El hombre que se parecía a Napoleón - Robert Bloch

El hombre que se parecía a Napoleón salió del ascensor en el quinto piso. Cruzó el vestíbulo lentamente, con la cabeza inclinada, de modo que un mechón de pelo le caía sobre la frente. Podía haberse echado el pelo hacia atrás, aunque para ello hubiera tenido que sacar la mano del interior de la parte delantera de su abrigo.

Pero ahora no podía sacar la mano de allí. Más tarde, quizá, pero no ahora. Le estaban mirando.

Todos los ojos estaban clavados en el emperador mientras cruzaba el vestíbulo. Ninguno era visible, pero él sabía que estaban allí: detrás de las puertas, mirándole. Mirándole, y susurrando. Bueno, que susurraran todo lo que les viniera en gana. Él estaba protegido por la Vieja Guardia, y el pueblo estaba a su lado, hasta el último hombre.

Llegó a la puerta. En ella había una placa que decía: G. K. Rand, M. D.

Era la puerta exacta. Era el momento exacto. Era el día exacto: el aniversario de Austerlitz. El sol había brillado intensamente aquella mañana, de modo que él sabía que era el día exacto. El sol de Austerlitz brillaba, y ahora llegaba aquí a su cita... y a algo más.

Un pequeño pulso latió en su garganta cuando pensó en aquel algo más. Bueno, él sabría cómo manejar las cosas.

Del mismo modo que supe manejarlas en Elba...

Entró en la oficina, y la mujer vestida de blanco dijo:

—Encantada de verle, Mr. Throng. El doctor le recibirá dentro de unos momentos. Siéntese, por favor.

—Merci.

La mujer no le miró directamente, de modo que no se dio cuenta de la mirada que le dirigía cuando le llamó Mr. Throng. No podía evitar el mirar de aquel modo cuando la gente le llamaba Mr. Throng. Sabía por qué lo hacían: le odiaban, y trataban de fingir que no le reconocían. Bueno, ahora tendrían que reconocerle. Se lo diría al doctor.

—Ya puede pasar.

La mujer no añadió «Sire»: ni siquiera se inclinó. Pero él ignoró los insultos y entró en la otra habitación. Andaba a pasitos cortos, con dignidad, con la mano embutida en la parte delantera de su abrigo. El doctor Rand estaba sentado en una silla, esperándole, y él se dirigió directamente al diván, se tendió y cerró los ojos.

El doctor Rand le estaba hablando, y desde muy lejos oyó su propia voz que decía: «Me encuentro perfectamente, gracias», y «Sí, estoy preparado», y «Tengo que contarle un montón de cosas».

El doctor dijo:

—¿No va usted a quitarse el abrigo antes de empezar?

Pero él sacudió la cabeza sin abrir los ojos. Prefería estar así, con el abrigo puesto y los ojos cerrados. De este modo había hombreras en el abrigo, y debajo el uniforme de coronel de artillería que no había llevado desde 1802, desde que Josefina había...

—Relájese —dijo el doctor—. Ya sabe cómo hacerlo. Y diga todo lo que le venga a la mente.

Aquí, el doctor era el jefe. De modo que a empezar.

—Ney —dijo—. Peter Ney. Mariscal de Francia. Pero me negó antes de mi regreso de Elba. Me dijo que no. Peter me negó. Negó a Nuestro Señor. Peter negó a Nuestro Señor, y yo era el Señor de Peter Ney, llegado para redimir a toda Francia.

»¿Por qué no dijeron la verdad, doctor? Les escribí que me había fugado a América. Puedo enseñarle la carta. Les dije que fueran a París y examinaran la Tumba. La hubieran encontrado vacía y hubieran creído. La Tumba estaba vacía desde el tercer día. Lea su Biblia.

Hizo una pausa. El doctor Rand le reprendió:

—Por favor, Mr. Throng. No pierda el control. Limítese a decir palabras... no frases ni pensamientos. No es la primera vez que hace esto. Sólo quiero que diga lo que le venga a la mente.

Era inútil. Ahora se daba cuenta. Se sentó en el diván y abrió los ojos, mirando a su alrededor hasta que se encaró con el doctor Rand.

—Lo siento —dijo—. Temo que tendremos que renunciar a esto. No puede usted ayudarme.

—Si aceptara usted mi sugerencia... —dijo el doctor afablemente—. Un reposo de seis meses le sentaría muy bien. Puedo recomendarle un excelente sana...

Interrumpió rápidamente al doctor.

—De modo que es eso... La historia se repite. Quiere usted que abdique, que me marche a Santa Elena.

Se echó a reír, con una risa espasmódica.

El doctor se encogió de hombros.

—Es la única solución, Mr. Throng. Creo que puedo hablarle con toda franqueza. La cosa está empeorando. No se ha producido el reajuste que yo esperaba. No hace usted más que retirarse de la realidad, y...

Retirarse. Le estaba reprochando de nuevo lo de Rusia. Pero aquello no había sido una retirada. El invierno, la nieve... ¿Cómo podían hacerle responsable de aquellos factores? Él no era responsable. Esta era la respuesta: él no era ya responsable. Eso le habían dicho en la oficina la semana anterior, cuando le despidieron. El doctor no conocía aún esa parte del asunto. Y había otras muchas cosas que el doctor ignoraba también. Se encontró a sí mismo gritando.

—¡Es usted un estúpido, doctor! Es usted quien se niega a enfrentarse con la verdad. Usted se gana la vida diciéndole a todo el mundo que viene aquí que está loco. Si no hubiera locos, los hombres como usted se morirían de hambre, ¿no es cierto?

La enfermera llamó a la puerta con los nudillos y el doctor asintió. La enfermera dijo:

—Por favor, Mr. Throng, no se excite. Hay otras personas esperando.

—Que no me excite, ¿eh? —dijo Mr. Throng, cuando la enfermera se hubo marchado—. Sí, me cruzaré de brazos y me callaré. Para que me suceda lo que me sucedió hace dos años, cuando me di el golpe. Me pusieron una chaqueta sin mangas y me la ataron a la espalda. Si no hubiera sido por Josefina, todavía estaría pudriéndome en algún maldito asilo.

El doctor palmeó su hombro, y Mr. Throng se calmó. Su voz bajó de tono. Tenía que explicarlo una vez más.

—¿Por qué no quiere usted admitir la verdad, doctor? Admita que soy un producto de la reencarnación. No hay accidente ni casualidad en mi aspecto, aunque no me reconocí a mí mismo hasta que me di aquel golpe conduciendo mi automóvil. Pero todo encaja, ¿no es cierto? ¿No estoy casado con una mujer que se llama Josefina? Y usted conoce mi historia familiar... Soy corso, ya se lo he demostrado. Es una simple reencarnación, doctor.

»Toda mi vida he andado como en un sueño... hasta que ocurrió aquel accidente. Entonces tuve tiempo para pensar, mientras mi cabeza sanaba. Incluso cuando me encerraron en la clínica psiquiátrica sabía lo que estaba haciendo. Permití que me encerraran allí para poder pensar bien las cosas, hasta convencerme del todo de que encajaban perfectamente. ¿No se da cuenta, doctor?

El doctor Rand se puso en pie.

—Lo cierto, Mr. Throng, es que no se han producido los progresos favorables que su esposa esperaba cuando le sugirió que me visitara. Con su permiso, me gustaría hablar de nuevo con ella del asunto.

—Adelante. ¿Por qué no la llama ahora? Tiene usted el número de teléfono de mi casa.

Se sentó, con el ceño fruncido, mientras el doctor marcaba el número, esperaba, y, finalmente, colgaba de nuevo el receptor.

—No contestan, ¿verdad? Podía habérselo advertido. Iba a hacerlo, de todos modos. A eso vine aquí precisamente, a decírselo. La historia se repite siempre, doctor. Esta mañana me he librado de Josefina.

—¿Va usted a divorciarse de ella?

—Quería hacerlo. Créame, quería hacerlo. Discutí con ella, supliqué. Le dije que había pasado demasiado tiempo. Yo debía tener un hijo, un heredero. Está escrito en la historia. Pero ella se negó a pensar siquiera en el divorcio... se negó rotundamente. De modo que tuve que librarme de ella.

—¿Usted...?

