La aparición - María Consuelo Villarán

Agustín bebió apresurado la taza de café que Clorinda le había servido. Hay camote para el pan, le dijo, alargando un plato pequeño con unas cuantas tajadas.
El hombre cogió el camote con su recia mano velluda y lo introdujo al pan.

—Solo tengo unos minutos para desayunar —comentó— ahorita tocan el pito de la fábrica.

Clorinda se quitó el mandil que ceñía su figura.

—Todavía tienes tiempo, toma tranquilo tu desayuno, yo te voy a envolver unas yucas fritas con queso para tu almuerzo.

El hombre suspiró mirando a su mujer envolviendo apurada su merienda en un papel plástico.
Él cogió el paquete y lo cubrió con un periódico.

—Voy a trabajar de corrido —dijo, haciéndole una seña de despedida.
Clorinda lo despidió con un ademán de mano. Se dirigió al dormitorio y vio a los niños que dormían, miró el reloj, ya era hora de que se levantaran para ir a la escuela.

Suavemente los despertó y los comenzó a vestir, ante las quejas y protestas de los chicos que querían seguir durmiendo. Marita era la menor y la más quejumbrosa.

Después del desayuno les preparó su lonchera y los dejó en la escuela.

De regreso buscó las llaves en el bolsillo de su chompa. Siempre tenía dificultad en abrir la puerta, al fin lo logró y entró. Las ventanas estaban cerradas y había poca iluminación en el interior.

Distraídamente pasó revista a la salita y al mirar el sillón del fondo lanzó una exclamación de sorpresa.

Una señora muy anciana estaba sentada en un sillón.

—¿Quién es usted? —gritó sobresaltada—, ¿qué hace en mi casa?

La mujer no contestó, fijó la mirada. 

— ¿Cómo ha podido entrar si las puertas estaban con llave?

—Dame un pan —dijo la anciana estirando la mano.

Clorinda entró a la cocina llamando a su marido, aunque sabía que él no estaba.

Por fin regresó a la sala y, ante su sorpresa, la mujer había desaparecido.

Sin explicarse lo que le había sucedido, preparó el almuerzo y fue en busca de sus hijos.

De regreso los sentó a la mesa y les sirvió un plato de sopa y yucas fritas.

Marita se bajó de la silla y miró hacia la sala.

—¡Mami, mami! —dijo volteando la cara—, hay una abuelita en la sala.

Pepe volteó a mirar.

—Mentirosa —dijo— no hay nadie.

Clorinda se estremeció.

—No hay nadie, hijita, te ha parecido —murmuró.

La niña siguió almorzando, de rato en rato miraba hacia la sala.

—Pepe, mira, ahí está la abuela, me está llamando —le dijo despacio.

El chico le jaló el cabello, llevándose la cuchara a la boca.

—¡Mamá, el Pepe me está pegando porque le digo que la abuela me llama!
Clorinda no se atrevía a mirar a la sala. Esperó que terminaran de almorzar y se llevó a sus hijos al dormitorio, allí se pusieron a realizar las tareas. Ella se fue a lavar la ropa. Luego de la cena acostó a los niños y se sentó al lado de su cama. Pepe prontamente se durmió.

Marita, en cambio, estaba recostada contra su mamá.

—¿Mami, por qué la abuela no se va?

—¿Por qué dices eso, hijita? Aquí no hay nadie.

Clorinda abrigaba a su niña y le temblaban las manos.

—Sí, mami, si vamos a la sala vas a ver.

—Por favor, nena, duerme, no quiero oírte hablar tonterías, me crispas los nervios— Clorinda trataba de tranquilizar a su hija y sosegarse ella también.

La niña guardó silencio.

Clorinda sabía que su hijita no mentía. ¿Acaso no la había visto ella también?
Al llegar su esposo, la mujer lo llamó aparte y le contó lo sucedido.

—Tonterías —dijo el hombre—, mejor sería que te ocupes de algo más serio.

—Tú nunca crees en nada —dijo nerviosa y colérica la mujer.

¿Y si le hiciera algo a Marita? —pensó horrorizada—. La acostaré conmigo.

Su marido tenía turno de noche en la fábrica de tejidos. Clorinda se quedó sola.

Las horas pasaban y ella no podía dormir, tenía a su hijita abrazada contra su pecho.
Recordaba las palabras de la niña y se llenaba de miedo y de angustia. La pequeña habitación estaba cubierta por una oscuridad asfixiante.

Quiso pasar la mano por la cabecita de su niña y un grito de espanto brotó de sus labios, despertando a los niños que lloraron asustados.

Al acariciar a la nena había tocado una mano rugosa encima de la cabeza de la criatura.

—¡Pepe, hijo, enciende la luz! —exclamó.

El niño corrió y apretó el interruptor. Ella no vio nada. ¿Sería sugestión? No, había tocado una mano arrugada, fría y venosa.

La luz quedó encendida.

—¿Por qué gritaste, mamá? —preguntó el niño.

—Casi me caigo y me asusté —respondió. No tardaron los niños en quedarse dormidos nuevamente.

Al día siguiente su marido no tenía guardia, la mujer sabía que no le prestaría atención; sin embargo, llegando la noche, le contó lo sucedido al acostarse.

El hombre la escuchó distraído.

—Tengo sueño —dijo y se acomodó para dormir.

Clorinda, desconsolada, trataba de mantenerse despierta, pero al fin el sueño la rindió.
Al poco rato un ruido la despertó, de un salto encendió la luz.

Marita se había levantado y arrastrando sus zapatitos se dirigía hacia la sala. Ella me está llamando.

Clorinda gritó y corrió tras la niña deteniéndola. 

—¿Por qué te has levantado? —le preguntó asombrada.

—Déjame, mamá, no me agarres, yo quiero ir a la sala. Ella me está llamando.

—¿Pero para qué? Anda, ven, acuéstate.

—No, mami, yo quiero ir, la abuelita quiere que vaya.

—Tus abuelitos están en Piura, esa mujer es mala, no debes ir, si te vuelves a levantar le cuento a tu papá y te va a pegar.

La pequeña se puso a llorar.

—No seas mala, mamá, yo quiero ir.

—¿Van a dejar dormir o no? —rugió el marido.

—¡Ya ves, tu papá está molesto!

Marita volvió a la cama sollozando.

Clorinda apagó la luz y encendió la lamparita para vigilar a la niña. Marita fingía dormir, más de una vez Clorinda vio que su hija la observaba y luego cerraba los ojos.
La madre, al fin cansada, se quedó dormida.

Clorinda soñaba intranquila cuando, de pronto, abrió los ojos y vio a su hija que se iba nuevamente a la sala. Aterrada se levantó de la cama.

—¡Marita!, ven acá —le gritó.

La niña no contestó, se detuvo, pero luego siguió avanzando.

La mujer saltó de la cama y corriendo alcanzó a su hija, la cargó y abrazándola fuerte la llevó consigo.

—¿Estás loca? ¿Adónde quieres ir?

—Mamá —contestó llorando la niña—, yo no quiero ir, pero siento como si me jalaran.

Clorinda despertó a su marido. El hombre, al ver a su hija y a su mujer llorando, se levantó y furioso fue directo a la sala.

—¡Aquí no hay nadie! —dijo molesto, regresando a la cama—. ¡Ya déjenme dormir! ¡Mañana tengo que madrugar!

En vano Clorinda intentó retenerlo despierto, el hombre se acostó y a los pocos minutos se volvió a dormir.

La madre se acostó en la cama de Marita, sujetando fuertemente a su pequeña.

—¡Ahí está, mamá! —gritó la niña.

La madre la vio. En efecto, estaba la anciana estaba a los pies de la cama tendiendo las manos hacia la niña.

—¡Jesús, esta mujer es el demonio! —gritó la mujer.

—Jesús —repitió la niña llorando.

La anciana abrió la boca como sonriendo, pero su sonrisa era una mueca. Les mostró entonces unos colmillos que no eran humanos.

Mirando a Clorinda le dijo:

—Dame un pan —y señaló a la niña

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