Terror en el espacio (Capítulo 2) - Leigh Brackett
Capítulo 2
La
primera sensación que tuvo Lundy fue la de silencio e inmovilidad. Una
sensación mortal, como si todos los seres creados hubiesen dejado de
respirar.
Lo
segunda que notó fue la presencia de su cuerpo. Le dolía
espantosamente, tenía calor y además le repugnaba el aire espeso y
viciado que respiraba. Lundy se sentó penosamente y trató de hacer
funcionar su cerebro. Esto era muy difícil, porque alguien le había
abierto la cabeza con cuatro hachazos.
No
era del todo obscuro en la cabina. Una temblorosa claridad plateada
semejante al claro de luna penetraba por las portillas. Lundy podía ver
bastante bien. Distinguió el cuerpo de Farrell exánime sobre el suelo, y
un conjunto de cables y hierros retorcidos, que habían sido los mandos.
Vio también el cofre.
Lo
miró larga rato, aunque no había mucho que ver. No era más que un cofre
abierto y vacío, junto al que había un pedazo de tela negra.
–¡Dios
mío! –susurró Lundy–. ¡Oh, Dios mío! Entonces lo comprendió todo de
pronto. Su cuerpo no contenía apenas nada con excepción de su estómago, y
éste hallábase sujeto. Sin embargo, quiso salirse por su boca. Las
náuseas cesaron de pronto, y entonces fue cuando Lundy oyó que alguien
llamaba a la puerta.
Era
una llamada muy suave. Su ritmo era lento y espaciado, como si el que
llamaba dispusiese de mucho tiempo y no tuviese prisa por entrar. La
llamada procedía de la escotilla que comunicaba con la esclusa de
salida.
Lundy
se levantó lentamente, más frío que el vientre de un sapo y blanco como
éste. Contrajo involuntariamente los labios y permaneció de pie, helado
de espanto.
Las
llamadas continuaban con un ritmo somnoliento. Quienquiera que fuese
que llamaba, no tenía prisa por entrar. Sabía que tarde o temprano
aquella puerta cerrada se abriría, y a él no le importaba esperar. No
tenía prisa. Nunca tendría prisa.
Lundy
paseó la mirada por la cabina, en silencio. Dirigió una mirada de
soslayo a la portilla. Al otro lado de ella vio agua. La negra agua de
mar de Venus, clara y negra, como una noche profunda.
La
nave se había posado sobre una llanura arenosa. La luz plateada era
reflejada por la arena. Era una luz fosforescente, tan brillante como el
claro de luna y de un débil tinte verdoso.
Negras
aguas marinas. Arenas plateadas. El misterioso visitante seguía
llamando a la puerta, despaciosamente. Con paciencia. Uno... dos. Uno...
dos. Al compás del corazón de Lundy.
Este
pasó a la cabina interior, andando ya con paso firme. Miró
cuidadosamente a su alrededor antes de regresar y detenerse ante la
esclusa.
–Muy bien Jackie –murmuró–. Espera un minuto. Sólo un minuto, muchacho.
Entonces
se volvió para dirigirse rápidamente hacia el armario de babor y sacó
de él una botella de litro, que levantó después de sacarla de su soporte
antichoque. Tuvo que hacerlo con ambas manos.
Al
poco rato bajó la botella y se inmovilizó, sin mirar a ninguna parte,
hasta que dejó de temblar. Descolgó a continuación su escafandra
espacial del gancho donde estaba pendida y se la puso. Tenía la cara
cenicienta e inexpresiva.
Cargó
con todas las botellas de oxígeno que podía llevar, junto con raciones
de socorro y toda la bencedrina que contenía el botiquín. Mezcló la
dosis más fuerte posible de este estimulante con el coñac antes de
cerrar el casco. Hizo caso omiso de la pistola hipodérmica, y en lugar
de ella tomó las dos pistolas desintegradoras de reglamento... la suya y
la de Smith. Entre tanto, los suaves golpecitos no cesaban.
Miró
por un momento el cofre vacío y la tela negra caída a su lado. Una
expresión cruel asomó a su rostro. Sus facciones se endurecieron, antes
de cubrirse de una terrible expresión de paciencia.
El
hecho de hallarse bajo la superficie del agua no molestaría en lo más
mínimo a un ser del espacio interplanetario. Descolgó de su gancho la
red de apretadas mallas metálicas y se la aseguró al cinto. Luego se
dirigió resueltamente hacia la escotilla para abrirla.
Las
aguas negras irrumpieran en negros remolinos en torno a sus botas
lustradas. Luego la escotilla se abrió de par en par y Jackie Smith
entró.
Había
estado esperando en la esclusa inundada, golpeando con sus botas la
escotilla interior, con el lento vaivén del mar. Entró con los pies por
delante y el agua que penetraba a presión lo levantó. Con lo que pareció
que andaba por su pie y miraba a Lundy al pasar. Era un hombre rubio y
corpulento de ojos verdes con vendas blancas que asomaban por su
guerrera negra entreabierta, mientras miraba a Lundy. No por mucho
tiempo. Solamente por un segundo. Pero fue bastante.
Lundy
se contuvo después del tercer grito de terror. Tenía que contenerse,
porque sabía que si seguía gritando ya no podría dejar de hacerlo. Las
negras aguas ya se habían llevado a Jackie Smith hasta la pared apuesta,
cubriendo piadosamente su cara.
–¡Dios mío! –susurró Lundy–. ¡Dios mío...! ¿Qué debió de ver antes de ahogarse?
Nadie
le respondió. Las negras aguas empujaban a Lundy, mientras se alzaban a
su alrededor, tratando de llevarlo hacia donde estaba Jackie Smith. La
boca de Lundy se contrajo en un rictus amargo.
Se
mordió el labio inferior con fuerza. Echó a correr torpemente, tratando
de vencer la resistencia que le oponía el agua, hasta que por último se
detuvo. Entonces empezó a andar, sin mirar hacia atrás, por la
compuerta inundada. La escotilla se cerró tras él, automáticamente.
Pisó la compacta arena de un color entre verde y plateado, mientras tragaba la sangre que le llenaba la boca y le ahogaba.
Andaba
sin apresurarse. Su caminata por el fondo del océano sería
probablemente larguísima. A juzgar por la posición de la nave cuando se
hundió, calculaba aproximadamente hacia donde se hallaría la costa... a
menos que aquello hubiese influido en su mente, haciéndole ver en las
esferas unas cifras que no existían.
Comprobó
su nimbo, ajustó la presión que reinaba en el interior de su
escafandra, y siguió avanzando por aquel sobrenatural paisaje submarino,
que parecía bañado por un fantasmal claro de luna. La marcha no era
difícil. Si no encontraba a su paso una profunda fosa oceánica, una
escarpadura imposible de franquear, o se convertía en la presa de alguna
especie de voraz alga venusiana, conseguiría sobrevivir para
presentarse ante su jefe en el cuartel general, y comunicarle que dos
hombres habían muerto, la nave se había perdido y la misión que se le
había encomendado había terminado en el más estrepitoso fracaso.
Aquel
mundo submarino que le rodeaba era bellísimo. Parecía el ensueño que
provocan las drogas o el delirio. La fosforescencia se elevaba en las
negras aguas, para danzar en temblorosas espirales de fuego frío. Los
peces, aquellos extraños seres policromados que parecían minúsculas
joyas vivas con ojos de rubí, pasaban como centellas junto a Lundy, como
ráfagas de color, o nadaban sobre las grandes extensiones de algas que
parecían selvas en miniatura, y que manchaban las negras aguas y el
brillo fosforescente de la arena con enormes y ardientes manchas azules,
violetas, verdes y plateadas.
También
había flores. Una vez, Lundy se acercó demasiado a algunas de ellas.
Estas se tendieron hacia él, abriendo unas bocas redondas llenas de
espinas, que denotaban una increíble voracidad. Los peces se mantenían a
saludable distancia de ellas. Desde entonces, Lundy les imitó.
Apenas hacía media hora que andaba, cuando descubrió la carretera.
Era
una carretera perfecta, que avanzaba en línea recta a través de la
arena. Presentaba algunas grietas y resquebrajaduras, y algunas de las
enormes losas que la formaban estaban alzadas o caídas a un lado, pero
en general estaba perfectamente conservada y era evidente que se dirigía
a alguna parte.
Lundy
la miró mientras un escalofrío recorría su espinazo. Había oído hablar
de cosas parecidas. Venus aun era un mundo casi desconocido. Era un
planeta joven, bravío, desconcertante, que daría más de una sorpresa a
los sesudos hombres de ciencia.
Mas
incluso los jóvenes planetas tienen un largo pasado, lleno de leyendas y
mitos. Todo el mundo estaba de acuerdo en que gran parte de la
superficie de Venus que hoy se hallaba sumergida no lo estuvo en otros
tiempos, y viceversa. La bella diosa cambió varias veces de maquillaje
antes de adoptar su semblante definitivo.
Ello
quería decir que, en épocas remotas, aquella carretera cruzó una
llanura bajo un cálido cielo gris perla. Por ella venían probablemente
las caravanas de la costa. Aquella carretera debió de ver el tráfico
formado por los fardos de especias y seda de araña, junto con las
ánforas de vakhi procedentes de los cañaverales de Nahali, y las
esclavas de cabellos de plata que venían de las tierras altas donde
moraba el Pueblo de las Nubes, avanzando bajo el calor bochornoso,
apenas resguardadas por los verdes árboles liha, para terminar vendidas
en el mercado.
A la sazón la carretera seguía conduciendo a alguna parte.
Lundy
iba en aquella misma dirección. Era probable que la carretera se
hubiese desviado un poco antes, la cual explicaba que él la hubiese
encontrado. Lundy se pasó la lengua par las labios cubiertos de frío
sudor y empezó a seguirla.
Andaba lenta y cuidadosamente, como el que penetra a solas en la nave de un templo vacío.
Siguió
la carretera durante largo rato. Las algas formaban una espesura a
ambas lados de ella. Parecía atravesar un denso bosque de algas que se
perdía en la distancia por ambos lados, hasta allá donde alcanzaba la
vista de Lundy. Este se alegró de haber encontrado la carretera, ya que
ésta era muy ancha y si se mantenía en el centro las flores no podían
llegar hasta él.
La
luminosidad disminuyó, debido a las algas que cubrían la arena. Fuera
cual fuese la causa de la fosforescencia, aquel apiñamiento de algas la
hacía disminuir notablemente, y pronto estuvo tan obscuro que Lundy tuvo
que encender el proyector de su casco. A las bordes de su haz luminoso
podía ver las frondas de algas moviéndose perezosamente en un lento
vaivén, al compás del mar de fondo.
Las
flores se habían hecho más bellas y de colores más vivos. Pendían como
lámparas en las negras aguas, irradiando una luz que parecía surgir de
ellas mismas. Sus colores eran rojos sombríos y amarillos violentos,
junto con azules pálidos y desvaídos.
Su vista resultaba inquietante para Lundy.
Las
algas cada vez eran más espesas y juntas. Sus raíces asomaban sobre el
borde de las losas de piedra. Las flores abrían sus brillantes bocas
voraces en dirección a Lundy.
Trataban de alcanzarle, sin conseguirlo. De momento.
Él
estaba cansado. El efecto producido por el coñac con bencedrina
empezaba a amortiguarse Cambió la botella de oxígeno por otra. Aquello
le reanimó pero no mucho. Bebió otra sorbo de la mezcla estimulante,
pero tampoco quería abusar de ella para no fatigar a su corazón. Tenía
las piernas entumecidas.
No
había dormido desde hacía muchas horas. Seguir la pista de Farrell no
fue ningún juego de niños, y apoderarse de él –y de aquello– constituyó
una verdadera hazaña, arriesgada y peligrosísima. Hay que tener en
cuenta que Lundy no era más que un ser humano. Por lo tanto era natural
que se hallase cansado. Molido. Deshecho y agotado.
Se
sentó para descansar un rato, apagando la lámpara para ahorrar las
pilas. Las flores le acechaban, brillando en la obscuridad. Él cerró los
ojos pero seguía notando su presencia, como animales de presa,
agazapadas a su alrededor.
Después de un par de minutos se levantó para proseguir la marcha.
