Tellero Bo - Theodore Sturgeon

     Nunca había visto esa tienda, y yo vivía en la misma manzana, al doblar la esquina. Incluso puedo darles las señas, si las quieren. «Tellero Bo», entre las calles Veinte y Veintiuna, en la Décima Avenida de Nueva York. Podrán encontrarla si la buscan. Además, tal vez valga la pena el rato que pierdan.

Pero harán mejor no yendo.

«Tellero Bo». Me atrajo. Era una tiendecilla con un letrero deteriorado por la intemperie, colgado de un saliente de hierro, un letrero que crujía melancólicamente con el viento de finales de otoño. Pasé junto a la tienda, pensando en el anillo de compromiso que llevaba en el bolsillo y que acababa de devolverme Audrey, y mi mente estaba muy alejada de cualquier tienducha. Estaba pensando que Audrey podría haber usado un término más amable que «inútil» al describirme. Y que su retorcida observación de que yo era «un incompetente psicópata constitucional» era tan impertinente como espectacular. Ella debía de haberlo leído en alguna parte, compensada como estaba esa observación por «¡Y yo no me casaría contigo aunque fueras el último hombre de la Tierra!», que es una frase notablemente gastada.

—¡Tellero Bo! —murmuré, y luego me detuve, preguntándome dónde había visto esas curiosas sílabas con las que me expresaba.

Las había visto en el letrero, claro, y habían atraído mi atención. «¿Qué puede ser esa tienda?», me pregunté. Yo mismo repliqué prontamente: «Ni idea. Vuelve y echa un vistazo». Y eso hice, desande la acera este de la Décima Avenida, pensando qué clase de hombre sería el propietario de un establecimiento así y a qué negocio se dedicaba. El segundo punto me lo aclaró un letrero del escaparate, simplemente oscurecido por el polvo y las cenizas de aparentes siglos, que decía:

 

VENDEMOS BOTELLAS

 

Había otra línea con letras más pequeñas. Froté el incrustado vidrio con la manga y finalmente logré ver:

 

Esto mismo:

Con cosas dentro.

VENDEMOS BOTELLAS Con cosas dentro.

 

Bien, por supuesto, entré. A veces hay cosas deliciosas dentro de las botellas, y tal como me encontraba yo, podía soportar algo que fuera un poco delicioso.

—¡Ciérrela! —chilló una voz cuando empujé la puerta.

La voz provenía de un reluciente huevo que flotaba detrás del mostrador. Al observarlo vi que no era un huevo, sino la calva cabeza de un viejo aferrado al borde del mostrador, con su flacucho cuerpo empujado por la suave corriente que se colaba por la abierta puerta, como si estuviera hecho de burbujas. Un poco sorprendido, cerré la puerta con el tacón. El viejo cayó de bruces al instante, y se puso trabajosamente en pie, sonriendo.

—Ah, me alegra verle otra vez —dijo con áspero tono.

Creo que también sus cuerdas bucales estaban oxidadas. Todo lo que había allí lo estaba. Cuando se cerró la puerta me sentí como si estuviera dentro de un gran cerebro oxidado que acababa de cerrar los ojos. Oh, sí, había bastante luz. Pero no se trataba de la luz de la lámpara, ni de luz diurna. Era... igual que la luz reflejada por las mejillas de gente pálida. No puedo decir que me gustara mucho.

—¿Por qué dice «otra vez» —pregunté irritado—. Usted no me ha visto nunca.

—Le he visto al entrar. Caí, me levanté y le vi otra vez —se evadió el viejo, y rebosaba de alegría—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Oh —dije yo—. Bien, he visto su letrero. ¿Qué tiene en una botella que me pueda gustar?

—¿Qué desea?

—¿Qué tiene?

El viejo inició un aflautado cántico. Todavía lo recuerdo, palabra por palabra.

 

Por medio billete, un poco de suerte

o una botella de buena estrella

o un frasco de alegría, o Myrna Loy

para almorzar con excelente ternera.

 

Sírvase un vaso de esta vieja jarra

y nunca con la lluvia se mojará.

Botellas de sonrisas y para ganar carreras

y lociones con las que los dolores calmará.

 

Botellas de duendes y frescos gorgojos

de un marque ningún hombre ha visto

y la savia de la siringa de Pan

y un elixir con que el miedo disipo.

 

Con el cuerno en polvo de un unicornio

podrá conseguir buena compañía,

magníficas influencias, un buen empleo...

¡A precio de ganga, hoy es su día!

 

—¡Alto, un momento! —espeté—. ¿Pretende decir que vende sangre de dragón, tinta de la pluma del fraile Bacon y todo ese galimatías?

El viejo asintió rápidamente y una sonrisa llenó su increíble cara.

—¿Artículos genuinos? —proseguí.

Él continuó asintiendo. Le miré un momento.

—¿Pretende seguir así, con los dientes fuera de la boca y su pelada cara delante de mí, diciéndome que hoy y ahora, en esta ciudad y a plena luz del día, vende esa basura? ¿Y espera que yo... yo, un instruido intelectual...?

—Usted es muy estúpido, y doblemente pomposo —dijo serenamente el viejo.

Le miré ferozmente y alargué la mano hacia el pomo de la puerta..., y ahí me quedé paralizado. Y lo digo en serio. Porque el viejo sacó de pronto un viejo pulverizador y me roció dos veces cuando yo daba media vuelta. Y que me muera si no digo la verdad, ¡no podía moverme! Podía maldecir, eso sí, y vaya si lo hice.

El propietario saltó el mostrador y corrió hacia mí. Debía de haber estado de pie sobre una caja, porque vi que apenas medía un metro de estatura. Se agarró a los faldones de mi frac, trepó por mi espalda y se deslizó por mi brazo, que estaba extendido hacia la puerta. Se sentó en mi muñeca, hizo oscilar sus pies y se rió de mí. Por lo que yo notaba, el viejo no pesaba absolutamente nada.

Cuando agoté mi irreverencia (me enorgullezco de no repetir jamás una frase insultante), el viejo dijo:

—¿Prueba eso algo para usted, mi engreído y tonto amigo? Eso era el aceite esencial del cabello de las Gorgonas. Y hasta que no le dé un antídoto, ¡permanecerá aquí a partir de ahora hasta dentro de una semana, hasta el máximo martes!

—¡Sáqueme de aquí —rugí— o le soplaré tan fuerte que perderá los sesos por los poros de los pies!

El viejo se echó a reír.

Traté de librarme otra vez y no pude. Parecía que mi epidermis se había convertido en acero al carbono. Empecé a maldecir de nuevo, pero desistí por desesperación.

—Tiene un alto concepto de su persona —dijo el propietario de Tellero Bo—. ¡Mírese! Vaya, yo no lo contrataría para que me lavara el escaparate. Usted espera casarse con una mujer acostumbrada al mínimo bienestar animal y después se disgusta porque ella le rechaza. ¿Por qué le rechaza ella? Porque usted jamás conseguirá un empleo. Usted es un inútil. Un holgazán. Je, je! Y tiene el descaro de ir por ahí poniendo a la gente en su sitio. Bien, si yo estuviera en su situación pediría educadamente que me soltaran y luego comprobaría si alguna persona de esta tienda tiene la bondad de venderme una botella llena de algo que sirva de ayuda.

Jamás me excuso con nadie, nunca doy un paso atrás y no acepto una sola patraña de simples comerciantes. Pero este caso era distinto. Jamás me habían petrificado, ni me habían echado en cara tantas verdades irritantes. Me calmé.

—Vale, vale, suélteme pues. Compraré algo.

—Su tono es malhumorado —dijo muy complacido mientras caía suavemente al suelo y preparaba su pulverizador—. Tiene que decir, «Por favor, se lo suplico».

—Se lo suplico —dije, casi asfixiado por la humillación.

