El nombre - Cesare Pavese

Quiénes  eran  mis   compañeros  de  aquellos días, no lo recuerdo. Vivían en una casa del pueblo, me parece, enfrente de la nuestra, algunos muchachos desharrapados -dos-; quizá hermanos. Uno se llamaba Pale, por Pasquale, y podría ser que atribuyera su nombre al otro. ¡Pero eran tantos los muchachos que conocía aquí y allá!

Este Pale -muy muy largo, con una boca de caballo- cuando su padre le daba una paliza escapaba de casa y desaparecía por dos o tres días; por lo cual, cuando finalmente aparecía, el padre ya lo estaba esperando con la correa y volvía a despellejarlo, y él escapaba otra vez y su madre lo llamaba en alta voz, maldiciéndolo, desde aquella ventana descascarada que miraba a los prados, a los bosques del río, hacia la boca del valle. 

Ciertas mañanas me despertaba el aullido lastimero, cadencioso, de aquella mujer desde aquella ventana. Muchas viejas llamaban así a sus hijos, pero el nombre que hacía enmudecer a todos y que a ciertas horas resonaba exasperante como los disparos de los cazadores, era el de Pale. 

A veces también nosotros gritábamos aquel nombre, por desafío o por burla. Creo que hasta el mismo Pale se divertía en gritarlo.

Así el día que subimos juntos las cuestas áridas de la colina de enfrente -antes, cuando el sol abrasaba, habíamos recorrido el río y los cañizales- no sé bien si estábamos solos, yo y Pale. Es cierto que mi socio tenía los dientes descubiertos y la cabeza roja, y lo recuerdo porque yo le contaba que el león, que vive en los lugares áridos, tenía los dientes como los suyos y el pelo rojo. 

Aquel día estábamos agitados porque lo habíamos empleado en hacer una búsqueda metódica de la serpiente. Nos habíamos empapado hasta el vientre y asado la nuca al sol; alguna rana había saltado afuera desde abajo de las piedras removidas, mis tobillos estaban morados. 

A Pale, además, le chorreaba de los dientes jugo verde de una hierba que había querido masticar. Después, en el silencio de las plantas y del agua, se había sentido débil, pero nítidamente que el viento traía un grito de llamado.

Recuerdo que agucé el oído, por si acaso llamaran a mí.

Pero el grito no se repitió. Dejamos, poco después, el bajo del río y subimos la cuesta, diciéndonos que íbamos a buscar setas, pero sabiendo que el objetivo esta vez era la víbora. 

Fue mientras subíamos el sendero entre los enebros que comencé a hablar, envalentonado, de los leones. Me había vuelto a poner los zapatos, como para conjurar con un gesto de niño bueno los peligros implícitos en la rendición de cuentas de la noche. Silbaba.

-Termínala. No es así como se llama a la víbora -rezongó mi socio, deteniéndose.

Estábamos provistos de dos varas de horquilla, y con ellas debíamos inmovilizar al animal y matarlo. Si en el agua habíamos andado varios estoy seguro de que aquel sendero lo subimos nosotros dos solos. 

Pale -bien distinto de mi- caminaba descalzo sobre las piedras y las espinas, sin preocuparse. Iba a decírselo, cuando de improviso se detuvo frente a un zarzal y empezó a silbar muy despacio, inclinado hacia adelante balanceando la cabeza. El zarzal salía de una hendidura rocosa, y desde allí se veía el cielo.

-Era mejor si agarráramos la serpiente -dije, en silencio.

Mi amigo no respondió, y continuó susurrando, como un hilo de agua en una canilla. La víbora no salía.

Nos sorprendió un clamor imprevisto en el viento, algo como un aullido o un sacudón. De nuevo, desde el pueblo, habían llamado: era la voz de siempre, lastimera y rabiosa: "¡Pale! ¡Pale!"

Pensé inmediatamente en los míos, en casa. Pale se había detenido, con la cabeza adelantada, erguido sobre una sola pierna, y me pareció que hacía una de sus muecas diabólicas. 

Pero apenas el silencio había vuelto a reinar, cuando de nuevo la voz -inhumana en aquel salto de aire- se desgañitó: "¡Pale! ¡Pale!" Y fue entonces cuando mi socio arrojó con rabia la vara y dijo de prisa: -Esos degenerados. Si la víbora siente el nombre mientras la buscamos, después me conoce.

-Vámonos -dije con un hilo de voz. La vieja maldita continuaba llamando. Me la veía allá en la ventana, asomarse cada tanto con un lactante en brazos y lanzar aquel chillido como si cantase. Pale me tomó de repente por la muñeca y gritó: -¡Escapa! -Fue una sola carrera hasta la llanura; nos gritábamos "¡La víbora!" para excitarnos, pero nuestro miedo -el mío al menos- era algo mucho más complejo, un sentido de haber ofendido a las potencias, que yo conozco, del aire y de las piedras.

Cayó la noche y nos encontró sentados sobre los travesaños del puente. Pale callaba y escupía en el agua.

-Tomemos el fresco en el balcón -dije a Pale-. Era aquélla la hora en que todas las mujeres del país comenzaban a llamar a éste y aquel pero por el momento había una paz maravillosa, y se sentía solamente algún grillo.

"No me han llamado todavía", pensaba; y dije: -¿Por qué no respondes cuando te llaman? Esta noche te la dan.
Pale alzó los hombros e hizo una mueca. -Qué quieres que comprendan las mujeres.
-¿Es verdad que si la víbora siente un nombre después lo va a buscar?
Pale no contestó. A fuerza de escapar de casa se había vuelto taciturno como un hombre.
-Pero entonces tu nombre deberían saberlo todas las serpientes de estas colinas.
-También el tuyo -dijo Pale con una son risa de mofa.
-Pero yo contesto enseguida.
-No se trata de eso -dijo Pale-. ¿Crees que a la víbora le importa que te hagas el niño bueno? La víbora quiere matar a quienes la buscan...

Pero en aquel momento recomenzó el aullido de antes. La vieja había vuelto a colocarse en la ventana. Chirriaron las ruedas de un carro y se oyó la caída de un balde en el pozo. Entonces me dirigí hacia casa, y Pale se quedó en el puente.

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