Elephas Frumenti - L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt

    El hombrecillo calvo con traje de lana estuvo a punto de tirar el vaso al dejarlo con un cuidado indicativo de que tener cuidado era ya una necesidad.

—Piense en los perros —dijo—. De verdad, querida, no existe prácticamente límite a lo que puede conseguirse mediante reproducción selectiva.

—Excepto que de donde yo vengo, a veces pensamos en otras cosas —dijo la rubia, subrayando el viejo chiste del New Yorker con un meneo del torso que era pura Pólice Gazette.

El señor Witherwax alzó su nariz del segundo Martini.

—¿Los conoce, señor Cohan? —preguntó.

El señor Cohan se puso de perfil para apurar un vaso.

—Ese debe de ser el profesor Thott, y un caballero muy educado, además. No conozco exactamente el nombre de la dama, aunque creo que él la ha llamado Ellie, o algo parecido. ¿Le gustaría conocerlos?

—Por supuesto. He leído en un libro algo sobre esa reproducción selectiva, pero no considero que sea tan excelente, y quizás él puede aclarar algo al respecto.

El señor Cohan se abrió camino hasta el final de la barra y avanzó pesadamente hacia la mesa.

—Un placer conocerle, profesor Thott —dijo Witherwax.

—Caballero, el placer es mío, todo mío. Señora Jonas, ¿puedo presentarle a un viejo amigo mío, llamado Witherwax? Viejo en el sentido de su madurez con los admirables líquidos producidos por el bar de Gavagan, en tanto que los mismos líquidos han madurado en madera... Ja, ja!... Una madurez de tres premisas. Siéntese, señor Witherwax. Llamo su atención respecto a las notables cualidades del alcohol, y la peripecia no es la menos importante de ellas.

—Sí, eso es cierto —dijo el señor Witherwax. Su expresión había adoptado cierto parecido con la del búho disecado de la barra—. Lo que yo iba a preguntarle...

—Caballero, percibo haber usado una pedantería más apropiada para el aula, con el resultado de que no se ha establecido comunicación. Peripecia es la inversión de papeles. Mientras me hallo en estado de virtuosa sobriedad, persigo a la señora Jonas, la tiento con alcohólicas diversiones. Pero después del tercer Presidente, ella me persigue a mí, de acuerdo con la antigua regla biológica: el alcohol aumenta el deseo femenino y mengua la potencia masculina.

En la barra, el señor Cohan parecía haber captado solamente una parte del discurso.

—Bollos no tenemos —dijo—. Pero puede coger algunas galletas saladas. —Metió la mano debajo de la barra en busca del platillo—. Todas acabadas. Y acabo de abrir una caja esta mañana. Ahí van los beneficios del bar. En los viejos tiempos el almuerzo gratis, y ahora las galletas saladas.

—Lo que iba a preguntar... —dijo Witherwax.

El profesor Thort se levantó e hizo una reverencia, una reverencia que terminó volviéndole a dejar sentado de una forma más bien brusca.

—¡Ah, el misterio del universo y la música de las esferas, como Próspero lo habría planteado! ¿Quién persigue? ¿Quién huye? El perverso. Se preserva la filosofía manteniéndose en el intermedio platoniano, el filo entre persecución y fuga, maldad y virtud. Señor Cohan, una ronda de Presidentes, por favor, incluyendo un vaso para mi envejecido amigo.

—Permítame pagar esta ronda —dijo firmemente Witherwax—. Lo que yo iba a preguntarle está relacionado con la reproducción selectiva.

El profesor se agitó, pestañeó dos veces, se recostó en la silla y apoyó una mano en la mesa.

—¿Desea que yo sea académico? Muy bien. Pero tengo testigos de que usted mismo lo ha solicitado.

—Mire lo que ha hecho —dijo la señora Jonas—. Lo ha sobresaltado y él no se quedará sin cuerda hasta que caiga dormido.

—Lo que deseo saber... —empezó a decir Witherwax, pero Thott le interrumpió, rebosante de felicidad.

—Ofreceré únicamente el bosquejo más breve y menos técnico posible —dijo—. Supongamos que, de entre dieciséis ratones, cogemos los dos de mayor tamaño y hacemos que procreen. Sus hijos se aparearán a su vez con los de la pareja de mayor tamaño de otro grupo de dieciséis. Y así sucesivamente. Con tiempo y material suficientes, y favoreciendo que la especie produzca miembros de mayor tamaño, sería fácil crear ratones como leones.

—¡Uf! —dijo la señora Jonas—. Debería dejar de beber. Su imaginación se vuelve espantosa.

—Entiendo —dijo Witherwax—. Como un libro que leí una vez, donde había ratas tan enormes que comían caballos, y avispas del tamaño de perros.

—Recuerdo el libro —dijo Thott, dando un sorbo a su Presidente—. Era El alimento de los dioses, de H. G. Wells. Temo, no obstante, que el método descrito por él no era el de la genética y por tanto carece de validez científica.

—Pero ¿podría usted crear criaturas así mediante reproducción selectiva? —preguntó Witherwax.

—Ciertamente. Moscas domésticas tan voluminosas como tigres. Es simplemente cuestión de...

La señora Jonas alzó una mano.

—Alvin, qué espantosa idea- Espero que jamás la ponga en práctica.

—No hay motivo de aprensión, querida mía. La ley del hexaedro regular nos protegerá eternamente de tales visitas.

—¿Cómo? —preguntó Witherwax.

—La ley del hexaedro regular. Si doblas las dimensiones, cuadruplicas el área y multiplicas por ocho la masa. El resultado es... bien, hablando en términos prácticos, sin tecnicismos, una mosca común del tamaño de un tigre tendría unas patas demasiado delgadas y unas alas demasiado pequeñas para resistir su peso.

—Alvin —dijo la señora Jonas—, eso no es práctico. ¿Cómo se movería la mosca?

El profesor ensayó otra reverencia, menos lograda incluso que la primera puesto que la hizo sentado.

—Madame, la finalidad de ese experimento no sería práctica sino demostrativa. Una mosca del tamaño de un tigre sería una masa de gelatina que habría que alimentar con cuchara. —Thott levantó una mano—. No hay motivo para que alguien cree ese monstruo. Y puesto que la naturaleza no tiene ventajas que ofrecer a insectos de gran tamaño, dejaría de crearlos. Convengo en que la idea es repugnante. Yo preferiría el proyecto optativo de crear elefantes del tamaño de moscas..., o golondrinas.

Witherwax hizo una seña al señor Cohan.

—Eso está bien. Repítalo. Pero, ¿no le haría caer en desgracia aquí también su ley del hexaedro regular?

—De ningún modo, caballero. En caso de una reducción de tamaño, la ley actuaría en mi favor. La masa quedaría dividida por ocho, pero los músculos seguirían siendo los mismos en proporción, capaces de soportar un peso muchísimo mayor. Las patas y las alas de un minúsculo elefante no sólo lo sostendrían, sino que le conferirían la agilidad de un colibrí. Considere el caso del elefante enano de Sicilia durante el plis...

—Alvin —dijo la señora Jonas—, estás borracho. De lo contrarío recordarías cómo se pronuncia pleistoceno, y no hablarías de alas de elefante.

—En absoluto, querida mía. Yo esperaría con suma confianza que una especie así desarrollara la habilidad del vuelo mediante orejas agrandadas, como el Dumbo de las películas.

La señora Jonas se río tontamente.

—De todas maneras no me gustaría un elefante del tamaño de una mosca. Como mascota sería muy pequeño y se metería por todas partes. Que sea del tamaño de un gamo, algo así.

Separó sus dedos índices menos de diez centímetros.

—Muy bien, querida mía —dijo el profesor—. En cuanto logre obtener una subvención de la Fundación Carnegie, abordaré el proyecto.

—Sí, pero —dijo Witherwax—, ¿cómo alimentaría a un elefante de ese tamaño? ¿Sería posible domesticarlo?

—Si es posible domesticar a un hombre, un elefante debería ser cosa fácil —dijo la señora Jonas—. Y se le podría aumentar con avena o heno. Mucho más limpio que tener latas de comida para perro por toda la casa.

El profesor se frotó la barbilla.

—Hum —dijo—. El ritmo de absorción de alimento variaría en la misma proporción que la superficie intestinal..., que variaría el cuadrado de las dimensiones... No estoy seguro de los resultados, pero temo que deberíamos recurrir a un alimento más concentrado y menos convencional. Supongo que podríamos alimentar a nuestro Elephas micros, como propongo llamarlo, con terrones de azúcar. No, nada de Elephas micros, Elephas microtatus, «el elefante más pequeño, más minúsculo».

El señor Cohan, que había olvidado a su otro único cliente para apoyarse en la barra de cara al grupo, intervino en ese momento.

—El señor Considine, el vendedor, estaba diciéndome que el aumento más concentrado que puede obtenerse es un buen whisky de malta.

—¡Eso es! —El profesor dio una palmada en la mesa—. No Elephas microtatus, sino Elephas frumenti, el elefante del whisky, del producto de que se alimenta. Lo criaremos con una dieta de alcohol. Alto contenido energético.

—Oh, pero eso no servirá —protestó la señora Jonas—. Nadie querrá una mascota que debe aumentarse siempre de whisky. Especialmente con niños alrededor.

—Escuche —dijo Witherwax—, si realmente desea tener estos animales, ¿por qué no los tiene en algún lugar donde no haya niños cerca y donde el whisky esté... en bares, por ejemplo?

—Profunda observación —dijo el profesor Thott—. Y hablando de rondas, señor Cohan, sírvanos otra. Tenemos caballos como mascotas al aire libre, gatos como mascotas en el hogar, canarios como mascotas en jaulas. ¿Por qué no un animal especialmente ideado y creado para ser una mascota de bar? Y a propósito..., ese búho disecado que tiene a modo de mascota, señor Cohan, está poniéndose francamente sarnoso.

—Esos animales robarían cosas como esa —dijo la señora Jonas como si soñara—. Cogerían cosas como plumas de búho, galletas saladas y etiquetas de cerveza para construir sus nidos, en los rincones oscuros, cerca del techo. Saldrían por la noche...

El profesor inclinó la cabeza para ofrecer una benigna mirada a la señora Jonas mientras el señor Cohan servía la bebida.

—Querida mía —dijo Thott—, algo se le está subiendo a la cabeza, o bien esta discusión sobre el futuro Elephas frumenti o el auténtico spiritus frumenti. Cuando usted se pone poética...

La rubia se había recostado y estaba mirando el techo.

—No soy poética. Eso que hay ahí arriba, en lo alto de la columna, es el nido de uno de sus elefantes de bar.

—¿Qué hay ahí arriba? —dijo Thott.

—Eso que hay ahí arriba, donde está tan oscuro.

—Yo no veo nada —dijo el señor Cohan—. Y si no le importa que lo diga, este bar es limpio, no tiene una sola rata.

—No serían demasiado dóciles —dijo la señora Joñas, todavía mirando el techo—. Y si creyeran que no tienen suficiente aumento, saldrían y cogerían ellos mismos lo que quisieran cuando el barman no los viera.

—Eso parece divertido —dijo Thott.

Echó atrás su silla y se dispuso a subirse a ella.

—No lo haga, Alvin —dijo la señora Joñas—. Se partirá el cuello... Piense en ello, ellos aumentarían a sus hijos...

—Póngase junto a mí, en ese caso, y déjeme apoyar la mano en su hombro.

—¡Eh! —dijo de pronto Witherwax—. ¿Quién se ha tomado mi bebida?

La señora Jonas bajó los ojos.

—¿No ha sido usted?

—Ni siquiera la he tocado. El señor Cohan acaba de servirla, ¿no es cierto?

—Lo hice. Pero hace un par de minutos, y es posible que usted...

—Imposible. Definitiva, positivamente: no he bebido... ¡Eh, señores, miren la mesa!

—Si tuviera las otras gafas —dijo Thott, tambaleándose, más bien vacilante mientras observaba las sombras del techo.

—Miren la mesa—repitió Witherwax, señalándola.

El vaso donde había estado su bebida estaba vacío. El de Thott aún tenía medio cóctel. El vaso de la señora Joñas estaba volcado, y de su borde había fluido una pizca de cóctel Presidente, formando una rosada e irregular mancha del tamaño de una mano infantil.

Cuando siguieron el dedo de Witherwax, los otros dos vieron que, a partir de esa mancha, una hilera de pequeños y húmedos rastros cruzaban la mesa hasta el otro extremo, donde las diminutas pisadas cesaban bruscamente. Eran circulares, del tamaño de una moneda muy pequeña, con un borde delantero similar al de una concha, como si las hubiera dejado un...

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic