Dios, Tu y Yo… - Jean Ray
Después de más de veinte años de ausencia, regresé a Weston, mi
pequeña ciudad natal, que había abandonado cargado de oprobio y pobre como una
rata.
Mi vuelta no estaba dictada por ninguna llamada de campanario ni por el deseo de reconciliarme con el pasado.
Veinte años de filibusteo provechoso por los siete mares habían
hecho del pobretón que yo fui todo un nabad.
Mi viejo barco de carga, el Fulmar, fue a dormir en una dársena
del fondo de un puerto, y mis cuentas corrientes en los bancos de Kingston,
Singapoore y Alejandría fueron transferidas al Midland-Bank, de Weston.
Bajé del tren a la hora en que el horizonte enrojecido se
nublaba, y apenas hube franqueado la explanada cuando un individuo salió de la
penumbra, sombrero en mano.
—Notario Mudgett… ¡Su notario, capitán! He recibido sus órdenes
de Colombo y he podido hacer, en su nombre, la adquisición de un inmueble que,
espero, responderá a sus deseos. ¡Qué feliz casualidad encontrarle a usted en
el preciso momento que da sus primeros pasos por nuestra ciudad!
¡El animal! Debió de estar espiando mi llegada cada vez que
entraba un tren en la estación.
—Mudgett —dije—, usted es algunos años mayor que yo; pero el
Mudgett que declaró contra mí e hizo que me mandaran a la cárcel por un año era
mayor aún.
—Era mi padre —dijo el notario, suspirando—. Murió y espero que
Dios haya tenido piedad de su pobre alma. Lamentó toda su vida aquel momento de
malhumor, capitán.
—Me gustaría tomar un trago —dije.
—Tendré el placer de ofrecérselo a manera de bienvenida,
capitán. Mire: las luces se están encendiendo en el Balmoral. Es un club
particular, pero estarán encantados de recibirle.
El director del Banco de Midland debía de haberse ido de la
lengua, porque fui recibido por las sonrisas y los saludos de los caballeros
instalados alrededor de mesas y por las reverencias de los camareros.
Reconocí algunos rostros, aunque el tiempo los había envejecido
traidoramente.
En el fondo de la sala, lanzaron una cifra con voz demasiado
alta para no oírse:
—¡No lejos de un millón de libras!
Mi cuenta corriente, en efecto, debía de rozarlo.
A cuya frase, a un vejete, que se llevaba la copa a la boca, le
dio hipo.
Reconocí en él al director propietario del Weston-Advertirser,
el libelo local que, en otra época, me había hecho una bonita reputación por
algunas pillerías insignificantes.
"Tú, víbora —me dije—, dentro de ocho días vendrás a
pedirme subsidios para tu asqueroso periódico. Pues bien, ¡serás
servido!…"
No había terminado mi segunda copa cuando ya la mayoría de los
presentes me habían recordado y se habían acercado a estrecharme la mano. A
todos ellos les propiné un shake-hand que les disloqué el hombro.
•••
¡Infierno y maldición!
¡Yo, que contaba saborear a gusto el festín divino de la
venganza!
Fue suficiente una esquina de cortina levantada por una bonita
mano blanca para que la esponja pasara por encima de todos mis rencores y,
entre otras capitulaciones, firmé un cheque destinado a alimentar las cajas
hambrientas del Weston-Advertirser.
El destino se sirvió del amor para convertirme en un asqueroso
asno, y, para colmo, por medio del flechazo, una de las cosas en que nunca he
creído en mi vida.
Por la ventana de la cortina, mi vecina más cercana miraba hacia
la calle y, al verme pasar, me sonrió. La mano que alzaba la tela de encaje
temblaba ligeramente y, en su muñeca, un extraño brazalete de rubíes despedía
chispas.
La cortina cayó, pero yo tuve tiempo de ver una figura de
tanagra y unos hermosos ojos color de tempestad.
Aquella misma tarde, el notario Mudgett me informó:
—Se trata de miss Martine Messenger…, de una familia patricia
del Shropshire. La muchacha vive en Weston hace solamente una quincena de años,
por eso usted no pudo conocerla. Cuando vino aquí, apenas tenía veinte años. No
hay, pues, indiscreción al calcular su edad.
—¿Rica?
—¡Oh, no! Hasta se pasa sin criados; claro que su casa no es
grande.
Y añadió, como con pena:
—No tiene deudas…
Al día siguiente, yo llamaba a la puerta de miss Messenger.
•••
Me recibió en un cuadro indigno de su belleza: un salón glacial,
muebles de priorato, ramitos de margaritas en jarrones de falso alabastro.
—Vengo, como vecino de usted, a visitarla—le dije.
—Me encanta su gesto, tanto más cuanto que la costumbre se ha
perdido —respondió, con su sonrisa del diablo.
Yo había preparado algunas frases destinadas a cebar una demanda
claramente formulada. Las frases se me quedaron a retaguardia, como los malos
soldados, pero no la demanda clara y formal.
—Miss Messenger, deseo casarme con usted —le dije.
Ella tamborileó la mesa con un ademán que hizo fulgir los rubíes
de su brazalete.
—Yo no lo deseo —respondió—; pero, a pesar de eso, continuaremos
siendo excelentes vecinos por lo menos.
Sonrió de nuevo y me tendió la mano, rodeada de llamas. Estaba
aprisionado, cogido, perdido, decidido a todo porque fuesen míos los ojos, la
sonrisa, la mano de fuego…
Los habitantes de Weston ganaron con ello una paz que yo no les
había destinado.
•••
Pocas mujeres me han negado sus favores por toda la faz de la
tierra.
Al abandonar a mi vecina, tuve que recurrir a algunos highballs para poner mis ideas en equilibrio.
—Hermosa diablesa —dije—, puedo admitir que rechaces a un
hombre, pero no a un millón de libras, aunque digan que no tienes deudas. A
menos que tengas un chulillo…
Pero, en Weston, las bellezas masculinas no se prodigan y yo no
podía imaginarme ninguna cabeza conocida mía reposando sobre la almohada de
Martine Messenger.
El azar intervino lo suficiente para que los celos me mordieran
el alma.
Nuestros jardines, separados solamente por un seto, estaban en
la proximidad de un amplio prado comunal abandonado desde hacía muchos años y
transformado en una especie de selva.
Una noche, cerca de las doce, iba a echar el cerrojo a la puerta
del porche, cuando oí chirriar al portillón del jardín vecino y pude ver una
forma alejarse rápidamente bajo la luna.
"La bella Martine elige un extraño camino para ir al pueblo
—me dije—. ¿Será el de los gatos?"
Un instante después, la seguía a través de las zarzas, las
cizañas y las ortigas.
¡Vaya!
Había estado a punto de gritar esa exclamación.
Martine había abandonado el sendero, serpenteando por entre el
barbecho, y marchaba deliberadamente hacia los Groves. Era así como se llamaba
un cementerio no afecto después de un proceso entre la comunidad y un caballero
de la región, y después que Weston se ofreció una necrópolis moderna al otro
lado del pueblo.
Miss Messenger alcanzó un trozo de muralla, último vestigio de
la tapia que circundaba el campo santo, cuando una nube cubrió la luna,
hundiendo en las tinieblas la siniestra extensión y robando a mi mirada la
lejana figura.
—No es sitio a propósito para una cita de amor —gruñí, con
desprecio.
Sin embargo, pasé dos horas de plantón en la oscuridad,
esperando que miss Messenger regresara.
No la volví a ver hasta la mañana siguiente, a la puerta de su
casa, cuando echaba miguitas de pan a los gorriones.
•••
Voy a referirme ahora a mi sueño. Como se injerta en una antigua
realidad, me veo obligado a referirme a él.
Fue en Sydney.
El Fulmar se hallaba en dique seco y yo había alquilado una
habitación en Vine Street. Daba al parque Victoria donde…, ¡el Señor sea
alabado!…, apenas crecen los espantosos eucaliptos sin hojas ni sombra. La
noche era tórrida y yo dormía mal, cuando, de repente tuve la deliciosa
sensación de un abanico que me refrescaba la cara.
En mi duermevela, quise agarrar la misteriosa mano bienhechora
y, en efecto, la cogí.
Inmediatamente me desperté, dándome cuenta de que tenía apresada
una cosa velluda y desagradable que se debatía con furor. Logré encontrar el
interruptor de la luz, instalado a la cabecera de mi cama, y una bombilla se
encendió en el techo.
Estuvo a punto de que dejara escapar a mi prisionero, digamos mi
prisionera para mayor exactitud.
Era una enorme roussette, uno de esos murciélagos gigantes
bastante corrientes en Australia y a los que se les da a voces el nombre de
perros voladores.
Aturdido por la luz, el ave nocturna se puso a chillar
lúgubremente y su cara me hizo pensar en la de Tina, la perrilla que fue
durante mucho tiempo la mascota del Fulmar.
—Tina —dije—, estáte tranquila. No quiero hacerte daño.
Fue entonces cuando vi en el espejo mi cara roja de sangre
fresca.
—¡Oh, oh! —exclamé—. Participas con algunas de tus hermanas la
fea costumbre de los vampiros. ¡Satanesca bebedora de sangre! Pero esta noche
eres bien recibida, porque el toubib (médico) de la Marina me ha encontrado
demasiado gordo y me ha aconsejado una sangría. Acabas de evitarme un gasto de
más de media corona, Tina. Si quieres un trago más, sírvete.
El pajarraco no hizo nada, pero pareció calmarse, escucharme y
hasta sentir agrado por mis palabras.
—Vete, Tina, y si el corazón te lo pide, vuelve mañana.
Dicho lo cual, le devolví la libertad y la vi desaparecer en la
oscuridad del parque.
—¿Lo creerán?
Tina volvió todas las noches siguientes. Me había tomado cariño,
me despertaba mordiéndome la nariz y las orejas, dándome, a veces, bofetaditas
con sus anchas alas membranosas y ladrando dulcemente como mi difunta perrita.
Creo que debió deplorar mi partida.
No me atreví a llevármela.
La vida de a bordo no podía convenirle.
•••
Ahora, vuelvo hacia mi sueño más reciente.
Me obligaba a hacer un recorrido por el pasado: estaba en
Sydney, en mi habitación de Vine Street. Un abanico me enviaba un airecillo
fresco al rostro y, al mismo tiempo, sentí una picadura en la garganta.
—Vamos, Tina, al fin has vuelto… Toma tu bebida, querida
—exclamé para mí, alegremente, y la cogí por la pata.
Oí su grito y ella trató de desprenderse.
Me desperté. No estaba en Australia, sino en mi casa de Weston
y, en la oscuridad, algo se debatía.
No tuve más que apretar un interruptor para iluminar la
habitación y, entonces, fui yo quien gritó, pero con indecible estopor.
En mi puño se retorcía Martine Messenger.
•••
Me miraba con ojos inmensos, llenos de pena y de horror.
Una perla roja, húmeda todavía, yacía en una de las comisuras de
sus labios y un espejo me devolvía mi imagen, la imagen de mi cara, empapada en
sangre.
—Tina… —murmuré, creyendo, iluso aún, que me dirigía a mi
roussette de Sydney.
—No me llame Tina —exclamó, con voz ronca, mi cautiva.
El sueño se desvanecía. La realidad subía a la superficie.
Recobré mi ánimo y le dije:
—Tina era una roussette que hizo amistad conmigo. Un murciélago
muy grande, bebedor de sangre, un…
—Vampiro…, sí —dijo miss Messeger.
—¿Como usted?
—Sí, como yo.
Yo no había visto otros en mi vida, pero aquellos no se
parecían. Sin embargo, encontré la situación de mi gusto.
¡Tanto más cuanto que la golosa era extremadamente bonita!
Llevaba una bata de seda gris que dejaba insolentemente al
descubierto sus formas y, tras haber recogido la gota de sangre con la punta de
la lengua, su boca me pareció sinuosa y tentadora.
—Tina —dije, siempre teniéndola agarrada por el puño—. Voy a
contarte una historia, muy, muy bonita. En Marsella, sorprendí un rata de hotel
que quería apoderarse de mi cartera. Hubiera podido entregarla a la Policía;
pero eso no me entusiasmaba, porque era bonita y estupendamente formada. Ella
encontró justo que gozara de sus caricias y, como este placer fue exorbitante,
le dejé mi cartera. Mi historia ha terminado; la nuestra empieza. Rata de hotel
y vampiro pagan con la misma moneda.
Dicho lo cual atraje a Martine a mi cama.
Leí tal súplica en sus ojos que detuve mi gesto.
—No… iOh, no! —gimió—. No puedo aún hacerle comprender por qué…
No, no. No le negaré nada, pero…, ieso!…
Eso era la cama, que ella miraba con espanto.
—Escuche —me dijo muy bajito—, eso… no es posible… más que
abajo.
Abajo…
Me hizo descender al jardín y, cogiéndome de la mano, avanzó con
una velocidad tal que estuve a punto de caerme en varias ocasiones. Me hizo
atravesar un prado comunal para detenerse, al fin, delante de los Groves.
•••
Martine contorneó algunos monumentos funerarios, negros y
olvidados, y se detuvo ante una sepultura abierta.
—Eso —dijo—es todo lo que me permiten los poderes de la noche
para recibir al sueño y al amor. Estoy muerta… Estaba muerta cuando vine aquí,
hace quince años.
La bata de seda se abrió y un soplo ardiente subió de su pecho.
La tumba abierta nos recibió.
De las murallas de fango, que apretaban nuestros miembros como
flancos de sarcófago, subía la inmensa ola de amor de los innumerables
esponsales celebrados en las profundidades de la tierra…. bodas negras a las
que ahora se añadía la nuestra.
•••
—Vete—dijo—. Déjame dormir.
Ella había puesto un dedo en sus labios y me miraba
interrogadora.
—Dios, tú y yo solos lo sabremos —murmuré, para asegurarle el
secreto de nuestras noches futuras.
Me icé para salir de la tumba.
Detrás de mí, una mano invisible deslizó la losa sobre la
sepultura.
•••
Un hecho estúpido fue la causa de la ruptura fatal.
La mujer que me servía de asistenta cayó enferma y, para
reemplazarla, me envió a su hija.
Era una morena magníficamente constituida y de cara provocativa.
Se plantó delante de mí, con sus ojos negros fijos en los míos, sus senos
puntiagudos al aire, como los de un mascarón de proa.
—¿Es verdad que usted podría pagarme un abrigo de pieles, un
reloj de pulsera de oro y brillantes y medias de seda sin que mermase su
fortuna? —me preguntó.
—Nada es más cierto—respondí.
—Entonces, ¿a qué espera?—cacareó.
No esperé.
Pero el día en que ella apareció en público con sus costosas
prendas y el pueblo murmuró, los postigos de las ventanas de mi vecina
permanecieron obstinadamente cerrados.
El carillón lanzó en vano sus notas claras en las profundidades
de la casa y el muro medianero permaneció sordo a mis insistentes llamadas.
Por la tarde salté el seto del jardín; pero, apenas hube
franqueado el umbral de la puerta trasera, noté el soplo helado de la ausencia
y del abandono.
Por la noche, corría a los Groves.
La sepultura estaba abierta y me incliné sobre un monstruoso
horror: una calavera reía repugnantemente a las estrellas, un sudario de seda
bostezaba sobre una informe podredumbre; entre los huesos del esqueleto ardían
los tizones de una multitud de rubíes, mientras que una gran pestilencia subía
del sepulcro.
Sin embargo, permanecí allí, implorando al infierno y al cielo a
la vez, hasta el momento en que, a lo lejos, cantó un gallo en el campo,
anunciando la aurora.
•••
El Fulmer ha echado piel nueva. Eso no es más que un remiendo
engañoso, pero que sirve para mis fines. Le he encontrado una tripulación,
recogida en el ambiente más sórdido que se pueda imaginar. Pronto nos haremos a
la mar, y es seguro que, en la próxima tempestad, mi bravo navío hará su
huequecito en el inmenso océano.
Participar un secreto con Dios y los restos de un cadáver seria soportar hasta el fin de mis días un fardo demasiado pesado.
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