La noche de La Valse - Francisco Tario

Tan pronto llegué a aquel pueblo, me dediqué a buscar ansiosamente al poseedor del singular retrato.

Un pescador me dijo:

—Es aquel hombre de barba blanca que tiende sus redes al sol.

Me llegué hasta él, saltando unas matas, y nos encaminamos juntos a su casa.

—Soy pintor —le dije en el trayecto— y la historia me interesa vivamente.

Vi temblar sus ojos grises, bajo las cejas grises, en el rostro agrietado por el sol.

—La historia es bien extraña —comentó; y aquella voz que embriagaba los sentidos era la única franca, saludable y alegre que escuché en mi vida—. Amaneció allá, entre los arrecifes de la costa, a bordo de una pequeña nave desarbolada, después de una noche de tormenta. Desde mi ventana vi albear su proa blanca, bajo la luz del sol que nacía. Me vestí rápidamente y bajé a la playa. Pude leer su nombre; un nombre extranjero e insulso, y mi curiosidad aumentó. Así pues, con la ayuda de una lancha me dispuse a ganar el navío. Penetré; pero en su interior había sólo "eso"...

—¿Eso? —repetí, insinuando maquinalmente un cuadrado en el aire.

—Eso mismo. Cargué con él a cuestas y me lo llevé a casa. Aquí está... ¿quiere usted pasar?

Pasé, hallándome de manos a boca con un sorprendente óleo, al parecer recién concluido, y que representaba a una mujer palidísima con un lirio entre las manos.

Me impresionó sobremanera este especial detalle: la analogía —por no decir identidad— de esta obra extraña con otra concebida por mí ha tiempo y no realizada nunca.

Examiné la pintura ávidamente, ya sin ningún resabio de experto, absorbido totalmente por la belleza del asunto. La mujer, en efecto, era peculiarísima: muy joven y aérea, de cabellos lisos y amarillos, de pómulos salientes, labios agónicos, frente convexa. Pero lo que más sorprendía del conjunto —aparte sus ojos extáticos, sumergidos— era la inmaterialidad opalina de la flor viva entre los dedos sensuales, obsesionantes.

Cerca de una hora transcurrió sin que lograra yo desviar mi atención de aquella extraordinaria imagen, suspendida de un clavo negro en la misérrima morada de un pescador. Prometí volver a la mañana siguiente, y el viejecito de la voz saludable quiso obsequiarme con unas ostras y medio litro de vino tinto, demasiado denso y aromático, que no pude tolerar.

Di las gracias y partí.

Anochecía, cubierto el cielo de raros resplandores. Una casta brisa marina batía contra mis labios, despertando mi lujuria de hombre sucio de ciudad. Caminaba yo a lo largo de un atajo muy retorcido, rumbo a la playa, oculto casi por completo entre las espigas del maíz. Se iban encendiendo prematuramente las estrellas, titilando en la profundidad. Y cuando cayó la noche íntegramente sobre la paz del campo, vi el firmamento torvo, desmesurado, mas una gran luna redonda que iluminaba mi ruta. Prisionero, hostil, el mar exponía su angustia.

Ya sobre la arena de la playa me estremecí como ante la explosión más carnal que pueda sacudir a eremita alguno. Me descalcé afanosamente los pies, desnudándome el torso. Absorbí el aire cargado de sal. Y de esta forma recorrí la extensión plateada, perfectamente visible, pero que se antojaba infinita. La costa alta, dura, trepaba hacia la soledad igual que un muro gigante y ruinoso cubierto de hiedra. Y eran sus vértices de tal suerte erizados, siniestros; sus fauces tan horripilantes y lóbregas, que no me hubiera asombrado lo más mínimo ver surgir de ellas incontables falanges de aves nocturnas, chatas y feas, con las pupilas como luciérnagas.

Descubrí sin ningún esfuerzo la mancha blanca de la llave, oscilante como un péndulo, entre las rocas. Y sin ningún obstáculo, también, logré introducirme en ella, notando de qué modo crujían sus huesos bajo mis pies descalzos.

Un olor indefinible —mezcla de jungla y de cavidad marina—- flotaba en el interior.

Descendí, paso a paso, hasta las calderas, enervado por la cadencia del agua, por el plenilunio absoluto, por la emanación sugerente.

Una emoción inverosímil, nunca antes experimentada en mi agitada vida de pintor, me invadió de pronto. Evocaba ahora la ingenua narración del pescador anciano, pretendiendo por todos los medios hallarla risible. Empero, la evidencia sometió a mi frivolidad. Y, anonadado, como un chiquillo crédulo ante la más genial de las fruslerías, me entregué en brazos de la ansiedad.

—¡Lástima —prorrumpí en voz alta, sofocado por los vapores y las sombras— que la obscuridad sea tal que me impida llevar a cabo una investigación provechosa!

Así ocurrió. Nada, nada logré resolver de aquella alucinante aventura. Nada que no fuese la presencia indiscutible del yacht decrépito, sin timón ni mástil, atrapado entre las garras de la playa, y en cuyos costados aparecía el nombre simbólico: La Valse.

Sin ninguna luz penetré en las cabinas y me tumbé sobre la madera chorreante. Reptaba el mar allá abajo y mugía el viento atolondradamente. Y yo presentía, como un augurio, demasiado próximos a mí, la luna roja, caótica, gravitando en la inmensidad como un montgolfier fugitivo; las estrellas impávidas; la profundidad vertiginosa y traidora; mil monstruos nefastos, con una pupila azul y risueña en cada tentáculo...

Al punto fui aventurando enredos, hipótesis más o menos factibles acerca de la relación secreta entre la mujer del óleo y La Valse.

"...Una sirena rubia y alta, multimillonaria y enferma —la girl del óleo— inicia un viaje de recreo en compañía de su esposo o amante. Cierta noche, en las proximidades del continente, la borrasca estalla, vibran los relámpagos y retumban, enormes, los truenos..."

Pero aquí mi cerebro se detenía en seco, cual si una maldita cortina obstruyera el fulgor de las ideas. .

Insistí de nuevo.

"...Una anciana inválida se arrastra nostálgica y caduca por las galerías de su palacio. Proyecta un día su último viaje, y, a cuestas con su retrato más querido —demente o suicida— parte a bordo de la misteriosa nave hacia océanos funestos..."

Así repetidas veces —mil— sin que acudiera a mí la respuesta lógica.

Ignoro el tiempo que transcurrió, pero en un momento dado pensé que convendría salir.

—Mañana, en cuanto despunte el día...

Y eché a andar, haciendo tronar las escaleras. Ya arriba, noté con desagrado que la luna se había vuelto más lívida y que el viento arreciaba gradualmente. Me disponía a saltar sobre la borda, cuando hube de retroceder aterrado. A mis pies, trágica y hambrienta, espantosamente dilatada, abríase la boca del mar. Sin ningún éxito busqué con la mirada la costa dura, el acantilado negro, la playa buena. Un círculo desesperante, sembrado de reflejos verdes, aclaró definitivamente mi posición: mar adentro la ruinosa nave avanzaba, avanzaba, movida por extraña locura. No supe qué hacer o pensar, indefenso y solo, náufrago del plenilunio homicida, en el caos de agua profunda.

Recorrí el yacht de arriba abajo, sin una idea ni un auxilio. Me asomé a la borda, contemplando las espumas que sonaban, sonaban. Consideré descomunal la velocidad de la nave. De tiempo en tiempo, para prevenirme de que el mundo subsistía, un ave solitaria evolucionaba sobre mi cabeza, oteando quién sabe qué abismos...

Acepté, en suma, la idea de la muerte, dejándome caer contra un aparejo arrumbado cuya naturaleza no me interesó más.