Cuando el doctor se disponía a tocar el timbre para llamar a la enfermera, Mr. Throng se puso en pie y sacó la mano de debajo del abrigo. Empuñaba un revólver.

—No haga eso, doctor —dijo—. Siéntese y no se mueva. Será mejor. Ahora, voy a contárselo. Sí, me libré de ella esta mañana. La historia no puede ser detenida, pero puede ser modificada.

»Éste es el secreto, doctor. La historia puede ser modificada, y esta vez las cosas serán distintas. Ése es el verdadero motivo de la reencarnación. Le proporciona a un hombre una posibilidad de mejorar su Destino. Y yo tengo ahora mi oportunidad. ¡Esta vez no habrá ningún Waterloo!

»He empezado a modificar las cosas esta mañana, matando a Josefina. Ahora está tendida en la cama, pero nadie lo sabe. La policía no lo sabe. Fouché no lo descubrirá nunca. Yo no voy a decírselo. Y usted no va a tener ocasión de decírselo, porque voy a matarle, también.

Hizo oscilar ligeramente el cañón del revólver, acercándose a la mesa. El doctor le estaba mirando fijamente, pero por lo visto decidió creerle, porque su mano no llegó al timbre. Se limitó a sentarse y a escuchar.

—Hasta ahora no le había reconocido a usted, asqueroso traidor. No había comprendido toda la verdad: que todos nosotros somos reencarnaciones de nuestros propios pasados. ¿Cómo podía sospechar que usted fue el que traicionó a la Revolución, primero, y luego me traicionó a mí, a los aliados y a los Borbones? Si en aquella ocasión le hubiera liquidado a usted, me habría salvado. Esta vez voy a asegurarme de que le quito de en medio. Le he reconocido a usted. Doctor Rand, ¿eh? Conozco su verdadero nombre: ¡es usted Talleyrand!

El doctor miró hacia la puerta.

Mr. Throng siguió la dirección de su mirada y le pareció que la cabeza de la enfermera había asomado por un brevísimo instante. Esto significaba que había ido en busca de ayuda... Sí, podía oír rumor de pasos y de voces en la otra habitación. La enfermera había llamado a la policía. Pero no podrían detenerle; esto no era Waterloo, esta vez no habría ningún Waterloo.

El doctor Rand se volvió y dijo:

—¡Mr. Throng!

Pero era demasiado tarde. Mr. Throng apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo.

Cerró los ojos y volvió a apretar el gatillo. Josefina estaba muerta, Talleyrand iba a morir. Reclutaría un nuevo ejército, y los Mariscales de Francia saldrían de sus tumbas para reunirse con él: Lannes, Bessières, Davout, Marmont... todos.

Talleyrand estaba tendido en el suelo. En aquel momento, un hombre vestido de uniforme —un uniforme azul— entró corriendo en la habitación, empuñando un revólver: era el Enemigo.

Mr. Throng disparó de nuevo y echó a correr hacia la ventana. Estaba atrapado, pero la Vieja Guardia muere antes que rendirse. Un nuevo disparo. Después de todo, esto era Waterloo... Un salto y, al caer: Vive l'Empereur!

El hombre que se parecía a Napoleón estaba tendido en la acera. Cuando el doctor Rand llegó a su lado, sin aliento, había muerto.

El doctor Rand había estado de suerte: la bala disparada por Mr. Throng sólo le había producido una herida superficial en el hombro. ¡Menos mal que la enfermera había avisado a la policía a tiempo!

Miró al desdichado Mr. Throng y sacudió la cabeza. Un ejemplo típico de megalomanía. ¡Pobre Throng, con sus teorías de la reencarnación, y su lamentable interpretación de las coincidencias!

El doctor Rand se volvió hacia los agentes de la Brigada de Homicidios, que acababan de llegar. Estaban hablando con el patrullero que había entrado en la oficina y había hecho el disparo que salvó su vida y proyectó a Mr. Throng a través de la ventana.

El doctor Rand se acercó al patrullero y estrechó efusivamente su mano.

—¡Gracias, muchas gracias! —exclamó—. De no ser por su oportuna intervención...

—No vale la pena —respondió el patrullero—. Para eso estamos.

—De todos modos, se lo agradezco mucho, Mr...

—Wellington —dijo el patrullero—. Me llamo Wellington.

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