La mujer del vestido genético - Daniel Gilbert

    Llevaba veinte minutos tratando de hablar por el intercomunicador con la señorita Hartley (una hazaña similar a la resurrección de Lázaro, aunque en cierta forma más complicada por el hecho de que la señorita Hartley es una estúpida, no un muerto) cuando por fin decidí ir a la sala para averiguar qué le pasaba.

El individuo era vulgar, y yo, violando mi convicción más profunda (la adquisición de negocios lucrativos) estuve a punto de no verlo sentado en el diván. Estaba hojeando un número de la revista Ingeniería Genética, que como es lógico conservamos en portapliegos de similicuero con bordes dorados. Nuestra clientela es aficionada a estas cosas.

—Ah, buenos días, caballero —dije.

Definitivamente había que reprender a la señorita Hartley por abandonar su puesto en la sala de recepción y dejar desatendido a un cliente. Observé un moscardón que zumbaba irritantemente en la sala. Extendí hábilmente mi lengua y lo cacé.

Esos insectos, qué fastidio.

—Permítanle excusarme por el tratamiento grosero e inexcusable que ha sufrido usted —dije—, y asegurarle que ésta no es la línea seguida por Diseños Neomórficos. ¿Puedo ofrecerle un jerez?

—Desde luego.

Él apenas levantó los ojos de la revista.

Brinqué de un solo salto hasta el frasco de jerez.

Enseña siempre lo mejor que tengas para ofrecer, enséñalo claramente y de modo tai que neutralice al jactancioso que todos llevamos dentro. No he llegado a ser Primer Ejecutivo y V.I.P. de la Casa de Diseños Neomórficos por ignorar máximas como estas. Observé que el visitante había visto mi majestuoso salto y me acerqué a él con aire natural, ofreciéndole un orbe de platino con jerez.

—¿Le han enseñado nuestra moda actual? —inquirí.

—Ah, ah.

Mi capacidad perceptiva es tan afilada como una cimitarra, y al momento noté que el chic no era la lengua madre de aquel hombre. Cambié prontamente al menos fluido inglés, que carece de posibilidades para reflejar el matiz de la moda, pero que es francamente útil con los plebeyos. Hablo fluidamente setenta y tres idiomas naturales y seis artificiales, y la frase, «¿Metálico, cuenta corriente o tarjeta?» es igualmente deliciosa en todos ellos.

—Anfibio básico —dije, volviéndome para ofrecerle una vista de mis bolsas de aire—. Una opción conservadora para caballeros parciales. La llevo desde el 23 y todavía no he salido del círculo de la moda. No obstante, nuestra línea de verano ofrece un estilo en cierto modo más espectacular, si ésa es su preferencia.

—Comprendo —dijo el caballero, sin interés.

Debo admitir que me desconcertó esta réplica superficial. ¿Había perdido mi toque de gracia? ¡Ciertamente no! Comencé en este negocio como visitador, vendiendo injertos de ala nada funcionales para un almacén que vendía al descuento, y no he llegado tan lejos para que me disuadan con tanta facilidad.

Además, sería provechoso que mis dos jefes de ventas, Simson y Seeforth, vieran al Viejo salir del despacho como una reliquia ambulante y hacer una venta. No, no discutan. Sé lo que ellos piensan de mí.

Recorrí con la mirada al individuo como si fuera un guante blanco. Yo no soy el oráculo de Delfos del mundo de la moda, ni deseo parecer didáctico. Algunos prefieren un cambio morfológico total, otros un injerto de buen gusto.

Aquel hombre no tenía nada de eso.

Lucía el mismo cuerpo vulgar de homo sapiens con el que indudablemente vino al mundo. ¿Qué hacía él, por tanto, sorbiendo jerez en la sala de la más prestigiosa casa de diseños genéticos de Nueva Bombón?

—Al parecer —dije, acercándome peligrosamente a la potencial ira del cliente—, usted prefiere la moda mamífera. —Un buen vendedor debe calcular los riesgos, y el hombre no parecía alterado—. Con espléndido gusto —añadí—. ¿Ha pensado en un cambio morfológico total o en un injerto elegante? Podemos satisfacer ambas peticiones, por supuesto, y aunque en mi época una agalla aquí o un pie palmeado allí era el pináculo del encanto, los tiempos han cambiado y me gustaría sugerirle que un cambio morfológico completo, tal vez un simio o la línea Rodentia, le situaría en condiciones de ser un absoluto innovador entre la chic-de-la-chic...

—Señor..., eh...

Me miró fija, desagradablemente.

—Starsworth, discúlpeme. Pero llámeme Harvard.

—Señor Harvard, no he venido aquí por mí. Francamente, no me va esta clase de cosas.

¿Cosas?

¿Había dicho aquel homo (que estaba bebiendo mi jerez, dicho sea de paso) «cosas»? Respiré profundamente varias veces como me había aconsejado mi analista en cierta ocasión, y reprimí mi cólera.

—Distinguido señor, la ingeniería genética difícilmente puede ser un mero dictado de la moda, un necio capricho social. No obstante, me pondré prontamente a su servicio si tiene la bondad de explicarme cómo.

—Bien, es mi esposa —repuso, y se rascó la barbilla (qué gesto tan grosero)—. Ella desea un nuevo cambio.

—¿Una alteración subsiguiente?

—Sí, lo ha captado.

Cómo ofende al oído la vulgaridad. No obstante, logré conservar la debida calma.

—Cualquier transformación neomórfica puede invertirse o mejorarse para satisfacer el gusto personal, y estoy seguro de que su encantadora esposa aplaudirá su decisión de consentir que Casa de Diseños Neomórficos efectúe dichas modificaciones. Pero..., ¿dónde está su esposa, caballero?

El caballero miró hacia el techo, sus ojos volaron por la sala.

—No lo sé —dijo—. Estaba zumbando por aquí.

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