Eddy C. Bertyn - Cuestión de rivalidad

Abrí la puerta del cuarto de espera luego de echar una ojeada a mis notas y ver quién era el próximo en la lista.

-Pase, por favor, señor Thomson -dije.

Entró, como la mayoría de ellos, poco seguro de sí mismo, secándose él sudor de sus grandes manazas rojas en el abrigo. Aunque hacía mucho calor aquella tarde y no hay duda de que debía estar sudando de lo lindo dentro de su abrigo de pieles, prefirió conservarlo puesto, lo mismo que su sombrero.

Cogió, sin embargo, una silla y se sentó, mientras yo tomaba asiento detrás de mi gran mesa de caoba. De nuevo rechazó mi oferta de que se quitara el abrigo y el sombrero. Le examiné de arriba abajo. El señor Thomson era un hombre menudo y delgado, con el rostro como el de un halcón y una nariz demasiado larga. Tenía los ojos saltones como los de un sapo, lo que contribuía a darle aquella eterna expresión embobada. Sus manazas eran una contradicción al resto de su físico. No parecía dispuesto a empezar a hablar por impulso propio.

-¿Qué puedo hacer por usted, señor Thomson? -le pregunté.

Se revolvió un poco en su silla sin contestar. Aquella mirada fija de sus ojos enrojecidos, demasiado enrojecidos, empezaba a ponerme nervioso. La conversación no se desarrolló de la manera prevista.

-Por favor, señor Thomson -le dije cortésmente- soy un hombre muy ocupado. ¿Qué tal si me dice qué es lo que le ocurre? .

-¿Lo que me ocurre? -inquirió él, removiéndose de nuevo en su silla.

-Vamos, señor Thomson. Para esto estoy aquí, y para eso ha venido usted. Yo soy médico y ayudo a .la gente. Estoy aquí para ayudarle. Usted ha concertado una entrevista conmigo, de modo que algo debe preocuparle. Bien, le escucho.

Esperé un momento para dejar que digiriese mis palabras. Estaba apunto de abrir la boca de nuevo cuando se inclinó hacia adelante y me preguntó:

-¿Le gustaría venderme su alma?

Así, sencillamente. He visto toda clase de excéntricos en mi despacho, algunos de ellos gente muy normal que piensan que necesitan ayuda para ordenar sus mentes, y también algunos verdaderos lunáticos. Pero ninguno de ellos me había preguntado nunca si yo tenía un alma y mucho menos si quería venderla.

-Mi querido señor Thomson, ¿por qué habría yo de querer venderle mi alma?

-Bueno , podría haber muchas razones. ¿Qué tal conseguir una buena pila de dinero sin tener que trabajar por él?

-Como usted ve, me arreglo muy bien con lo que gano. Además ocurre que me gusta mi trabajo.

-¡Ah, bien! Si usted es uno de ésos... Entonces, ¿tal vez quisiera suprimir a alguien de su camino? ¿O hay alguna chica que le gustaría tener? ¿Eh? Alguna preciosa...

-Señor Thomson, hablemos seriamente. No quiero matar a nadie por razón alguna. Y en cuanto a su segunda proposición, me temo que mi esposa tendría algunas objeciones que hacer.

-Bueno, estoy seguro de que podremos encontrar alguna razón. Incluso si usted...

-Escúcheme, señor Thomson, por favor. No perdamos ni su tiempo ni el mío. Vamos a suponer que yo le vendiese mi alma, si es que tal cosa existe. ¿Qué haría usted con ella?

-¡Oh, claro, que existe! De eso estoy seguro y ¿qué piensa que haría con ella? Nada, naturalmente. Ni siquiera la recogería, esto no es parte del trato. Estoy aquí sólo como intermediario, como un pobre diablo que trata de ganarse la vida en este caos que usted llama su mundo.

¡De modo que era un diablo! Me eché a reír. No debiera haberlo hecho, pero no pude evitarlo.

