El último invierno antes del diluvio - Wlodzimierz Odojewski

A duras penas iban avanzando todo el día en columnas de carros o de personas a pie que iban solas o en grupos, cargando hatillos o tirando de carritos colmados hasta el tope. En el frío, aire seco, puro y sin nada de viento. 

Entre dos filas de árboles deshojadas, de cuyas ramas y troncos se exfoliaban trozos de corteza como si fueran cicatrices o chapas de cobre. Todo el día sin parar, siempre en dirección del Oeste. Y finalmente les separaban muchos kilómetros de aquella ciudad. Y ella tal vez ni siquiera le hubiera dicho por lo que había pasado. Y más, si hubiesen seguido el viaje. O si el viaje hubiera durado una noche más. Ya no digamos, un día más. Si se hubieran alejado más de aquel lugar. De aquel recuerdo. Para ya no sentir aquello dentro de su cuerpo. (Entonces seguramente ni siguiera hubiera necesitado decir nada a nadie. Y menos al hombre que era su marido.) 

Pero aquel anciano, que por la mañana les había dejado subir a su carro, se acordó de repente que en un poblado cercano tenía a unos parientes, se desvió del camino y luego, asomándose de su ropaje de pieles de carnero, volvió la cabeza hacia ellos dos, tumbados entre fardos de sábanas y sacos repletos de sus pertenencias, y les aseguró con toda la sinceridad que a ellos tampoco les costaría encontrar un sitio para trasnochar. 

Así que se iban a quedar por primera vez los dos a solas. Por primera vez desde el momento de encontrarse los dos al alba entre la multitud de gente que marchaba de la ciudad. Ellos se habían incorporado en aquella hilera de coches y carros de caballos, que no paraba de inflarse desde el bombardeo de las cercanías de la estación. 

Y bajo el fuego de artillería, que los perseguía, ellos avanzaban en dirección del Oeste, entre diferentes unidades de refuerzo dispersas, entre aquel vulgo multinacional que siempre se movía cerca del frente y entre la gente de regiones cercanas que ya había vivido una vez bajo el poder de aquellos del Este y sabía muy bien que le podía esperar. 

Siempre en dirección del Oeste. Sin paradas o descansos. Como mucho, deteniéndose en el borde del bosque para hacer sus necesidades o para abrevar los caballos o frotar la piel de estos, empapada de sudor, con un manojo de paja. O deteniéndose también después, a mediodía, y luego también por la tarde cuando el fuego de los cañones ya quedaba lejos y su ronroneo parecía callado o unido con el eco del andar de los caballos, con el golpeteo de los aros de las ruedas de acero, con el chirrido de los cubos, con el retiñir de las cadenas, con el zumbido de los camiones militares que a veces pasaban sueltos abriéndose paso entre la muchedumbre, o con el traqueteo de las orugas del tanque sobre la alisada superficie del hielo, como si alguien hiciera caer guisantes sobre el vidrio. 

Siempre en dirección del Oeste, sin descansos, apenas intercambiando palabras, por lo que en todo el día no habrían llegado a decir ni veinte, o tal vez algunas más, pero como sumo unas decenas de palabras, las más imprescindibles y urgentes. Así que cuando aquel anciano arropado hasta la cabeza con pieles de carnero dirigió los caballos hacia el poblado que apareció de pronto detrás de la colina, casi pegada ahora a la pendiente, a ella le entró pánico. Pero, con todo, no podía ser de otra forma. Ella podía haber esperado que aquello ocurriera, incluso tan pronto.

Fue justo al acabar la cena. Iban a pasar la noche en casa de una familia que había huido antes y que había dejado su casa a cargo de una mujer joven, de cara marchita y marcada por sombras, de ojos apagados y manos fatigadas. Ella les dijo que no quedaba mucho queroseno, sólo lo que se veía en el fondo de la lámpara, por lo que se debían lavar y acostar a la luz del fuego de la estufa, y que no escatimaran leña pues había suficiente, que miraran de no pasar frío, y al final les deseó las buenas noches y se fue. 

Entonces él cerró la puerta de entrada, la del zaguán, echando el pestillo y se quedaron allí solos, abandonados a su suerte. Y cuando algo más tarde él la cogió en sus brazos, ella interpuso sus dos manos contra su pecho y lo empujó con las manos tensadas. Ella siguió empujándolo pues él no la soltaba, e intentó apartarse de él, encorvada hacia atrás tras apartarse abruptamente, siempre con una resistencia feroz. 