Las algas se hicieron más espesas y altas. Estaban cargadas de flores.
Tomó
más bencedrina, sin pensar en lo que le podría ocurrir al corazón. La
luz del casco abría un túnel blanco y frío a través de las tinieblas.
Guiado por esta luz, él avanzaba, andando todo lo de prisa que le
permitía la densidad del agua. Las frondas de algas se unían y se
entretejían a gran altura sobre su cabeza, encerrándole en un
inquietante túnel. Las flores pendían sobre él. Sus pétalos casi le
rozaban. Eran unas pétalos carnosos, voraces y vivientes.
Echó
a correr, sobre los surcos abiertos por las ruedas en la piedra y las
desgastadas losas de la carretera que aún llevaba a alguna parte, en el
fondo de aquel negro océano.
Lundy
corrió torpemente durante largo rato entre la obscuras paredes cada vez
más próximas. Las flores casi le tocaban. Una vez se acercaron tanto a
él, que le sujetaron nuevamente cuando se escapaba. Empezó a hacer uso
de la pistola desintegradora.
De
esta manera redujo a cenizas un gran número de algas. Esto no parecía
gustarles. Empezaron a balancearse coléricas sobre sus raíces,
asestándole golpes desde ambos lados y desde el techo entrelazado que lo
cubría. Lundy corría penosamente, sollozando pero sin derramar
lágrimas.
Fue
la carretera quien le condujo hasta allí. Se cruzo con él de pronto,
sin previo aviso. Luego avanzó suavemente bajo el túnel de algas, hasta
terminar en una masa caótica de enormes losas y bloques, esparcidos sin
orden ni concierto como si el hijo de un gigante se hubiese cansado de
jugar con ellos.
Y las algas crecían entre aquellos bloques dispersos.
Lundy
tropezó y cayó, dándose de cabeza contra la parte posterior del casco.
Por un momento vio una luz cegadora. Luego reinaron las tinieblas y
comprendió que se había producido un falso contacto, pues su luz se
había apagado.
Se
arrastró por encima de un gran bloque inclinado. Las flores brillaban
en la obscuridad, muy cerca de él. Demasiado cerca. Lundy abrió la boca,
pero sólo salió de ella un ronco gemido animal. Aún empuñaba su
pistola. La disparó un par de veces y por último se encontró en lo alto
del bloque, tendido de bruces.
Sabía que no podía seguir avanzando. La carretera terminaba allí.
Las
brillantes flores descendieron hacia él, surgiendo de las tinieblas.
Lundy, tendido sobre la piedra, las observaba con rostro inexpresivo. En
sus ojos brillaba un odio terco y concentrado, pero nada más.
Vio
como las flores se adherían a su escafandra y empezaban a actuar.
Entonces, allá en lo alto, a través del negro túnel de algas, vio
brillar la luz.
Brilló
de pronto, como un relámpago. Una sábana de oro cálido y brillante que
restallaba como un estandarte, iluminando el final de la carretera.
Iluminando también la ciudad y la pequeña procesión que salía de ella.
Lundy
no quería dar crédito a sus ojos. Estaba ya medio muerto, con su
espíritu flotando libre de su cuerpo y envuelto a medias en negras
nubes. Contempló sin curiosidad lo que veía.
La
luz áurea es extinguió, para brillar dos veces al final del túnel,
cruzando una pequeña llanura, después de la cual se alzaba la ciudad.
Lundy
veía sólo una parte de ella, a causa de las algas. Pero parecía ser una
gran ciudad. La rodeaba una muralla, de mármol verde veteado de rosa
sombrío, y con sus bordes desgastados por siglos de erosión marina. En
la muralla se abrían amplias puertas de oro puro, no empañado por el
paso de los siglos, y que giraban sobre bisagras igualmente de oro. Por
las puertas abiertas se distinguía una gran plaza pavimentada con cuarzo
de color gris neblina, y alrededor de la plaza se alzaban unas
construcciones que recordaban a Lundy los castillos de la Tierra que
había visto en su infancia, bajo las nubes rosadas del atardecer.
