Peligro - Sara María Larrabure

A toda carrera salí hacia el campo. Había un lugar donde no me encontraría. Era un escondrijo que me había tardado largo tiempo hallarlo.

Quedaba en una huerta, o lo que quedaba de lo que antes fuera una huerta. Nadie se  ocupaba ahora de hacer crecer en ella plantas verdes, pegadas a la tierra, alineadas correctamente; solo algunas matas de fresas ocupaban un minúsculo rincón del gran terreno. En el resto, las hierbas espurias, los matorrales salvajes, habíanla cubierto casi en su totalidad. 

En partes existían claros en los que emergía algún árbol y para llegar a estos yo tenía que arrastrarme por entre el matorral, siguiendo un túnel sombrío, pero perfecto; una obra de ingeniería hecha tal vez por un conejo o una vizcacha. 

El túnel no seguía una línea derecha, se retorcía sinuosamente hasta que llegaba al claro cuyo centro era el árbol. Luego había que buscarlo nuevamente, ya que la entrada se hallaba disimulada, pero yo la distinguía porque la cubrían matas sospechosas. No lo había recorrido todavía en toda su extensión, solo una parte y esta me había costado una paciente labor de días, quizás meses. 

Mis excursiones eran sigilosas, secretas, y cuando volvía de ellas me costaban reprimendas pues mi aspecto era desastroso: arañazos en la cara, brazos, piernas y el traje desgarrado. Pero no importaba, me había obstinado en recorrerlo y descubrir su secreto, tal vez conduciría a un país encantado donde no hubiese castigos ni exigencias. 

Lo que yo más temía era algún encuentro con algo monstruoso que podía ser desde una serpiente hasta el dragón guardián de ese otro mundo misterioso.

Mi carrera se detuvo ante el matorral. Si entraba a rastras en el túnel, mi traje nuevo se rasgaría, pero podía con cuidado remangarlo en la cintura y meterlo en el calzón asegurándolo con el elástico; la parte del corpiño se ensuciaría, pero podía sacudirlo más tarde. 

De todos modos, tal vez no volvería más, me quedaría en ese nuevo mundo al que, sin lugar a dudas, debía conducir el túnel. Tenía que ser un mundo bueno, en el que todos me querrían y sería bienvenida. La entrada del túnel se me aparecía tentadora, era, además, «mi túnel», yo lo había descubierto y ya lo quería, era un túnel bueno. 

El problema eran los zapatos, eran los más nuevos que tenía: me descalcé, introduje la falda en el calzón y me escabullí en el matorral de plantas parduscas y verde sucio. 

El piso estaba cubierto de pastos suaves que defendían imperfectamente de la humedad del suelo. Un olor dulce, de vegetación corrompiéndose, invadía la estrecha bóveda que había sido agrandada por mis anteriores incursiones. Me sentía enorme para la angosta galería y avanzaba cautelosamente, mirando, deteniéndome, investigando dónde ponía las manos y las rodillas. Un silencio completo me rodeaba.

El tener las piernas pegadas al suelo me daba la impresión de estar más segura. No importaba que estuviera la hierba húmeda; para mí la humedad era parte de mí misma, de todo lo que me rodeaba, fuera y dentro de mí.

El primer tramo era fácil. No tuve sino que levantar mis planas rodillas y depositarlas quedamente. Mis pobres rodillas ardían de tanto haber sido sobadas; habían sido demasiado castigadas. Nada importaba ya, el país estaba cerca.

El túnel viraba a la derecha, un corto paso, luego una hendidura en el terreno, quizá una brecha, un corto salto y al otro lado. Entonces venía la parte más difícil, era muy angosta
y tendía más y más a estrecharse. El traje se había deslizado hasta toparme las rodillas. Me detuve para volverlo a colocar dentro del calzón.

Era pavoroso fijarse en otra cosa que no fuese mi derredor, y odié el traje, odié el calzón, odiaba todo lo que me obstaculizara en mi designio. Ir hacia la aventura, no importaba qué fuera. Tratar, tratar, tratar.

¡Qué túnel!, casi no valía la pena. Aquí tantas ramas. Una me hirió en el brazo desgarrándome parte de la manga. La pobre manga soportaba ahora la sangre. Pero peor el traje desgarrado: no se podía reemplazar. Así se decía allá, acá nadie preguntaba. Esto es lo real: mi túnel y nadie más.

Las hierbas se hacían más tupidas, el pasaje más angosto, las plantas, yo creo, se cerraban. Lo importante era estar alerta. Alerta con los ojos, los oídos, el tacto. El peligro se podía esconder debajo del lecho de hojas húmedas sobre las que yo gateaba, o detrás del espeso matorral que se extendía a ambos lados del pasaje y arriba. Mis movimientos eran cautos, me detenía a cada avance escudriñando delante mío. Lo desagradable era mirar atrás, pues entonces tenía que volver la cabeza y perder de vista lo que me esperaba delante.

De pronto me hallé contemplando hojas verdes y a través de ellas un claro. En este, al centro, crecía un árbol de tronco angosto algo retorcido. Desde mi posición no podía distinguir la copa del árbol. Un temblor nervioso me paralizó: algo se había movido, algo subrepticio que se arrastraba y luego silencio. 

Agucé mis oídos esperando más que ver, oír de dónde venía. La sangre se deslizaba como un hilillo desde la manga desgarrada, cerca del hombro, por el brazo hasta mi mano derecha, plana contra el suelo y rojo azulácea por la posición y la inmovilidad. 

De nuevo repitióse el ruido. Esta vez sin temor ni interrupciones, aunque diferente del primero que había escuchado. Era monótono, como si alguien rastrillara golpeando levemente en la tierra. ¿Alguien trabajaba un jardín en un sitio tan abandonado?

Me froté la mano sucia contra el traje antes de separar las ramas frescas. El roce sonó como un vendaval en la quietud del lugar y a este le respondió un violento, furioso rasqueteo seguido por un batir de alas que se alejaron en el espacio. Nada más sino silencio nuevamente.

Al retirar las ramas tuve delante de mí una visión perfecta del espacio abierto que rodeaba al árbol. No era muy grande, lo suficiente para que una persona le diera vuelta cómodamente,
y el matorral se retiraba haciéndole cerco. La luz del día hería la vista si se paraba una y miraba al cielo. 

Di un brinco y emergí del matorral. Tenía que enfrentarme con lo que allí había y de pie lo podría hacer mejor que en mi torpe postura a rastras. Junto al árbol, a unos tres metros míos, yacía un bulto alargado, unos insectos pequeñísimos, en gran número, le zumbaban encima; era lo único que se movía. 

Un animal muerto, ¿qué otra cosa podía ser? Yo nunca había visto nada muerto, pero lo había oído contar. Siempre tenían los ojos abiertos como desorbitados y la lengua colgando, el cuerpo tieso como un mármol y no oían, no veían, ni tenían miedo (los que miraban al muerto sí tenían miedo), así se quedaban para siempre, muy tiesos e inmóviles.

Me acerqué. Ahí en el suelo no había nada tieso, solo un cuerpo tan chato y flaco que parecía de papel. En un extremo de este, en donde arrancaba el largo rabo, se podían ver los intestinos que se estremecían. La cabeza yacía tendida de lado con las dos grandes orejas muy juntas, pero el único ojo no estaba abierto, era un hueco, y la lengua no pendía del hocico pues este estaba cerrado. 

Lo único tieso eran los bigotes largos, tersos y brillantes, que partían de la abertura diminuta pegada a la línea fina y corta —en forma de v de vaca— que formaba el hociquito. 

Era una vizcacha muerta. Por primera vez veía yo a la vizcacha y la encontraba muerta. Muerta cruelmente sabe Dios por quién. ¿Es que este mundo también sería cruel? Quizás en torno mío se agazapaba el que había matado a la vizcacha de los tiernos bigotitos y la había dejado así abierta.

Ahora tenía que hallar la otra entrada del túnel. Hasta donde había llegado conocía el recorrido, lo que venía era la verdadera aventura, llena de peligros, pero tal vez algo bueno me esperaría al final. ¿Y el animal que había matado a la vizcacha?, ¿sería una serpiente o algún monstruo?, ¿y si me mataba a mí también? No, a mí no me mataría porque yo no podía morir, yo había nacido para la vida y esta todavía no había venido; viene cuando uno llega a hacer algo y yo no había hecho nada todavía. 

Recogí un palo seco y duro del suelo y me sentí con coraje nuevo para proseguir mi expedición. ¿El traje?, ¿el mundo de allá?, qué importaban. Nunca más regresaría. Quizás me esperaba lo que debía hacer, quizás ya estaba creciendo y pronto, antes de lo que yo creía, llegaría a ser muy grande. Me enderecé cuanto pude e inspeccioné el tupido matorral.

Allá, a mi derecha, las ramas crecían menos fuertes. Apenas ocultaban a los largos tallos que se cimbraban detrás formando la hendidura del túnel. Las separé y comprobé no haberme equivocado, salvo que el pasaje era mucho más estrecho y bajo. Lo mismo había pasado con el que yo acababa de recorrer y con mi cuerpo lo había agrandado.

Era como una puerta pequeñita, una puerta abierta hacia un pasaje sin nadie, nadie sino yo. Y también era trabajoso retirar la vegetación que lo cubría. La parte alta se hacía compacta al espesarse; los pastos silvestres habían ido cediendo a medida que crecían, doblándose, enredándose. Encima y por entre ellos, las innumerables trepadoras, sin control ni intención, formaban una maleza tupida, pero no imposible de abrir. 

Una y otra vez mi mano derecha empujó lo verde y mi izquierda palpó. Era bien oscuro allí dentro, y tan solo que provocaba ser siempre un habitante de esas regiones. Tan solitario, tan libre, que sin duda debía conducir a alguna parte.

Comencé a ascender. Mis manos ya no palpaban grama húmeda, sino piedras que las hicieron sangrar. Tenía que estar próxima al final de mi aventura. ¡Estaba tan fatigada! Las piedras rodaban a medida que yo trepaba, ¿por qué se siente tanto sueño cuando estamos por llegar? 

Ya el traje no tenía importancia. Tampoco la sangre. Ese estaba muy roto de modo que sería mejor que lo usara para limpiarme. Me senté. La oscuridad se volvía densa y yo estaba muy sucia. A mi lado observé una especie de lecho en el que se ensanchaba el pasaje. Un descanso de seguro preparado para los expedicionarios. 

Dudé si echarme pues resultaba bastante pequeño para mí. Me arrimé hasta el fondo. Sí, encogiéndome entraría, por lo demás era mi habitual posición para dormir; solamente las piernas sobresalían. Estas gentes debían ser sumamente pequeñas o esperarían visitantes más chicos que yo. 

En último caso yo las convencería, les diría que no les iba a hacer daño hablándoles que no era feo que fuese yo tan grande, insistiría que... bueno que... yo quería ir adonde ellos. ¿Y si eran malos? Si no fueran malos no hubiesen matado a la vizcacha. 

¿De dónde venía ese ruido? La luz apenas se colaba por entre las ramas. El ruido se repitió como un rastreo sobre la tierra. Mi mano palpó una cosa ovalada, ligera, y la apreté. Sentí un líquido pegajoso que me empapó los dedos. Claro que era un huevo, ¡como si yo no conociera lo que es un huevo! Vaya, era un amigo, una gallina seguramente. 

La verdad es que si estaba rodeada por una gallina entonces no había aventura. Se repetía lo de siempre: me había metido en la casa ajena y pronto me cogerían. A correr, pero ¿adónde?, ¿de regreso? No, eso no, nunca más. Seguiría adelante. Yo les explicaría; si se explica a los extraños siempre comprenden.

Me incorporé y seguí trepando. Otra vez el ruido rastreador de la gallina. Ojalá no se diera cuenta de su huevo. Las gallinas son estúpidas y miedosas. Quizás era la misma que había batido sus alas cuando salí al claro en el que encontré a la vizcacha muerta. Pero eso quedaba muy lejos. 

El túnel iba volviéndose tan angosto que tuve que echarme boca abajo, pues las ramas eran tan fuertes que ya no podía separarlas. Ahora estaba segura de que ese mundo albergaba
a gentes sumamente pequeñas. Ojalá me pudieran ver en mi totalidad. Es cierto que si me daban la vuelta me podrían ver hasta los pies. Mis pies, mis pies sangraban. La culpa la tenían
las piedras. 

Otra vez la gallina. Son asustadizas y persistentes. ¿Por qué no iba donde sus huevos a sentarse a hacer pollos? ¿Y si era su único huevo el que yo había roto? Siendo uno solo no tenía por qué molestarse tanto. Aunque un huevo debe ser muy importante para una gallina. Mañana pondrá otro y se olvidará. Las gentes se llevan sus huevos y las gallinas no se molestan.

Esta vez el ruido viene muy cerca de mí. Ninguna gallina camina así. Además, las gallinas hacen «clú clú». Esto no es gallina. Esto es otra cosa. 

Frente a mí se extendía el túnel tan estrecho y tan bajo que mi cabeza apenas podía pasar por él, pero yo sé que por donde pasa la cabeza pasa el resto del cuerpo; ya lo había experimentado muchas veces. 

La dificultad era el no poder moverme con rapidez. Las uñas mochas no ayudaban, ¿para qué me comería las uñas? Felizmente no podía ser un monstruo. Los monstruos son enormes y lanzan fuego por los ojos y por la boca, y no había nada chamuscado en ese túnel.

Esta vez lo sentí. Vino después del ruido. Sobre mi pierna izquierda. Pasó cuando la tenía quieta porque trataba de ver frente a mí en medio de la casi completa oscuridad. Se deslizó
con un toque leve un cuerpo resbaloso y se fue. 

No podía ser una culebra. Las culebras no existen sino en la imaginación, cuando no se puede dormir y se les ve enroscarse. No se había enroscado, luego no había nada que temer. 

Seguí adelante. Tenía que estar cerca. Me arrastré sin descanso mientras la noche se hundía en la maleza. La oscuridad no hizo que me perdiera. No tenía sino que seguir el mismo camino y las hierbas se habían ido separando más y más hasta dejarme pasar en cuclillas. Aquello que se había deslizado por mi pierna se había ido. Dicen que los animales salvajes le temen al hombre. Lo que fuera, no era «mi monstruo», era algún animal curioso. 

Estaba tan cansada que la cara me dolía, lo mismo que las rodillas, las manos, las piernas.

El monstruo se encontró con la gallina y la pulverizó con su aliento de fuego. Yo quise  decirle que la gallina estaba allí porque, por un descuido mío, se le había roto un huevo, pero él me miró con ojos inyectados y extendió una de sus patas que tenía uñas de garra y me alisó el cabello desgreñado. Tenía brazo de hombre y garras de fiera, sin embargo, su caricia era tan dulce que yo le dejé hacer sin protestar.

Levanté la cabeza. No vi sino sus ojos idiotas e insensibles de reptil, más arriba de mi cabeza, a pocos centímetros de mi frente. Permanecí hipnotizada con la cabeza ligeramente levantada sobre la tierra donde yacía tendida. Mis manos, ¿dónde estaban mis manos? Ahora no las sentía, las había perdido. 

Los ojos sin pestañas no parpadeaban; en la penumbra permanecían suspendidos sin contornos. El silencio me había encajonado: los gritos de las lechuzas y el viento barriendo los campos me llegaban sordamente. 

Un aliento fétido cayó sobre mi cara. Eso jadeaba. Sus pupilas hacia arriba dejaban una distancia protuberante y blanca en la parte baja del globo del ojo. No parecían verme y, sin embargo, yo sabía que me observaban. 

Las pupilas desaparecieron, pero ahí estaban esperando sin moverse. El aliento fétido se hizo menos soportable. Mis músculos comenzaron a existir, tuve conciencia de mi mano izquierda debajo de mi cuerpo, la derecha crispada sobre la tierra, arañándola, pidiéndole ayuda. 

Fue un movimiento instintivo y brutal. Los ojos volvieron a emerger de la penumbra cuando el puñado de tierra se escapó de mi mano cayendo certero sobre ellos. Un bulto enorme me aplastó, buscándome, estrujándome, mientras me debatía tratando de escurrirme. 

Sus miembros buscaban mis miembros tratando de definirme. El aliento fétido mareaba, me pedía que me abandonase. Hallé una piedra y golpeé, golpeé donde encontraba resistencia hasta que oí el jadeo aminorarse. Seguí golpeando contra algo duro, seguí aun cuando el líquido tibio se deslizó por mis manos, seguí golpeando hasta que no oí ya nada más sino los nítidos chillidos de las lechuzas triunfantes, apaciguando al viento. 

Retrocedí. Me encontré de nuevo en el espacio donde se alzaba el árbol ahora transparente contra la luna en el cielo. El bulto de la vizcacha era apenas una sombra junto al tronco. En una mano todavía sostenía la piedra, la otra estaba cerrada guardando un secreto áspero. 

La luz fría y blanca me mostró unas manos húmedas con manchas de tierra mojada. Levanté mi mano izquierda y la abrí: en el hueco de la palma un pedazo de piel sanguinolenta se sostenía pertinaz a unos mechones lacios y negros que se incrustaban entre mis uñas rotas, violentamente criminales.

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