El viejo volvió al mostrador y regresó con unos polvos envueltos que me dio a oler. A los pocos instantes empecé a sudar, y mis extremidades perdieron la rigidez con tanta rapidez que estuve a punto de caer. Habría estado tumbado de espaldas si el viejo no me hubiera llevado solícitamente hasta una silla. Mientras la fuerza volvía poco a poco a mis conmocionados tejidos, pensé que podía aplastar la nariz de aquel diablillo por haberme hecho esa jugarreta. Pero un algo extraño me detuvo..., extraño porque nunca había tenido esa experiencia. Era simplemente la idea de que, en cuanto saliera de la tienda, estaría de acuerdo con el viejo por tener tan pobre opinión de mi persona.

Él no estaba preocupado. Tras frotarse las manos animadamente, volvió a sus estantes.

—Bien, veamos... ¿Qué será lo mejor para usted, me pregunto? Hum... Éxito es algo que no puede justificar. ¿Dinero? No sabe cómo gastarlo. ¿Un buen empleo? No está capacitado para ninguno.

Volvió sus apacibles ojos hacia mí y meneó la cabeza.

—Triste caso. Qué pena, qué pena.

Yo no sabía dónde meterme.

—¿Una compañera perfecta? Nanay. Usted es demasiado estúpido para reconocer la perfección, demasiado vanidoso para apreciarla. No creo que yo pueda... ¡Espere!

Cogió rápidamente cuatro o cinco botellas y potes de la infinidad de estanterías y desapareció en alguna parte de los oscuros escondrijos de la tienda. De inmediato oí ruido de violenta actividad. Tintineos y suaves estrépitos. Agitar de líquidos. El rápido y susurrante chirrido de un mortero y su mano. El fangoso sonido de un líquido añadido a un ingrediente seco sin dejar de revolverlo. Y por fin, tras un silencio bastante prolongado, el gorgoteo de un líquido al entrar en una botella a través de un embudo con filtro. El propietario de la tienda reapareció con aire de triunfo con una pequeña botella sin etiqueta.

—¡Esto servirá! —dijo muy alegre.

—¿Para qué?

—¡Hombre, para curarle!

—Curar... —Mi pomposa actitud, como decía Audrey, se había recuperado mientras el viejo preparaba la mezcla—. ¿Por qué habla de curar? ¡No tengo nada!

—Mi querido niñito —dijo ofensivamente el propietario—. Algo debe tener, ciertamente. ¿Es feliz? ¿Alguna vez ha sido feliz? No. Bien, yo arreglaré todo eso. Es decir, le ofrezco el punto de partida que usted precisa. Como cualquier otra cura, requiere su cooperación.

»Va por mal camino, joven amigo. Padece lo que en la profesión se denomina metempsicosis retrogresiva del ego en su forma más maligna. Incapacitado constitucional para tener un empleo. Sociófago total. No me gusta. Usted no gusta a nadie.

—¿Q-qué pretende hacer? —tartamudeé, con la sensación de hallarme en una zona sometida a intenso bombardeo.

El viejo me tendió la botella.

—Vuelva a casa. Métase solo en una habitación, cuanto más pequeña mejor. Beba esto, en la misma botella. Aguarde acontecimientos. Eso es todo.

—Pero..., ¿de qué me servirá eso?

—A usted de nada. Será de gran utilidad para su persona. Tanta utilidad como usted quiera. Pero escúcheme bien. Mientras lo use para mejorar, todo irá bien. Úselo para satisfacer sus deseos, como base para alardear, o para vengarse, y sufrirá enormemente. Recuérdelo.

—Pero ¿qué es esto? ¿Cómo...?

—Estoy vendiéndole un talento. Usted no tiene ninguno ahora. Cuando descubra qué clase de talento es, dependerá de usted usarlo en provecho propio. Ahora, váyase. Continúa sin gustarme.

—¿Qué le debo? —murmuré, totalmente derrotado.

—La botella contiene el precio. Usted no pagará un centavo a menos que no siga mis instrucciones. Ahora va a marcharse..., ¿o debo destapar una botella de jinn? Y no me refiero a ginebra...

—Me iré —dije. Había visto algo que se agitaba en las profundidades de un garrafón, en un extremo del mostrador, y no me gustaba un pelo—. Adiós.

—Osadi —contestó él.

Salí, seguí la Décima Avenida, me metí por la calle Veinte y en ningún momento volví la vista atrás. Y por muchas razones me arrepiento ahora de no haberlo hecho, porque había algo muy extraño, sin duda alguna, en Tellero Bo, en aquella tienda.

No me calmé hasta que volví a casa. Pero en cuanto tuve una taza de café italiano en el estómago me sentí mejor. Finalmente, me mostré escéptico respecto al incidente. En realidad sentía la tentación de burlarme. Pero curiosamente no quería burlarme en voz demasiado alta. Observé la botella con cierto desdén, y el vidrio tenía un algo que parecía devolverme la mirada. La olí y la tiré detrás de unos viejos sombreros, en el estante superior del armario, y luego me senté para relajarme. Puse los pies en el pomo de la puerta y me deslicé en el sillón hasta quedar apoyado en los omoplatos. Y como afirma el viejo dicho, «A veces me acomodo y pienso, y a veces sólo me acomodo». Lo primero es bastante fácil, y es lo que incluso un perfecto haragán debe hacer antes de llegar al segundo y más dichoso estado. Cuesta años de práctica relajarse lo suficiente para llegar a ese «sólo me acomodo». Yo lo hago desde hace tiempo.

Pero cuando estaba a punto de introducirme en el estado vegetal, algo me irritó. Me esforcé en ignorarlo. Manifesté una inhumana falta de curiosidad, pero la irritación persistió. Una ligera presión en el codo, en el punto donde tocaba el brazo del sillón. Me vi en el desagradable aprieto de tener que concentrarme en ello; y sabiendo que concentrarme en algo era lo menos deseable posible. Desistí finalmente, y tras un profundo suspiro abrí los ojos y eché un vistazo.

Era la botella.

Me restregué los ojos y volví a mirar, pero la botella continuaba allí. La puerta del armario estaba abierta tal como yo la había dejado, y el estante quedaba casi encima de mí. Debía de haberse caído. Creyendo que si la maldita botella estaba en el suelo no podría caer más, la aparté del brazo del sillón con mi codo.

Rebotó. Rebotó con una precisión tan asombrosa que cayó exactamente en el mismo punto de partida: en el brazo del sillón, junto a mi codo. Sorprendido, la empujé violentamente. En esta ocasión la empujé con fuerza suficiente para lanzarla contra la pared, donde rebotó. De ahí fue al estante de la mesita y acabó en el brazo del sillón..., acogedoramente apoyada en mi hombro. Agitado por los rebotes, el tapón saltó y quedó en mi regazo. Y así quedé yo, respirando las emanaciones agridulces de su contenido, sintiéndome infernalmente asustado y ridículo.

Cogí la botella y la olí. Había olido lo mismo en alguna otra parte... ¿Dónde?... Ah..., oh, sí, el rimel que usan las chinas de los cabarets baratos de San Francisco. El líquido era oscuro, negro ahumado. Lo probé cautelosamente. No era malo. Si no era alcohólico, el viejo de la tienda había descubierto un maldito sustituto del alcohol, muy bueno. Con el segundo sorbo me gustó y con el tercero disfruté y no hubo cuarto porque por entonces la botellita estaba vacía. Entonces fue cuando recordé qué era aquel ingrediente oscuro de olor tan curioso. Una hierba usada por los orientales para ver seres sobrenaturales. ¡Necia superstición!

Y luego el líquido que me había tomado, cálido y agradable en mi estómago, se transformó en producto efervescente. Después creo que se hinchó. Traté de incorporarme y no pude. La habitación pareció desintegrarse y lanzar contra mí sus pedazos, y me desmayé.

Nunca despierten como desperté yo. Por su bien, tengan cuidado con estas cosas. No les deseo que salgan de un mal sueño, miren alrededor y vean cosas revoloteando, flotando, volando, reptando y arrastrándose junto a ustedes; abultadas criaturas sangrando, diáfanos seres sin patas, pizcas y fragmentos de pálida anatomía humana. Terrorífico. Una mano humana flotando a pocos centímetros de mi nariz; y con mi jadeo de sorpresa se alejó de mí, con los dedos agitándose con el removido aire de mi aliento. Algo con venas y bulboso saltó desde debajo del sillón y rodó por el suelo. Oí un golpecito, y al levantar la cabeza vi unas fauces no unidas a cara alguna con los dientes rechinando. Creo que perdí la calma y grité un poco. Sé que volví a perder el conocimiento.

Cuando desperté de nuevo (quizás fue horas después, porque era de día y tanto el despertador como el reloj de pulsera se habían parado) las cosas habían mejorado ligeramente. Oh, sí, había algunos horrores. Pero curiosamente ya no me preocupaban tanto. Estaba prácticamente convencido de haberme vuelto loco. Y puesto que tenía esa convicción, ¿por qué preocuparse? No lo sé, debió de ser uno de los ingredientes de la botella el que me calmó. Sentí curiosidad y excitación, y nada más. Miré la habitación, y casi me gustó lo que vi.

¡Las paredes eran verdes! El descolorido papel de la pared se había transformado en algo pasmosamente bello. Las paredes estaban cubiertas de musgo, eso parecía; pero jamás un musgo así había crecido para que lo vieran unos ojos de hombre. Era alargado y espeso, y tenía un ligero movimiento perpetuo, no el movimiento provocado por una brisa, sino el del crecimiento. Fascinado, me acerqué y lo miré atentamente. Crecía, sí, con la rápida magia que conduce de la espora a la vesícula de aire, de ahí a la raíz y nueva formación de esporas. Y la veloz magia del desarrollo era una simple parte del mágico conjunto, porque jamás ha existido ese color verde. Extendí la mano para tocar y acariciar la pared, pero sólo noté el papel. Mas cuando apreté los dedos, sentí el ligero contacto en la palma de mi mano, el peso de veinte rayos de sol, la blanda elasticidad de una oscuridad negra como el azabache en un lugar cerrado. La sensación fue de exquisito éxtasis, y nunca he sido más feliz que en aquel momento.

Alrededor de los zócalos había menudos y níveos hongos, y el suelo era de hierba. En la parte de la puerta del armario que tenía las bisagras se alzaba una maraña de enredaderas en flor, y los pétalos tenían coloridos indescriptibles. Me sentí como si hubiera estado ciego hasta entonces, y también sordo, porque pude oír los susurros de unos nebulosos insectos rojos entre las hojas y el constante murmullo del crecimiento. Me rodeaba por completo un mundo nuevo y maravilloso, tan delicado que el viento levantado por mis movimientos arrancaba pétalos de las flores, un mundo tan real y natural que desafiaba su propia incredibilidad. Anonadado, di vueltas y más vueltas, corrí de pared en pared, miré debajo de mis viejos muebles, en mis viejos libros. Y en todas partes encontré cosas nuevas y más prodigiosamente hermosas. Mientras estaba tumbado observando los brotes de la cama, donde había anidado una colonia de lagartos brillantes como joyas, oí los sollozos.

Era un llanto joven y quejumbroso, y no tenía derecho a estar en mi habitación, donde abundaba la felicidad. Me levanté y miré alrededor, y allí, en un rincón, estaba la translúcida silueta de una niña. Estaba apoyada en la pared. Sus delgadas piernas estaban cruzadas ante ella, sostenía tristemente en una mano la pata de un deshilachado elefante de trapo y con la otra mano ocultaba sus lloros. Su cabello era largo y oscuro, y le caía por encima de cara y hombros.

—¿Qué pasa, pequeña? —pregunté—. Odio oír llorar a un niño de esa forma.

La niña interrumpió un sollozo y se apartó el pelo de los ojos, y miró más allá de donde yo estaba, toda ella era espanto, piel olivácea e hinchados ojazos de color lila.

—¡Oh! —chilló.

—¿Qué pasa? —repetí—. ¿Por qué lloras?

La niña apretó el elefante contra su pecho en un gesto defensivo.

—¿Dónde estás? —gimoteó.

—Delante mismo de ti -—dije sorprendido—. ¿No me ves?

Ella sacudió la cabeza.

—Estoy asustada. ¿Quién eres?

—No pienso hacerte daño. Te he oído llorar y quería ver si podía ayudarte. ¿No puedes verme?

—No —musitó la pequeña—. ¿Eres un ángel?

Me eché a reír.

—¡Naturalmente que no!

Me acerqué y le puse una mano en el hombro. La mano atravesó su cuerpo y la niña se sobresaltó y se encogió, y dio un grito.

—Lo siento —me apresuré a decir—. No pretendía... ¿No puedes verme? Yo te veo.

Ella sacudió la cabeza otra vez.

—Creo que eres un fantasma—me dijo.

—¡No me digas! —repuse—. ¿Y quién eres tú?

—Soy Ginny —dijo la pequeña—. Tengo que estar aquí, y no puedo jugar con nadie.

Parpadeó, y barrunté más lágrimas.

—¿De dónde has venido? —pregunté.

—Vine aquí con mi madre —dijo ella—. Hemos vivido en muchísimas pensiones como esta. Mi madre fregaba suelos en oficinas. Pero aquí es donde me puse tan enferma. Estuve enferma mucho tiempo. Entonces un día me levanté de la cama y llegué aquí, pero cuando miré atrás yo seguía en la cama. Fue muy raro. Vinieron unos hombres y pusieron a la Ginny que estaba en la cama en una camilla y se la llevaron, a mí, fuera. Al cabo de un rato mamá también se fue. Ella lloró mucho antes de irse, y cuando la llamé no me oyó. Ella no ha vuelto, y yo tengo que estar aquí.

—¿Por qué?

—Oh, tengo que estar. No..., no sé por qué. Tengo..., tengo que estar aquí.

—¿Y qué haces?

—Estoy aquí y pienso cosas. Una señora vivía aquí, y tenía un niña igual que yo. Las dos jugábamos juntas hasta que la señora nos vio un día. La señora se puso escandalosa. Dijo a su hija que estaba poseída. La niña me gritó: «¡Ginny! ¡Ginny! ¡Dile a mamá que estás aquí!». Y yo lo intenté, pero la señora no me veía. Luego la señora se asustó y cogió a su hija y lloró y yo sentí pena. Me vine corriendo aquí y me escondí y pasaron unos días y la otra niña me olvidó, creo. Se fueron —terminó la pequeña con patética conclusión.

Me impresioné.

—¿Qué será de ti, Ginny?

—No lo sé —dijo ella, y su voz reflejaba preocupación—. Supongo que me quedaré aquí y esperaré que vuelva mi mamá. Llevo mucho tiempo aquí. Y creo que me lo merezco.

—¿Por qué, guapa?

Ella se miró los zapatos con aire culpable.

—Me sentí muy mal cuando estaba enferma, y no lo aguantaba. Me levanté de la cama antes de tiempo. Tenía que haberme quedado acostada. Por eso me fui. Pero mamá volverá, ya lo verás.

—Naturalmente que volverá —murmuré. Tenía un nudo en la garganta—. Tómatelo con calma, pequeña. Cuando quieras hablar con alguien, grita. Yo hablaré contigo siempre que esté por aquí.

Ella sonrió, y fue muy bonito ver esa sonrisa. ¡Qué mala pasada para una niña! Cogí mi sombrero y salí.

Afuera las cosas estaban igual que en la habitación. Los corredores y las alfombrillas llenas de polvo de la escalera tenían nuevos recubrimientos de brillante y casi intangible follaje. Ya no había oscuridad, porque todas las hojas tenían una pálida luz propia. De tanto en tanto vi cosas no tan bonitas. Había un ser que se reía tontamente e iba de un lado a otro en el rellano del tercer piso. Era un poco borroso, pero se parecía mucho a Erogan Cabeza de Barril, un pobre diablo irlandés que cometió un robo en un almacén hacía cosa de un año y tuvo la mala suerte de matarse con su pistola. No lo lamenté.

En el primer piso, en el escalón inferior, vi dos jóvenes sentados. La chica apoyaba la cabeza en el hombro de su compañero, y él la abrazaba, y vi la barandilla a través de sus cuerpos. Me detuve para escuchar. Sus voces eran tenues, y parecían venir de muy lejos.

—Hay una sola salida—dijo él.

—¡No hables así, Tommy!

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hace tres años que te amo, y todavía no podemos casarnos. Sin dinero, sin esperanza..., nada. Sue, si lo hacemos, sé que siempre estaremos juntos. Siempre y siempre...

Al cabo de largo rato ella contestó:

—De acuerdo, Tommy. Consigue una pistola, como has dicho.

—De pronto la chica se apretó al joven—. Oh, Tommy, ¿estás seguro de que siempre estaremos juntos como ahora?

—Siempre —musitó él, y la besó—. Como ahora.

Luego hubo un prolongado silencio y ninguno de los dos se movió. De repente los vi otra vez como al principio.

—Hay una sola salida—dijo él.

—¡No hables así, Tommy!

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hace tres años que te amo...

La conversación continuó así, una y otra vez.

Me sentía muy mal. Salí a la calle.

La verdad empezaba a traslucirse en mi cabeza. El hombre de la tienda lo había denominado «talento». Yo no podía estar loco, ¿no? No me sentía como un loco. La poción de la botella había abierto mis ojos a un nuevo mundo. ¿Qué mundo era aquel?

Un mundo poblado de espíritus. Allí estaban, los fantasmas de los cuentos, los aparecidos regulares, pobres almas condenadas..., todos los accesorios de una fantasía sobrenatural, incluso la vegetación que crecía en ella. Eso era perfectamente lógico: árboles, pájaros, hongos, flores... Un mundo fantasma en un mundo tal como lo conocemos, y un mundo tal como lo conocemos debe tener vegetación. Sí, yo veía a los fantasmas. ¡Pero ellos no podían verme!

Muy bien. ¿Qué podía sacar en claro? No podía hablar ni escribir de ello porque nadie me creería. Y además, tenía esta noticia en exclusiva, por lo que yo sabía. ¿Por qué dar una tajada a mucha otra gente?

Pero ¿qué tajada?

No, a menos que pudiera recibir ayuda de alguna parte, no había porcentaje alguno para mí que yo viera. Y entonces, seis días después de tomar aquel trago, recordé el único lugar donde podía recibir ayuda.

¡Tellero Bo!

Me hallaba en la Sexta Avenida en ese momento, tratando de encontrar algo barato que pudiera gustar a Ginny. La niña no podía tocar nada que yo le comprara, pero disfrutaba mirando cosas: libros con grabados y similares. Tras comprarle un librito con fotografías de trenes a partir del «De Witt Clinton», le pregunté qué trenes se parecían a los que ella había visto, y así averigüé aproximadamente cuánto tiempo llevaba allí la pequeña. Casi dieciocho años. En fin, tuve la brillante idea y me dirigí hacia la Décima Avenida y Tellero Bo. Iba a preguntar al viejo, él me respondería. Y cuando llegué a la Calle Veintiuna me detuve y miré fijamente el panorama. Ante mí tenía una lisa pared. En toda esa parte de la manzana no había gente. No había ni rastro de una tienda.

Permanecí allí dos minutos largos sin atreverme a pensar. Luego me dirigí hacia la Calle Veinte y seguí por la Veintiuna. Después regresé. Ninguna tienda. Había terminado sin respuesta a mi pregunta: ¿qué iba a hacer yo con ese «talento» ?

Estaba hablando con Ginny una tarde sobre esto y lo de más allá cuando una pierna humana, de la rodilla hacia abajo, completa y abultada, pasó flotando entre los dos. Retrocedí de espanto, pero Ginny empujó suavemente la pierna con una mano. La pierna se inclinó con el contacto y se dirigió hacia la ventana, un poco abierta por la parte inferior. La pierna flotó hacia la rendija y fue succionada como una nube de humo de cigarrillo, volviendo a formarse al otro lado. Rebotó un momento en el vidrio y se alejó como un globo.

—¡Santo cielo! —dije jadeando—. ¿Qué era eso?

Ginny se echó a reír.

—Oh, una de las Cosas que siempre están volando por aquí. ¿Te has asustado? Yo me asustaba también, pero he visto tantas que ya no me preocupo. Por eso no me tocan.

—Pero, en nombre de todas esas cosas desagradables, ¿qué son esas Cosas?

—Partes. —Ginny era toda ella infantil savoir faire.

—¿Partes de qué?

—De gente, tonto. Es una clase de juego, creo yo. Mira, si alguien se hace daño y pierde algo..., un dedo, una oreja o algo..., bueno, la oreja..., la parte de dentro, quiero decir, como yo que estaba dentro de la Ginny que se llevaron de aquí... Bueno, pues esa parte regresa al último lugar donde ha vivido la persona que era su propietaria. Luego vuelve al lugar anterior a ése, y siempre así. No va muy de prisa. Después, cuando sucede algo a una persona entera, la parte de dentro va en busca del resto de ella. Recoge trozo por trocito... ¡Mira!

La pequeña extendió sus diáfanos dedos pulgar e índice y cogió un trozo de telaraña en el aire.

Me agaché y observé atentamente. Era un fragmento de semitransparente piel humana, acanalada y verticilada.

—Alguien debió de hacerse un corte en un dedo —dijo Ginny con suma naturalidad— mientras vivía en esta habitación. Cuando a alguien le pasa algo... ¡Ya lo ves! La persona volverá a buscarlo.

—¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Y esto le pasa a todo el mundo?

—No lo sé. Alguna gente tiene que quedarse donde está... como yo. Pero creo que si no has hecho nada para merecer estar quieto en un sitio, tienes que ir por todas partes buscando lo que perdiste.

Había pensado en cosas más agradables durante mi vida.

Durante varios días observé un fantasma gris que revoloteaba de parte a parte del bloque. Siempre estaba en la calle, nunca dentro. Gimoteaba constantemente. Era, o había sido, un hombrecillo inofensivo, de esa clase de hombres que llevan bombín y cuello muy almidonado. Él no me prestó atención; ningún fantasma se fijaba en mí, porque al parecer yo era invisible para ellos. Pero le veía tan a menudo que a los pocos días comprendí que iba a echarle de menos si se iba. Decidí charlar con él en cuanto volviera a verle.

Salí de la casa una mañana y paseé unos minutos delante de los escalones de entrada. Sí, a través de los restos flotantes de mi nuevo, sobrenatural y coexistente mundo llegó la fina silueta del espectro observado por mí, su cara de conejo retorcida, sus ojos hundidos y tristes, su frac y su chaleco a rayas, inmaculadas. Fui tras él.

—¡Eh! —grité.

Él se sobresaltó violentamente y habría echado a correr, estoy seguro, de haber sabido de donde provenía mi voz.

—Cálmese, amigo —le dije—. No quiero hacerle daño.

—¿Quién es usted?

—No me conocería aunque se lo dijese —repuse—. Bueno, deje de temblar y hábleme de usted.

Se sacó su cara de espectro con un espectral pañuelo, y después manoseó nerviosamente un mondadientes de oro.

—¡Válgame Dios! —dijo—. Nadie ha hablado conmigo desde hace años. No estoy en mis cabales, comprenda.

—Entiendo —dije—. Bueno, tómelo con calma. Por casualidad le he visto vagar por aquí últimamente. Sentía curiosidad. ¿Busca a alguien?

—Oh, no —contestó. Puesto que tenía la oportunidad de hablar de sus problemas, el espectro olvidó su miedo a la misteriosa voz de ninguna parte que había trabado conversación con él—. Estoy buscando mi casa.

—Hum —dije yo—. ¿Hace mucho tiempo que busca?

—Oh, sí. —Su nariz se agitó—. Salí a trabajar una mañana hace mucho tiempo, y al bajar del transbordador me detuve un momento para mirar las obras del ferrocarril elevado tan novedoso que estaban construyendo cerca. De pronto hubo un ruido muy fuerte... ¡Dios mío! Fue terrible... y lo siguiente que supe es que yo estaba al otro lado de la acera, ¡mirando a un hombre idéntico a mí! Había caído una viga y... ¡Dios mío! —Se enjugó el sudor otra vez—. Desde entonces he estado buscando. No encuentro a alguien que sepa dónde vivía yo, y no entiendo por qué hay cosas flotando por todas partes, y jamás pensé que llegaría un día en que la hierba creciera en la parte baja de Broadway... Oh, es terrible.

El espectro se echó a llorar.

Sentí pena por él. Era fácil saber qué había pasado. ¡La conmoción fue tan fuerte que hasta el espíritu de aquel hombre sufría amnesia! Pobre diablillo... Hasta que estuviera íntegro, no encontraría descanso. El tema me interesó. ¿Podía reaccionar un fantasma con los usuales remedios de la amnesia? Si era así, ¿qué sería de él después?

—¿Dice que bajó de un transbordador?

—Sí.

—En ese caso usted debía de vivir en la isla... ¡En Staten Island, al otro lado de la bahía!

—¿Lo cree realmente? —Miró fijamente a través de mi cuerpo, atónito y esperanzado.

—¡Naturalmente! Dígame, ¿le parecería bien que le acompañara? Es posible que entre los dos localicemos su casa.

—¡Oh, eso sería espléndido! Pero... ¡Oh, Dios mío! ¿Qué dirá mi esposa?

Sonreí.

—Ella querrá saber dónde ha estado usted. En fin, ella se alegrará de verle, supongo. Vamos, pongámonos en marcha.

Le di un empujón en dirección al metro y eché a andar junto a él. De vez en cuando algún transeúnte me lanzaba una mirada por caminar con una mano extendida ante mí y hablar solo. Eso no me preocupó demasiado, porque los habitantes del mundo del espectro chillaban y se reían tontamente cuando le veían hacer prácticamente lo mismo. Entre todos los seres humanos, sólo yo era invisible para los fantasmas, y el fantasmilla del bombín se sonrojó de vergüenza hasta tal punto que creí que iba a reventar.

Saltamos a un metro (una nueva experiencia para él, deduje) y nos dirigimos a South Ferry. La red de metros de Nueva York es un lugar muy desagradable para una persona dotada como yo. Todos los seres que disfrutan acechando en la oscuridad están ahí, y abundan los restos despedazados de hombres. A partir de aquel día usé el autobús.

Subimos a un transbordador sin más demora. El fantasmilla gris lo pasó muy bien en el viaje. Me hizo preguntas sobre los barcos del puerto y sus banderas, y se maravilló al ver la escasez de embarcaciones a vela. Hizo un gesto despectivo tras observar la Estatua de la Libertad; la última vez que la había visto, explicó, todavía tenía el color original, bronceado oro, antes de perder la pátina. Gracias a esto determiné que el espectro debía de haber nacido poco antes de 1880: ¡debía de llevar más de sesenta años buscando su casa!

Bajamos en la isla, y a partir de aquí dejé que el fantasma tomara la iniciativa. Al llegar a la cima de Fort HUÍ, él dijo de repente:

—Me llamo John Quigg. ¡Vivo en el 45 de la Cuarta Avenida!

Jamás he visto a una persona tan contenta como el espectro con su descubrimiento. Y a partir de aquí todo fue fácil. Él dobló a la izquierda por segunda vez, siguió recto dos manzanas y tomó la calle de la derecha. Observé (él no) que esa calle se llamaba «Winter Avenue». Y recordé vagamente que las calles de aquel barrio habían sido numeradas hacía años.

El espectro caminó animadamente colina arriba hasta que de pronto se detuvo y volvió la cabeza, vacilante.

—Y digo yo, ¿todavía está conmigo? —preguntó.

—Todavía aquí—dije.

—Ahora estoy bien. No puedo expresarle cuánto aprecio lo que ha hecho. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

Medité.

—Difícilmente. Somos de distintas épocas, ¿sabe? Las cosas cambian.

El fantasma observó, no sin cierto aire patético, el nuevo bloque de pisos de la esquina y asintió.

—Creo saber lo que me pasó —dijo en voz baja—. Pero supongo que no hay problema... Hice testamento, y los chicos eran mayores. —Suspiró—. Pero de no haber sido por usted aún estaría vagando por todo Manhattan. Veamos... ¡Ah! ¡Venga conmigo!

De pronto echó a correr. Le seguí tan de prisa como pude. Casi en la cima de la colina había un enorme caserón con tejas de madera, con una estúpida cúpula y totalmente falto de pintura. Estaba sucio y derruido, y al verlo la cara del hombrecito se crispó tristemente. Tragó saliva, se metió por una brecha de la cerca y se acercó al caserón. Tras buscar por todas partes de la crecida hierba, localizó una piedra muy hundida en la maleza.

—Aquí es —dijo—. Excave debajo de la piedra. No hay mención de esto en mi testamento, aparte de una pequeña asignación para pagar el alquiler de la caja. Sí, una caja de seguridad, y la llave y los poderes legales están debajo de esa piedra. Yo la oculté —se rió nerviosamente— una noche, para que no la viera mi esposa, y no tuve oportunidad alguna de explicárselo. Puede quedarse con cualquier cosa que le sirva.

Se volvió hacia la casa, irguió los hombros y marchó hacia la puerta lateral, que se abrió de golpe para dejarle pasar con una apropiada ráfaga de viento. Agucé el oído un instante y después sonreí al escuchar la diatriba que estalló. El viejo Quigg tuvo que aguantar una bronca de padre y muy señor mío por parte de su esposa, ¡que había estado esperándole más de sesenta años! Fue un amargo torrente de insultos, aunque..., bien, ella debía de amarle. La mujer no podía abandonar la casa hasta estar «completa», suponiendo que la teoría de Ginny fuera correcta, y en realidad no podía estar completa hasta que su marido regresara al hogar. El caso me divirtió. ¡La pareja iba a estar bien a partir de ahora!

Encontré una vieja palanca en el camino de entrada y acometí la tierra que rodeaba la piedra. Me costó bastante y me magullé las manos, pero al cabo de un rato arranqué la piedra y pude excavar. Cierto, había una grasienta bolsa de seda debajo. La saqué y con sumo cuidado desaté las cuerdas. Dentro había una llave y una carta dirigida a un banco neoyorquino; la carta sólo hablaba del «portador» y autorizaba al uso de la llave. Me eché a reír. El sumiso y apacible John Quigg, estaba seguro, había puesto aparte unos «ahorros». Con un plan de esa clase, un hombre podía poner pies en polvorosa sin dejar rastro. ¡El muy sinvergüenza! Jamás sabré qué tenía debajo de la manga aquel hombrecillo, pero apuesto a que estaba implicada una mujer. ¡Y que incluso la mencionaría en su testamento! Ah, bien..., ¡yo le reprendería!

No me costó mucho encontrar el banco. Tuve ciertas dificultades para llegar a las cajas de seguridad, porque perdieron mucho tiempo buscando la mía en los viejos archivos. Pero finalmente se aclaró el papeleo, y fui orgulloso poseedor de poco menos de ocho mil dólares en billetes pequeños... ¡y ni uno solo descolorido!

Bien, a partir de aquel momento me establecí bien. ¿Qué hice? Primero compré ropa y a continuación empecé a preocuparme de mí mismo. Fui por todas partes y acabé conociendo mucha gente, y cuantos más individuos conocía tanto más me iba dando cuenta de que eran unos bobos supersticiosos. No podía culpar a nadie por esquivar una escalera donde se agazapaba un genuino basilisco, naturalmente, pero, ¡qué demonios, ni debajo de una escalera entre mil hay bestias! En fin, mi pregunta estaba respondida. Gasté dos mil dólares en un elegante despacho con cortinas y tenue luz indirecta, instalé un teléfono y puse un sencillo letrerito en la puerta: Consejero Psíquico. Y, vaya, me fue muy bien.

