¡AY MIS HIJOS...! - Doris Camarena

Dicen que aparece caminando sola. Que su paso es lento y majestuoso, o simplemente un andar igual a cualquier otro. Que su llanto aterrador y lastimero es capaz de enloquecer al que lo escucha.
Es una madre en busca de sus hijos perdidos para siempre. Es el dolor de todas las madres unido en un solo espectro y vaga dispuesta a llorar por ellos hasta el fin de los tiempos.
Es “La llorona”, una de las leyendas más antiguas y también una de las más vigentes de la historia de México. Quizá también una de las más sobrecogedoras.

Su origen se remonta en realidad hasta la época prehispánica, bajo el nombre de la diosa Cihuacoatl, una deidad de apariencia terrible, con su rostro permanentemente surcado por lágrimas, su gesto petrificado en el esplendor de un gemido eterno. La Cihuacoatl recibía en su reino a las almas de las mujeres que, al morir dando a luz, ascendían a la categoría de diosas y se convertían en cihuateteos, lloronas menores, espíritus divinos que desde aquel reino espectral seguían velando por sus huérfanos.

Según la profecía, uno de los siete presagios que anunciarían la caída imparable del gran imperio azteca sería la llegada de Cihuacoatl, su descenso desde las montañas nevadas hasta el valle de Tenochtitlan, llorando a gritos la derrota de sus desdichados hijos, los aztecas. Pero la profecía no acababa ahí. Cihuacoatl había de regresar después para anunciar el resurgimiento, un nuevo periodo de gloria en el que Tenochtitlan se levantaría triunfante de sus propias ruinas.


Los indígenas vencidos aguardaron por años el regreso de la diosa para augurarles el fin de su sometimiento. Por eso cuando, a mediados del siglo dieciséis, la Nueva España presenció el crimen y la condena de la mestiza Luisa del Carmen, muchos alientos se vieron suspendidos en un silencio expectante.
Luisa del Carmen era una hermosa mestiza que cedió a la seducción de un español, Don Nuño de Montesclaros. Sin mediar matrimonio entre ellos engendraron dos hijos. Luego de cierto tiempo, Nuño abandonó a Luisa para contraer nupcias con una mujer de su clase. Luisa, loca de dolor y de celos, acuchilló a sus hijos. Con ello borraba la huella del amante traidor, arrojaba al rostro del infiel la doble evidencia de su propio corazón destrozado.
Muchas de las calles que hoy cruzan el centro de la ciudad de México eran entonces acequias por las que navegaban mercaderes llevando provisiones a la plaza mayor. Dicen que en una de esas acequias la madre homicida dejó caer los dos cadáveres. Luego, percatándose de la magnitud de su tragedia, lanzó al aire un alarido lleno de culpa.
Luisa fue apresada y condenada a morir en ejecución pública. Desde el patíbulo volvió a gritar el ¡Ay mis hijos! que marcaría su inmortalidad.
Los españoles vieron en ella una simple asesina; los indígenas y mestizos, una extraña encarnación del presagio que podía liberarlos. Y surgió la leyenda. Se hablaba de cómo el alarido de la muerta se repetía en las noches más oscuras, cerca de los lugares donde corriera el agua. El espectro, decían, buscaba ver flotar los cuerpos de sus niños para rescatarlos. La aparición se ensañaba con los hombres, los incitaba a seguirla y luego les lanzaba su grito espeluznante. Tal vez en ellos quería vengarse del que la orilló al crimen y a la muerte.

Desde la colonia hasta nuestros días, la llorona extiende su dominio a lo largo y ancho del país. En cada ciudad, en cada población, suburbio y ranchería su lamento se deja escuchar. Los azorados testigos tienen siempre una explicación distinta para la presencia del doliente espectro. El antecedente de alguna mujer que abandonó a sus hijos y vuelve a pedir perdón desde la muerte para lo que en vida fuera imperdonable. La historia de alguna filicida que ensució sus manos con la sangre de su descendencia y anuncia a gritos su arrepentimiento. Perpetradoras de abortos. En fin, mujeres que renunciaron de modo tajante o sanguinario a verse atrapadas en una maternidad que no querían.
Cierta o no, tal vez la leyenda nos habla entre líneas del dilema cada vez más frecuente que aqueja al género femenino: el mito del instinto maternal, una creencia que, conforme avanza la historia se vuelve más cuestionable.

En una época de competencia abierta entre masculino y femenino, de militancia homosexual y anticonceptivos, en que mujeres y hombres ponen en tela de juicio la supuesta obligación de reproducirse, tal vez la leyenda de la llorona sea sólo el resabio de la dictadura católica que durante siglos unió indisolublemente el título de mujer al de madre y jamás al de individuo.
Pero también está la otra vertiente, el otro posible subtexto de esta historia fascinante: La llorona es parte de la memoria colectiva, la esperanza inconsciente de un pueblo que espera a su antigua Diosa, a Cihuacoatl la triunfante, que volverá con un llanto gozoso a anunciar la nueva gloria, ese esplendor y esa abundancia que no acaban de llegar.
O quizás, sólo quizás, la llorona represente nuestra necesidad de husmear los entresijos de la muerte, de volver a una inocencia perdida que nos habla de magia y espectros, que nos devuelve la posibilidad de creer en lo increíble.

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