Con la cara pálida, encarnizada, desesperada, enfadada, dijo en frases breves, entrecortadas, casi susurrando, atragantándose: «Déjame. Ahora no. No puedo. Si es que ya sabes lo que ellos han hecho con las mujeres. Y conmigo también.». Y luego: «Déjame. Ahora no. No puedo. ¡Déjame!», con frases que se cortaban como si en los pulmones se le hubiera  acumulado demasiado aire y la respiración no le dejara salir, por lo cual ella procuraba deshacerse de aquel aire junto con las palabras. 

Y a lo mejor si él la hubiera rechazado (aunque en realidad ella no quería que lo hiciera), si se hubiera quedado paralizado por lo que acababa de oír, si se hubiera quedado tenso por dentro, pues por un instante sus ojos parecieron reflejar asombro (porque ningún hombre acepta pensar que él mismo pudiera enfrentarse con algo así) o si aquello no era asombro, por lo menos era ira de impotencia o confusión masculina en el fondo de la cual podía ocultarse un impulso contenido de rechazo, entonces a lo mejor ella habría podido llorar. 

Y luego aquello habría podido bajar en forma de lágrimas, correr hasta desaparecer, borrarse de la memoria, sobre todo porque él la habría cogido en sus brazos de nuevo intentando acariciarle la cara y el pelo con su mano y susurrando palabras que ella no habría entendido pero lo importante habría sido el susurro y el poder escuchar su voz.

Pero él no hizo nada de eso. Su cara, siempre dura, ahora al instante se volvió algo blanda, oscurecida, hasta totalmente oscura e impenetrable. Y una vez, o a lo mejor un par de veces, se vio el brillo de dos dientes blancos, claros y fuertes, lo que le dio a la cara una expresión feroz y mala. Pero él no dijo nada. Porque el contorno de sus labios y sus ojos no mostraba más que humildad. Y como si de repente la humildad fuera capaz de aplastar, ahogar y matar en él el sufrimiento más grande, como si se sintiera culpable de no haber estado con ella en aquel momento o tal vez de haber causado todo aquello por el mero hecho de ser también un hombre.

Así que sólo repitió algo en voz baja, sofocándose, susurró algo que no se oyó, sujetándola fuerte todo el tiempo, como si temiera que se le escapara, y luego dijo: «Sí, lo oía, lo presentía, lo sabía... Al enterarme que se juntó a la pacificación la gente del general Vlasov... Hasta empecé a rezar... No sabía por qué. Pero recé. Para que no te fusilaran. No sé...» Entonces ella detuvo aquel susurro repentinamente diciendo con voz aguda y cortante que en su presencia habían fusilado a dos mujeres, que, justo al acabar, las habían fusilado. 

Y él dijo: «Lo sé». Y ella: «¿Lo sabes? ¿Tú qué puedes saber? ¡¿Cómo lo puedes saber?!» con desesperación e ira. Y él, siempre susurrando y atragantándose como antes, que al día siguiente ellos entraron en aquel monasterio del linde de la ciudad, registraron los sótanos y vieron muchos cuerpos. Y ella, que eran varios los que las habían atormentado y luego, al acabar, las fusilaron y que ella veía que ellos parecían normales. 

Y después ella contó también otras cosas, sin saber para qué, pues antes había pensado no decir nada. Y le miró a los ojos, y los ojos de él se escapaban, la rehuían ahora por los dos lados, hasta que al final él gritó: «¡Para! ¡No hables más!», como si pensara que al parar de hablar ella, dejaría de existir aquello que contaba. E intentó abrazarla de nuevo. Entonces algo se aflojó en ella, sus manos tensadas perdieron la fuerza de antes, dejaron de resistir, así que él la acercó y ella pudo sentir a través de las costillas, en el fondo, el corazón de él, agitado, pesado, ruidoso e irregular.

Después se encontraban los dos tumbados en la cama. El suelo delante de la estufa quedaba iluminado en un semicírculo rojo por el brillo de ascuas que caían por la parrilla al cenizal. Las paredes y el techo quedaban a oscuras. Aquella oscuridad parecía capaz de retener los restos de la luz del atardecer o captar el rojo reflejo en el suelo. 

En aquella oscuridad les observaban los ojos de los santos representados en unos ingenuos cuadros típicos de las aldeas. Los habían dejado en las paredes personas que hacía poco habían vivido allí pero ahora estaban vagando en alguna parte entre gente desconocida, Dios sabía para qué...

Estaban acostados, inmóviles, callados, atrapados en unas invisibles telarañas de tranquilidad ilusoria. El mundo se iba abajo, o tal vez ya se había ido abajo del todo, pero les parecía estar a salvo en aquel lugar y, pese a todo, los dos juntos de nuevo. En la estufa crepitaba el fuego. De la chimenea llegaba un ruido no demasiado fuerte. 

Detrás de la ventana había un enorme silencio de nieve. De detrás de este apenas llegaba todo aquel retumbar del camino por el que no paraban de pasar los refugiados o los restos de las unidades derrotadas del ejército alemán del Este. Y era como si los dos supieran qué palabras intercambiar y que, de todas formas, estas no tendrían importancia y sobrarían.

Ella procuraba no pensar en algunas cosas más, repetía que las tenía que borrar de la memoria para siempre y suponía que él pensaba lo mismo y no sabía qué hacer con lo que ella le había dicho. Hasta que en un momento le pasó por la cabeza que él pudiera tener miedo de tocar su cuerpo y aquello le afectó profundamente. 

Entonces volvió su propia cara hacia él y le miró la cara. Pero allí encontró sólo aquella humildad de antes, y cuando sus ojos se encontraron, ella vio en ellos el mismo retroceder de antes. Pero de repente comprendió, incluso hasta estar segura, que era únicamente para no hacerle daño con algún gesto, o tal vez simplemente por sentir humillación. Pero luego sus ojos ya no se giraban, no la rehuían, y, pasado un momento, incluso dejaron de retirarse.  

Así que ella se levantó sobre los brazos para mirar su cara desde arriba, y luego puso las manos encima de sus hombros. Hasta que en un momento sintió temblor de aquellos hombros (aunque permanecían inmóviles, resignados), como si quisieran levantarse y hacer algo que él mismo procurara frenar. Con todo, ella lo conocía tan bien como una mujer puede conocer al hombre que ama y por el que es amada. Así que rápidamente lo abrazó y lo atrajo hacia sí. Y luego actuó como en un sueño y todo lo demás ocurrió como en un sueño. Incluso las palabras de amor de él le parecieron más atenuadas. 

Las manos de ella arrimaron su cabeza hacia su propio cuerpo con fuerza pero no supieron retenerla para más tiempo. La cara de él se alejaba en la oscuridad, se distinguía cada vez menos, se diluía, a pesar de encontrarse los dos tan cerca que entre ellos no había nada, ni siquiera una fina capa de aire. Y luego lo sintió dentro, con la agitación y humillación interiores pero también con el placer que él sentía a pesar de sus pensamientos.

Luego estaba dormido. Su respiración era regular, discreta, profunda. Y ella no necesitaba mirarlo para saber que su cara mostraba serenidad plena y alivio. Con una terrible lucidez pensó en la fuerza de su propio cuerpo, pero aquel pensamiento carecía de satisfacción o contento, más bien lindaba con decepción o resignación. 

Seguía tumbada, con los ojos húmedos de lágrimas, destapada, cada vez más fría. Con las ventanas de su nariz pasaba algo extraño, algo que no había sentido nunca. Sus músculos se estaban moviendo, contrayendo, saltando, como si quisieran escapar del olor de un hombre, que se elevaba por el aire, como si no pudieran soportarlo aunque se trataba de su marido. Y mientras pensaba: «Eso no puede ser verdad.  ¿Qué me está pasando?», pensó en lo inútil que era lo que los había unido hacía un instante.

Sintió unos breves escalofríos. Se asomó de la cama y extendió la mano hacia la estufa para tocar la piedra pero notó que estaba caliente. Aquel movimiento de la mano o bien los escalofríos a él le despertaron y le hicieron levantar la cabeza. Sus labios murmuraron algo incoherente y sus manos hicieron un esfuerzo para acercarla pero de pronto todos sus músculos se relajaron, su cabeza volvió a estar apoyada sobre el hombro de ella y su respiración era regular de nuevo. 

Ella permaneció inmóvil durante un tiempo, casi intentando no respirar, llena de pensamientos incomprensibles y con una desesperada esperanza empezó a escucharse a sí misma, a su interior, como si allí hubiera de oír un eco de aquellas palabras de amor, aunque en realidad sentía decepción, soledad y abandono. Al final deslizó la cabeza de su marido de su hombro entumecido a la almohada y tras esperar un rato hasta asegurarse de que él no se iba a despertar, se levantó. Abrió la puerta superior de la estufa y encima de las brasas colocó leña nueva. 

Ahora todo su cuerpo estaba temblando con paroxismos incontrolables y repetidos en intervalos regulares de unos segundos. En el momento de subirse las medias notó también el temblor de sus dedos que se le confundían en las manos, rígidos, como si no fueran suyos. 

Luego, encogida, con un abrigo de piel echado encima, se apretó contra el respaldo de la butaca de madera que estaba cerca de la ventana, y mientras el temblor de todo aquello seguía dentro de ella, por fuera poco a poco iba desapareciendo. Sólo tenía frío como antes, y estaba terriblemente lúcida, como antes, y con una lucidez fría se daba cuenta de su fracaso. 

Miró el espacio detrás de la ventana, frío, abierto e iluminado en parte por el reflejo de la nieve y en parte por la claridad de las estrellas. Hacia estas empezó a abrirse paso la luna que iba apagando las estrellas una tras otra. Entonces lloró. 

Hacía tiempo que no había llorado tanto y tan abiertamente. Cuando al final se tranquilizó, aquello había de ser muy tarde, a medianoche seguramente, o incluso más tarde, pues la luna pendía de una nube tejida de niebla transparente por encima del valle y del poblado y las estrellas ya no se veían. 

Poco a poco ella fue centrando la vista forzada sobre la línea del camino siempre con movimiento de personas y carros, al menos eso le parecía, y empezó a mover la cabeza hacia adelante y hacia atrás, doblar la espalda hacia adelante y hacia atrás, hasta que al final aquello se convirtió en un balanceo monótono de todo el cuerpo, siempre hacia adelante y hacia atrás, y al ritmo de este pronunciaba en silencio su propio nombre y el nombre de su marido, y aquella rigidez y aquel espasmo casi dolorosos, defensivos, se calmaron en su interior. 

Hasta que al final sintió cansancio, e incluso ganas de tumbarse. Pero con toda la fuerza de la voluntad lo frenó. Sabía que aquello significaba levantarse de la butaca, recorrer un metro o un metro y medio de aquella oscuridad que quedaba roja a la luz de las brasas, recorrer la distancia que la separaba de aquel lugar de la cama donde estaba durmiendo él por lo que los paroxismos y las convulsiones seguramente volverían.

Así que mientras se mecía en la butaca hacía adelante y hacia atrás, susurrando su propio nombre y el nombre de él, posiblemente se quedó dormida un momento ya que vio a aquel chico con una ametralladora balanceándose sobre una correa bajo su hombro. Lo vio bajo el arco de la entrada del sótano con la cara, casi blanca, bastante irreflexiva, más bien asustada que victoriosa o triunfante, dirigida hacia ella. 

Y detrás de él, detrás de sus espaldas se levantó el grito de pánico de las mujeres perseguidas, capturadas y tumbadas al suelo, aquel grito que quebraba las paredes y bóvedas.  Así que ella comenzó un forcejeo para liberarse del sueño. Su espalda y su cuerpo ya no se balanceaban. El balanceo e inclinaciones de su cabeza, ya casi a punto de parar, estaban libres de los nombres pero llenos de pensamientos. 

Ya habían pasado dos días desde aquel momento y aquello no tenía por que volver en ninguna forma. Tampoco en la de un sueño. Al final su cabeza se quedó totalmente inmóvil y por un momento le pareció que ya lo tenía totalmente superado. Pero había unos pensamientos que no cesaban. 

Así que luego todo su cuerpo empezó a tensarse, curvarse hacia atrás, como si quisiera esquivar aquellos pensamientos. Y se daba cuenta de que era hora de volver a la cama y buscar amparo al tocar a su esposo dormido porque si no lo hacía en aquel momento, luego ya sería demasiado tarde y se arrepentiría. Pero no pudo moverse.

Sabía que desde hacía algún tiempo tenía los ojos abiertos. Esperó paciente a que su cuerpo dejara de tensarse y doblarse en un impulso de pánico y huida. Incluso le pareció haber logrado aquel objetivo, pero aquella cara imberbe, más asustada que triunfante, volvió a aparecer bajo el arco de la entrada. Aquel chico miró el sótano, repasó el interior con su febril mirada hasta encontrarla. Ella vio todo aquello de nuevo y oyó todo aquello aún sabiendo claramente que no estaba durmiendo.

Pero al poco tiempo aquellos dos, también jóvenes, vestidos con capotes militares cubiertos de polvo de ladrillo y cal, se pararon al lado de él y lo apartaron. Lo apartaron como un animal doméstico o un objeto o como se quita del camino a un niño. Sin maldad, sin intención de apartar, simplemente por estar distraído o pensando en asuntos propios, en uno mismo, en un objetivo. 

La tuvieron que ver inclinada sobre aquella mujer herida y tumbada en un jergón tirado en el suelo. O quizás la vieron en el momento de dar el primer paso atrás, cuando se paró tras aquellos hatillos, fardos y maletas amontonadas que la habrían podido ocultar hasta medio cuerpo o incluso más si se hubiera agachado, si hubiera tenido tiempo. O a lo mejor era imposible reaccionar a tiempo porque estaba como paralizada desde hacía unos segundos, tan largos como una eternidad, desde el momento en que aquella mujer herida se hubo erguido sobre el jergón para decir: «Han tomado el monasterio». 

Luego, tras la explosión que hizo volar por el aire la puerta de entrada, escuchó como en alguna parte del patio en un repentino silencio estaban cayendo sobre el suelo piedras, trozos de ladrillo y revoque. Entonces susurró repitiendo tras aquella mujer: «Han tomado el monasterio». 

Pero al mismo tiempo se dio cuenta de que aquello tampoco era necesario, porque en cuanto en la entrada se produjo la explosión, ellos bajaron (o tal vez aquello fue simultáneo) a los sótanos del monasterio por las ventanas al ras del suelo (tras haber roto las rejas con alzaprimas) y saltaron desde allí adentro, pues justo entonces se oyó el primer grito de mujeres y niños, que pareció atacar el cielo, que no calló durante mucho tiempo y que se apagó sólo con los disparos.

Ella aguzó el oído, escuchó atenta aquel grito, un repentino silencio y un nuevo grito (o tal vez aquello era simultáneo, como si no hubiera diferencia entre el silencio y el grito). Y seguramente ni siquiera se agachó ni saltó hacia aquellos fardos porque no le pasó por la cabeza nada que hacer, incluso si eso le pudiera ayudar en algo. 

Aquello que oyó no era sonido. Era algo suspenso en el aire del sótano, limitado por las paredes y por la bóveda, en el aire rociado por la respiración de la gente que se escondía. Aquello quedó suspenso como si no tuviera peso, como si fuera aire que al momento se convertía en espanto y seguramente no era sino espanto. Y luego ya era demasiado tarde, ya no podía huir o agacharse. 

Seguramente sólo dio un paso atrás porque aquellos dos, tras haber saltado adentro, apartaron a aquel joven bajo el arco de la entrada sin puerta (lo apartaron de forma inatenta e indiferente), aquellos dos la vieron y empezaron a acercársele.

Entonces oyó un gemido de la mujer herida del jergón. O tal vez otro gemido que resonó entre los gritos de los sótanos contiguos y acabó penetrando su consciente. Aquello la hizo volver en sí. Por lo menos para poder retroceder al fondo del sótano, probablemente de forma consciente, siguiendo aquel primer paso instintivo. 

Paso a paso, sin acelerar ni aflojar el paso. Y sin quitarles los ojos de encima, como esperando poder detenerlos con su mirada. Paso a paso, hasta dar un tropiezo y caer entre los fardos de espaldas. Pero entonces no se detuvo tampoco. Siguió retrocediendo a cuatro patas. Ahora medio tumbada. Apoyada sobre los brazos doblados en los codos, echándose atrás con las piernas, frotando el suelo con el tronco. 

Siempre viendo como la seguían, paso a paso, de cerca, al mismo ritmo que ella retrocedía. Le parecía que tenía los labios inarticulados, pero oía perfectamente los sonidos, cada vez más rápidos, no sabía detenerlos ni contenerlos, hasta que sintió detrás suyo la pared y lo único que pudo hacer era pegarse a ella y apretar la espalda.

Ellos ya estaban allí, de pie, mirándola desde arriba. Sus caras inclinadas resultaban sorprendentemente claras en la penumbra del sótano. Ella también los miró. Estaba extendida, como entumecida, en la pose de una araña, con los brazos tirados atrás, soportando el cuerpo medio elevado, con las rodillas dobladas, con los muslos entreabiertos aunque apretados instintivamente, y le pareció que aquello duró una eternidad. 

Hasta que se dio cuenta de que veía claramente sus ojos. Y en ellos apareció de golpe algo como recapacitación, reflexión, atención, como si algo les pasara por la cabeza pero que aún no estuvieran seguros el qué. Ella pensó que se apiadaban de ella y que le ahorrarían aquello. Sin embargo, aparte de la reflexión, en sus caras se dibujó también risa. No una sonrisa sino risa precisamente (sólo después pudo entender lo que significaba). 

Ellos a la vez pensaron lo mismo, también por esa razón se despertó en ella una breve esperanza de que ellos fueran buenos. Pero uno de ellos, sin comunicarse con el otro, se giró y gritó en dirección del hueco en el muro sin puertas pronunciando aquel nombre: «¡Sasza!», o Sierioza, o tal vez Siemion. Al principio ella se quedó con aquel nombre y pensó que lo recordaría siempre pero ahora ya no estaba muy segura. 

Entonces de detrás del borde del muro se asomó la cabeza de aquel chico joven, vacilante, lento, como si se hubiera quedado allí a la espera de poder entrar de inmediato. Aquellos dos pronunciaron su nombre y lo acuciaron divirtiéndose, ruidosos, impacientes. La postura de él era vacilante. Pero después, sin mirarlos a ellos o a ella, se detuvo a su lado. Aquella ametralladora bajo su brazo debió de molestarle, así que se la quitó, y luego giró la cabeza, blanca como una pared. Su mirada estaba vacía. Por encima de los ojos, brillaba húmeda su frente, como untada en grasa.

La alcanzaron de un salto, si es que aquello pudo ser un salto pues los dos ya se encontraban junto a ella. Pero lo hicieron precisamente así, al menos era como ella lo recordaba. Le agarraron los brazos, la apartaron de la pared de un tirón dejándola tirada en tierra. Sus labios volvieron a emitir aquellos sonidos cortos igual que antes, como si fueran chillidos, chasquidos, no del todo articulados. 

Y de repente sintió que tenía los brazos inmovilizados, y luego se dio cuenta de que ellos los pisaban y bajo sus botas oyó crujir los huesos de las muñecas, antes incluso de sentir el dolor. Y ellos, reventando de risa hasta casi no poder respirar, hasta saltárseles las lágrimas, gritando algo, tiraron a aquel joven sobre ella y ella sintió cómo él desgarraba su vestido.

Entonces vio de cerca la cara de él, blanca como de un muerto, cubierta de sudor como si en vez de la piel llevara un tamiz que le cubriera también el cuello, los brazos y el pecho descubierto por tener la guerrera desabrochada. 

Ella retrocedía, se hundía en la tierra, o por lo menos le parecía estar retrocediendo y hundiéndose en la tierra pese a estar inmovilizada por sus botas. Hasta que sus brazos quedaron libres de nuevo. Aquellos dos se alejaron entre charlas, corrieron al fondo hacia un paso que unía aquel sótano con otro. En aquel momento las manos de aquel joven, heladas y húmedas, apretaron sus senos hasta hacerle daño, y luego los soltaron para subir hasta el cuello. 

Ella lo entendió, lo concibió. En realidad incluso lo había entendido antes, cuando sus ojos, radiantes, perdidos, ausentes, desesperados, atormentados, la rehuían, esquivaban, aún cuando aquellos dos estaban cada uno a un lado, riéndose, aplastándole las manos a ella y gritándole a él a ver si le podían echar una mano. 

Pero ahora ellos ya no estaban allí. Ahora las manos de él apretaron su cuello y el interior de su garganta lo penetró un frío hasta casi hacerle perder la respiración. Pero sólo por un momento. Porque sintió como sus labios se preparaban para dar un grito. Sin embargo, pese al esfuerzo, aquel grito no pudo salir de su laringe, sólo se hizo un nudo, se endureció y con esa dureza se inflamó dentro de su garganta. 

Ella empezó un forcejeo y agarró las manos de aquel joven por encima de las muñecas, clavándole las uñas. Entonces aquellas manos la soltaron. Y acto seguido, una de ellas se levantó para darle una bofetada. Pero sin maldad y sin excesiva fuerza. Y luego las dos manos pasaron por su cuerpo de nuevo, esta vez aún más agitadas, temblorosas, flojas, más inseguras que antes. 

Y mientras apretaban sus hombros, caderas y muslos, la piel se le ponía tensa bajo aquellas manos, se retraía como si quisiera hacer que tocaran un vacío. Hasta lo tuvieron que entender aquellas manos ya que al final cesaron y bajaron. El seguía tendido sobre ella como desfallecido mientras que sus manos pendían a ambos lados, tocando al suelo, como si fueran unas tajadas de carne muerta, 

Pero luego, tras unos segundos, o incluso menos, seguramente al oír volver a aquellos dos de nuevo (ella también los oyó o solamente le pareció oír sus risas, sus gritos a ver si él quería que le ayudaran) aquellas manos se movieron de nuevo. Con un enfurecimiento salvaje, con desesperación, empezó a apretar su vientre, temblando como en una fiebre, sudando y gritando que se fueran hasta que efectivamente se marcharon. Y luego ya no hizo más que jadear. 

Aquello a ella hasta le hizo sentir algo parecido a la compasión. Porque se dio cuenta de que él nunca había tomado a una mujer y seguramente desde el principio tenía miedo de valer menos que ellos. Y ella, paralizada, encogida como para defenderse, aguardó a lo que iba a pasar, si le pegaba, si sus manos volvían a estrujar su cuello. Pero no hizo nada de eso. 

Sólo seguía tumbado sobre ella, temblando todo el tiempo, jadeando cada vez más rápido y presionando su vientre con su peso inerte. Luego ella ya no sabía si veía en su piel el sudor de la cara y cuello de él o sus propias lágrimas. Los músculos de su vientre se relajaron entonces y lo dejaron entrar.

Después de un tiempo él se retiró de rodillas y cogió del suelo la ametralladora tirada a un lado. Ella cerró los ojos, no sintió tensión o miedo alguno. Los abrió al notar la mano de él sobre su hombro. No pasó nada más. Aquella mano permaneció en su hombro en realidad sin peso y sin moverse durante unos segundos. El no dijo nada. En los sótanos contiguos o en algún lugar más lejano quebraban las paredes unos gritos terribles. 

Después de los disparos aquellos gritos callaron y algo dejó de moverse. Luego aquel hombre joven estaba de pie abrochándose y susurrando algo que ella no entendía. Después oyó unos disparos muy cerca, detrás de la pared. Y luego reinó un silencio. Algo más tarde sobre sus piernas abiertas cayó un poco de luz. El ya no estaba allí.

Debió de haber gritado o gemido. O a lo mejor había susurrado el nombre de su marido o algún otro nombre. Seguramente no tenía sentido darle importancia a una palabra pronunciada de forma inconsciente e involuntaria. No obstante, aquel susurro tuvo que ser fuerte y urgente, incluso una llamada, ya que su marido de repente se sentó en la cama, se enderezó, como si, en vez de dormir, siempre estuviera alerta y sin decir una palabra hizo caer las piernas sobre el suelo y empezó a ponerse las botas. 

Luego se puso al lado de ella y apoyó su mano sobre su hombro. Ella lo vio claramente en el momento en que se puso a su lado y vio la mano, la mano de él, no de aquel (porque tenía los ojos abiertos, no estaba durmiendo) pero tembló con el tacto como si se acabara de despertar y como si no se tratara de él, como si no se tratara de la mano de él. Luego ella se quitó lentamente el pelo de su cara con ambas manos, borró de allí los restos del sueño y lo miró como si lo acabara de reconocer.

Pasado algún tiempo entendió que él le preguntara qué le pasaba. Entonces rápidamente se puso a pensar en lo que tenía que contestarle y cómo debía contestarle. Su mirada rehuyó la mirada de él. La mano de él se desplazó del hombro hasta la frente y luego hasta la nuca descubierta y empezó a hacer unos movimientos, lentos y monótonos, que la empezaron a llenar de un sentimiento extraño pero ameno, de calma y relajamiento. 

Al poco tiempo se dio cuenta de que su olor ya no le irritaba, que era conocido, cercano y ameno también. Después de un tiempo dijo: «No podía dormir... Me he levantado y me he sentado junto a la ventana. Para mirar fuera. Hace poco con la luna se podía ver todo» y señaló el valle con la cabeza. Luego pasó algún tiempo antes de que se volviera a quejar en voz baja: «No podía dormir». 

Contuvo la respiración y se sometió a la corriente que provenía de su mano. Su propia voz, registrada por sus oídos, le pareció sonar casi auténtica y faltó poco que ella misma creyera en lo que estaba diciendo. Pero entonces él dijo: «¿No has podido dormir? Pero qué dices. ¿No has dormido? Si ya es el alba...» y aquella ilusión de calma y relajamiento desapareció. Así que ella disimuló sorpresa: «¿El alba? Pero, ¿cómo es posible? Pues habré dormido entonces...» y se sintió perdida para siempre. 

Sin embargo, la mano de él seguía haciendo aquel movimiento lento, monótono y ameno sobre su nuca y cabeza, y en sus pensamientos ella imploraba que aquella mano no parara.

A través de la abertura de la ventana forzaba su entrada una fría oscuridad, En la profundidad del valle volvían a pasar unos invisibles vehículos militares. La luna seguía sobre el valle, a la linde del cielo, sin dar mucha claridad. «Todo aún está oscuro. No puede ser muy temprano» dijo ella para decir algo y sonó incluso natural la incredulidad de su voz, Entonces él dijo: «Ya, pero son las seis pasadas», y después de un rato añadió: «Acuéstate. Duérmete aunque sea sólo una hora. Nos espera un día duro. Te has helado, estás temblando. Por favor, acuéstate.» Y la mano de él volvió de su cabeza y nuca a su hombro, lo apretó con fuerza. 

Ella se levantó sin oponerse y pasó detrás de su mano, detrás de su brazo, hasta llegar a la cama. Y después, temblando aún por dentro, pero, con todo, sintiendo cómo aquello se atenuaba en su interior poco a poco con el calor de las sábanas calentadas por él, escuchando todo el tiempo como él caminaba por la habitación, escuchando sus pasos cercanos, y, con el pensamiento más reciente, perceptible pero apenas reconocible, de que ya no sentía ningún olor o al menos ningún olor que la irritara o repugnara, de repente se quedó dormida. Era como si bajo ella se abrieran aguas profundas y justo detrás de ella se cerraran, ya que no soñó nada ni sintió nada.

Después cuando abrió los ojos era de día y de nuevo le pareció no haber dormido sino haber estado en algún lugar del que acababa de regresar. Por el aire se elevaba el olor de harina tostada en mantequilla que llegaba por la puerta abierta de la cocina; allí alguien ajetreaba junto a la placa del horno, de hierro, pero no se oían pasos, como si todos los sonidos se hubieran fundido en silencio, así que durante un tiempo tenía la impresión de encontrarse en un alfaque, aunque estrecho, entre dos corrientes del tiempo. 

Entre la memoria y el olvido. Entre el aniquilamiento y una vida nueva en la que había que entrar independientemente de si se quería hacerlo o no. Y cuando iba hacia la otra orilla, bajo sus pies descalzos crujía la arena, dorada, caliente, seca y limpia, cedía ante los dedos y se hundía. Y pensó en la oscura agua de aquel tiempo del que conseguía salir, aunque tal vez hubiera sido mejor morir, ya que la memoria no sabía cicatrizarse, pero luego pensó también en el abismo, hueco y funesto, de la muerte y pensó en la desgracia, perjuicio, injusticia, y en las lágrimas. 

Pensó en la muerte con alivio pues se llevaba para siempre al ser humano del seno de la tierra corrompida por el mal. Pero pensó igualmente en la trágica belleza del mundo. También con desesperación. Y de repente se acordó y vio la desesperación e indignación ahora algo atenuada de toda aquella pesadilla, y pensó que él tenía que sentir desconsuelo. Y ahora sintió ella aquel desconsuelo. Enorme, inmensurable, inconsolable, mientras miraba atrás. 

Pero alejó aquellos pensamientos y empezó a bajar hacia la corriente que ahora le lavaba, limpia y fría, los pies y caderas, luego el vientre, senos y hombros, y más tarde botó con los pies sobre el fondo arenoso, y sintiendo todo el deleite de estarse derritiendo, desvaneciendo y diluyendo en aquella materia clara y líquida, abrió los ojos de nuevo.

Su marido estaba de pié y, al verla despierta, sonrió. Por un momento eso a ella le sorprendió pero al final aceptó aquella sonrisa como algo natural. A lo mejor ella también le sonrió cuando él se sentó en el borde de la cama. Y como si quisiera contestarle una pregunta aunque ella no le había dicho nada, o simplemente como respuesta a algún pensamiento él le dijo: «Acabará la guerra y todo en la vida se arreglará, ya verás». 

Entonces, sin apartar sus manos, sólo deslizándose bajo estas, ella saltó de la cama. «No se oye el cañoneo de artillería.» dijo. «¿Ha habido cambios en el frente?» Sin embargo, al parecer no quiso saber la respuesta porque añadió inmediatamente: «Sí, acabará la guerra, todo en la vida se arreglará, eso seguro...» y aunque sintió una enorme tristeza de esas palabras, sabía que tenía que superarla.

Una hora más tarde, después del desayuno, salieron, bien abrigados, delante de la casa donde habían dormido. Cerca de allí había el carro de dos caballos viejos con los que habían viajado el día anterior. Aquel anciano arropado con pieles de carnero sacaba de la casa vecina fardos de la mujer que les había acogido. «Ella también va a huir» dijo a su marido en voz baja mirando atentamente a aquella mujer y al anciano que le ayudaba. «Sí, va a huir también» dijo él. 

Y aunque ella no percibió en su voz desasosiego, este por un momento se apoderó de ella con fuerza. Pero con la misma fuerza ella rechazó ese sentimiento. Estaba ahora al aire gélido y fresco de la mañana y empezó a respirar hondo inhalando el aire que le llenaba los pulmones y llegaba hasta el diafragma.

En el cielo, pálido y no muy elevado, brillaba de lejos, totalmente en diagonal, el pálido sol parecido a una enorme bola de nieve derritiéndose. Al fondo del valle iban pasando, igual que el día anterior, grupos de personas que caminaban cargando fardos sobre sus espaldas y tirando de carritos o cochecitos de niños, colmados hasta el tope, e iban pasando carros repletos de bienes imprescindibles o cogidos casualmente, y de vez en cuando entre ellos se abría el paso algún camión militar tocando la bocina. 

Aquella vista seguramente mostraba horror pero ella lo miró con indiferencia. No con resignación o aceptación sino con indiferencia. Introdujo su mano bajo el brazo de su marido y siguió respirando hondo, como si no pudiera saciarse, como si le faltara esa sustancia fresca, fría, ligera e invisible, que le llenaba los pulmones, los dilataba, casi los reventaba, obligando a correr la sangre por las venas más deprisa. 

Pensó en aquello que habían dicho, que la guerra iba a acabar y todo en la vida se iba a arreglar y que seguramente iba a ser así porque lo decía él, aunque hoy ya sabe que aquello no fue sino el último invierno antes del nuevo diluvio...

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