La avidez de las olas persistía, a ratos tierna, suplicante y benigna; a ratos, pavorosa, infernal y agresiva. Mas, por encima de todo ese estruendo o ese beso, La Valse marcaba su ruta. Y eran su quilla y su proa, su mástil herido, su soledad infinita, un violín abominable que exaltaba el aniquilamiento del hombre.

De pronto, percibí muy distintamente la figura de una mujer blanca que avanzaba por la cubierta o se inclinaba pensativa hacia el mar. Creí ser, desde luego, víctima de uno de esos delirios esporádicos que suelen atormentarnos aun a los opiómanos liberados. Me incorporé, pues, tan ágilmente como pude, frotándome con desazón los ojos; pero la mujer blanca proseguía allí quieta, reclinada, mirando al corazón del agua muy de cerca. Su vestido impalpable —de humo— dejaba palpitante y libre el cuerpo frágil; los cabellos escurríansele hasta los pechos, y en las manos tenía un lirio.

A punto estuve de gritar, tan pronto logré identificarla,

Me le fui acercando lenta, sigilosamente, procurando no turbar su éxtasis.

El mar sonaba ahora más altivo, sacudía la nave y me hacía perder casi el equilibrio.

Debió advertirme, pues cuando me hallaba a pocos pasos de ella, volvió el rostro tranquilamente y sus ojos de ajenjo recorrieron las tinieblas, igual que dos luces extrañas y frías que se encienden a un tiempo. ¡Jamás orgasmo alguno podrá sugerir delirio semejante! Era una especie de virgen enferma o de deidad erótica —pensaba yo— triunfadora de todos los ardores posibles... Andaba aún por la adolescencia y, de sus muslos, exaltados por la leve tela, emanaba ese algo de las frutas maduras que impulsa al hombre a precipitarse sobre ellas y empaparse en su jugo.

Permaneció serena al verme, cual si me aguardara. Sonrió. Apretó después el lirio entre sus dedos, y, yo, cada vez más cerca, recibí su aliento.

Dijo:

—Viniste al cabo...

Me sobrecogí ante aquella voz.

—¿Ves cómo te aguardaba? —agregó—. Pero tu tez ya no es la misma. ¡Ay, el agua profunda te ha cambiado!

Veía sus labios abrirse y cerrarse, y sentía su succión en mis venas.

—¡La sal te ha vuelto blanco! —añadió; y me miró tan tristemente—. Los brazos marinos te han extenuado... ¿Qué placer has descubierto allá? — y señaló con un gesto de la mano la sombra variable del agua—. ¿Qué hay allá, dime, que no haya podido ofrecerte yo? ¿Lechos más blandos? ¿Besos más hondos? ¿Opio más lento? ¿Muslos más febriles?

Continuó en el mismo tono:

—Yo soy en cambio la misma. Ni un dios ni un pez me han poseído. ¡Conservo tu frenesí aquí dentro!

Y dejando caer la tela fría quedó ante mis ojos desnuda: pequeños los pechos, adormecidas las caderas, doradas y largas las piernas.

—Me ha tostado el sol, es cierto —dijo—; pero era la única voluptuosidad de que disponía. ¡Comprende! La sangre grita y tú estabas lejos.

Aquel cuerpo salobre, perfumado y débil como una burbuja marina, aproximó a mí dos firmamentos: el de la llama y el hielo. Quise poseerla.

—¡Aún no! —protestó muy dulcemente, retirando su vientre.

Y echándome un brazo por la espalda, se abandonó sobre mi hombro.

—Paseemos.

—Paseamos, mientras las olas volvían a sonar. Al menos yo volví a escucharlas tan ruidosamente como si golpearan contra mi nuca. Y la luna se extravió en el cielo y una claridad nociva rayó en el agua.

—¡La noche toca a su fin! —prorrumpí, temiendo que se disolviera todo.

Mas ella prosiguió hablando:

—Cuenta, cuenta qué ondinas, qué monstruos o qué girls como yo han muerto entre tus brazos. Cuenta qué músicas has escuchado o qué licores has bebido que de tal suerte consumieron tu color. Dime qué caricias o qué vicios de los que yo no fui capaz extenuaron tus músculos. ¿No te acuerdas ya de ti?

—No —repliqué instintivamente.

Volvió a sonreír y dijo:

—Has perdido también la memoria...

Y luego:

—Desnudos tus bíceps de acero; desnudo tu torso de fiera; tus órbitas blancas sobre la tez de tu rostro, felino y melancólico, reunías aquí los colores, sobre ese mismo lugar que ahora pisas; y me retratabas desnuda, con una flor en la mano, mientras amanecía y la luna se alejaba. Diez veces interrumpías la labor en una noche y diez veces la reanudabas; y yo era en el lienzo cada vez más lánguida, cada vez más dócil, y el color salía de tu sangre cada vez más tenue. Cuando se miraba al óleo —¿recuerdas?— uno experimentaba la impresión alucinante de que algo se desplomaba por entre las nubes hacia un abismo azul y misterioso. ¡Tu fuerza era inagotable, Tom! ¡Eras el esclavo invencible! ¡El negro de acero!

—No recuerdo nada —confesé otra vez.

—¡No recuerdas! —balbució ella; y el mar pareció contraerse, y La Valse se precipitó en la sombra—. ¿Qué recuerdas entonces? ¿Los muelles tórridos que pintabas aún sin conocerme? ¿Las chimeneas, los calabrotes? ¿Los marineros barbudos, alcohólicos y pendencieros? ¿Las naves que partían en las mañanas de niebla?

—No recuerdo nada.

—¿No recuerdas siquiera tu cubo rojo, tu catre rojo, el único peldaño de tu casa, tu barrio triste?

—¡Nada!

—¿Recuerdas la pipa larga, el disco que rodaba, los rascacielos que se hundían, la nieve dura?

—No recuerdo nada.

—¿La nieve dura con que frotabas tus muslos humeantes?

—No recuerdo nada, mi ama...

—Así me decías: "mi ama".Y yo sobre tu catre rojo, en la caverna de la noche sin fin, dejaba caer sobre mi vientre tus ojos blancos, tus dientes blancos, tus garras abiertas, tu sudor caliente...

—No recuerdo nada.

"¿Qué más quieres de mí?"—me repetías. Y yo, diez veces durante la misma noche, te gritaba sin verte: ¡Quiero tus muslos negros! ¡Tus muslos negros como dos grúas!

—Te desmayabas...

—Y ansiaba morir por si la muerte me deparaba una demencia nueva.

—Allí sobre los ladrillos...

—Y rodaba el disco...

—Y la pipa larga...

-—Y la menta helada...

—¡Oh, déjame poseerte!

—Aún no, mira...

—¡Déjame poseerte!

—Aún no.

—¡Déjame poseerte, mi ama!

—Yo soy una girl rubia y tú un negro.

—¡Mi ama!

—Soy débil y tú enorme...

—¡Mi ama!

Y cuando la girl del lirio irguió alto alto el cuerpo para entregárseme, y la sangre después brotó de mi hombro a borbotones, igual que el manantial de un río monstruoso, y su talle vibró como una rama seca, y se hundieron mis uñas en su pecho blando, y por sus labios escapó en un grito la vida, logré reconocerme. Reconocí mi obra: la flor entre los dedos; la cabellera húmeda; las esmeraldas de New York. Pero todo era lejano, lejano; y el sol temblaba sobre las aguas y la claridad no tenía remedio.

Se desplomó rígida, azul, contra el aparejo arrumbado. Cayó así, con los muslos abiertos, abiertos los labios, terriblemente profunda la herida.

Aún pudo gritarme. Y acudí.

Convulsionó su vientre.

—¡Toooom!

Pero su cuerpo se hizo de hielo. Los ojos demasiado extáticos. La carne horripilante.

Y yo busqué el suicidio lento, sudoroso, de la médula que se derrite gota a gota sobre la sangre palpitante.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic