. Una locura como la que hizo su víctima de Farrell, que causó muertes y cosas aún peores.
Los hombres de ciencia tenían algunas teorías acerca de lo que podía ser aquella vida del espacio. Tuvieron la suerte de descubrir el cadáver de uno de aquellos seres, y circulaban varios rumores acerca de una substancia de apariencia cristalina que en realidad no era cristal, de unos ocho centímetros de longitud y magníficamente cincelada y estriada, provista además de unos pequeños y extrañísimos instrumentos cuyo uso nadie supo discernir.
Pero el cadáver de aquel ser no les sirvió de gran cosa. Tenían que apresar a uno vivo, si querían descubrir el secreto de su existencia y hallar el medio de terminar con lo que los telecomentadores habían denominado «La locura del más allá», o «El hechizo del vampiro».
Sin embargo, una cosa acerca de estos seres era del dominio general. Sus víctimas enloquecían de pronto, y en su demencia afirmaban que habían encontrado a la mujer soñada o el ideal último de la feminidad. Sólo podían verla ellos, pero esto les dejaba sin cuidado. Ellos la veían, y para ellos les bastaba con ver a... Ella. Y los ojos de ésta aparecían siempre velados.
Ella constituía un verdadero rompecabezas, y estaba mucho más allá de la hipnosis y del dominio de las fuerzas de la mente. Por esta razón no se había conseguido nunca apresar con vida a Ella, o a Aquello. Esto solamente se consiguió cuando Lundy y Smith, contando con todo el asesoramiento científico de la Policía Espacial, consiguieron localizar a Farrell y apoderarse del misterioso ser que lo tenía hechizado.
Desde luego, lo consiguieron por pura casualidad, por una suerte increíble. Lundy movió su dolorida cabeza tratando de librarse de la tortícolis, parpadeó para librarse del sudor que penetraba en sus ojos inyectados en sangre, y deseó ardientemente encontrarse en su casa y acostado.
Jackie Smith observó de pronto:
–Enanito, tengo frío. Dame una manta.
Lundy le miró. Sus claros ojos verdes estaban entreabiertos, pero su mirada estaba perdida en el vacío. Temblaba como un azogado.
–No puedo dejar los mandos, Jackie.
–Tonterías. Aún tengo una mano útil. Todavía puedo pilotar esta lata de conservas durante unos momentos.
Lundy refunfuñó. Sabía que Smith no bromeaba al afirmar que tenía frío. Las temperaturas que reinaban en Mercurio hacían que los hombres pertenecientes a la primera generación de colonizadores, fuesen sensibles a todas las temperaturas inferiores a la de un horno eléctrico. Además de la herida, Smith podía contraer una pulmonía si no le abrigaban convenientemente.
–Muy bien –Lundy tendió la mano para cerrar el interruptor señalado con una A. –Pero dejaré que Miguelito se encargue de dirigir el vuelo. Probablemente no durará más de cinco minutos antes de estallar.
Miguelito, el piloto automático, se convertía en una verdadera nulidad cuando se trataba de volar por la atmósfera de Venus. La constante compensación magnética calentaba las bobinas del robot hasta tal punto, que era cuestión de minutos que éstas se fundiesen.
Lundy se dijo que después de todo era agradable saber que aún había un par de cosas que los hombres podían hacer mejor que las máquinas.
Se levantó, y le pareció como sí hubiese estado enmoheciéndose al aire libre durante cuatrocientos años. Smith no volvió la cabeza. Lundy le gruñó:
–¡La próxima vez, hijito, ponte ropa interior de lana y déjame tranquilo!
Tras decir estas palabras notó que el nudo se apretaba en su estómago. Un sudor frío cubrió su cuerpo y una oleada de fuego recorrió sus nervios.
Farrell había dejado de gritar.
Reinó silencio en la nave. Nada lo rasgó. El fragor de los cohetes era ajeno a aquel silencio. Incluso la respiración jadeante de Jackie Smith cesó. Lundy se dirigió lentamente hacia la portezuela.
Apenas había dado dos pasos, cuando ésta se abrió. Lundy se detuvo, presa de súbita inmovilidad.
En el umbral se erguía Farrell. Farrell, un hombre bueno y honrado a carta cabal, con mujer y dos hijos. Su rostro era el mismo de siempre, pero los ojos que brillaban en él aparecían enajenados. No eran ni siquiera humanos.
Lundy le había atado por el pecho, la cintura, las piernas y los pies a la litera con cuatro fuertes correas. El cuerpo de Farrell mostraba las señales de las mismas. Se le habían clavado en su carne, en sus músculos y tendones, hasta mostrar sus desnudas costillas. Estaba cubierto de sangre, pero esto a él no parecía importarle.
