Tini - Eduardo Wilde


-¿Cómo va la enferma? - dijo el médico, entrando a una pieza en la que varias personas hablaban en voz baja.

-No está bien - contestó una de ellas.

-Perfectamente - repuso el doctor y penetró con precaución en la habitación contigua, que era un espacioso dormitorio, bien amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras blandas y lujosos adornos.

Una lámpara opaca alumbraba escasamente con su luz indecisa el aposento, cuya atmósfera denunciaba la presencia de perfumes y la per­manencia de personas cuidadas; había olor a recinto habitado por dama distinguida.

La enferma se hallaba acostada de espaldas, en un lecho limpio y acomodado.

Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las muje­res de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.

El doctor, mirando fijamente a la dama y to­mándole la mano, medio en uso de su profesión, medio en forma de saludo, preguntó:

-¿Cómo ha pasado el día la señora?

-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele todo; deme algo que me calme : ¡qué falta de compasión venir a esta hora!

-Señora, la mejor visita se deja para el últi­mo, como los postres. Es necesario buscar la es­tética aun en el desempeño de los más dolorosos deberes.

-Usted tiene siempre disculpas.

-Y usted jamás tiene necesidad de ellas. -Cúreme y le perdonaré su indolencia. -Usted será atendida con toda la prolijidad de que yo soy capaz.

En seguida hizo un interrogatorio detenido y explicó sus prescripciones.

Junto a la cama de la enferma, recientemente madre, había una cuna y en ella dormía sus pri­meros días un niño robusto, envuelto en mil bordados.

El médico se acercó a él y después de obser­varlo un rato, dijo:

-¡Será un famoso guardia nacional si la na­turaleza lo permite!

-Si Dios quiere, diga, doctor -objetó la dama.

-Bien, si Dios quiere ; en materia de creen­cias, tengo las de mis enfermas distinguidas.

El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto por su médico al augurio relativo al recién nacido.

La enferma se restableció pronto, y el niño durmió mucho, lloró poco y se alimentó a satis­facción en los días y los meses siguientes.

La madre lo cuidaba con esmero, no se sepa­raba de él durante el día y todas las noches se sentaba en la cama para mirarlo largo tiempo.

Cuando el niño suspiraba, la madre se sentía agitada, y cada tos y cada estremecimiento del pequeñuelo querido, producía una alarma, pues el augurio del doctor con su correctivo, trotaba con singular insistencia, durante las largas horas de vigilia, en la cabeza de la madre.

Mientras tanto, el objeto de tales inquietudes continuaba durmiendo sus días enteros y sus noches completas. Cuando no dormía, tomaba el pecho. ¡Jamás se vio niño más dedicado a esas dos ocupaciones!

A los diez meses dijo: mamá; la casa se puso en revolución. Después dijo: papá; un criado corrió a buscar al aludido a su escritorio para anunciarle la gracia. Más tarde se paró y dio algunos pasos, estirando los brazos para aga­rrar las manos que le ofrecían.

En estos primeros ensayos recibió el nombre de Tini.

¿Qué quería decir Tini? Nadie lo supo; pero el apodo se quedó como nombre.

Tini comenzó a caminar y a conversar.

Se dio muchos golpes y dijo mil barbaridades graciosísimas y comprometedoras. Por ejemplo llamaba papá a todo el que veía con barba larga y su verdadero padre sólo obtuvo el titulo legí­timo a través de un montón de juguetes y cara­melos regalados.

Tini era muy lindo; lo pedían del barrio para mirarlo y más de una vez, en sus excursiones, hizo de las suyas.

Un día Tini estuvo de mal humor; su mamá dio por causa que tenía la boca caliente y que apretaba las encías.

Con este motivo los dedos de todos los habi­tantes masculinos y femeninos de la casa, entraron en la boca de Tini, hasta que el índice del papá, sucio del tabaco, descubrió un conato de dentadura.

Tini echó un diente, no sin un gran conflicto en el barrio y serias consultas al médico.

Escenas análogas se repitieron durante algún tiempo, y Tini presentó por fin una dentadura de ratón, chiquita, cortante, graciosa, que se mostraba sobre todo seductora en las sonrisas de su boca rosada.

Inútil es añadir que de allí en adelante Tini obtuvo el privilegio de morder los dedos que se aventuraban en exploraciones peligrosas, y de desblocar todos los pedazos de carne que le caían a la mano. Solía también mascar las cabezas de los soldados de palo que le compraban; tales atentados motivaban invariablemente una visita médica.