Mis clientes eran en su mayoría de las capas altas, porque yo cobraba caro. En general no era difícil ponerse en contacto con los parientes de un muerto, que era lo que ellos deseaban usualmente. Casi todos los fantasmas están locos por ponerse en contacto con este mundo, ésa es la verdad. Ésa es una de las razones de que prácticamente cualquier persona pueda ser médium si pone en ello el suficiente empeño. Dios sabe que no cuesta mucho ponerse en contacto con el espíritu medio. Algunos, por supuesto, no eran asequibles. Si un hombre lleva una vida bastante recta, y estira la pata sin dejar cabos sueltos, queda libre. Nunca averigüé adonde van esos espíritus libres. Lo único que supe es que era imposible ponerse en contacto con ellos. Pero la gran mayoría de individuos debe volver y atar esos cabos sueltos después de la muerte: corregir algún errorcillo aquí, ayudar a cierta persona a la que habían molestado, lavar algunos trapos sucios... De ahí viene la misma suerte, creo. No se consigue algo con nada.

Si tienes buena suerte, es porque así lo dispone alguien que te hizo una cochinada en el pasado, o que se portó mal con tu padre, con tu abuelo o con tu tío abuelo Julius. Todo se arregla a la larga, y hasta que no se arregla, una pobre alma vaga por la tierra intentando hacer algo al respecto. Media humanidad va por ahí refunfuñando por su mala suerte. ¡Si usted y usted y usted supieran tan sólo cuántos poderes están implorando la oportunidad de ayudarles si ustedes lo consienten! Y si lo consienten, contribuirán a despejar la confusión en que ellos convirtieron sus vidas aquí, y les darán libertad para ir al lugar adonde van cuando han arreglado todo. La próxima vez que usted se halle en un aprieto, márchese a cualquier parte, solo, y abra su mente a estas criaturas. Ellos intervendrán y le llevarán por el buen camino, si usted consigue renunciar a su presunción y a su errónea confianza en su propio juicio.

Tenía un par de espectrales secuaces para hacer recados. El primero, un ex asesino llamado Rachuba el Tuerto era la aparición más rápida que he conocido cuando se trataba de localizar a un anhelado antepasado. Y luego estaba el profesor Grafe, un profesor de ciencias sociales con cara de rana que había malversado un fondo de caridad antes de caer en el Hudson cuando trataba de huir. Era capaz de rastrear las genealogías más tortuosas en sólo unos segundos, y deducir el paradero más probable del espíritu de un pariente desaparecido. Esta pareja era la única fuerza laboral que yo podía usar, y aunque cada vez que ayudaban a uno de mis clientes se acercaban más a la libertad, ambos estaban tan enmarañados con sus desordenadas vidas que yo estaba seguro de contar con sus servicios durante años.

¿Pero creen que iba a estar satisfecho haciendo dinero mano sobre mano sin luchar realmente por conseguirlo? Oh, no. No yo. No, yo tenía que divertirme de lo lindo. Tenía que meditar los acontecimientos de los últimos meses, y tenía que ponerme dramático con aquella estrafalaria de Audrey, que en realidad no era digna de mi preocupación. No bastaba haber demostrado a Audrey que estaba equivocada al decir que yo nunca valdría nada. Y no estaba contento cuando pensaba en la pandilla. Tenía que demostrarles quién era yo.

Incluso recordé lo que me dijo el hombrecillo de Tellero Bo sobre el uso de mi «talento» para alardear o vengarme. Pero supuse que yo aventajaba a todo el mundo. Engreído, eso era yo. Bien, podía mandar a uno de mis espectrales secuaces en un momento dado y averiguar con exactitud qué había hecho alguien hacía tres horas, cualquier día. Con la sombra del profesor junto a mí, podía anular cualquier afirmación improbable y ofrecer razones lógicas e inmediatas por hacer tal cosa. Nadie podía decirme nada, y yo podía vencer en discusión a cualquiera, maniobrar mejor, ser más listo. Yo era todo un tipo. Me puse a pensar: «¿Qué utilidad tiene estar tan bien si la pandilla del West Side no sabe ni una palabra?». Y: «¡Chico, ese imbécil que es Risueño Sam reventaría si me viera flotar por Broadway con mi nuevo coche de seis mil dólares!». Y: «¡Pensar en el tiempo y las lágrimas que perdí con una boba como Audrey!». En otras palabras, estaba tropezando con un complejo de inferioridad. Actué como un tonto de remate, y lo era. Fui al West Side.

Era un frígida noche de finales de invierno. Me había afanado para vestirme y limpiar el coche, de forma que los dos estuviéramos brillantes y relucientes y deslumbráramos a más de un par de ojos. Qué pena que no abrillantara un poco mi cerebro.

Llegué al salón de billar de Casey, poniendo cuidado en hacerlo demasiado de prisa, y me concentré en los chirridos de las llantas y el estremecedor rugido del motor de veinticuatro cilindros antes de quitar el contacto. No me apresuré a salir del coche, además. Me recosté y encendí un puro de medio dólar. Luego me arreglé el sombrero de forma que quedara ladeado y toqué la bocina, obligándola a tocar «Tuxedo Junction» durante cuarenta y ocho segundos. Después miré hacia la sala de billar.

Bien, durante un instante me arrepentí de haber ido, si aquel era el efecto que mi vuelta al redil iba a causar. Y a parar de ese momento me olvidé de todo excepto de cómo iba a salir de allí.

Había dos figuras agazapadas en la reluciente entrada del salón de billar. El local se hallaba en una esquina de una callejuela, tan corta que el ayuntamiento había recurrido al salón de billar, una vieja institución, para el suministro de luz. Tras observar atentamente reconocí una de las recortadas siluetas como la de Risueño Sam. Y el otro era Fred Bellew. Ellos sólo me miraron, no se movieron, no dijeron nada.

—¡Eh, pequeños! —dije, y en ese momento noté que a lo largo de las oscurecidas paredes que flanqueaban la brillante entrada estaban todos ellos: la horda entera. Aquello no me gustó nada.

—Hola—dijo tranquilamente Fred.

Sabía que a él no iba a gustarle mi exhibición. No esperaba que a ninguno de ellos le gustara, por supuesto, pero el disgusto de Fred derivaba de su aversión y el de los otros de su resentimiento, y por primera vez me sentí un poco despreciable. Salí de mi cochazo y les dejé echar una ojeada a mi elegante plumaje.

—¡Vaya bombón! —se burló Sam, y lo dijo muy claramente.

Otros contuvieron la risa.

—¡Fiu-fiu! —fue el agudo sonido que brotó de la oscuridad del local.

Me acerqué a Sam y sonreí. No tenía ganas de hacerlo.

—Hace tanto tiempo que no te veo que había olvidado lo sinvergüenza que eres —dije—. ¿Qué tal?

—Voy tirando —repuso él, y añadió ofensivamente—: Todavía trabajo para ganarme la vida.

El murmullo que recorrió el gentío me indicó que el acto más inteligente posible era meterme en mi reluciente automóvil nuevo y poner pies en polvorosa. Me quedé.

—Muy listo, ¿eh? —dije débilmente.

Habían estado bebiendo, observé. Todos. De pronto me encontraba en apuros. Sam se metió las manos en los bolsillos y me miró despectivamente. Era el único hombre bajito que podía hacerme eso.

—Será mejor que vuelvas con tus bolas de cristal, farsante —dijo tras un tenso silencio—. Nos gustan los tipos que sudan. Y hasta nos gustan los tipos que se dedican a estafar, si lo hacen porque son más listos o más duros que el prójimo. Pero suerte y palique no bastan. ¡Largo!

Miré alrededor, impotente. Estaba consiguiendo lo que había buscado. De todas formas, ¿qué esperaba yo? ¿Que aquellos tipos se apelotonaran junto a mí y me estrecharan la mano por actuar así?

Apenas se movieron, pero de pronto todos me rodearon. Si yo no pensaba algo rápidamente, me lincharían. Y cuando aquella pandilla atacaba a alguien, lo hacía simplemente bien. Respiré profundamente.

—No estoy pidiéndote nada, Sam. Nada. Eso significa consejo, ¿comprendes?

—¿Has encontrado la horma de tu zapato? —dijo, colérico—. Tú y tus tonterías. Hemos oído hablar de ti. ¡Embaucando a viudas por cincuenta dólares la consulta para que hablen con sus «queridos muertos»! ¡Investigador psi-ki-ko! ¡Vaya carrera! ¡Venga, lárgate!

Tenía algo adonde agarrarme en ese momento.

—Un farsante, ¿en? Apuesto lo que quieras a que te presento un fantasma que te pondría los pelos de punta, si es que tienes el valor suficiente para ir adonde yo te diga.

—¿Ah, sí? Vaya chiste. ¡Escuchadlo, pandilla! —Se echó a reír. Luego siguió mirándome y siguió hablando por una comisura de sus labios—. Muy bien, tú lo has querido. Venga, ricachón. Acepto la apuesta. Fred será depositario de las apuestas. ¿Qué te parece diez de tus piojosos billetes por cada uno de los míos? Toma, Fred... guarda estos diez dólares.

—Te ofrezco veinte contra uno —dije casi histéricamente—. Y te llevaré a un lugar donde te toparás con el fantasma más vulgar y más vil de que hayas tenido noticia.

Los presentes rugieron. Sam rió con ellos, pero no trató de echarse atrás. Con cualquier miembro de aquella pandilla, una apuesta era una apuesta. Él me había provocado, había establecido las apuestas y estaba obligado. Yo me limité a asentir y puse doscientos dólares en la mano de Fred Bellew. Éste y Sam subieron al coche, y en el momento de la partida el Risueño sacó la cabeza y agitó la mano.

—¡Os veré en el infierno, chicos! —dijo— ¡Voy a evocar un fantasma y uno de los dos matará del susto al otro!

Toqué la bocina para no oír los vítores y burras de la acera y salí de allí. Di la vuelta y me dirigí fuera del centro.

—¿Adonde? —preguntó Fred al cabo de un rato.

—No te vayas —dije, sin saber adonde.

Debe de haber algún sitio no lejos de aquí donde pueda encontrar un espectro adecuado, pensé, uno que haga desistir a Sam y me reconcilie con los chicos. Abrí el compartimento del tablero y dejé salir a Ikey. Ikey era un diablillo un poco torcido que se pilló la cola entre dos planchas de acero cuando montaba en el coche, y tenía que estar allí hasta que redujeran a chatarra el vehículo.

—Hola, Ike —musité.

El diablillo me miró. El resplandor de la luz del compartimento se reflejó rojamente en sus brillantes ojillos.

—Llama al profesor, por favor. No quiero llamarlo a gritos porque esos primos del asiento trasero me oirían. No podrán oírte a ti.

—De acuerdo, jefe —dijo él.

Y tras llevarse los dedos a los labios, emitió un agudo chillido capaz de helar la sangre.

Eran las letras de identificación del profe, por así decirlo. El viejo voló por delante del coche, dio media vuelta y se deslizó junto a mí por la ventanilla, que yo había abierto un poco.

—Dios mío —dijo jadeante—. Ojalá no me hubiera citado en un lugar que viaja con tan alto grado de celeridad. Me agoté para darle alcance.

—No me venga con ésas, profesor —musité—. Usted puede alcanzar a un avión estratosférico si se lo propone. Escuche, tengo un tipo ahí detrás que quiere que un fantasma le dé un buen susto. ¿Sabe de alguno por aquí cerca?

El profesor se puso sus espectrales quevedos.

—Vaya, sí. ¿Recuerda que le hablé de la casa Wolfmeyer?

—¡Santo cielo!... Él es francamente malo.

—Servirá para su objetivo admirablemente. Pero no me pida que le acompañe. Ninguno de nosotros se relaciona con Wolfmeyer. Y por el amor de Dios, tenga cuidado.

—Supongo que podré arreglármelas. ¿Dónde está eso?

El profesor me dio instrucciones concretas, me deseó buenas noches y se fue. Yo quedé un poco sorprendido. El profesor viajaba conmigo muchas veces, y nunca le había visto rechazar una oportunidad de ver nuevos escenarios. Resté importancia al detalle y proseguí mi camino. Creo que fui así de tonto.

Salí de la ciudad y continué por el campo hasta cierta vieja granja. Wolfmeyer, alemán de Pennsylvania, se había ahorcado allí. Había sido, y era, un tipo vicioso. En vez de portarse bien, era un rebelde. Wolfmeyer sabía perfectamente que, a menos que hiciera mucho bien para compensar el mal que había causado, permanecería donde estaba el resto de la eternidad. Eso no parecía preocuparle mucho. Su carácter hosco lo había convertido en un fantasma francamente malo. Ocho personas habían muerto en esa casa desde que el viejo se pudrió en la cuerda. Tres eran inquilinos que habían alquilado la casa, otros tres vagabundos y los dos restantes investigadores psíquicos. Todos se ahorcaron. Así actuaba Wolfmeyer. Creo que disfrutaba realmente siendo un espectro. En cualquier caso era muy concienzudo en su trabajo.

Yo no quería causar daño alguno a Risueño Sam. Sólo deseaba darle una lección. ¡Y lean lo que sucedió!

Llegamos a la casa poco antes de la medianoche. Nadie había hablado demasiado, aparte de que yo hablé a Fred y Sam de Wolfmeyer, y expliqué con bastante claridad qué se podía esperar de él. Los dos se rieron mucho, así que me callé y seguí conduciendo. El siguiente fragmento de conversación provino de Fred, que determinó las condiciones de la apuesta. Para ganar, Sam debía permanecer en la casa hasta el amanecer. No debía pedir ayuda, no podía salir. Debía llevar un rollo de cuerda, hacer un lazo en un extremo y atar el otro en la «Viga de Wolfmeyer», es decir, la gran viga de madera de roble en la que el viejo se había ahorcado (y otras ocho personas tras él). Eso era aumentar la tentación para que Wolfmeyer se ocupara de Risueño Sam, y fue idea mía. Yo debía entrar con Sam, para vigilarle en caso de que el juego fuera demasiado peligroso. Fred se quedaría en el coche a cien metros de distancia, en la carretera, y aguardaría.

Aparqué el automóvil a la distancia acordada y Sam y yo salimos. Sam llevaba al hombro la cuerda, con el lazo hecho ya. Fred se había apagado notablemente, y su expresión era de suma seriedad.

—Creo que no me gusta esto —dijo él mientras miraba la casa, que parecía dar la espalda a la carretera, un ser maligno sumido en sus pensamientos.

—¿Y bien, Sam? —dije yo—. ¿Quieres dejarlo ahora y dar por terminada la apuesta?

Sam siguió la dirección de la mirada de Fred. El aspecto del lugar era deprimente sin duda, y el alcohol que había bebido el Risueño se había disipado. Sam pensó un momento, luego se encogió de hombros y sonrió. Tuve que admirar a aquella rata.

—¡Demonios, seguiré hasta el final! No podrás engañarme con el escenario, farsante.

—¡No creo que sea un farsante, Sam! —gritó sorprendentemente Fred.

La resistencia aumentó la terquedad de Sam, aunque deduje por su expresión que el tipo no era tan tonto.

—Vamos, farsante —dijo él, y se alejó de la carretera.

Entramos en la casa por la puerta de una bodega, cuyo suelo ascendía hasta una ventana del primer piso. Saqué una linterna e iluminé el camino hasta la viga. Sólo era una de las muchas que se complacían en convertir el sonido de nuestros pasos en risueños susurros que recorrían habitaciones y pasillos y no se apagaban nunca. Bajo la famosa viga de madera, el suelo estaba manchado de sangre.

Ayudé a Sam a colocar la cuerda, y luego apagué la linterna. La situación debió de ser difícil para él a partir de entonces. A mí no me preocupaba, porque podía ver cualquier cosa que se acercara antes de que se echara sobre mí, y además, ningún fantasma podía verme. Y no sólo eso. Para mí, paredes, suelos y techos estaban iluminados por el fosforescente resplandor de múltiples tonalidades de las omnipresentes placas espectrales. Dado su sobrenatural efecto, deseé que Sam pudiera ver los espectrales mohos alimentándose vorazmente con la sangre que había bajo la viga.

Sam respiraba ya con dificultad, pero yo sabía que era preciso algo más que oscuridad y silencio para fastidiarle. Sam tendría que estar solo, y entonces recibiría una visita o algo parecido.

—Adiós, chico —dije yo mientras le daba una palmada en el hombro.

Di media vuelta y salí de la habitación.

Me preocupé de que me oyera salir de la casa y luego volví a entrar en silencio. Era sin lugar a dudas el lugar más abandonado que he visto. Incluso los fantasmas lo evitaban, a excepción, como es lógico, de Wolfmeyer. Sólo había exuberante vegetación, invisible para todos excepto para mí, y el profundo silencio con los murmullos de la respiración de Sam. Al cabo de diez minutos supe con certeza que Risueño Sam tenía más valor que el que yo le atribuía. Había que asustarle. Él no podía asustarse, ni se asustaría, por las buenas.

Me acurruqué en las paredes de una habitación contigua y me puse cómodo. Supuse que Wolfmeyer aparecería pronto. Y confiaba ardientemente en poder detener al fantasma antes de que fuera demasiado lejos. Absurdo que el juego fuera algo más que una buena lección para un sabelotodo. Yo me sentía muy complacido, y estaba totalmente desprevenido para lo que sucedió.

Estaba mirando la puerta opuesta cuando noté que desde hacía algunos segundos había allí un palidísimo fulgor. El brillo aumentó mientras yo lo observaba, aumentó y fluctuó con suavidad. Era verde, ese verde de las cosas mohosas y putrefactas. E iba acompañado de un hedor sutilmente inquietante. El olor de carne tan muerta que ha dejado de ser olorosa. Era sumamente horrible, y yo, francamente, me asusté tanto que perdí los estribos. Pasaron unos instantes antes de que la consoladora idea de mi invulnerabilidad volviera a mi mente, y me acurruqué más cerca de la pared y observé.

Y apareció Wolfmeyer.

El suyo era el espectro de un hombre viejo, muy viejo. Llevaba una suelta e inmunda vestidura, y sus desnudos brazos, extendidos ante él, eran largos y fuertes. Su cabeza, con el enmarañado cabello y la barba, temblaba sobre un cuello roto y destrozado igual que la hoja de un cuchillo recién clavado en blanda madera. Sus lentos pasos al cruzar la habitación prolongaban el temblor de la cabeza. Sus ojos estaban encendidos; eran rojos, con llamas de color verde oscuro enterradas en ellos. Sus dientes caninos se habían alargado hasta formar romos colmillos amarillentos, columnas que soportaban su torcida sonrisa. El pútrido fulgor verde era un horrendo halo que le rodeaba. Wolfmeyer era un ser brillante y diabólico.

Pasó junto a mí totalmente inconsciente de mi presencia y se detuvo ante la puerta de la habitación donde Sam aguardaba junto a la cuerda. Permaneció en el umbral, con las garras extendidas, y el temblor de su cabeza fue cesando poco a poco. Miró fijamente a Sam y de pronto abrió su boca y aulló. Fue un sonido apagado y siniestro, como surgido de la garganta de un lejano perro, y aunque yo no podía ver el interior de la habitación, supe que Sam había vuelto la cabeza bruscamente y estaba contemplando al espíritu. Wolfmeyer alzó un poco los brazos, pareció tambalearse, y después entró en la habitación.

Arranqué mi cuerpo del pavoroso terror que me dominaba y me puse en pie. Si no actuaba rápido...

Tras acercarme a la puerta de puntillas, me detuve el tiempo suficiente para ver que Wolfmeyer agitaba erráticamente los brazos por encima de su cabeza. El movimiento alborotó su rúnica y su silueta vibró verdosamente. Vi que Sam estaba de pie, con los ojos desorbitados, tambaleándose hacia atrás, hacia la cuerda. Se Agarró el cuello, abrió la boca y no emitió sonido alguno. Su cabeza se inclinó, su cuello se dobló, su crispada cara miró al techo mientras sus piernas huían del fantasma, hacia el lazo ya preparado. Y en ese momento me puse junto a un hombro de Wolfmeyer, apoyé los labios en su oreja y dije:

—¡Buuuu!

Casi me eché a reír. Wolfmeyer chilló, dio un salto de tres metros y, sin detenerse para mirar alrededor, huyó apresuradamente de la habitación, con tanta prisa que sólo era una mancha. ¡Un espectro francamente asustado!

Al mismo tiempo Risueño Sam se irguió, con expresión relajada y aliviada, y se sentó junto a la cuerda produciendo un sordo ruido. Fue casi la mejor visión que jamás he deseado ver. Quedó sentado, con la cara empapada de frío sudor, las manos entre las rodillas, la mirada fija en sus pies.

—¡Eso te enseñará! —exclamé muy alegre, y me acerqué a él—. ¡Paga, escoria, y me da igual que te mueras de hambre por esta semana!

Sam no se movía. Supuse que estaba muy conmocionado.

—¡Vamos! —dije—. ¡Recóbrate, hombre! ¿No has visto bastante? Ese tipo viejo puede volver en cualquier momento. ¡De pie!

Sam no se movió.

—¡Sam!

No se movió.

—¡Sam!

Le cogí de los hombros. Sam cayó de costado y permaneció inmóvil. Estaba bien muerto.

No hice nada y durante un rato no abrí la boca. Luego me arrodillé junto a él.

—Eh, Sam —dije desesperanzado—. Sam... ¡Basta ya, hombre!

Al cabo de un minuto me levanté lentamente y me dirigí hacia la puerta. Había dado tres pasos cuando me detuve. ¡Pasaba algo raro! Me froté los ojos. Sí... ¡cada vez había más oscuridad! La vaga luminiscencia de enredaderas y flores del mundo fantasma se apagaba, desaparecía, desaparecía...

¡Pero eso no había pasado antes!

No importaba, pensé desesperado. Está sucediendo ahora, sí. ¡Tengo que salir de aquí!

¿Lo ven? Ya lo ven. Fue el líquido, el maldito líquido de Tellero Bo. ¡El efecto estaba disipándose! Al morir Sam, el líquido... ¡el líquido dejó de producirme efecto! ¿Era eso lo que tenía que pagar por la botella? ¿Era eso lo que iba a pasar si usaba la poción para vengarme?

La luz casi se había extinguido... y acabó extinguiéndose. No podía ver nada aparte de una puerta. ¿Por qué podía ver la puerta? ¿Qué era aquella luz de color verde claro que llenaba el polvoriento marco?

¡Wolfmeyer! ¡Tengo que salir de aquí!

Ya no podía ver a los fantasmas. Ellos me veían a mí. Eché a correr. Crucé como un rayo la oscura habitación y choqué con la pared opuesta. Me aparté dando tumbos, con sangre entre los dedos que me llevé bruscamente a la cara. Corrí de nuevo. Otra pared me aporreó. ¿Dónde estaba la otra puerta? Seguí corriendo, y de nuevo topé con pared. Chillé y continué corriendo. Tropecé con el cadáver de Sam. Mi cabeza se introdujo en el lazo. La cuerda apretó mi gaznate y mi cuello se partió con un doloroso crunch. Forcejeé medio minuto, y finalmente quedé colgado.

Bien muerto, yo. Wolfmeyer no dejó de reír.

Fred nos encontró por la mañana. Se llevó nuestros cadáveres en el coche. Ahora tengo que permanecer aquí y vagar por este maldito caserón. Yo y Wolfmeyer.

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