La isla de Proteo - Stanley G. Weinbaum

 El atezado maorí que ocupaba la proa de la embarcación escrutaba la isla Austin, a la que se iban acercando poco a poco. Hubo un momento en que torció la cabeza para clavar sus ansiosas miradas en Carver.

—¡Tabú! —exclamó—. ¡Tabú! ¡Aussitan tabú!

Carver lo miró sin cambiar de expresión. Dirigió la vista hacia la isla. Con un aire de sombrío malhumor, el maorí volvió a empuñar su remo. El segundo polinesio lanzó al zoólogo una mirada implorante.

—Tabú —dijo—. ¡Aussitan tabú!

El hombre blanco lo miró brevemente, pero no dijo nada. Los indígenas humillaron la cabeza y doblaron el espinazo en prosecución de su tarea. Pero mientras Carver atisbaba la costa hubo un mudo y significativo cambio de miradas entre los nativos.

El prao que hasta entonces se había deslizado vivamente sobre las verdes olas hacia la isla orlada de espuma, empezó a remolonear como si temiera acercarse. La mandíbula de Carver se endureció.

—¡Rema bien, Malloa, estúpido!  ¡Rema bien!

Miró de nuevo a tierra. La isla de Austin no era tradicionalmente sagrada, pero por alguna razón estos nativos la temían. No era obligación de un zoólogo descubrir por qué. La isla estaba deshabitada y sólo recientemente se había recogido en los mapas. Vio cómo frente a ellos se extendían los bosques de helechos y pinos, semejantes a los de Nueva Zelanda, obscuras masas boscosas que tapizaban las colinas; contempló la blanca curva de la playa y se fijó en un punto en movimiento. «Un apteryx mantelli», pensó Carver, «un kiwi».

El prao seguía avanzando con precauciones hacia la orilla.

—Tabú —no dejaba de susurrar Malloa—, Aquí hay muchos bunyip.

—Espero que los haya —gruñó el hombre blanco—. No me gustaría volver junto a Jameson y los demás en Macquarie sin llevarles por lo menos un pequeño bunyip o cualquier duendecillo de cuento de hadas. —Soltó una risa burlona—. bunyip carveris. No está mal, ¿eh? Se vería bonito en los libros de historia natural con ilustraciones. 

En la playa cada vez más cercana, el kiwi, si realmente lo era, se precipitó hacia el bosque. Había algo extraño en el animal y Carver se quedó mirando con un aire de duda. Desde luego tenía que ser un apteryx; estas islas del grupo de Nueva Zelanda eran lo bastante pobres en fauna para que pudiese ser otra cosa. Una variedad de perro, una clase de ratas y dos especies de murciélagos completaban la vida mamífera de Nueva Zelanda.

Desde luego, había los gatos, cerdos y conejos importados que corrían, salvajes, por las islas del norte y del centro, pero no aquí. No en las Aucklands ni en Macquarie y, menos todavía, en Austin, situada en el solitario mar entre Macquarie y las desoladas islas Balleny, casi al borde de la Antártida. No, tenía que haber sido un kiwi.

La tripulación tomó tierra. Kolu, desde la proa, saltó como un pardusco relámpago hasta la playa y tiró del prao contra el suave reflujo de las olas. Carver se puso en pie y bajó; luego se detuvo en seco al oír, detrás de él, gemir a Malloa.

—Mira —se lamentaba el indígena—. Los árboles, wahi, los árboles bunyip.

Carver miró en la dirección señalada por el dedo del nativo. Los árboles, ¿qué tenían de particular? Estaban a cierta distancia de la playa, lo mismo que bordeaban las arenas de Macquarie y de las Aucklands. Luego frunció el ceño; él no era botánico. Eso era competencia de Halburton, que quedó con Jameson y el «Fortuna» en la isla Macquarie. El era zoólogo y sólo se daba cuenta de las variaciones de la flora de un modo superficial. Sin embargo, frunció el ceño.

Los árboles eran vagamente extraños. Desde lejos le habían parecido los gigantescos helechos y los altísimos pinos kauri que cabía esperar. Sin embargo, desde cerca, tenían un aspecto diferente, no completamente distinto, pero, con todo, un aire extraño. Los pinos kauri no eran exactamente kauri, ni los helechos eran iguales a las criptógamas que florecían en las Aucklands y en Macquarie. Cierto que aquellas islas estaban muchos kilómetros al norte y se podían esperar algunas variaciones locales. Sin embargo...

—Mutantes —masculló, frunciendo el ceño—. Esto tiende a corroborar las teorías del aislamiento de Darwin. Tendré que llevarle unas cuantas muestras a Halburton.

—Wahi —urgió Kolu nerviosamente—, ¿volvemos ahora?

—¡Ahora! —estalló Carver—. ¡Cuando acabamos de llegar! ¿Creéis que hemos hecho todo el camino desde Macquarie simplemente para dar un vistazo? Nos quedaremos aquí un día o dos y así me será posible estudiar qué vida animal reina aquí. ¿Por qué, qué pasa?

—Los árboles, wahi —gimió Malloa—. Bunyip, los árboles que andan, los árboles que hablan.

—Tonterías. Andar y hablar, ¿eh? —Agarró un pedrusco  de la playa y lo arrojó a la masa más próxima de sombrío verde—. Vamos a ver cómo dicen unas palabritas.

La piedra se abrió camino entre hojas y lianas y el suave choque se extinguió en un silencio inmóvil, Pero no tan inmóvil, porque un momento después algo obscuro y diminuto se perfiló en el cielo. Era tan pequeño como un gorrión, pero con la forma de un murciélago, con alas membranosas. Carver se quedó mirándolo, asombrado, porque el animal arrastraba una cola de unos diez centímetros, delgada como un lápiz, un apéndice que, desde luego no debería de poseer ningún murciélago normal.

Por un momento, la criatura aleteó torpemente a la luz del sol, ondeando su extraña cola, y luego se refugió otra vez en la obscuridad del bosque de donde la había espantado la pedrada. Sólo quedó un eco de su grito agudo y salvaje, algo que venía a sonar así: «juir, juir, juir».

—¡Qué demonios! —exclamó Carver—. Hay dos especies de quirópteros en Nueva Zelanda e islas vecinas, y ese no era ninguno de ellos. Ningún murciélago tiene una cola así.

Kolu y Malloa se lamentaban al unísono. La criatura era lo bastante pequeña para no desencadenar el pánico, pero había relampagueado contra el cielo con una siniestra apariencia de anormalidad. Era un monstruo, una aberración, y las mentes de los polinesios no eran capaces de afrontar sin miedo extrañezas desconocidas. N

No así las mentes de los blancos, reflexionó Carver, sacudiéndose un raro sentimiento de aprensión. Sería una pura estupidez permitir que los temores de Koíu y Malloa influyeran en un zoólogo perfectamente equilibrado.

—¡Callaos de una vez! —ordenó—. Hemos de atrapar a ese bicho o a alguno de sus primos. Necesito un ejemplar. Apostaría algo a que se trata de un rimolófida, pero de una especie desconocida. Apresaremos uno esta noche.

Las voces de los isleños se alzaron aterrorizadas. Carver cortó secamente las protestas y los argumentos y descripciones fragmentarias sobre los horrores de los bunyips, los árboles que andaban y hablaban, y los espíritus del mal con alas de murciélago.

—Vamos ya —gruñó—. Sacad las cosas del prao. Voy a dar una vuelta por la playa en busca de un arroyo de agua dulce. Mawson me indicó que había agua en la parte norte de la isla.

Malloa y Kolu estaban mascullando cuando él se alejó. Al frente, la playa se extendía blanca al sol del atardecer; a la izquierda velaba el azul Pacífico y a la derecha dormitaba el extraño, obscuro y sombrío bosque. 

Notó con curiosidad la variedad enorme de aquellas formas vegetales, extrañándose de que apenas hubiese un árbol o arbusto asimilable a cualquiera de las variedades comunes en Macquarie o en las Aucklands o incluso en Nueva Zelanda. Pero, desde luego, reflexionó, él no era botánico.

Además, las islas remotas producen a menudo sus propias variedades particulares de flora y fauna. Esto formaba parte de la teoría de Darwin sobre la evolución. Pensemos en la isla Mauricio y en su dodó, y en las tortugas de las Galápagos o en el kiwi de Nueva Zelanda o en la gigantesca y extinguida moa, ese pájaro que no vuela, parecido a una rata, de la familia de las dinornitidas. 

Y, sin embargo, pensó, frunciendo el ceño, uno nunca se encuentra con una isla enteramente cubierta por sus propias y únicas formas de vida vegetal. Las semillas traídas por el viento producían un intercambio de vegetación entre las islas; los pájaros traían semillas adheridas a sus plumas e incluso los ocasionales visitantes humanos contribuían al intercambio.

Además, un observador cuidadoso como Mawson habría informado en 1911 sobre las peculiaridades de la isla Austin. No lo había hecho, ni tampoco los balleneros que recalaban allí de vez en cuando en su viaje hacia la Antártida. Claro que los balleneros se habían hecho muy raros en los últimos años; podía haber transcurrido un decenio o más desde que ancló el último en Austin. ¿Qué cambio podía haber ocurrido en diez o quince años?

Carver llegó de pronto a un estrecho canal abierto por la marea dentro del cual goteaba un hilillo de agua desde un peñasco de granito situado al borde de la jungla. Se detuvo, mojó un dedo y probó el agua. Era salobre, pero potable y por tanto completamente satisfactoria. No esperaba encontrar un gran arroyo en Austin, puesto que la acumulación de agua tenía que ser muy pequeña en una isla de sólo ocho kilómetros por cinco. 

Con los ojos siguió el curso del arroyuelo que se perdía en el amasijo de helechos del bosque. Una imagen insólita retuvo su atención. Por un momento la contempló con entera incredulidad, sabiendo que no era posible que estuviese viendo... lo que estaba viendo.

La criatura había estado observando en el arroyuelo, porque Carver la vio al principio de rodillas en la ribera. Eso formaba parte de la sorpresa, porque, excepto el hombre, ningún animal adopta esta postura, y aquel ser, fuese lo que fuese, no era humano.

Unos ojos salvajes y amarillentos le devolvieron la mirada con un brillo llameante, y aquella cosa se alzó hasta quedar erguida. Era un bípedo, una burda imitación de hombre de no más de cuarenta centímetros de altura. Diminutas zarpas se aferraban de colgantes lianas. Carver vislumbró confusamente el pelaje gris que cubría su cuerpo, su cola flexible y los dientes agudos como agujas que sobresalían de su pequeña boca roja. 

Pero lo que más llamó su atención fueron los malévolos ojos amarillos y el rostro que no era humano, pero que contenía una odiosa sugerencia de humanidad asilvestrada, ominosa síntesis en miniatura de rasgos humanos y felinos.

No era la primera vez que Carver olfateaba el peligro. Su reacción tuvo casi la naturaleza de un reflejo, sin pensamiento ni volición; su escopeta se alzó y disparó como si se moviese por sí misma. Este automatismo era una cualidad valiosa en las zonas salvajes de la Tierra; más de una vez había salvado su vida disparando primero y reflexionando después. Pero la rapidez de la reacción no se prestaba a la exactitud.

Su bala atravesó una hoja ante la mejilla misma de la criatura. Esta gritó y luego, con un centelleo feroz en sus ojos salvajes, se perdió de un salto en la espesura,

Carver soltó un silbido.

—¿Qué diablos era eso? —masculló para sí.

Pero tenía poco tiempo para reflexionar. Pesadas sombras y un tinte anaranjado en la luz de la tarde le advertían que la obscuridad, una obscuridad súbita y sin crepúsculo, estaba cerca. Volvió por la curvada playa hacia el prao.

Un bajo rompiente de coral ocultaba la embarcación y a los dos maoríes, y un alargado montículo se interponía entre él y el sol poniente. Carver guiñó, ofuscado por la luz, y siguió andando pensativamente sólo para petrificarse en repentina inmovilidad al oír un grito aterrorizado que procedía de donde se hallaba el prao.

Echó a correr. No estaba a más de cien metros del arrecife de coral, pero tan rápidamente se hunde el sol en aquellas latitudes, que la obscuridad parecía correr con él hacia la cresta. Las sombras se alargaban sobre la playa cuando llegó a lo alto del montículo y se quedó mirando frenéticamente hacia el sitio donde habían varado la embarcación.

Allí había algo. Una caja, parte de las provisiones. Pero el prao había desaparecido.

Luego lo vio, ya en plena bahía, a unos doscientos metros de la playa. Malloa estaba acurrucado en la popa y Kolu estaba oculto en parte por la vela mientras la embarcación se movía firme y rápidamente hacia la obscuridad.

Su primer impulso fue gritar. Luego se dio cuenta de que estaban demasiado lejos para oírlo y, deliberadamente, disparó tres veces su revólver. Dos veces disparó al aire, pero como Malloa ni siquiera volvía la vista atrás, el tercer disparo lo hizo apuntando cuidadosamente a la pareja fugitiva. No podía decir si aquello había surtido o no efecto, sino sólo que el prao se adentró más rápidamente en la negra distancia.

Crispado por la rabia, siguió con la mirada a los desertores hasta que la blanca vela hubo desaparecido; luego dejó de maldecir, se sentó sombríamente en la única caja que habían descargado y empezó a preguntarse por qué habrían tenido tanto miedo. Jamás llegó a saberlo.

La obscuridad se hizo total. En el cielo aparecieron las extrañas constelaciones del hemisferio austral; al sudeste relucía la gloriosa Cruz del Sur y al sur las místicas Nubes de Magallanes. Pero Carver no tenía ojos para aquellas bellezas; desde hacía mucho tiempo estaba ya familiarizado con el aspecto de los cielos meridionales.

Reflexionó sobre su situación. Más que desesperada era irritante.

Estaba armado, y aun en caso contrario, podía estar tranquilo, no había ninguna vida animal peligrosa en estas diminutas islas al sur de las Aucklands, ni, excepto el hombre, en la misma Nueva Zelanda. Pero ni siquiera el hombre vivía en las Aucklands, o en Macquarie o aquí en la remota Austin.

Sin duda, Malloa y Kolu se habían asustado de un modo terrible, pero bastaba muy poca cosa para despertar los temores supersti­ciosos de un polinesio. Era suficiente una especie extraña de murciélago o un kiwi corriendo en las sombras, o incluso sus propias fantasías, estimuladas por supersticiones primitivas que hubiesen poblado de tabúes la diminuta isla Austin.

Y en cuanto al rescate, era algo más que cierto. En primer lugar, quizá Malloa y Kolu regresasen una vez recobrado el valor; si no era así tal vez se dirigieran a la isla Macquarie en busca del «Fortuna»; y, en último extremo, si desaparecían sin más, Jameson acabaría por inquietarse y, en tres o cuatro días, organizaría una búsqueda. No había ningún peligro, se dijo a sí mismo, nada por qué preocu­parse. 

Lo mejor era proseguir el trabajo previsto, Por fortuna, la caja en la que estaba sentado contenía el material necesario: su bote de cianuro para las muestras de insectos, redes, trampas y lazos. Podía continuar tal como había proyectado, excepto que tendría que dedicar algo de su tiempo a cazar y a prepararse comida.

Carver encendió su pipa, preparó un fuego con la abundante leña menuda que había por allí y se dispuso a pasar la noche. Profirió unos cuantos selectos epítetos dedicados a los maoríes cuando se dio cuenta de que su cómodo saco de dormir se había ido con el prao, pero el fuego le serviría contra el frío de la avanzada latitud austral. Pensativamente fumó su pipa hasta el final, se tendió junto a las brasas de la hoguera y se dispuso a dormir.

Cuando, siete horas y cincuenta minutos más tarde, el Sol asomó por el horizonte, estaba dispuesto a reconocer que la noche había sido todo lo contrario de un éxito. Las diminutas y persistentes pulgas que anidaban en la arena no habían dejado de acosarle y, la verdad, sus intentos por conciliar un sueño tranquilo habían sido vanos.

¿Por que? Seguramente no podía ser por el nerviosismo que le inspirasen la soledad y el extraño entorno. Alan Carver había pasado muchísimas noches en lugares salvajes y solitarios. Pero aquí los sonidos nocturnos lo habían mantenido en tensa duermevela. Por menos una docena de veces había adquirido plena conciencia de él con un sudor de nerviosismo. ¿Por qué?

Sabía por qué. Eran los sonidos nocturnos en sí. No por lo que tuvieran de  ruidoso  o  de  amenazador,  sino  por..., bueno,  por variedad. Sabía la riqueza de sonidos que ampara la noche; conocía todas las llamadas de pájaros y el chillido de los murciélagos propios de estas islas. 

Pero aquí en Austin los sonidos de la noche se había negado a ceñirse a su modelo de conocimiento. Eran extraños, inclasificables, y mucho más variados de lo que deberían de haber sido, y, sin embargo, incluso en el grito más salvaje, se le antojaba percibir una perturbadora nota de familiaridad, de algo conocido.

Se encogió de hombros, A la clara luz del día, sus temores nocturnos le parecían vanos, ridículos, por completo injustificables en la mente de alguien tan acostumbrado como él a lugares solitarios, Enderezó su fornido cuerpo, se desperezó y miró hacia el amasijo vegetal cobijado por los árboles helechos.

Tenía hambre. En algún sitio le esperaba el desayuno, bien en forma de fruta o de ave. Tal era toda la gama de su posible elección, puesto que por ahora no estaba tan hambriento como para pensar en otras posibles variantes: rata, murciélago o perro. Eso agotaba la fauna de estas islas.

¿La agotaba realmente? Frunció el ceño cuando lo asaltó un recuerdo repentino. ¿Qué decir de aquel pequeño monstruo de ojos ama­rillentos que le había gritado desde el borde del arroyo? Lo había olvidado con la excitación de la fuga de Kolu y Malloa. En todo caso aquel ser no era ni murciélago ni rata ni perro. ¿Qué era?

Todavía con el ceño fruncido, palpó su revólver y comprobó que estuviera a punto. Los dos maoríes podían haber huido asustados por una amenaza imaginaria, pero aquella cosa que viera junto al arroyuelo era algo que no podía achacar a la superstición, la había visto. Frunció el ceño más profundamente cuando recordó el rabi­largo murciélago de la tarde anterior. Tampoco aquello era fruto de la imaginación de los nativos.

Se encaminó hacia el bosque de helechos. Podía suponerse que en la isla Austin había unos cuantos mutantes, ejemplares mons­truosos y especies únicas. ¿Y qué? Tanto mejor; ello justificaría la expedición del «Fortuna». Podría contribuir a la fama de un tal Alan Carver, zoólogo, si era el primero en informar sobre este extraño mundo animal de la isla. Y sin embargo, era raro que ni Mawson ni los tripulantes de los balleneros no hubiesen dicho nada sobre aquello.

Se detuvo en seco en la linde del bosque. De pronto comprendió a qué se debía aquel aspecto extraño. Comprendió lo que Malloa había querido decir cuando hizo un ademán hacia los árboles. Miraba incrédulamente, pasando la mirada de árbol en árbol. Era verdad. No había ninguna especie que estuviese relacionada con las demás. No había dos árboles que fuesen parecidos, no había dos árboles semejantes. Cada uno era único en el follaje, el tronco y la corteza. No había dos que se asemejaran. No había dos árboles que se parecieran entre sí.

Pero eso era imposible. Británico o no, sabía que eso era imposible. Y mucho más en aquella remota islita donde la endogamia, la generación sin mezcla de familias o razas, era inevitable. Las formas vivientes podían diferir de las de otras islas, pero no cada forma de todas las demás; por lo menos no en una profusión tan increíble. La misma intensidad de la competencia en un espacio tan reducido no podía por menos que limitar el número de especies. No podía ser de otra manera.

Carver retrocedió media docena de pasos, inspeccionando el muro vegetal. Era verdad. Había helechos innumerables; había pinos; había árboles de hoja caduca, pero no había, en la extensión de cien metros que podía observar con claridad, no había dos árboles que se asemejaran. No había dos árboles lo bastante parecidos para atribuirlos a una misma especie, quizá ni siquiera a un mismo género.

Se quedó helado en una atónita estupefacción. ¿Qué significaba aquello? ¿Cuál era el origen de aquella abundancia antinatural de especies y géneros? ¿Cómo podía cualquiera de aquellas innumerables formas reproducirse a menos que hubiera otras de su tipo que la fertilizaran? Cierto que flores del mismo árbol podían fertilizarse entre sí, pero, entonces, ¿dónde estaban los brotes? Es un aspecto fundamental de la naturaleza que de las bellotas salgan robles y que de las semillas del kauri broten pinos kauri.

Con la más profunda perplejidad, siguió caminando por la playa, apartándose de la acometida de las olas en las que casi había llegado a internarse. La sólida pared del bosque permanecía inmóvil excepto cuando la brisa mecía sus hojas, pero todo lo que veía Carver era la increíble variedad de aquellas hojas. En ningún sitio, absolutamente en ninguno, había un solo árbol que se pareciese a cualquiera de los que él había visto antes.

Había hojas compuestas, digitadas, acorazonadas, orviculares, aciculares, pinatífidas, paripinadas. Había muestras de todas las variedades que él era capaz de nombrar y, aun siendo zoólogo y sin contar con la ayuda de un botánico como Halburton, podía nombrar un gran número. Pero no había ningún ejemplar al que pudiese relacionarse, ni remotamente, con ninguno de los otros. Era como si en la isla Austin las paredes divisorias entre los géneros se hubiesen disuelto y sólo permanecieran las grandes divisiones.

Carver había recorrido más de kilómetro y medio a lo largo de la playa antes de que la molestia del hambre le recordase cuál había sido su proyecto original. Tenía que encontrar comida de alguna clase, animal o vegetal. Con un sentimiento de claro alivio, vio pájaros ma­rinos peleando roncamente aquí y allá en la arena; por lo menos ellos eran representantes perfectamente normales del género larus. En el mejor de los casos, sin embargo, constituían una comida correosa y grasienta, y su mirada volvió de nuevo a los misteriosos bosques.

Descubrió una senda, tal vez un simple debilitamiento de la vegetación a lo largo de un suelo de roca, que se internaba en las verdes sombras, oblicuando hacia la boscosa colina que se alzaba en el extremo occidental de la isla. Era el primer paso accesible que encontraba y sin dudarlo un instante se sumergió en el umbrío pasillo mirando ansiosamente en busca de fruta o pájaros.

Frutas las vio en cantidad. De muchos de los árboles pendían masas globulosas u ovoidales de distintos tamaños, pero la dificultad, por lo que se refería a Carver, era que no reconocía ninguna especie comestible. No se atrevía a arriesgarse a morder alguna variedad venenosa; sólo Dios sabía los alcaloides violentos y deletéreos que podía producir esta extraña isla.

Los pájaros revoloteaban y piaban en las ramas, pero por el momento no descubrió ninguno lo bastante grande como para merecer un balazo. Además, otro hecho había llamado su atención: cuanto más se alejaba del mar, tanto más extravagantes se tornaban las infi­nitas formas vegetales del bosque, A lo largo de la playa había podido al menos atribuir una familia, si no su género, a cada una de las plantas, pero aquí incluso esas distinciones empezaban a desvanecerse.

Comprendió el porqué.

—La vegetación costera está cruzada con aportaciones de otras islas —masculló—. Pero aquí se han vuelto locas. Toda la isla se ha vuelto loca.

El movimiento de una masa obscura recortándose contra el cielo salpicado de hojas le llamó la atención. ¿Un ave? Si así fuese, era mucho mayor que los insignificantes pájaros que revoloteaban por encima de él. Apuntó el revólver cuidadosamente y disparó.

El sombrío bosque multiplicó el eco del disparo. Un cuerpo grande como el de un pato cayó con un grito largo y extraño, se agitó breve­mente entre las hierbas y se inmovilizó. Carver se precipitó hacia su víctima y se quedó mirando con perplejidad.

No era un pájaro. Era una criatura trepadora de no sabía qué es­pecie, armada con garras cruelmente afiladas y con malignos, blancos y aguzados dientes que sobresalían de una triangular boquita roja. Se parecía mucho a un perrillo, si era posible imaginarse a un perro trepando a un árbol. Pero la criatura no era ningún perro. 

Aun sin tener en cuenta su caída desde la copa del árbol, Carver se daba cuenta. Las garras retráctiles, cinco en las patas delanteras, cuatro en las traseras, eran prueba suficiente, pero más fuerte aún era la prueba de aquellos dientes como agujas. Era un félido. Descubrió una prueba más en los amarillos y rasgados ojos que lo miraban llameantes con el odio de un moribundo antes de apagar su fuego con la muerte. No, no era un perro, sino un gato.

Su recuerdo voló hacia aquella otra aparición de la orilla del arroyuelo. También aquel ser ofrecía un innegable aspecto felino. ¿Qué significaba todo aquello? Gatos que parecían monos; gatos que parecían perros.

Ya no tenía hambre. Tras unos momentos de indecisión agarró el peludo cuerpo y lo llevó a la playa. El zoólogo había superado al hombre; ya no estaba ante una pieza cazada, sino ante un organismo capturado para el estudio, un ejemplar raro. Tenía que ir a la playa y hacer todo lo posible por conservarlo. Indudablemente le pondrían un nombre que se refiriera a él: Felis Carveri, por ejemplo.

Un ruido a sus espaldas le hizo detenerse bruscamente. Miró atrás con cuidado a lo largo del túnel techado de ramas. Lo seguían. Algo, bestial o humano, lo acechaba entre las sombras del bosque. Lo vio, o los vio, confusamente, como informes sombras obscuras en el brillante despliegue de las hojas agitadas por el viento.

Por primera vez, los sucesivos misterios empezaron a causarle una sensación de amenaza. Apretó el paso. Las sombras se deslizaron y agitaron detrás de él y, a menos que atribuyese el fenómeno a una fantasía, un ahogado grito de alguna especie, un reprimido aullido se alzó de la obscuridad del bosque a su izquierda y fue contestado a su derecha.

No se atrevía a correr, pues no ignoraba que la manifestación de miedo provoca muy a menudo un ataque tanto por parte de bestias como de humanos primitivos. Se movió tan rápidamente como pudo sin dar la sensación de estar huyendo del peligro y por fin vio la playa. Allí, en terreno despejado, podría distinguir por lo menos a sus perseguidores si éstos decidían atacar.

Pero no lo hicieron. Se retiró del muro de vegetación, pero ninguna forma corrió tras él. Sin embargo, allí estaban. Durante todo el camino de vuelta a la caja y a los restos de su hoguera, percibía que tras el resguardo de las hojas acechaban formas salvajes.

La situación empezó a preocuparle. Le era imposible permanecer en la playa indefinidamente, aguardando un ataque. Más tarde o más temprano tendría que dormir, y entonces... Mejor era provocar un ataque inmediato, ver con qué clase de criaturas tenía que enfren­tarse y tratar de espantarlas o exterminarlas. Después de todo, tenía abundancia de municiones.

Alzó el revólver, apuntó a las cambiantes sombras y disparó. Hubo un aullido que era indudablemente bestial; antes de que se hubiese sumido en el silencio, contestaron otros. Luego Carver empezó a retroceder violentamente cuando los arbustos se abrieron para dejar paso a sus perseguidores y pudo ver la clase de seres que habían estado al acecho.

Una docena de formas en línea saltó desde el borde de la maleza a la arena, Por espacio de unos segundos permanecieron inmóviles y Carver pensó ser víctima de una pesadilla de zoólogo, no había otra explicación posible.

La manada era vagamente perruna, principalmente por su método de ataque, los ahogados gañidos de sus componentes y la disposición de los dientes de éstos, al menos en lo que Carver alcanzaba a distinguir. Pero en modo alguno ninguno de ellos se parecía a los perros cazadores indígenas de Nueva Zelanda ni a los dingos de Australia. Más aún, no se parecían a ningún perro que Carver conociera.

El hecho que le convenció de que no se trataba de un sueño fue la asombrosa repetición de todas las observaciones que había hecho en la isla Austin: no había un solo animal que se pareciera a otro. En realidad, pensó Carver con la devastadora fuerza de un golpe, en esta isla loca no había visto hasta entonces dos criaturas animales o vegetales, que parecieran emparentadas.

La indescriptible manada avanzaba centímetro a centímetro. Vio los extremos más salvajes entre aquellas criaturas: seres con largas patas traseras y cortos miembros delanteros; una criatura de piel desnuda, surcada de espinas y con el rostro semihumano de un hombre lobo; una cosa diminuta del tamaño de una rata que gañía con voz aguda; y una poderosa criatura con el pecho en forma de barril cuyo cuerpo parecía casi creado para la postura erguida y que avan­zaba sobre sus patas traseras tocando a intervalos el suelo con las delanteras como un orangután. Aquel ser en particular era una monstruosidad horrible color de fango amarillento y Carver lo eligió para su primer balazo.

El animal se desplomó sin un grito; el proyectil le había destrozado el cráneo. Cuando el eco del disparo se multiplicó entre las colinas, la manada respondió con un coro amenazador de ladridos, aullidos, gruñidos y gritos. Retrocedieron, apartándose momentá­neamente del cadáver de su compañero, para luego volver a avanzar amenazadores.

Una vez más Carver disparó. Una criatura de ojos sanguinolentos y que había avanzado a saltitos lanzó un gañido y se derrumbó. La fila se detuvo nerviosamente, dividida ahora por dos formas muertas. Sus gritos no eran ya más que un amortiguado gruñir mientras lo miraban con ojos rojizos y amarillentos.

Se sobresaltó al oír un sonido diferente, un grito cuya naturaleza no podía determinar, aunque parecía proceder de un punto donde la orilla boscosa se alzaba bruscamente en un pequeño acantilado. Era como si algún vigía azuzara la indescriptible manada, porque de nuevo cobraron valor para avanzar. Y fue en este momento cuando una piedra lanzada certeramente dio a Carver en el hombro produciéndole un agudo dolor.

Se tambaleó y examinó luego la línea de maleza. Un proyectil significaba inteligencia. La isla loca contenía algo más que bestias aberrantes.

Sonó un segundo grito y otra piedra silbó junto a su oreja. Pero esta vez Carver había captado el movimiento en lo alto del peñasco y disparó instantáneamente.

Se oyó un grito. Una figura humana surgió de la cubierta de follaje, se bamboleó y cayó de cabeza entre los matorrales, tres metros por debajo. La manada se dispersó aullando como si su valor hubiese desaparecido ante esta prueba de poder. Huyeron como sombras al interior del bosque.

Algo en la figura que había caído del acantilado le pareció a Carver más que extraño. Frunció el ceño, esperando un momento para asegu­rarse de que la indescriptible manada había huido y de que ninguna otra amenaza acechaba en la maleza y luego avanzó hacia el sitio donde había caído su atacante.

La figura era humana sin duda. ¿O no lo era? Aquí, en esta isla loca, donde las especies parecían adoptar cualquier forma, Carver vacilaba incluso en formular esa conjetura. Se inclinó sobre su caído enemigo, que yacía boca abajo, y volvió el cuerpo hacia arriba.

Era una muchacha. Su rostro, con la serenidad del Buda de Nikk era joven y delicioso como una figurita veneciana de bronce, con delicados rasgos que incluso en la inconsciencia tenían un aspecto salvaje. Los ojos, aunque estaban cerrados, dejaban observar una ligera oblicuidad de dríada.

La muchacha era blanca, aunque su piel estaba tostada por el sol, Carver estaba sin embargo seguro de su color porque en los bordes de su única prenda, una piel no curtida como de leopardo, ya reseca y crujiente, la carne se mostraba más blanca.

¿La había matado? Con una curiosa turbación, buscó la herida y la encontró, por fin, en un rasguño que apenas sangraba encima de la rodilla derecha. El disparo solamente le había hecho perder el equilibrio; lo que había producido el daño era la caída desde el acantilado; la prueba visible era una rojiza contusión en la sien izquierda. Pero estaba viva. La alzó apresuradamente en sus brazos y la transportó al otro lado de la playa, lejos de la maleza en la que la abigarrada manada de la joven sin duda acechaba aún.

Tras depositarla en el suelo, sacudió su cantimplora casi vacía y le alzó la cabeza para humedecerle los labios. La muchacha parpadeó y, al retornar a la conciencia, intentó zafarse violentamente del con­tacto del hombre. Trató dos veces de ponerse en pie y dos veces volvió a caer de espaldas cuando sus piernas se negaron a sostenerla. Por último se quedó completamente pasiva, clavando una mirada de fascinación en el rostro del hombre.

Y entonces Carver recibió otra sorpresa. Cuando los párpados de la muchacha se alzaron, se quedó sorprendido al ver sus ojos. Eran unos ojos inesperados a pesar de lo que hacía concebir la débil oblicuidad. Eran ambarinos, casi dorados, y tan salvajes como los ojos de un secuaz de Pan. La muchacha miró al zoólogo con la inten­sidad de un pájaro cautivo. Pero no tenía su timidez porque sin vacilar buscó con la mano el cuchillo de madera que pendía de la liana que ceñía su cintura.

Carver agitó la cantimplora y ella se apartó de aquella mano exten­dida. Él insistió, agitando el recipiente y, al oír el líquido borboteante, la muchacha lo aferró ávidamente, lo sostuvo un momento en la mano y luego, para asombro de Carver, olfateó el contenido, agitando las ventanillas de la nariz tan intensamente como se lo permitía la pequeñez de la misma. Al cabo de un momento vertió un poco de agua en el hueco de la mano y bebió. Por lo visto, no atinó a hacerlo directamente de la cantimplora.

La mente de la desconocida se despejó. Vio los dos cuerpos inmóviles de las criaturas muertas y profirió un ahogado gemido. Cuando se movió para levantarse, la enrojecida rodilla le dolió, y la muchacha volvió sus extraños ojos hacia Carver con una renovada expresión de miedo. Señaló la raya roja de la herida.

—¿C'm on? —dijo con una inflexión interrogativa.

Carver comprendió que el sonido se parecía a palabras inglesas por casualidad.

—¿Adonde? —preguntó él con una sonrisa burlona. La muchacha sacudió la cabeza con perplejidad.

—Burrum —respondió ella—. Siii.

Carver la comprendió. Era el intento de la muchacha por imitar el sonido de su disparo y el zumbar de la bala. Dio unas palmaditas en el revólver.

—Mágico —dijo, advirtiéndola—. Medicina mala. Mejor que seas buena muchacha, ¿comprendes? —Era evidente que ella no le enten­día—. ¿Thumbi? —probó él—. ¿Maorí tú?

Ningún resultado, sino una larga mirada de los oblicuos y dorados ojos.

—Bueno —gruñó él—. ¿Sprechen sie Deutsch, entonces? ¿O kanaka? O... ¡Qué demonios! Eso es todo lo que sé. ¿Latinum intelligisne?

—¿C'm on? —repitió ella débilmente, sin apartar los ojos del revólver.

Se frotó el arañazo de la pierna y la contusión en la sien, por lo visto atribuyendo los dos al arma.

—Está bien —accedió Carver de mala gana. Pensó que no estaría de más impresionar a la muchacha con su poderío—. ¡Mira esto!

Apuntó su arma contra el primer blanco que vio: una rama muerta que se alzaba de un leño traído por la corriente hasta el extremo del arrecife de coral. Era tan gruesa como su brazo, pero debía de estar totalmente podrida, porque en lugar de arrancarle un pedazo de corteza como él había esperado, el disparo abatió toda la rama.

—¡Oh! —jadeó la muchacha, llevándose las manos a los oídos. Sus ojos parpadearon al mirarlo; luego se esforzó frenéticamente por ponerse en pie. Estaba poseída por el pánico.

—No, no te vas a ir —ordenó él. La agarró por un brazo—. Vas a quedarte aquí.

Por un momento se quedó asombrado al comprobar la flexible fuerza de la muchacha. El brazo libre de ésta se alzó con la daga de madera, y él pudo apresar también aquella muñeca. Los músculos de la joven eran como bien templados cables de acero. Se retorcía furiosamente; luego, con una repentina sumisión, se quedó quieta en la presa del hombre, como si pensara: «¿De qué sirve luchar con un dios?»

Él la soltó.

—¡Siéntate! —gruñó Carver.

Ella obedeció su ademán más bien que su voz. Se quedó sentada en la arena delante de él, alzando la mirada con una expresión no de miedo, sino más bien de cautela en sus ojos color de miel.

—¿Dónde está tu gente? —preguntó él con dureza, señalándola y luego ondeando el brazo en un ademán que incluía a todo el bosque Ella se quedó mirándolo sin comprender y él cambió de mímica.

—¿Dónde vives? —e hizo la pantomima del acto de dormir. El resultado fue el mismo, simplemente una mirada de turbación en aquellos ojos gloriosos.

—¡Qué diablos!  —masculló él—. Tendrás un nombre, ¿no?  ¡Un nombre! ¡Mira! —Se golpeó el pecho—. Alan. ¿Comprendes? Alan, Alan. Eso lo entendió inmediatamente.

—Alan —repitió con docilidad.

Pero cuando él intentó saber el nombre de ella, fracasó rotun­damente. El único resultado de sus esfuerzos fue un aumento de perplejidad en los rasgos de la muchacha. Por fin reanudó sus esfuer­zos por sacarle de alguna manera dónde estaban su hogar y su gente, variando los ademanes en todas las formas que podía ocurrírsele. Y por último ella pareció comprender.

Se puso vacilantemente en pie y profirió un grito extraño, bajo y doliente. Al instante fue contestado desde la espesura, y Carver se envaró al ver aparecer la misma manada multicolor de seres indescriptibles. Debían de haber estado vigilando, acechando sin ser vistos. Una vez más, al avanzar, dieron un rodeo a los dos compa­ñeros muertos.

Carver sacó su revólver. Su movimiento fue seguido por un grito de angustia de la muchacha, que se lanzó ante él con los brazos extendidos como para escudar a la manada de la amenaza del arma. Se quedó mirándolo temerosa, pero desafiante, y había en su rostro una expresión de desconcierto. Era como si acusase al hombre de haberle ordenado llamar a sus compañeros sólo para amenazarlos con la muerte. Él se quedó mirándola con fijeza.

—Está bien —dijo por fin—. ¿Qué más da un monstruo más o menos en esta isla que los tiene a docenas? Diles que se vayan.

Ella obedeció aquel ademán imperativo. La siniestra manada se retiró silenciosamente y la muchacha se volvió vacilante como para seguir a las criaturas, pero se detuvo de pronto al escuchar la orden de Carver. Era la suya una actitud curiosa, en parte de miedo, en parte fascinada, como si ella no comprendiese del todo la naturaleza del zoólogo.

Éste era un sentimiento que él compartía hasta cierto punto, pues desde luego había algo misterioso en el hecho de encontrarse con una muchacha blanca en esta extravagante isla Austin. Era como si en la diminuta isla hubiese un ejemplar y sólo uno de todas las especies vivientes del mundo y ella fuese la representante de la humanidad. Siguió mirando perplejo aquellos salvajes ojos ambarinos.

De nuevo pensó que en aquella parte de Austin que había atravesado no había visto dos criaturas iguales. ¿Era esta muchacha tam­bién una mutante, una variante de alguna especie distinta a la humana y que por pura casualidad había adoptado una forma perfectamente humana? ¿Representaba ella a la forma humana en la isla, Eva antes de Adán en el Edén? Había habido una mujer antes que Adán, reflexionó.

—Te llamaremos Lilith —dijo pensativamente. El nombre era muy adecuado a aquellos rasgos salvajes y perfectos y a aquellos ojos llameantes. Litith, el ser misterioso al que Adán encontró en el paraíso antes que Eva fuese creada—. Lilith —repitió él—. Alan, Li­lith. ¿Comprendes?

Ella imitó los sonidos y el gesto. Sin protesta, aceptó el nombre que él le había dado, y se hizo evidente que entendía aquel sonido como el nombre que le había sido puesto. Porque cuando él lo profirió pocos minutos más tarde, los ambarinos ojos de la muchacha se quedaron mirándolo con aire interrogativo.

Carver se echó a reír y prosiguió con sus desconcertados pensa­mientos. Reflexivamente, sacó su pipa y la cargó, luego frotó una cerilla y la encendió. Lilith profirió un grito de sorpresa y extendió la mano. Carver no comprendió lo que ella estaba buscando, hasta que los dedos de la muchacha se cerraron alrededor de la cerilla. Había querido apoderarse de la llama como quien se apodera de un trapito que lleva el viento.

Gritó dolorida y asustada. Inmediatamente la manada apareció al borde del bosque, lanzando aullidos de cólera, y Carver se dispuso de nuevo a hacerles frente. Pero otra vez Lilith, recobrándose de la sorpresa de la quemadura, detuvo a sus amigos y les ordenó con un grito que volvieran a refugiarse entre las sombras. Se chupó los quemados dedos y miró a Carver con ojos agrandados por el asom­bro. Éste concluyó con un sentimiento de incredulidad que la mu­chacha no comprendía lo que era el fuego.

Había una botella de alcohol en la caja del equipo; la sacó, aga­rró la mano de Lilith y vendó los dedos quemados con un pañuelo impregnado en alcohol, aunque sabía muy bien que no era el mejor remedio para las quemaduras. Aplicó el desinfectante a la rozadura de bala en la rodilla. La muchacha gimió débilmente por el escozor, luego sonrió al aplacársele mientras sus extraños ojos ambarinos seguían con fijeza las bocanadas de humo de la pipa de Carver y las ventanillas de la nariz aleteaban husmeando el penetrante olor a tabaco.

—Y ahora —preguntó Carver, fumando reflexivamente—, ¿qué voy a hacer contigo?

Por lo visto, Lilith no tenía ninguna sugerencia que hacer. Sim­plemente siguió mirando con sus grandes ojos.

—Por lo menos —continuó él—, deberías saber qué comida se puede encontrar en esta isla loca. Porque tú comes, ¿no?

Hizo la mímica de la acción.

La muchacha comprendió inmediatamente. Se puso en pie, se dirigió al sitio donde estaba el cuerpo del gato con aspecto de perro y, por un instante, pareció olfatear su olor. Luego sacó del cinto su cuchillo de madera, apretó aquel cuerpo con un pie descalzo y cortó y arrancó una tira de carne. Alargó a Carver la sangrienta piltrafa y evidentemente se quedó sorprendida ante el gesto con que se negaba a aceptarla.

Al cabo de unos momentos apartó la oferta, miró de nuevo a la cara del hombre y clavó sus blancos dientecillos en la carne. Carver notó con interés lo delicadamente que sabía realizar una maniobra tan difícil, pues sus blandos labios no se mancharon con la menor gota de sangre.

Pero el caso era que él seguía hambriento. Frunció el ceño al pen­sar cómo dárselo a entender, pero por último encontró el medio.

—¡Lilith! —dijo enérgicamente. Los ojos de la muchacha relam­paguearon en seguida hacia él, Carver indicó la carne que ella enarbolaba, luego señaló a la misteriosa línea de árboles—. Fruta —dijo él—. Comida de árbol. ¿Comprendes?

Imitó los movimientos de quien come.

Una vez más la muchacha comprendió inmediatamente. Era raro, pensó él, la rapidez con que ella entendía algunas cosas, en tanto que otras parecían estar totalmente fuera de su alcance. Raro como todo lo que había en la isla Austin. ¿Es que, después de todo, Lilith sería enteramente humana? 

La siguió hasta la línea de árboles, lanzando a hurtadillas alguna que otra mirada a aquellos ojos salvajes color de llama, y a sus rasgos, hermosos, pero sin pulimento, como los de una dríada o de un elfo.

Ella subió por la empinada orilla y pareció desaparecer mágica­mente en las sombras. Por un momento, Carver sintió un sobresalto de alarma mientras trepaba desesperadamente tras ella; la muchacha podía esquivarlo aquí tan fácilmente como si en realidad ella misma fuese una sombra. 

Cierto que él no tenía ningún derecho moral a retenerla, sino el muy discutible que le proporcionaba el ataque del que ella le había hecho víctima; pero no quería perderla, no todavía. O quizá nunca.

—¡Lilith! —gritó cuando coronó la cresta.

Ella apareció casi a su costado. Por encima de ambos se retorcía una curiosa liana de la que colgaban frutas de un verde blancuzco con el tamaño y la forma de un huevo de gallina. Lilith agarró una, la partió con ágiles dedos y se llevó una porción a la nariz. Olfateó cuidadosa y delicadamente y luego arrojó lejos la fruta.

—Pah bo —dijo, arrugando la nariz con expresión de desagrado.

Encontró otra clase de fruta de extraño aspecto, compuesta por un disco fibroso del que salían cinco protuberancias en forma de dedos; el conjunto tenía la apariencia de una mano grande y mal formada. La olfateó tan cuidadosamente como había hecho con la otra y luego le sonrió.

—Bo —dijo, alargándosela.

Carver vaciló. Después de todo, no había pasado mucho más de una hora desde que la muchacha había tratado de matarlo. ¿No era posible que estuviera ahora persiguiendo el mismo fin al ofrecerle la fruta venenosa?

La muchacha sacudió el objeto desagradablemente bulboso.

—Bo —repitió, y luego, exactamente como si comprendiera la vacilación de su compañero, arrancó uno de los dedos, se lo metió en la boca y le sonrió.

—Está bien, Lilith —sonrió él a su vez, tomando el resto de la fruta.

Ésta era mucho más agradable al paladar que a los ojos. La pulpa tenía una dulzura ácida que le resultaba vagamente conocida, pero que no pudo identificar del todo. Sin embargo, animado por el ejemplo de Lilith, comió hasta aplacar el hambre.

El encuentro con Lilith y con su salvaje manada había borrado los recuerdos de su misión. Al volver hacia la playa frunció el ceño recordando que él estaba aquí como Alan Carver, zoólogo, y no con otro papel. Pero, ¿dónde podía empezar? 

Estaba aquí para clasificar y tomar muestras, pero, ¿qué iba a hacer en una isla loca donde cada criatura era de una variedad desconocida? Aquí no había posibilidad ninguna de clasificación, porque no había clases. Había sólo un ejem­plar de cada especie o por lo menos así parecía.

Más que dedicarse a una tarea que parecía inútil antes de empezarla, Carver gobernó sus pensamientos en otra dirección. Aquí, en algún sitio de Austin, estaba el secreto de este revolucionario desorden, y parecía mejor buscar la clave definitiva que perder el tiempo en la tarea interminable de clasificar. 

Exploraría la isla. Algún extraño gas volcánico, pensó vagamente, o algún raro depósito radiactivo, análogo a los experimentos de Morgan con rayos X sobre plasma de gérmenes. O alguna otra cosa. Tenía que haber algu­na respuesta.

—Vamos, Lilith —ordenó, y se encaminó hacia el oeste, donde la colina parecía ser más alta que la eminencia opuesta que había en el extremo oriental de la isla.

La muchacha lo siguió con su acostumbrada obediencia, con sus ojos color de miel clavados en Carver con aquella mezcla curiosa de miedo, admiración y, quizás, un asomo de adoración.

El zoólogo no estaba tan preocupado con la acumulación de miste­rios como para no poder mirar de vez en cuando la salvaje belleza de aquel rostro, y una vez se sorprendió a sí mismo tratando de figurársela con atuendos civilizados: su cabello color caoba recogido bajo uno de los sombreritos corrientes en la época, su esbelto cuerpo envuelto en telas más finas que la reseca y crujiente piel que llevaba, sus pies metidos en delicados zapatitos y sus piernas en finas medias. Se encogió de hombros y rechazó aquella imagen, pero no habría podido decir si era porque le parecía demasiado anómala o demasiado atractiva.

Empezó a subir la cuesta. Austin era una isla muy boscosa, como las Aucklands, pero el avance resultaba fácil, porque, aunque loco, el bosque estaba relativamente desprovisto de maleza.

Un par de aves emprendieron el vuelo a su paso. La primera era sólo una paloma moñuda, irguiendo su gloriosa cresta de plumas y la segunda sólo un loro gris. Las aves en Austin eran normales comunes al resto de especies de los mares del sur. ¿Por qué? Porque eran móviles; viajaban o eran empujadas por las tormentas de isla en isla.

Era media tarde cuando alcanzaron la cima, donde una solemne columna de basalto rojo se alzaba sin vegetación como la torre de observación de un guarda forestal. Trepó por uno de los costados y sin que Lilith se separase de él, miró más allá del valle central de la isla hacia la colina que había en el extremo oriental.

Entre ambas colinas se extendía el bosque salvaje cuyas profun­das sombras verdiazules centelleaban aquí y allá como la superficie de un lago en calma. Algunas especies de aves revoloteaban abajo y lejos, en el centro mismo del valle, se divisaba el brillo del agua. 

Calculó que aquello debía de ser el arroyuelo que ya conocía. Pero en ninguna parte, en ninguna parte en absoluto, había señal alguna de ocupación humana que explicase la presencia de Lilith: ninguna humareda, ningún claro, nada.

La muchacha le tocó un brazo tímidamente e hizo un ademán hacia la colina opuesta.

—Pah bo —dijo, temblorosa. Debía de comprender que él no entendía, porque repitió la frase y añadió—: Rrrr —moldeando sus perfectos labios en la imitación de un gruñido—: Pah bo, lay shot.

Apuntó de nuevo hacia el este.

¿Estaba tratando de decirle que vivían en aquella región algunos animales feroces? Carver no podía interpretar aquella mímica de otra manera, y la frase que ella había usado era la misma que aplicó a la fruta venenosa.

Entornó los ojos y miró intensamente hacia la eminencia del este, luego se sobresaltó. Había allí algo, no en la colina opuesta, sino cerca del hilillo de agua que corría por en medio.

Tomó los prismáticos que llevaba colgados del hombro y los enfocó hacia allí. Lo que vio, aunque no con claridad bastante como para tener la certeza, era una especie de estructura irregular que podía ser las paredes sin tejado de una casita en ruinas.

El Sol se ponía ya. Era demasiado tarde ya para una exploración, pero la haría al día siguiente. Marcó en su memoria el lugar de aquellas ruinas y luego empezó a bajar.

A medida que se acercaba la obscuridad, Lilith empezó a mostrar una curiosa reluctancia a avanzar hacia el este, quedándose atrás, a veces tirándole con timidez de un brazo. En dos ocasiones dijo: «¡No, no!» y Carver se preguntaba sí la palabra formaba parte del voca­bulario de la muchacha o si la había aprendido de él. Cierto era, reflexionó divertido, que él había utilizado la palabra con suficiente frecuencia como para que incluso un niño pudiese aprenderla.

Otra vez tenía hambre a pesar de las frutas que de vez en cuando Lilith elegía para él. En la playa mató de un disparo a un magnífico cisne negro australiano y lo transportó, cogido por las patas, mientras Lilith, aterrorizada por el disparo, lo seguía ahora sin objetar.

Caminó por la playa hasta su caja; no es que aquel lugar fuese preferible a otro, pero si Kolu y Malloa regresaban o traían una expedición de rescate desde el «Fortuna», aquel era el sitio donde buscarían primero.

Juntó leña seca y, en el mismo momento en que descendía la obscuridad, encendió un fuego.

Sonrió ante el sobresalto de pánico de Lilith y sus ahogadas exclamaciones de terror cuando la llama de la cerilla prendió y se extendió. Indudablemente ella se acordaba de sus dedos quemados y, titubeando, dio vueltas alrededor de las llamas para acurrucarse junto a Carver, que se ocupaba en desplumar y limpiar su trofeo.

Era obvio que Lilith no comprendía nada cuando él atravesó el ave con un espetón y empezó a asarlo, pero Carver sonrió al ver la forma en que fruncía su sensitiva naricilla ante el olor combinado de la leña ardiendo y de la carne asándose.

Cuando terminó la operación, él cortó un trozo de la carne, sabrosa y rica en grasa como la de un pato, y Carver sonrió de nuevo ante su desconcierto. Ella la comió, pero con mucho cuidado, sorprendida a la vez por el calor y el sabor nuevo de la carne; sin duda la habría preferido cruda y sangrante. Cuando hubo acabado, se limpió los dedos muy delicadamente con arena húmeda que recogió de un charco dejado por la marea alta.

De nuevo Carver se preguntaba qué hacer con la muchacha. No quería perderla, pero difícilmente podía permanecer despierto toda la noche para vigilarla. Podía atarla con las cuerdas que habían ase­gurado su caja de vituallas, pero por la razón que fuese la idea no le agradaba en absoluto. La muchacha era demasiado ingenua, dema­siado confiada y estaba llena de terror y de adoración. Y además, salvaje o no, era una muchacha blanca sobre la cual él no tenía ninguna autoridad legítima.

Por último se encogió de hombros y sonrió por encima del fuego a Litith, quien había perdido algo de su miedo a las brincantes llamas.

—Haz lo que quieras —comentó él amistosamente—. Me gustaría que te quedases por aquí cerca, pero no insistiré.

Ella le devolvió su sonrisa pero no dijo nada. Carver se tendió en la arena; estaba lo bastante fría para amortiguar las actividades de las molestas pulgas de playa, y al cabo de un rato se quedó dormido.

Su descanso fue intermitente. El salvaje coro nocturno volvió a turbarlo con su extrañeza y despertó varias veces. En la primera de ellas vio a Lilith sentada, mirando fijamente las brasas moribundas. Más tarde, cuando despertó de nuevo, el fuego estaba completamente apagado, y Lilith se hallaba en pie. Mientras él la miraba en silencio, la muchacha se volvió hacia el bosque. A Carver le dio un vuelco el corazón; Lilith le abandonaba.

Pero Lilith se detuvo. Se inclinó sobre algo obscuro, el cuerpo de una de las criaturas que él había matado, la más grande. Vio cómo la muchacha se esforzaba en levantarla y, hallando el peso demasiado grande, lo arrastraba trabajosamente hacia el espolón de coral y lo arrojaba al mar.

Regresó lentamente; tomó en brazos el cuerpo más pequeño y repitió la acción, quedándose luego largos minutos inmóvil contem­plando el agua obscura. Cuando regresó al lado de las cenizas, se quedó mirando unos momentos la Luna, y él vio cómo en sus ojos brillaban unas lágrimas. Comprendió que había presenciado un enterramiento. La contemplaba en silencio. 

La muchacha se dejó caer en la arena cerca del negro montón de cenizas, pero daba la impresión de que no necesitaba dormir. Miraba tan fija y temerosamente hacia el este, que Carver experimentó una especie de presentimiento. Estaba a punto de incorporarse cuando Lilith, como si llegase a una decisión después de haberlo pensado mucho, se levantó y caminó por la arena hacia los árboles.

Sorprendido, él se quedó mirando hacia las sombras y de ellas se alzó aquella misma extraña llamada que había oído en otras oca­siones. Aguzó los oídos y se convenció de que percibía un débil gañir entre los árboles. Ella había llamado a su manada. Carver sacó en silencio su revólver de la funda.

Lilith reapareció. Tras ella, sombras más obscuras se recortaban sobre la imprecisa maleza, formas extravagantes. La mano de Carver se crispó alrededor de la empuñadura del revólver.

Pero no hubo ningún ataque. La muchacha profirió una orden ahogada, las acechantes sombras desaparecieron y ella regresó sola a su sitio en la arena.

El zoólogo pudo verle la cara, pálida a la plateada luz de la Luna. Lilith le contemplaba y, convencida de que Carver dormía profunda­mente, se decidió a imitarle, el temor había desaparecido de sus rasgos; estaba más tranquila, más confiada. De pronto Carver com­prendió por qué; había ordenado a su manada que montasen guardia contra cualquier peligro que pudiera amenazar desde el este.

Lo despertó el alba. Lilith estaba todavía durmiendo, ovillada como un niño sobre la arena, y durante algún tiempo él se quedó mirándola. Era muy bella, y ahora, con sus dorados ojos cerrados, parecía mu­cho menos misteriosa; no parecía una ninfa o dríada de la isla, sino simplemente una muchacha deliciosa, salvaje y primitiva. 

Pero él sa­bía, o estaba empezando a sospechar, la loca verdad sobre la isla Austin. Si la verdad era la que él temía, entonces lo mismo podía él enamorarse de una esfinge, de una sirena o de un centauro femenino, como de Lilith.

Procuró hacerse fuerte. —¡Lilith! —llamó con un gruñido.

Ella despertó con un sobresalto de terror. Por un momento miró a su alrededor con pánico total en los ojos; luego recordó, jadeó y sonrió trémulamente. Su sonrisa hizo reflexionar a Carver. Se pregunto cómo había podido desconfiar de ella, temer una traición de su parte. Su aspecto era hermoso y conmovedoramente humano, excepto sus salvajes ojos color de llama. Y también pensó que esto último no era más que fruto de su imaginación.

Lo siguió hacia los árboles. No había ninguna señal de sus bes­tiales guardianes, aunque Carver sospechó que estaban cerca. Se desayunó de nuevo con frutas elegidas por Lilith, seleccionadas sin error posible, entre la variedad casi infinita, por aquella delicada naricilla. Carver pensó interesado que el olor parecía ser el único medio de identificar a los géneros en aquella isla demencial.

El olor es químico por naturaleza. Las diferencias químicas signi­fican diferencias glandulares, y las diferencias glandulares, a fin de cuentas, probablemente son las causantes de las diferencias raciales. Es muy posible que la diferencia entre un gato y un perro fuese, en definitiva, una diferencia glandular. Se estremeció ante el pensa­miento y miró con mayor fijeza a Lilith, pero, por torpe que él fuera, ella no parecía ser ni más ni menos que una pequeña salvaje insólita­mente bonita, excepto aquella rareza de sus ojos.

Él siguió moviéndose hacia la parte este de la isla con la intención de seguir el arroyuelo hasta encontrar la cabaña en ruinas, si era una cabaña en ruinas. Una vez más notó el nerviosismo de la muchacha cuando se acercaban al arroyo que casi dividía por el centro esta parte del valle. Desde luego, a menos que aquellos temores fuesen mera superstición, había algo peligroso allí. Examinó de nuevo su revólver y siguió andando.

A la orilla del arroyuelo, Lilith empezó a presentar dificultades. Lo agarraba de un brazo y tiraba de él atrás gimiendo «¡No, no, no!» en asustada repetición.

Cuando él la miraba con impaciente aire interrogativo, ella sólo sabía repetir, ansiosa y temerosa, la frase del día anterior:

—Lay  shot,  lay  shot.

—¡Vamos! —gruñó él—. Aquí no hay nada.

Se volvió para seguir el curso del agua hacia el bosque.

Lilith se quedó atrás. No podía decidirse a seguirlo. Por un ins­tante él se detuvo y volvió la cabeza hacia aquella figurita encan­tadora, pero luego continuó andando. Mejor que ella se quedase donde estaba. Mejor no volver a verla nunca, porque era demasiado bella para tenerla cerca. Sin embargo, Dios sabía, pensó, que parecía bas­tante humana.

Pero Lilith se rebeló. Una vez que tuvo la certeza de que él estaba resuelto a seguir adelante, lanzó un grito asustado.

—¡Alan! —llamó—. ¡Alan!

Él se volvió, atónito por el hecho de que ella recordase su nom­bre, y la encontró andando a su lado. Estaba pálida, horriblemente asustada, pero no quería dejar que se fuese solo.

Sin embargo, no había nada que indicase que esta región de la isla era más peligrosa que el resto. Había la misma loca profusión de variedades vegetales, las mismas inclasificables hojas, frutas y flores. Sólo, o él se lo imaginó, que había menos pájaros.

Una cosa detuvo su avance. A veces la orilla oriental del riachuelo parecía más despejada que aquella por la que iban caminando, pero Lilith se negaba resueltamente a permitirle cruzar. Cuando él lo intentó, se aferró a él tan desesperada y violentamente, que no tuvo más remedio que ceder y prosiguió su camino a través de la maleza. Era como si el curso de agua fuese una línea divisoria, una frontera o, frunció el ceño, un límite.

A mediodía alcanzaron su objetivo. Al doblar un recodo, semioculta por la tupida vegetación, Carver la vio.

Era una cabaña o, mejor, sus restos. Las paredes de troncos aún estaban en pie, pero el tejado, indudablemente de bálago, se había desintegrado hacía mucho tiempo. Pero lo primero que impresionó a Carver fue la certeza, evidente por el trazado, por las aberturas de las ventanas y de la puerta, que aquella no era una choza nativa. Había sido la cabaña de un hombre blanco.

Se alzaba en la orilla oriental, pero allí el arroyo se estrechaba hasta convertirse en un mero hilo, borboteando desde un gran charco en diminutos rápidos. Él cruzó de un salto sin prestar atención al grito de angustia de Lilith. Pero cuando la miró a la cara se detuvo. 

Sus magníficos ojos color de miel estaban agrandados por el miedo y sus labios se crispaban en una tensa línea de la más resuelta deter­minación. Tenía el aspecto de una mártir de la antigüedad que cami­nase al encuentro de los leones. Era como si dijese: «Si estás resuelto a morir, moriré contigo».

Pero dentro de las ruinosas paredes no había nada que inspirase temor. No había vida animal en absoluto, excepto un pequeño ser parecido a una rata que se escapó entre los troncos cuando ellos se acercaron. Carver lanzó una mirada por el herboso interior, donde crecían helechos, y vio los restos de muebles que se desmoronaban y caídos despojos. Hacía años desde que aquel lugar había conocido ocupantes humanos, un decenio por lo menos.

Tropezó con algo. Bajó la mirada y vio entre las hierbas un cráneo y un fémur humanos. Y luego otros huesos, aunque ninguno de ellos estaba en una posición natural. Su antiguo propietario debía de haber muerto allí donde se hundía el ruinoso camastro, y había sido arrastrado hasta aquí por algún animal.

Miró de soslayo a Lilith, pero ella estaba simplemente mirando con fijeza y pánico hacia el este. No había visto los huesos o quizá no significaban nada para ella, Carver los removió con cuidado bus­cando alguna pista sobre la identidad de los restos, pero no había nada excepto una corroída hebilla de cinturón. Aquello, desde luego, era poco; había sido un hombre y muy probablemente un hombre blanco.

La mayor parte de los escombros estaban hundidos varias pulgadas en la acumulación de tierra fangosa. Dio unas patadas entre los fragmentos de lo que alguna vez debió de haber sido un armario, y de nuevo su pie tropezó con algo duro y redondo; ningún cráneo esta vez, sino un jarro ordinario.

Lo recogió. Estaba sellado y tenía algo dentro. El tapón estaba sol­dado por la corrosión de los años; Carver partió el cristal contra un tronco. Lo que sacó de entre los fragmentos era un librito de notas de borde amarillento y quebradizo, Soltó unas palabrotas cuando una docena de hojas se desintegraron en sus manos, pero lo que quedaba parecía ser más fuerte. Se sentó en un tronco y examinó la tinta casi borrada.

Había una fecha y un nombre. El nombre era Ambrose Callan y la fecha el 25 de octubre de 1921. Frunció el ceño. Reflexionó. En 1921 él estaba en un instituto de segunda enseñanza. Pero el nombre de Ambrose Callan le era familiar.

Leyó más de las descoloridas líneas, luego se quedó mirando pensativamente al espacio. Aquel era el hombre, entonces. Recor­daba la expedición Callan porque, cuando joven, se interesaba por lugares lejanos, exploraciones y aventuras, como cualquier adoles­cente. El profesor Ambrose Callan de una famosa universidad. Empezó a recordar que Morgan había basado parte de su trabajo con especies artificiales, evolución sintética, en las observaciones de Callan.

Pero Morgan sólo había logrado crear unas pocas especies nuevas de la mosca del vinagre, de la drosophila, exponiendo plasma germi­nal a rayos X. Nada comparable a este manicomio de la isla Austín. Lanzó una mirada a la tensa y temerosa Lilith y se estremeció, porque ella parecía tan linda y tan humana. Volvió los ojos a las quebradizas páginas y siguió leyendo, porque aquí, por fin, estaba cerca del secreto.

Se sobresaltó por el repentino gemido de terror de Lilith.

—¡Lay shot! —gritaba ella—. ¡Alan, lay shot!

Él siguió el ademán de la muchacha, pero no vio nada. Induda­blemente los ojos de ella eran más penetrantes que los suyos, aun­que... ¡Allí! En las profundas sombras del atardecer, en el bosque, algo se movía. Por un instante lo vio claramente: un malévolo pigmeo como el horror con ojos de gato al que había atisbado bebiendo en el arroyo. ¿Igual? No, el mismo; tenía que ser el mismo, porque aquí, en Austin, ninguna criatura se parecía a otra, ni podría parecerse nunca, excepto por el más prodigioso de los azares.

La criatura desapareció antes de que él pudiese sacar su arma. Entre las sombras, acechaban otras figuras, otros ojos que parecían encendidos con una inteligencia no humana. Disparó y le respondió un curioso grito ululante. Las formas retrocedían un rato, pero vol­vieron de nuevo y él vio, ya sin sorpresa, la fantástica horda que se aproximaba.

Guardó el libro de notas en un bolsillo y agarró una muñeca de Lilith, porque ésta se hallaba como paralizada por el horror, Abandonaron la cabaña, dirigiéndose al estrecho arroyuelo. La muchacha parecía hallarse en un estado de estupor, medio hipnotizada por la presencia de sus perseguidores. Tenía los ojos agrandados por el miedo y avanzaba a trompicones como si anduviese a ciegas. Él envió otro disparo hacia las sombras. Aquello pareció despertar a Lilith.

—¡Lay shot! —gimió, luego recuperó el dominio de sí misma. Profirió su curiosa llamada y la respuesta no se hizo esperar. La manada de Lilith estaba aprestándose a defenderla, y Carver sintió una oleada de temor en cuanto a su propia situación. ¿No sería apre­sado entre dos enemigos?

Nunca olvidó aquella retirada a lo largo del curso de la pequeña corriente. Sólo el delirio podría igualar las salvajes batallas que presenció, los gritos antinaturales, los mortales zarpazos de criaturas inconcebibles, cosas que luchaban con el loco frenesí de monstruos y fieras. Él y Lilith habrían sido muertos inmediatamente a no ser por la intervención de la manada de la muchacha; de entre las som­bras avanzaban con bajos y bestiales gruñidos, cercando a Carver precavidamente, pero sin mostrar cautela alguna contra... las otras cosas.

De nuevo observó que, a pesar de sus formas, cualesquiera que pudiesen ser sus apariencias, los miembros de la manada de Lilith tenían algo de perros. No en el aspecto, desde luego; era algo mucho más profundo que aquello. En naturaleza, en carácter; eso era.

Y sus enemigos, por muy horrendas criaturas de pesadilla que pudiesen ser, tenían algo de felino. No porque su apariencia fuese muy distinta de los otros, sino por su carácter y sus acciones. Su mé­todo de lucha, por ejemplo: silenciosos, con garras mortíferas y agu­zados dientes, nada de los quiebros de la naturaleza canina, sino el salto y el zarpazo de los felinos. 

Pero su aspecto, su aire gatuno, estaba borrado por su apariencia exterior, porque se agrupaban desde la forma semihumana del pequeño demonio del arroyuelo hasta cosas de cabeza ofidiana, tan pesadas y esbeltas como una pantera. Y lu­chaban con una ferocidad y una inteligencia que eran anormales por sí mismas.

El revólver de Carver ayudaba. El zoólogo disparaba cada vez que se le ofrecía un blanco visible, lo que no ocurría demasiado a me­nudo; pero sus espaciados disparos parecían imponer respeto entre los adversarios.

Lilith, inerme como iba, excepto piedras y su cuchillo de madera, se pegaba al lado de su compañero mientras retrocedían lentamente hacia la orilla. Avanzaban con una enloquecedora lentitud, y Carver empezó a notar aprensivamente que las sombras se extendían hacia el este como para dar la bienvenida a la noche. Y la noche significaba la perdición.

Si pudieran llegar a la playa y encender un fuego mientras la manada de Lilith mantenía a raya a los atacantes, podrían sobrevivir, pero las criaturas que se hallaban aliadas con Lilith estaban siendo rebasadas. Eran desesperadamente inferiores en número. Cada pérdida aumentaba la vulnerabilidad del grupo, lo mismo que el hielo se funde con más rapidez cuando disminuye su tamaño.

Carver retrocedió tambaleándose hacia la anaranjada luz solar. ¡La playa! El Sol rozaba ya el espigón de coral y la obscuridad era cuestión de minutos, de breves minutos.

De la maleza salieron los restos de la manada de Lilith, una media docena de seres indescriptibles, gimientes, ensangrentados, jadeantes y exhaustos. Por el momento estaban libres de sus enemigos, ya que éstos prefirieron acechar entre las sombras. 

Carver retrocedió aún más, con un sentimiento de condenación cuando su propia sombra se alargó en el breve instante de crepúsculo que separaba al día de la noche en aquellas latitudes, Y luego una rápida obscuridad descendió mientras él arrastraba a Lilith al borde del espigón de coral.

Comprendió que la carga enemiga iba a producirse de un momento a otro. Siniestras sombras se destacaban de la profunda obscu­ridad del bosque. Uno de los seres indescriptibles maullaba suave­mente. Al otro lado de la arena, clara por un instante contra el blanco fondo de coral de la playa, la figura del pequeño diablo de postura semihumana se hacía visible y dejaba oír un malévolo y sil­bante gañido. Era exactamente como si la criatura hubiese avanzado igual que un caudillo para exhortar a sus tropas.

Carver eligió aquella figura como blanco. Su arma flameó; el maullido se convirtió en un grito de agonía y la carga sobrevino.

La manada de Lilith se agazapó, pero Carver comprendió que aque­llo era el final. Disparó, Las movientes sombras avanzaban. Se le vació el tambor; no había tiempo de recargar. Así pues, invirtió el arma, la aferró como una maza. Percibió que Lilith se ponía tensa a su lado.

Y entonces la carga se detuvo. Al unísono, como si escuchasen una voz de mando, las sombras se quedaron inmóviles, silenciosas excepto el bajo gañido de la criatura que agonizaba en la arena. Cuando se movieron de nuevo fue para volver grupas hacia los árboles.

Carver tragó saliva. Una débil luz parpadeante en el bosque atrajo sus miradas. ¡Era verdad! Playa abajo, allí donde había dejado su caja de vituallas, ardía un fuego, y, rígidas contra la luz, afrontándolos desde la obscuridad, había figuras humanas. El desconocido peligro del fuego había detenido el ataque.

Se quedó mirando. Allí en el mar, obscuro contra el débil resplandor de poniente, había un perfil conocido. ¡El «Fortuna»! Los hombres que estaban allí eran sus compañeros; habían oído sus disparos y encen­dido el fuego para que le sirviese de guía.

—¡Lilith! —dijo con voz ronca—. Mira allí. ¡Vamos!

Pero la muchacha se quedó atrás, El resto de su manada acechaba tras el resguardo del montículo de coral, lejos del fuego tan temido. No era ya el fuego lo que asustaba a Lilith, sino las negras figuras que había en torno, y Alan Carver se encontró de pronto frente a la decisión más difícil de su vida.

Podía dejar a la muchacha aquí. Sabía que ella no querría seguirle lo sabía por la trágica luz que había en sus ojos color de miel. Y sin duda alguna aquella era la mejor solución, porque él no podía casarse con ella. Nadie podría nunca casarse con ella, y era demasiado deli­ciosa para llevarla entre hombres que la podrían amar... como la amaba Carver. ¡Hijos! ¿Qué clase de hijos podría engendrar Lilith? Ningún hombre se atrevería a desafiar la posibilidad de que también Lilith estuviese afectada por la maldición de la isla Austin.

Entristecido, empezó a avanzar, un paso, dos pasos, hacia el fuego. Luego se volvió.

—Ven, Lilith —dijo gentilmente, y añadió melancólico—: Otras personas se han casado, vivido y muerto sin hijos. Supongo que también nosotros podremos hacerlo.

El «Fortuna» se deslizaba sobre las verdes olas, rumbo norte, hacia Nueva Zelanda, Carver sonrió al repantigarse en un sillón de cubierta. Halburton estaba todavía mirando de mala gana la línea de azul que era la isla Austin.

—Animo, Vanee —cloqueó Carver—. No podrías clasificar esa flora en cien años y, aunque pudieras, ¿de qué serviría? No hay más que un ejemplar de cada clase.

—Daría dos dedos de un pie y uno de una mano por probar —dijo Halburton—. Tú has estado ahí casi tres días y, si no hubieses asustado a Malloa, podrían haber sido más. Desde luego se habrían dirigido a las Chathams si tu disparo no le hubiese alcanzado en un brazo. Esa es la única razón de que se dirigieran a Macquarie.

—Menos mal que tuve esa suerte. Vuestra hoguera asustó a los gatos.

—Los gatos, ¿eh? ¿Te importaría volver a contarme toda la historia, Alan? Es tan fantástica, que todavía no la comprendo bien.

—Desde luego. Presta atención y lo comprenderás todo. —Sonrió burlonamente—. Con franqueza, al principio no se me ocurrió la menor explicación. Toda la isla parecía algo demencial. No había dos seres vivientes que fuesen iguales. Solo uno de cada género y además todos ellos desconocidos. No conseguí una sola pista hasta que me encontré con Lilith. Entonces noté que ella apreciaba las dife­rencias por el olor. Por el olor distinguía las frutas venenosas de las frutas buenas, e incluso identificó así aquella primera cosa gatuna que maté. La comió porque era un enemigo, pero no quiso tocar las cosas perrunas que maté de su manada.

—¿Y qué? —preguntó Halburton, frunciendo el ceño.

—Bueno, el olor es una función química. Es mucho más funda­mental que la forma exterior, porque el funcionamiento químico de un organismo depende de sus glándulas. Entonces empecé a sospechar que la naturaleza fundamental de todas las cosas de la isla Austin era exactamente igual que en cualquier otro sitio. No era la naturaleza la que había cambiado, sino la forma. ¿Comprendes?

—Ni jota.

—Ahora comprenderás. Desde luego, tú sabes lo que son cromosomas. Son los portadores de la herencia, o más bien, según Weissman, llevan los genes que portan los determinantes que llevan la herencia. Un ser humano tiene cuarenta y ocho cromosomas, de los cuales obtiene veinticuatro del padre y veinticuatro de la madre.

—Lo mismo le pasa a un tomate —dijo Halburton.

—Sí, pero los cuarenta y ocho cromosomas de un tomate llevan una herencia diferente, de otro modo, uno podría cruzar un ser hu­mano con un tomate. Pero, volviendo al tema, todas las variaciones en los individuos proceden del modo como el azar baraja estos cua­renta y ocho cromosomas con su carga de determinantes. Eso pone un límite bastante definido a las posibles variaciones.

»Por ejemplo, el color de los ojos se ha localizado en uno de los genes situado en la tercera pareja de cromosomas. Suponiendo que este gen contenga dos veces más de determinantes de ojos castaños que de ojos azules, las probabilidades serán de dos a uno en el sentido de que el hijo de cualquier hombre o mujer que posea este cromosoma particular será de ojos castaños... si su pareja no tiene ninguna marcada predisposición en un sentido o en otro. ¿Comprendes?

—Comprendo todo eso. Volvamos a Ambrose Callan y a su libro de notas.

—A eso voy. Ahora, recuerda que estos determinantes comportan toda la herencia y que eso significa forma, tamaño, inteligencia, ca­rácter, colorido, todo. El hombre, las plantas y animales, son susceptibles de variar en el inmenso número de modos en que es posible combinar cuarenta y ocho cromosomas con su carga de genes y determinantes. Pero ese número no es infinito. Hay límites, límites en cuanto al tamaño, al colorido y a la inteligencia. Nunca vio nadie has­ta ahora una raza humana con cabello azul, por ejemplo.

—Ni falta que hace —gruñó Halburton.

—Y —prosiguió Carver— eso es porque no hay determinantes de cabello azul en cromosomas humanos. Pero, y aquí viene la idea de Callan, supongamos que podemos aumentar el número de cromosomas en un óvulo dado. ¿Qué pasa entonces? En los seres humanos o en los tomates, si, en lugar de cuarenta y ocho, hubiera cuatrocientos ochenta, la posible cantidad de variantes sería diez veces mayor de lo que es ahora.

»El tamaño, por ejemplo, en lugar de la actual variante posible de unos noventa centímetros, podrían variar hasta ocho metros. Y en cuanto a la forma, un hombre podría parecerse a cualquier cosa. Eso por lo que se refiere a las posibilidades en el orden de los mamíferos. Y, en cuanto a la inteligencia...

Pensativamente, hizo una pausa.

—Pero —interrumpió Halburton— ¿cómo se proponía Callan rea­lizar la hazaña de insertar cromosomas extras? Los cromosomas mismos son microscópicos; los genes son apenas visibles con el mayor aumento, y nadie vio nunca un determinante.

—No sé cómo —dijo Carver gravemente—. Parte de sus notas se redujeron a polvo, y la descripción de su método debe de haber desaparecido con esas páginas. Morgan utilizó radiaciones, pero su objeto y sus resultados son diferentes. Él no cambia el número de cromosomas.

Vaciló.

—Creo que Callan utilizaba una combinación de radiaciones e in­yecciones —continuó—. No lo sé. Todo lo que sé es que permaneció en Austin cuatro o cinco años y que fue allí solamente con su esposa. Esta parte de sus notas está bastante clara. Empezó a tratar a la vegetación que tenía cerca de su cabaña y a algunos gatos y perros que había traído consigo. Luego descubrió que la cosa se iba extendiendo como una enfermedad.

—¿Extendiendo? —repitió Halburton.

—Desde luego. Cada árbol al que trataba extendía polen multicromosado al viento, y en cuanto a los gatos... De cualquier modo, el polen aberrante fertilizaba semillas normales, y el resultado era otra monstruosidad, una semilla con el número normal de cromosomas de un padre y diez veces más del otro. Las variantes fueron infinitas. Tú sabes la rapidez con que crecen los kauris y los helechos y es muy posible que adquiriesen una velocidad diez veces mayor.

«Las monstruosidades de la isla, ahogando los crecimientos nor­males. Y las radiaciones de Callan y quizá sus inyecciones afecta­ron también a la vida indígena de la isla de Austin: a las ratas, a los murciélagos. Empezaron a producir mutantes. Él llegó en mil nove­cientos dieciocho, y cuando se dio cuenta de su propia tragedia, Austin era una isla de monstruosidades donde ningún hijo se pare­cía a sus padres excepto por el más remoto azar.

—¿Su propia tragedia? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, Callan era un biólogo, no un experto en radiaciones. No sé exactamente lo que ocurrió. La exposición a los rayos equis du­rante largos períodos produce quemaduras, úlceras, enfermedades malignas. Quizá Callan no adoptó las adecuadas precauciones o tal vez estuvo usando una radiación de índole especialmente irritante. Como quiera que fuese, su esposa fue la primera en enfermar: una úlcera que degeneró en cáncer.

»Él tenía una radio y pidió que viniese su chalupa desde las Chathams. Ésta se hundió a la altura del espigón de coral y Callan, desesperado, empezó a hurgar en su aparato y se lo cargó. No era experto en electricidad.

«Aquellos eran días confusos, después de la terminación de la guerra. Hundida la chalupa de Callan, nadie sabía exactamente lo que había sido de él y al cabo de algún tiempo lo olvidaron. Cuando murió su esposa, la enterró, pero cuando murió él no había nadie que lo enterrase. Los descendientes de los que habían sido sus gatos se encargaron de despacharlo y eso fue todo.

—Sí, Pero, ¿qué me dices de Lilith?

—A eso voy —respondió Carver gravemente—, Cuando empecé a vislumbrar el secreto de la isla Austin, aquello me preocupaba. ¿Era Lilith completamente humana? ¿Estaba infectada también por el estigma de la variación de forma que sus hijos podrían variar tan ex­tensamente como las crías de los gatos? Ella no hablaba ni una sola palabra de ningún lenguaje que yo conociera o por lo menos eso es lo que me pareció entonces. No sabía dónde encajarla. Pero el dia­rio y las notas de Callan me dieron la explicación.

—¿Cómo?

—Lilith es la hija del capitán de la chalupa de Callan que éste rescató cuando el barco naufragó en la punta de coral. Ella tenía entonces cinco años, lo que significa que ahora ha de tener unos veinte. En cuanto a su lenguaje, bueno, quizá debería de haber reconocido las pocas palabras que ella recordaba. C'm on, por ejemplo, era commen, esto es, cómo; y pah bo era simplemente pas bon, no bueno. Eso es lo que ella decía de las frutas venenosas. Y lay shot era les chais, por algo que ella recordaba o sentía de que las criaturas del extremo oriental eran gatos.

«Alrededor de ella, durante quince años, se agruparon las cria­turas perrunas, que, a pesar de su forma, eran, después de todo, perros por naturaleza y leales a su ama. Y entre los dos grupos hubo eterna guerra.

—Pero, ¿estás seguro de que Lilith escapó a la maldición?

Se llama Lucienne —respondió Carver pensativamente—, pero creo que prefiere el nombre de Lilith. —Sonrió, mirando a la esbelta figura vestida con unos pantalones de Jameson y una camisa de él mismo, erguida en la popa con la mirada vuelta hacia Austin—. Sí, estoy seguro. Cuando fue lanzada a la isla, Callan había destruido ya el artilugio que había matado a su esposa y que estaba a punto de matarlo a él. Destruyó el resto de sus aparatos, comprendiendo que con el transcurso del tiempo los monstruos que había creado esta­ban condenados.

—¿Condenados?

—Sí. Los impulsos normales, endurecidos por la evolución, son más fuertes. Están ya apareciendo en los bordes de la isla, y algún día Austin no mostrará más peculiaridades que ninguna otra islita remota. La naturaleza siempre reclama lo suyo.

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