El adorado y consentido Tini era sublime de impertinente, y sus audacias increíbles para de­cir las cosas más crudas con el mayor aplomo, sólo tenían su explicación en su inocencia sin­gular respecto a las conveniencias sociales.

Verdad es que cuando comenzó a hablar con metáforas inteligibles, y a encontrar símiles, sólo tenía dos años y medio.

A pesar de sus franquezas y paradojas, Tini gozaba del cariño de todos, y niños, mujeres, viejos y jóvenes se disputaban su amistad y sus caricias.

Su cara y su cuerpo eran una perfección, su carne era la más fresca de la naturaleza, su piel la más blanca, sus muslos duros y llenos, sus manos blandas, chicas, finas, con los dedos do­blados hacia el dorso.

¡Qué cabeza! ¡qué pelo! ¡qué ojos y qué boca! ¡Si daba ganas de comérselo a besos!, como de­cían las muchachas más expresivas del barrio.

La boca, principalmente, era una delicia; tenía gusto a leche con azúcar y causaba el tormento de su dueño quien, tras de cada beso, se limpiaba los labios con el brazo en prueba de disgusto.

Toda su ropa se parecía a él y lo recordaba sus botines sobre todo, eran adorables; gastados en el talón, algo torcidos y rotos a la altura del dedo grande, eran toda una historia de las mil ambulancias infantiles de su dueño.

Al mirarlos tirados en cualquier parte, la ima­ginación los rellenaba con el piececito del niño, y uno veía asomar su dedito rosado por el agu­jero de la punta.

Tini progresaba diariamente y su inteligencia tomaba formas caprichosas y trascendentales.

A la edad de cuatro años emprendió una refor­ma capital de la gramática, y atacó, desde luego, los verbos irregulares con un encarnizamiento incomparable.

No decía "hecho" por nada de este mundo, sino "hacido"; el verbo "jugar" en su presente de indicativo, era para él como sigue

Yo jugo,/ vos jugás,/ él juga,/ nosotros juga­mos,/ ustedes jugara,/ ellos también jugara.

En efecto, ya que el verbo no es "juegar" sino "jugar". Tini tenía razón contra la Academia, que permite una barbaridad tan inútil.

 

Pasando los días, llegó un cumpleaños de Tini; varias aves fueron muertas y preparadas para la comida; los parientes recibieron su invitación oportuna. El niño anduvo tras de las personas que se ocupaban de los preparativos, pero con cierta indolencia que no le era habitual.

En la mesa estuvo caído, descontento y ha­ciendo esfuerzos el pobrecito, por ser cariñoso con los que lo festejaban. Pidió levantarse antes de los postres y sin atreverse a abandonar la agradable compañía, buscó un término medio entre sus deseos y su malestar, acostándose en un sofá.

La mamá comenzó a inquietarse, aun cuando se explicaba el caimiento del niño por lo agitado del día y por el cansancio consiguiente. . .

Las visitas se despidieron; Tini puso su mejilla o su boca, según el grado de afección, pata: que fuera besada, y ganó pronto su camita, en la que se durmió en el acto.

Su sueño no fue tranquilo; la respiración pa­recía anhelosa; silbaba mucho por la nariz y se daba vuelta con frecuencia. Una mano sana pues­ta sobre la frente de Tini, habría notado un li­gero aumento de calor.

El silencio se había hecho en la casa, pero había un sitio en que comenzaba a levantarse una tormenta: el corazón de la madre. Hubo unos ojos que no se cerraron y un cuerpo estre­mecido que se revolvía en el lecho sin encontrar reposo.

A eso de las doce de la noche una figura fan­tástica proyectaba su sombra en las paredes.

La madre se había levantado y se acercaba en puntas de pies a la cama del niño.

Si yo fuera pintor y quisiera pintar un cuadro que representara la fórmula de todas las inquie­tudes humanas, pintaría una madre en camisa, con una vela en la mano, observando el sueño de su hijo, cuando teme que le sobrevenga alguna enfermedad. ¡Cuánta preocupación di­señarían sus facciones! ¡cuánta zozobra y ternura mostraría su semblante! ¡cuánto temor descontado sobre la previsión de una fu­tura desgracia!

La madre de Tini parecía la imagen del dolor la ansiedad. Estuvo un rato mirando a su hijo, suspiró profundamente y se retiró con un millar de desdichas engastadas en el alma.

Tini se despertó de repente y quiso quejarse, cuando le sobrevino una tos ronca y repetida.

Cien voces dijeron crup en el oído de la madre, los ecos repitieron crup, las sombras de las cor­tinas, de las molduras y de los adornos de la ha­bitación, proyectadas por la luz escasa de la lám­para, escribieron epitafios sobre los muros; la palabra crup se difundió por toda la casa, llenó la atmósfera, penetró en los últimos resquicios y heló las entrañas de la pobre madre.

Crup, dijeron los ruidos misteriosos de la no­che; crup, decía el viento que soplaba sus lamen­tos por las rendijas de las puertas; crup, repetían los cascos de los caballos que pasaban de tiempo en tiempo, arrastrando los pesados coches por las calles silenciosas ; crup, decían la péndola del reloj y el crujido de los muebles; crup, crup, murmuraba el roer de los ratones tras de los zócalos de las piezas; crup, secreteaban las hojas de los árboles que se mecían en los patios ; crup, gritaban las veletas de los edificios vecinos, ¡y hasta las estrellas que chispeaban en los cielos, mandando su luz temblorosa a través de los vi­drios, parecían encender sus cirios para velar el cuerpo de un ángel muerto de crup!

Crup, dijeron las aves que pasaban en banda­das y los aleteos de los pájaros en sus jaulas; crup, pronunciaban las olas que chocaban en las costas; crup, vociferaban los golpes en las puer­tas de los habitantes retardados ; crup, roncaban las voces de los ebrios en las calles, y crup, crup, preludiaban los músicos ambulantes que busca­ban un pan y un cobre martirizando sus instrumentos en la noche callada.

Cuando todo en la naturaleza hubo dicho crup, la madre de Tini dio un grito estridente, desesperado, y saliendo de su cama se paró rígida en medio de la habitación.

La casa se puso en movimiento, todos sus ha­bitantes se levantaron y corrían desatinados de un lado a otro. Se mandó en busca del médico; éste llegó pronto y observó al niño con profunda atención, con mirada intensa, con imperturbable quietud. 

La madre buscaba adivinar en el sem­blante del doctor su pensamiento; pero éste se guardó bien de darle formas por temor de que sus aprensiones fueran traducidas; su fisonomía no dijo nada, su actitud dijo reserva; pero los la­tidos de su corazón se perturbaron más de un momento en su ritmo vitalicio.

Tini miraba atónito la escena, y con cariño y curiosidad a su amigo el doctor.

Había en la cara del niño algo extraño ; su expresión era entre seria y triste; no demostra­ba dolor, pero alejaba la idea de bienestar; alguna sombra rara, indecisa, alarmante, se pa­seaba por su rostro pálido.

La noche se pasó en zozobras y cuidados; el niño dormitaba de tiempo en tiempo; el médico observaba los progresos del mal y propinaba él mismo sus inciertos remedios. La tos ronca del pequeño enfermo se repetía con más frecuencia; sus palabras, antes tan graciosas y sonoras, sa­lían oscuras y veladas de su garganta.

-¡Mamá! -decía, estirando sus bracitos re­dondos -, no me duele nada, no llores -. Pero su inquietud mostraba su mal y su respiración parecía un suspiro continuado. La madre se aho­gaba, los sirvientes lloraban, el luto y la tristeza se esparcía por toda la casa.

Al otro día un pequeño alivio se inició.

Tini pidió sus juguetes predilectos: su tambor, su corderito, su polichinela y sus soldados. Pron­to se cansó de acariciarlos, sin embargo, y los empujó al borde de la cama, como si le incomo­daran: sólo el polichinela, con sus platillos le­vantados, obtuvo el privilegio de acostarse a su lado.

Más tarde la respiración se hizo anhelosa, vol­vió la inquietud; hubo varios accesos ligeros de sofocación; el llanto apareció de nuevo en todos los ojos, varios médicos examinaron a Tini y él soportó con mansedumbre angelical aquellas molestas investigaciones. Después, como quien pen­sara que todo era inútil, al ver acercarse a los médicos armados de cuchara, instrumento al cual ya miraba con horror, se daba vuelta desesperado y gritaba con voz ronca y lastimera " ¡Basta, mamá!"

El corazón de la madre se desgarraba, sus lágrimas corrían a torrentes y con su mano tem­blorosa apartaba la del médico que iba a martiri­zar a su hijo.

Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más cruelmente las entrañas de mujer alguna.

Se habló de peligro inminente, de remedios he­roicos y de operación; pero la confianza, esa tabla de salvación de todos los infortunados de la tierra, había desaparecido de todos los pechos.

Las conversaciones se pararon, las comunica­ciones intelectuales no tuvieron ya más expresión que la mirada, y los ojos investigadores no hacían más que preguntas sin esperanza, ni obtenían más que respuestas dolorosas.

A la noche siguiente, la operación fue deci­dida.

El cuerpo de la madre, desarticulado y dese­cho, fue arrancado de la habitación donde Tini tramitaba sus momentos de vida.

-¡Pobre Tini !

Con sus ojos abiertos desmesuradamente y su rostro asombrado, fue colocado sobre una mesa con la cabeza echada hacia atrás y el cuello tendido.

El doctor, sin mirar la cara de su tierno már­tir, pues no habría podido mirarla sin vacilar, hizo rápidamente una herida en el sitio elegi­do...; se oyó un estertor de agonía... -¡Muer­to! - gritaron los asistentes... La sangre co­rrió mansamente por los lados del cuello del niño...; los médicos, silenciosos, no se inquie­taron; en la herida se colocó una cánula por la que se proyectó con violencia un montón de sangre y de espuma. Tini, desesperado, se sentó llevándose las manos al cuello: ¡quiso gritar y no pudo! ¡no tenía voz! Su mirada fue, sin em­bargo, más inteligente, respiró mejor y su débil cuerpecito se extendió de nuevo sobre su lecho de tortura.

Si hubiera palabras en algún idioma para des­cribir el momento en que la madre de Tini volvió a ver a su hijo operado, yo intentaría bosquejar la escena, medir la duración de los abrazos infi­nitos, contar las caricias imprudentes, desespe­radas y dementes, numerar los besos, recoger los suspiros y mostrar la tensión del llanto sujeto tras de los párpados por la intensidad de senti­mientos contradictorios.

Pero no hay tales palabras. La naturaleza ha puesto la expresión de los inmensos dolores fuera del alcance del lenguaje articulado, entregándo­sela a la música y a la pintura. Para sentir no basta entender, es necesario oír y ver.

El padre de Tini se paseaba en las habitaciones sin preguntar, sin hablar, sin escuchar, con­ sumiéndose en el incendio de su tormento in­terno.

Cuando se organizó la asistencia consiguiente la operación ; cuando los médicos se retira­ron; cuando la casa volvió a su monotonía de dolores, las horas continuaron pasando, marca­das por la indiferencia de los relojes y los con­flictos de las curaciones.

El sueño había huido de todos los cerebros; los practicantes que cuidaban al niño, camina­ban cautelosamente por la pieza : ¡el menor rui­do era una sorpresa! ¡la menor palabra un so­bresalto!

La niñera de Tini, sentada a los pies de la cama, ocultaba su rostro entre sus manos y escondía su dolor anónimo y menospreciado co­mo todo pesar de sirviente. ¡Su Tini, su adora­do Tini, no la hablaba, no la veía, no le estiraba los brazos como lo hacía siempre!

El día pasaba silencioso y la noche tristísima. La cabeza de Tini esparcía sus rulos de oro sobre la almohada mojada, y su pobre cerebro, envenenado por la enfermedad, comenzaba ya a enloquecerse y a mostrar a su conciencia desorientada, las fantasías del otro mundo con los detalles de éste, ¡mezclados, tergiversados, increíbles!

Cuando la aurora apuntaba, su luz indecisa, gris primero, blanca después, pasaba por los postigos entreabiertos y, advirtiendo a la lám­para que su tarea penosa de alumbrar durante la noche había concluido, iba a herir la pupila del niño con sus caricias cristalinas y sus besos transparentes.

Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, sus rayos ba­ñados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos pre­senciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.

¡Qué días y qué noches tan tristes se pasaba en el lúgubre aposento! ¡qué horas tan largas y tan desiertas! El silencio parecía el acompaña­miento solemne del pesar que extendía sus alas sombrías, y los ruidos inciertos, uno que otro crujido de muebles, alguna ligera oscilación de las puertas sobre sus goznes, el estallido de una burbuja de aceite en la pequeña lámpara o el choque repentino de algún insecto atolondrado contra las paredes, eran interrupciones sin ca­dencia que tomaban las proporciones atronado­ras de una explosión en las soledades de aquel mar de aflicciones.

Los espejos parecían meditar melancólicamen­te sobre las imágenes deslustradas que refleja­ban; los armarios entreabiertos, dejaban ver en su fondo semioscuro, las ropas ajusticiadas, cu­yos cadáveres colgaban de las perchas; las cor­tinas diseñaban en los muros figuras fantásticas, y las molduras y los adornos proyectaban sombras de caras grotescas o de esfinges extrañas, sobre las cuales se fijaba con tenacidad la ima­ginación apesadumbrada de las personas que hacían su guardia a la cabecera de Tini.

Una mosca grande, impertinente, exótica, de­safiaba a veces las persecuciones más bien com­binadas de los asistentes, y con una insistencia digna de mejor propósito, daba vuelta zumban­do alrededor de todas las cabezas, inquietándolas con su aleteo sonoro y musical; de repente se paraba, luego comenzaba de nuevo su prolija tarea; se alejaba, volvía, se asentaba en un obje­to, se levantaba y repetía su paseo circular mo­dulando sus óperas abstrusas, hasta que tomaba rumbo hacia una puerta y se escapaba satisfecha, como si acabara de encantar a su auditorio.

La atmósfera del aposento quedaba cargada con el bordoneo del insecto y parecía mantener en conserva algún mensaje lamentable, dicho por una comadre mal intencionada.

Y luego continuaban los silencios y los ruidos, las luces y las sombras, las caras y las esfinges, aterrorizando la imaginación y girando lastimeramente en torno del niño enfermo.

¡Pobre Tini! Entre un letargo y otro letargo él veía cambiarse los personajes de la escena: unos entraban, otros salían, algunos permane­cían estáticos y serios como senadores petrifi­cados, o bailaban contradanzas haciendo figuras al compás de una música que no se oía.  

Los ruidos de las calles comenzaban luego a amontonarse en la atmósfera y penetraban poco a poco hasta la cama de Tini, solitarios primero, juntos y en tropel después, hasta que su número y su mezcla producía un rumor uniforme, monó­tono, sin articulación ni timbre.

El farol del patio, que había mirado con su ojo amarillo durante toda la noche a través de las persianas el doliente cuadro, urgido por ta economía doméstica y la competencia insosteni­ble de la luz solar, se vio obligado a dejar de pestañear con su gas a medio foco, y sus fajas penumbradas, que desde las paredes del cuarto acompañaban a los veladores, se borraron de gol­pe, dejando en ellos la tristeza de una innovación.

Y a la plácida aurora, y al sol naciente y a los nublados de la tarde, sucedían el crepúsculo, la oscuridad de la noche, la semiluz de las estrellas o la serena reflexión de la luna que con su cara bruñida se levantaba lentamente hacia los cielos.

Las horas pasaban unas tras otras, con su número de orden a la espalda, en series por docenas, marcadas como camisas de gente me­tódica y llevándose al infinito las desgracias que sucedieron en ellas, sin dar vuelta jamás la cara, para mirar la mísera tarea de sus compañeras; las horas pasaban prendidas las unas a los fal­dones de las otras, con su paso uniforme, como soldados de teatro, sin pararse ni acabarse ja­más.

La número seis o siete de la segunda serie, que había visto esconderse el sol tras de los edi­ficios, con su cara roja como la de un enfermo de escarlatina, entraba en el cuarto de Tini en­vuelta en el crepúsculo, a pedir que encendieran las luces y pusieran un punto brillante en el vaso de aceite, donde iba a navegar toda la noche un disco de porcelana con una mecha mi­croscópica.

Los ojos de Tini, medio empañados ya, veían los círculos difusos de aquella luz clandestina que alargaba y acortaba sus rayos, en un eterno juego sin consecuencia y sin destino.

 Los ruidos de la calle se hacían cada vez más raros y se presentaban más separados. La voz de los vendedores se alejaba; el fragor de los vehículos disminuía y sólo de tiempo en tiempo, un coche apurado atronaba los aires raspando el pavimento.

Ruidos, luces, olores, todo llegaba a Tini como si viniera de otro mundo, y su cabeza desvanecida poblaba de fantasías increíbles ese cosmos de sensaciones.

Los médicos entraban, observaban, conversa­ban, ordenaban y salían silenciosos.

Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tini. Su jovialidad había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se impresionaba ante aquella desolación inevitable.

-¡Doctor,. mi hijo se muere! - le decía la madre de Tini -. "Se mueren, repercutía como un eco en el pecho del médico, pero sus labios no pro­ferían una palabra.

Tini ya no conocía, su cerebro preparaba voluptuosidades de otro mundo; sus rulos continuaban esparcidos sobre la almohada y sólo la cánula, sujeta a su garganta, daba indicios de vida, roncando flemas y sosteniendo artificialmente una existencia que se extinguía.

Por fin sus manos comenzaron a enfriarse; pequeñas esferitas de sudor helado brotaron en su rostro pálido, un movimiento convulsivo pa­reció iniciarse; hubo un momento de quietud extrema... Tini hizo un esfuerzo supremo para incorporarse: no pudo. Abrió sus grandes ojos, miró fijamente la luz de la lámpara, estiró los brazos hacia su mamá y los dejó caer de nuevo; la cánula dio su último ronquido y...

 

 

¡Las horas continuaron pasando con su núme­ro de orden, marcadas coño camisas de gente metódica!...

¡Es una felicidad morirse en la estación de las flores! El cajón de Tini iba literalmente cubierto de ellas y la mano callosa del sepulturero, des­hizo más de una corona al tratar de llenar su función municipal.

¡Y qué bueno es vivir en un pueblo donde hay carruajes de todas clases y de todos precios empresarios de diligencias, de ómnibus y de co­ches fúnebres; de coches fúnebres, sobre todo para casados, para solteros, para viejos y para niños!

¡Qué gran ventaja poder llevar un buen acom­pañamiento y que hasta los caballos y los vehícu­los se vistan de luto o se adornen con penachos blancos! ¡Cómo retrata esto los sentimientos hu­manos! ¡Un llamador con tules negros, un cuadro de Mesfitófeles cubierto de marino, una vela de estearina con corbata oscura, y hasta las teteras con capuchón de duelo, con la expresión más seria del pesar por la pérdida de un deudo!

Las teteras principalmente, ¡qué té tan amar­go hacen cuando están de luto! Y si ustedes vie­ran con qué desgano comen su limosna de pasto averiado los caballos de las cocherías cuando vuelven del cementerio, comprenderían la aflic­ción que los oprime y se explicarían el aspecto dolorido que ofrecen cuando cojean su trote de alquiler, balanceando sus penachos por las calles y caminando sin ojos delante de un catafalco con ruedas.

Y los cocheros sentimentales de los acompaña­mientos, que han aprendido a afligirse por el fallecimiento de todos los desconocidos, o por la tarea monótona de transportarlos por el mismo camino y con el mismo paso, ¡qué pesar insólito manifiestan en sus sombreros abollados y sus guantes de algodón, mientras metodizan su mar­cha, gestionando la última cuenta de su patrón, tras del deudor que llevan a enterrar, junto con las coronas de siemprevivas marcadas con una calumnia de terciopelo negro que dice:

"¡Eterno recuerdo!"

Tini, ¿ dónde estás? Cuando corre una estrella por los cielos y cae para hundirse en los mares, ¿tú viajas en ella? Cuando las hojas de los árbo­les de tu casa hablan en voz baja con el viento, ¿dicen algo de ti? Cuando mi corazón se oprime al ver un niño rubio como tú, ¿es tu mano peque­ña la que me lo aprieta desde el otro mundo? Cuando se evaporan las lágrimas que tu muerte ha hecho derramar sobre la tierra, ¿el pesar que disuelven llega hasta ti? ¿Dónde estás, dime? ¿Habré de morirme para verte?

¡Pobre Tini! Las flores de su cajón se han secado hace tiempo, las letras de su nombre se han carcomido, todo está viejo a su lado, pero el sepulcro que tiene en el seno materno se conserva nuevo y perfumado.

Su pelo está en muchos relicarios, su ropa está guardada cuidadosamente y uno de sus botincitos extraviado que ha sido descubierto en una cómoda antigua, un año después de no haber ya tal Tini sobre la tierra, ha producido una escena conmovedora y dolorosa; la imaginación de la madre lo ha llenado con el pie de Tini, y la ni­ñera asegura que, al ver esa reliquia, ha visto al mismo Tini con el botín amoldado, duro y torci­do, mostrando su dedo rosado por el agujero de la punta.

Sus juguetes yacen escondidos; el polichinela se ha quedado en el fondo de un mueble con los brazos tiesos y los platillos levantados; el tambor y los soldados están rotos y ¡ya ningún niño ju­gará con ellos!

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