–He roto las correas –dijo, dirigiendo una sonrisa a Lundy–. Ella me llamó y rompí las correas.
Hizo ademán de dirigirse hacia el cofre que se hallaba en un ángulo de la cabina. Lundy se esforzó por salir de la nube negra y fría que lo atenazaba y consiguió mover los pies.
Jackie Smith le dijo con voz queda:
–Quieto, enanito. A ella no le gusta estar encerrada en el cofre. Tiene frío y quiere salir.
Lundy le miró por encima del hombro. Smith se había vuelto a medias en su asiento y empuñaba la pistola hipodérmica, que había tomado de la funda colgada en el respaldo del asiento del piloto. Sus claros ojos verdes tenían un brillo distante y soñador, pero Lundy no se fiaba en absoluto de ello.
Sin la menor inflexión en su voz, dijo:
–Tú la has visto.
–No. La he... oído.
Los gruesos labios de Smith se plegaron en un extraño rictus. Su respiración se hizo ronca y sibilante.
Farrell se arrodilló junto al cofre. Poniendo sus manos sobre su superficie lisa y brillante, se volvió hacía Lundy. Éste vio que estaba llorando.
–Ábrelo. Tienes que abrirlo. Ella quiere salir. Está asustada la pobrecita.
Jackie Smith levantó imperceptiblemente la pistola.
–Ábrelo, enanito –susurró–. Ella tiene frío, ahí dentro.
Lundy no se movió. El sudor corría a raudales por su cuerpo y a pesar de ello tenía frío. Sin más, respondió con lengua estropajosa.
–No. Tiene calor. Allí dentro no puede respirar. Tiene calor.
Entonces levantó la cabeza con gesto convulsivo y gritó. Se volvió para enfrentarse con Smith, y con paso inseguro pero rápido se dirigió hacia él.
Las feas facciones de Smith se contrajeron como si fuese a llorar.
–¡Vamos, enanito! Mira que no quiero disparar contra ti. Abre el cofre.
Lundy, con un hilo de voz, dijo:
–Eres un pobre estúpido.
Y siguió avanzando.
Smith oprimió el gatillo.
Las agujas hipodérmicas cargadas de anestésico se clavaron en el pecho de Lundy. No dolían mucho. Sólo un pequeño pinchazo. El siguió avanzando, llevado por su impulso inicial.
A sus espaldas, Farrell gimió como un cachorro y se tendió sobre el cofrecito. Ya no volvió a moverse. Lundy cayó de rodillas y siguió avanzando a gatas y como en sueños hacia los mandos. Jackie Smith le contemplaba con mirada turbia.
Súbitamente, el piloto automático estalló.
Del cuadro de mandos surgió una llamarada azul. Su brillo cegador y el calor intenso hicieron caer a Lundy de espaldas. La cabina se llenó de silbidos, aullidos y empezó a girar locamente, mientras el convertible bailaba como una hoja en brazos del huracán. El mecanismo automático de seguridad apagó los cohetes.
La aeronave empezó a caer.
Smith balbuceaba palabras incoherentes, entre las que sólo se entendía Ella y plegó su asiento. Lundy se frotó la cara con la mano. Sus facciones eran borrosas y estúpidas. Sus ojos negros no tenían ninguna expresión.
Empezó a arrastrarse sobre el suelo bamboleante en dirección al cofre.
La proa de la nave rasgaba las nubes, y de pronto apareció una gran extensión líquida. Un mar negro y tranquilo, sin oleaje, sembrada de islitas flotantes de sargazos que se movían y agitaban con vida propia.
Unas aguas negras que ascendían a su encuentro.
Lundy no las miró. Se arrastró sobre la sangre de Farrell empujándolo hacia la pared de la cabina, y empezó a rascar la brillante puerta, gimiendo como un perro al que no dejan entrar en casa.
La nave chocó con el agua a terrible velocidad. El impacto levantó oleadas de espuma, que brilló con una blancura cegadora sobre aquel negro mar.
El agua levantada por el impacto cayó, y los círculos concéntricos se fueran alejando y terminaron por borrarse.
Las islas verdinegras de sargazos se desplazaron lentamente sobre el lugar de la caída. Una bandada de pequeños dragones marinos agitó sus alas de pedrería para abatirse sobre las peces, y ninguno de aquellos seres demostró el menor interés por la suerte de la nave voladora que se hundía hasta. las profundidades.
Ni siquiera el propio Lundy, tendido y frío en la cabina estanca, oprimiendo con su cuerpo el cofrecillo, mientras las lágrimas y el sudor se secaban en sus mejillas recubiertas de una barba incipiente
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