Esto
es lo que aquel lugar parecía bajo los destellos de luz dorada: un país
de cuento de hadas al atardecer. Remoto, de una belleza soñadora,
cubierto por las negras aguas, como por un velo... algo indestructible,
porque era inexistente.
Los
seres que salieron por las puertas doradas y que venían por la
carretera parecían diminutos jirones de niebla desgajados por una brisa
fría y errante y apartados de la luz.
Se acercaron flotando a Lundy. A pesar de que su avance parecía lento, probablemente no lo era, porque de pronto se hallaron entre las algas. Eran muchos; tal vez cuarenta o cincuenta. No tenían más de un metro o un metro veinte de altura, y todos mostraban el mismo color mortecino, azul grisáceo. Lundy no podía ver qué eran. Su forma era vagamente humana, aunque tenían algo de pez, y algo que no alcanzaba a expresar qué era, a pesar de que intuía su naturaleza.
De
pronto, todo aquello dejó de importarle. La sombría cortina negra que
cubría su mente se rasgó, y el temor penetró gritando por la hendidura.
Notaba como las flores mordían y tiraban de su escafandra como si fuese
de su propia piel.
Un frío sudor cubría su cuerpo. Antes de un minuto agujerearían su traje y el agua de mar lo inundaría, y entonces...
Lundy
empezó a debatirse desesperadamente. Contrajo los labios pero no gimió
ni gritó. Únicamente oía su pesado resollar. Trató de luchar contra las
flores, utilizando indistintamente la pistola y la fuerza bruta. Luchaba
sin arte ni método. Era la última lucha ciega de un animal que no se
resignaba a morir.
Las
flores le sujetaban firmemente. Le aplastaban y le oprimían,
envolviéndole en mortíferos y encantadores pétalos de colores ardientes.
Él consiguió quemar a algunas de ellas, pero cuantas más quemaba más
aparecían. Lundy no siguió luchando por mucho tiempo.
Por
último permaneció postrado, con las rodillas algo dobladas hacía su
rígido estómago atenazado por un nudo, cubierto de sudor y con el
corazón latiéndole en desorden. Permanecía helado y tenso... esperando.
Hasta que las flores empezaron a apartarse.
Se apartaban a la fuerza, a regañadientes, retirándose airadas como gatos despojadas de un opíparo ratón, haciendo débiles y rápidos intentos para atacarle nuevamente. Mas terminaban por retirarse.
Lundy
estuvo a punto de desfallecer para siempre. Se sentía al límite extremo
de sus fuerzas. Su corazón dejó de palpitar; su cuerpo se contrajo
espasmódicamente. Entonces, a través de una niebla formada por su sudor y
sus lágrimas, al borde del Más Allá, vio las pequeñas criaturas azul
grisáceas inclinándose sobre él para mirarlo.
Se
cernían en una nube sobre él, sosteniéndose gracias a sus aleteantes
membranas, tan delicadas como el trino de un pájaro en un día de viento.
Estas membranas unían sus extremidades superiores e inferiores, las
cuales estaban provistas de unas pequeñas aletas natatorias planas en su
extremidad. Aquellos miembros estaban dotados de ventosas, situadas en
el lugar que hubiera correspondido a los talones si aquellos seres
hubiesen tenido pies.
Sus
cuerpos eran gráciles y esbeltos, y de aspecto marcadamente femenino, a
pesar de que no poseían características humanas muy especiales. Eran
unas hermosas criaturas, distintas a todo cuanto Lundy había visto o
había soñado.
Tenían caras. Pequeñas caritas de hadas sin nariz. Es decir: tenían una diminuta naricilla redonda, pero los ojos eran su rasgo dominante.
Eran
unas enormes ojos redondos y dorados con pupilas de un pardo obscuro.
Unas ojos suaves, curiosos, inquisitivos, que dieron ganas de llorar a
Lundy y le asustaron tanto que casi estuvo a punto de enloquecer.
Entretanto,
las flores se mantenían a cierta distancia, esperando el momento de
volver al ataque. Pero cuando una se acercaba demasiado a Lundy, uno de
los pequeños seres le daba un golpecillo cariñoso, como hacemos nosotros
con un perro inoportuno, y la ahuyentaba.
–¿Vives?
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