Alejarse de todos - Ann Walsh

Las ratas vinieron la primera noche. 

Ella había visto sus huellas en la cabaña al abrir la puerta con llave y, en un intento por ocultar su propia repugnancia, había persuadido a las niñas a que recogieran los excrementos y las matas de algodón arrancadas del sofá tapizado. 

Antes de que, de acuerdo con las instrucciones de la señora de la inmobiliaria, hubiera activado las bombonas de butano, llenado el depósito que proveía de agua corriente con la bomba y tirado los dos platos llenos de veneno para ratas, las niñas habían concluido con su intento por barrer. 

Estaba bastante limpia por el momento, pensó. Mañana barrería de nuevo, y limpiaría el suelo con una solución de blanqueadora fuerte. Extenuada por el largo viaje y la búsqueda de la cabaña retirada que había alquilado para el verano, arropó a las niñas con firmeza dentro de sus sacos de dormir en un dormitorio, se instaló en el otro, y cayó en un sopor profundo, sin sueños.

Tendría que haberse dado cuenta, se dijo a la mañana siguiente, tendría que haberse dado cuenta de que las ratas regresarían. Los comestibles que había dejado apilados sobre la mesa de la cocina estaban diseminados por el suelo; macarrones sueltos que se mezclaban con el arroz, el azúcar y los copos de maíz. 

Cada caja, cada bolsa, cada artículo que había embalado con tanto cuidado se había dañado. Hasta los artículos menos comestibles —el jabón, la pimienta, las toallas de papel— habían sido atacados, y por todas partes yacían excrementos negros y frescos, como una nevada satánica.

Limpió todo y, antes de que las niñas despertaran, la cocina no mostraba señal alguna de la invasión. Todo estaba guardado en el horno, la nevera, o en botes sellados que había encontrado en un armario, y también había descubierto una caja grande de veneno para ratas con el que llenó nuevamente los platos.

La cabaña había estado abandonada varios años, razón por la cual el alquiler se encontraba al alcance de su presupuesto de madre soltera. Afuera un descolorido cartel de «En venta» colgaba torcido de un árbol, reclamando en silencio nuevos dueños. Aunque no estaba lejos de una ciudad pequeña, la carretera de acceso, once millas de camino traicionero con muchos baches, probablemente habría desalentado a los compradores.

Alrededor de la cabaña la maleza llegaba hasta la cintura, y ella tuvo que llevar en brazos a la de cuatro años mientras luchaban por llegar a la playa. Un pedazo de tierra abrasada señalaba el hoyo para la lumbre, y cerca de éste había una mesa para comidas campestres, casi oculta por una mata densa de chamico.

—¿Mami? —la voz de Jenny, por lo general estridente con la efusión del primer grado, era suave, tímida—. ¿Debemos quedarnos en este lugar? No creo que me guste estar aquí.

—Tonterías, Jen. Es sólo que las hierbas han cubierto todo y nadie ha frecuentado este lugar. Nadie ha cuidado de él durante largo tiempo. Lo despejaremos un poco para hacer un lindo sendero hacia la playa —ves, hay un sendero debajo de la maleza—, entonces te será más fácil caminar. 

Podemos hacer una hoguera de campamento esta noche y comer perritos calientes y bombones de pastilla de altea. ¡Será divertido! —le sonrió a la niña, mientras se preguntaba por qué su propia voz había sonado tan fuerte y áspera.

La playa era hermosa; un largo trecho arenoso y poco profundo protegido por una ensenada pequeña que mantenía el agua calma y cálida. Mientras las niñas chapoteaban y buscaban ranas, ella comenzó a despejar el sendero con una guadaña oxidada, pero que aún era útil, encontrada cerca de la mesa para excursiones campestres.

Una vez, al detener su tarea para enjugar el sudor de sus ojos y controlar a las niñas, alzó la vista hacia la ladera detrás de ella y vio, prácticamente oculto entre los cedros altos, el bulto oscuro de otra cabaña más grande.

Curiosa, pues nadie había mencionado una segunda cabaña cerca, gritó a las niñas que permanecieran fuera del agua hasta que ella regresara, y subió por la ladera, abriéndose camino entre la maleza, hasta llegar a la cabaña escondida.

Era grande, construida con troncos descoloridos por la exposición a la intemperie, y la rodeaba un portal de madera con una barandilla baja. A medida que se acercaba, advirtió que evidentemente estaba desierta desde hacía mucho tiempo. 

Las ventanas estaban entabladas con madera contrachapada, unos arbolitos que empujaban los cimientos ladeaban los escalones que conducían al portal de delante, y sobre la puerta había clavadas dos tablas sólidas en forma de cruz. Con una extraña decepción, se volvió, y comenzó a descender. Mientras caminaba, comprendió por qué la cabaña grande se había construido tan lejos del agua. La vista era espectacular. 

Divisaba a lo lejos, al otro lado del lago, un recodo de una montaña solitaria, con la cima todavía nevada en julio, que se erguía lejana a través de la colina. Debajo de ella el lago despedía trozos de luz solar, y podía ver a sus hijas cavando atentamente en la arena. De su propia cabaña, vislumbró solamente el techo y la ventana de su dormitorio entre los árboles.

Cuando caía la noche, tostadas por el sol y exhaustas, las niñas se arrastraron a la cama temprano. Se preparó una taza de té y con ella caminó por el sendero ahora despejado hacia la playa, admirando su obra. Permaneció allí hasta que el sol comenzó a ocultarse, observando los rayos coloridos inclinarse desde el agua, y luego, cansada, regresó por el sendero.

Cuando llegó a la cabaña, ambas niñas lloraban. Corrió a su dormitorio, se detuvo de pronto, al tiempo que una rata grande y gris, sentada entre las dos camas, se volvió lentamente, la miró fijamente durante un instante con ojos de basalto, y luego se escabulló entre sus piernas y desapareció por la puerta.

Tranquilizó a las niñas, colocó otro plato de veneno, y se fue a la cama. Aquella noche soñó que oía música.

Poco a poco, la cabaña se convirtió en su hogar. Las ratas quedaron fuera, a pesar de que no parecían haber tocado el cebo envenenado. La guadaña y un viejo cortacésped manual descubrieron un césped diminuto, y la aparición de pensamientos le alertaron sobre la presencia de un macizo de flores ribeteado con rocas pintadas de blanco. 

Quitó las malezas de varios años y descubrió otras plantas perennes: claveles, azucenas y una mata de amapolas en flor. Alguna vez alguien pasó mucho tiempo en este lugar, pensó. La cocina a butano, la nevera y el calentador, el cuarto de baño en perfecto estado y el suministro de agua ingenioso, los macizos de flores y los muebles sólidos, agradables, todo indicaba que se trataba de un «hogar» y no de una mera cabaña de verano. 

Un hogar que alguien había amado y, sin embargo, abandonado. «¿Por qué?» se preguntó, pero rápidamente apartó aquel pensamiento de su cabeza. Ahora era su hogar; al menos por un tiempo. Las niñas estaban contentas; sus cuerpos se tostaban al sol y su cabello se decoloraba. Los tesoros del lago y los bosques, nuevos para los niños de la ciudad: pececillos de agua dulce, ranas, ardillas listadas y la pequeña canoa de esquimal que habían encontrado, las mantenían alegremente ocupadas. Se dio cuenta de que ella también estaba feliz. Contenta. En paz.

No obstante, antes de que finalizara la primera semana en la cabaña ya no dormía bien. La música que había oído en sus sueños se hizo más fuerte, más persistente. Había también sonidos de fiesta: el tintineo de vasos, carcajadas lejanas, trozos repentinos de conversaciones que no lograba comprender del todo. 

Sus sueños eran siempre los mismos; ella estaba recostada en la hamaca angosta de la cabaña y escuchaba encolerizada los sonidos de una fiesta a la que no estaba invitada.

Luego, una noche comprendió que no estaba dormida, ¡no estaba soñando! Se incorporó, completamente despierta, y escuchó. La música aún sonaba, las voces casi imperceptibles reían. Fue hasta la ventana del dormitorio, corrió la cortina y contempló la oscuridad. La gran cabaña sobre la montaña resplandecía. La luz corría a través de la grandes ventanas del frente, sobre el portal, coloreando los cedros. Unas sombras se movían contra las ventanas, y la música parecía más fuerte.

Perpleja, dejó caer la cortina en su lugar y entró a la cocina. Prendió las lámparas, preparó té e intentó reírse de sí misma y de su temor momentáneo. Los dueños de la cabaña grande habían regresado y ella, tan atareada con las niñas, el lago y las flores, no había notado su llegada, eso era todo. 

No obstante, ¿no hubieran oído ella o sus niñas un automóvil? ¿Varios automóviles en realidad? Y no había ningún camino que subiera por la montaña hasta la gran cabaña. Bueno, quizás había otro camino, uno que ella no había notado. Podrían haber venido por allí, probablemente.

Sin embargo... habían quitado la madera contrachapada de las ventanas, la puerta del frente estaba abierta, desatrancada. Desde luego habría oído martillazos, gritos, los ruidos de una casa que se abre después de mucho tiempo.

Se quedó allí en la cocina brillante hasta el amanecer, escuchando los sonidos que se desvanecían con la luz cada vez mayor. Cuando el sol hizo palidecer las luces de butano y alcanzó a tientas el otro lado de la habitación, se puso de pie y salió. Desasosegada, pero con una sensación de previsión cada vez mayor, se abrió camino por entre las sombras largas de la madrugada, trepó por la montaña, hacia la cabaña grande, ahora silenciosa.

Nada había cambiado desde la última vez que la había visto. Las puertas y ventanas entabladas, los arbolitos y la maleza que empujaba contra el portal y las escaleras, y la maraña densa, imperturbada en todos los costados, estaban exactamente igual que la primera vez que las había visto.

Después de eso, no intentó dormir, sino que pasó todas sus noches en la cocina, volviendo las páginas de un libro, tomando té, intentando escuchar las voces que sabía no podía estar oyendo. La duodécima noche oyó que pronunciaban su nombre.

Los turistas eran gente de edad, americanos y amables. Apearon su gran automóvil a la vera del camino campestre y hablaron con dos niñas desaliñadas que se encontraban allí, tomadas de la mano e intentando no llorar.

—Mami se fue —dijo la más grande, frotándose los ojos con una mano tostada por el sol y rasguñada—. Durante dos días enteros. Nos asustamos, de modo que caminamos hasta la carretera.

—Nos perdimos —dijo la más pequeña—. Y mirad, una rata grande en la cabaña me mordió. Pero no lloré.

Extendió su brazo, orgullosa. Los turistas se miraron, un pensamiento inexpresable cruzó sus ojos grandes, luego metieron a las niñas sin ceremonia en el automóvil, se volvieron, y se fueron de prisa al pueblo que acababan de pasar.

Pues en el brazo de la niña estaba la impresión perfecta de una mordida viciosa: dos semicírculos profundos, aquella marca inconfundible que sólo dejan dientes humanos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic