El hombre de arena - E. T. A. Hoffmann (parte 6)

 

—¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel.

Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.

El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah…, ah…!
—¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo este sonriendo —: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.

Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que esta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta.

Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime, por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.

Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. 

Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. 

Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.

Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:
—Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. 

A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.

—¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.

Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía. Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria. 

Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.

Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. 

No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no
daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. 

Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:
—¡Ah!, ¡ah! —y luego—. Buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación —: ¡Sólo tú me comprendes!

Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. 

Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?

El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a este todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.

Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya para siempre. 

Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia.

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