Luego dejé de reírme porque vi que él se estaba volviendo negro. De veras, se estaba volviendo tan negro como el carbón y sus ojos enrojecidos parecían dos brasas que despidiesen chispas de fuego. Cuando interrumpió su demostración, pareció encorvar los hombros y se echó a llorar de pronto. Es siempre un shock ver a un hombre adulto que solloza, sobre todo después de su jueguecito de horror.

-¡Por favor, por favor! En nombre de Lucifer, no se ría, no se ría de mí. No puedo soportarlo más.

Fui hasta donde él estaba y le di unas palmadas en el hombro.

-¡Vamos, vamos, señor Thomson! Seguro que no es tan grave como todo eso.

Levantó los ojos para mirarme. Era un pobre montón de miseria. Afortunadamente, había recobrado su color natural y esto me tranquilizó un poco.

-Pues sí lo es -sollozó él-. ¿Puede imaginarse que no he conseguido un alma durante los últimos tres meses? ¿Cómo voy a comer? Estoy abandonado a mí mismo: si no hay alma, no hay paga. No puedo recurrir a nadie; no hay sindicatos que nos acepten.

-Pero usted me había prometido montones de dinero. ¿Por qué no usa usted mismo un poco de ese dinero?

-Porque no lo tengo yo. Es la oficina central la que se ocupa de esa parte del trato. Lo único que a mí me dan es mi paga del mes, si es que me he ganado alguna..., cosa que no he hecho durante los últimos tres meses. Cogí mis últimos ahorros para poder pagarle sus honorarios.

Volví a sentarme detrás de mi mesa. «Mejor será tomarlo con tranquilidad -me dije-. No parece peligroso. Después de todo, he curado a siete Napoleones y dos Adolf Hitler, para no nombrar más que unos pocos. ¿No voy a poder manejar a un simple demonio?»

-Empecemos por el principio -le dije-. Supongamos que me lo cuenta usted todo por orden cronológico. Pero no sentado ahí, en esa silla tan incómoda. ¿Por qué no se echa en el diván y se relaja? Se sentirá mucho más a gusto.

Se tendió, sin quitarse ni el abrigo ni el sombrero: Luego se corrió un poco hacia la izquierda.

-Tengo que andar con cuidado -me explicó-. La semana pasada me cogí el rabo con la puerta de la cocina. No se ha curado aún del todo y me duele como el cielo.

Ocupé mi sitio habitual a la cabecera del diván y coloqué el libro de notas en mi regazo.

-Aclaremos ahora unas pocas cosas -le dije-. Lo mejor será que me cuente un poco de su pasado antes de que nos ocupemos de sus verdaderos problemas.

Aun vaciló un poco y luego empezó a hablar, torpemente al principio, pero poco a poco las palabras empezaron a salir en avalancha. Sin duda, todo ello había estado en su mente años y años.

-Mi nombre es J. Thomson. Yo...

-¿Qué significa la J? -le pregunté yo interrumpiéndole.

Tuvo un estremecimiento.

-Johannes. Lo siento, no puedo pronunciar ese nombre como es debido. Me da tiritona.

-Continúe, por favor.

-Bueno, ése es mi nombre en la Tierra, naturalmente.. Mi verdadero nombre es Valefar. Siempre he servido bajo las órdenes del brigadier Sargatanus, antes de tener problemas con ese imbécil de Loray. El muy vago siempre encontraba la manera de escurrirse y que yo hiciese su trabajo. Cogía prestado uno de los gabanes invisibles de Sargatanus y venía aquí arriba, a hacer de mirón, este cochino ángel.

Pronunció la palabra ángel como si fuera una maldición. «Sentimientos de envidia contenidos, temor de los superiores, impulsos sexuales reprimidos», anoté en mi libreta.

-Hasta que al final -continuó él diciendo- llegué a estar harto. Estaba tan furioso que empecé una pelea. Después que hube volcado una sartén de grasa caliente sobre su cabeza, el casi me ahogo en aceite hirviendo. Eso me enloqueció, sabe usted, y le di un mordisco en el rabo. ¡Cómo gritaba! Usted no puede saberlo, pero tenemos el rabo extraordinariamente sensible. Apuesto a que el bandido aún conserva la marca de mis dientes. ¿Cómo iba a imaginar que Loray gozaba entonces de los favores de Sargatanus, el viejo cochino? Loray se quejó a su amigo y Sargatanus fue directamente a ver al viejo. El resultado fue que Astoreth me despidió y me envió aquí arriba para que fuera recogiendo algunas almas miserables, como si yo fuese un demonio de tercera clase. Y todo ello sólo por un mordisco en el rabo. Ni siquiera tenía buen gusto.

«Problemas en la oficina -murmuré para mí mismo y lo escribí-. Sentimientos de rencor contenidos; resentimientos que ahora vienen a unirse a su fantasía. Sufre también de un severo complejo de castración.»

-Dígame, ¿cuánto tiempo lleva alimentando esta idea de ser un demonio?

-Desde siempre, naturalmente. Y es un hecho, no sólo una... idea.

-¿Quiere decir desde que nació? ¿O desde tan lejos como puede recordar?

-YO NO NACÍ ¿Tengo que deletrearlo? Yo fui creado como todos nosotros, antes de que el Divino Hacedor (escupió estas palabras) nos arrojase del cielo.

«Rechazo subconsciente de la realidad, trauma natal y recuerdos prenatales -escribí-. Posible reacción a la imagen del padre. Fallo en adaptarse y le echa la culpa a los otros.»

-¿Odiaba a su padre?

-¿Mi padre? Si no nací, ¿cómo iba a tener un padre? Es cierto que nos gusta considerar al viejo Lucifer como una especie de padre espiritual, si es eso lo que quiere decir. Ese hijo de su madre podía haberse impuesto a Astoreth. Le dirigí una protesta oficial... pero probablemente acabó en su papelera. Me gustaría sacarle las tripas, el podrido cochino...

Siguió una larga retahíla de palabras que no voy a repetir aquí, la mayoría de ellas absolutamente desconocidas a mis oídos, aunque su significado estaba claro.

«Decepcionado con la imagen que se creó para sustituir la del padre», anoté.

-¿Podría decirme algo sobre su juventud?

-¡Oh! Siempre he vivido un tanto encerrado en mí mismo, incluso allá abajo. Siempre deseé tener un sencillo y limpio trabajo administrativo, ¿sabe usted? Lo que pasa es que no podía acostumbrarme a la pestilencia de sus fuegos y al hedor de la grasa quemada y al aceite hirviendo. Tuve incluso que tomar vacaciones un par de veces, porque aquel continuo griterío estaba empezando a desequilibrarme. Aunque fuera por breve tiempo, no sabe lo que me alegré de alejarme de allí.

«Falta de amor maternal -escribí-. Complejo de inferioridad como resultado de su incapacidad para realizar su trabajo.»

-Luego conseguí este empleo con Sargatanus. Era un trabajo perfecto para mí: llevar los libros; un poco de máquina y correspondencia, hacer las listas de salarios, pensiones y cosas así. Hasta que aquella pelea con Loray acabó con todo.

-¿Querría contarme algo de su trabajo aquí?

-No hay mucho que contar: lo único que tengo que hacer es contactar personas que quieren o necesitan algo desesperadamente. Les explico las condiciones del trato y si ellos están de acuerdo me ocupo de que obtengan lo que quieren. A su debido tiempo, viene la cuestión del pago.

-¿Es usted quien hace la entrega y recoge el pago?

-¿Por quién me ha tomado? ¿Por un recadero? Yo sólo hago de intermediario. Hago los contactos y los paso a la oficina. Allí investigan si vale la pena molestarse y llevar a cabo el resto del trabajo. Bueno, esto es lo que hacían cuando el negocio marchaba bien.

-Ahora, si no le importa que se lo pregunte francamente, ¿por qué ha venido usted aquí? No esperaba que iba a venderle mi alma. ¿Por qué venir a un psiquiatra si está usted tan seguro de sí mismo?

El pobre diablo sudaba ahora profusamente y se revolvía en su silla. Era fácil ver que estaba luchando consigo mismo para desembuchar lo antes posible.

-Bueno, verá usted..., las últimas veces..., pues, yo...

Dígame, doctor, ¿usted cree que yo soy un diablo?

«Cuidado ahora», pensé. ¿Cuál sería el mejor camino?

-Francamente, no, no lo creo. Pero usted sí parece creerlo.

-Ya me lo imaginaba. Nadie lo cree y éste es el problema. NADIE CREE; no creen en Dios, ni en la Iglesia; no creen en el alma ni... en el demonio. Durante los últimos meses he tenido quince casos que realmente querían o necesitaban algo. Venía a ver a los sujetos y les ofrecía mis servicios... SE REÍAN DE MI ¿Imagina usted el efecto que esto me hace? En mi propia estimación, quiero decir. Uno de ellos llegó a pensar que se trataba de una broma y me dio un puñetazo en un ojo. Casi no me atrevo ya a aparecer por el vecindario. Tan pronto como me ven, empiezan a hacer signos y a llevarse el dedo a la sien. Durante los últimos cuatro meses he tenido que mudarme dos veces. Bueno, hasta ahora siempre he conseguido ignorar a la gente estúpida, aunque me cueste pasar hambre. Pero ayer fue ya demasiado. Había aquellos niños, sabe, que me seguían diciendo: «¡Eh, señor demonio! ¿Quiere un alma a cambio de chocolate?».

«Asombroso complejo de inferioridad», murmuré para mí. Pero él siguió:

-Empiezo a tener miedo de salir a la calle. Cuando oigo que alguien se ríe, empiezo a pensar que es por mí. Y cuando alguien me mira por encima del hombro, quisiera desaparecer. ¡Escuche, doctor...!

Se quitó el sombrero y me señaló su cabeza.

-¿Los ve? ¿Los toca?

Se levantó del diván y se quitó los zapatos, sacudiéndolos y maldiciendo los nombres de todos los santos, si no salían inmediatamente. Luego me enseñó un pie detrás de otro.

-¿Los ve?

Dándose la vuelta empezó a bajarse los pantalones.

-Por favor, señor Thomson -dije-. Esto no es un campo de nudistas, ¿sabe usted?

«Impulsos exhibicionistas también», anoté en mi libreta.

-¡Oh, cállese! -dijo él. Terminó de bajarse los pantalones y levantó el trasero-. ¿Lo ve?

Volvió a ponerse sus ropas y se sentó en el diván, mirándome desesperado, con sus ojos enrojecidos.

-Ahora dígame toda la verdad, doctor. ¿Vio usted y palpó lo que yo veo y palpo? ¿Mis cuernos? ¿Mis pezuñas? ¿Mi rabo? He leído bastante sobre psiquiatría antes de .venir a verle, de manera que sé algo de cómo trabaja la mente. Dígame, ¿SOY REALMENTE UN DEMONIO? ¿O tal vez un ser humano corriente que trata de ocultar su identidad en un complicado escape de fantasías?

Hubiese esperado cualquier cosa después de su exhibición, pero ciertamente no esto. Hasta ahora ningún Napoleón habla dudado de que era Napoleón.

-¿Qué es lo que le hizo empezar a dudar de ser un demonio? -le pregunté, felicitándome a mí mismo por el caso. ¡Qué maravilla confundir la realidad con la imaginación hasta tal punto que el mundo imaginario del escape se hace irreal!

-Escuche -me dijo sacando un papel. de uno de sus bolsillos-. Mire esto, es uno de nuestros contratos. Dice aquí: «Contrato hecho entre el vendedor, señor..., que de ahora en adelante será llamado VENDEDOR, y el comprador, Productos Lucifer Asociados, que desde ahora será llamado COMPRADOR. Por ésta declaro vender al COMPRADOR mi ALMA sin ninguna reserva, en la condición exacta en que se encuentre en el momento de su entrega. A cambio de ello recibiré del COMPRADOR los siguientes valores, etc., etc». Cuando les enseño esto a mis posibles clientes, algunos se ríen v otros dicen que es una factura vieja de mi sastre. Dígame lo que realmente se lee aquí. ¿Está todo ello en mi imaginación solamente? ¿Es todo mi pasado una ficción? Pero yo sí puedo leer el contrato. incluyendo la letra menuda de los párrafos siete y ocho. Puedo PALPAR mis cuernos y puedo incluso menear el rabo. ¿Ve?

Le observé atentamente. Parecía como si pudiese soportar el shock.

-Amigo mío -le dije-, tiene que enfrentarse con ello: sufre usted de una complicada ilusión, que se ha inventado para sí mismo. Ha cambiado la realidad por un mundo de fantasías, en el que usted se ve importante. Pero no puede continuar escondiéndose siempre. Uno de estos días perderá la razón y entonces no habrá remedio. Eso sí que será el infierno, y no hago ningún juego de palabras. Sin embargo, ha dado usted el primer paso en el camino de la curación, empezando por dudar de su propia fantasía. Para intentar aclarar este asunto de demonios tendré, no obstante, que aprender muchas cosas sobre su persona y sobre la manera como funciona su mente. Hay ciertas cosas que estoy seguro que no querría o no podría decirme por propia voluntad; cosas que están en lo más profundo de su subconsciente. Podría sacarlas con preguntas, pero esto llevaría .mucho tiempo y dinero, y supongo que usted no lo tiene, puesto que me ha confesado que ha tenido que recurrir a sus ahorros para poder venir a verme. Sin embargo, sugiero ponerle en estado hipnótico para que salga al exterior con mayor rapidez.

Pude ver que no le gustaba la idea. A ninguno de ellos le gusta que el manipulador de cabezas les hurgue en el cerebro mientras duermen. Tuve que usar una gran dosis de persuasión antes de que acabara por acceder a ello, una vez que le aseguré repetidamente que era completamente inofensivo.

Demostró ser un médium excelente, y se quedó dormido casi en el acto. Una vez que le tuve inmerso en un profundo sueño, saqué la jeringuilla de cajón de mi mesa-y le puse una inyección para evitar que se despertara demasiado pronto. Cerré las cortinas de las ventanas y saqué mis bisturís, tijeras, antisépticos y coaguladores. Me puse la bata y empecé a trabajar. Fue mucho más difícil de lo que había imaginado, porque era un tipo muy duro y necesité casi dos horas para terminar la operación. Entonces le di otro jeringazo., retiré las cosas y me senté tranquilamente tras el diván.

Allí estaba aún cuando se despertó.

-Óigame -le pregunté-. ¿Quién es usted?

-Pues soy Valefar. y mi nombre aquí es Thomson.

-No, usted NO es Valefar. Usted ES el señor Johannes Thomson, amigo mío, y eso es todo. Ha estado usted sufriendo de una ilusión muy fuerte, debida a varios incidentes desagradables que han trastornado su juventud y dejado huellas en su cerebro. Creció usted sin ningún afecto porque perdió a su madre al nacer. Hizo a su padre responsable de esto, representándolo como Astoreth, su «padre mental», pero no corporal. Fue usted un muchacho muy solitario, que deseaba mucho tener una chica, pero debido a su complejo de inferioridad no se encontraba con valor suficiente para acercarse a ninguna. De modo que tuvo que contentarse con observar y jugar al mirón, al mismo tiempo que se despreciaba por lo que hacía y por lo que no era. Así se creó una doble imagen que era todo lo que usted no era y llamó a esta segunda identidad Loray. No hay duda que todos estos nombres los encontró en algún libro barato sobre magia y demonología. El mundo y la gente con los que usted trabaja no podían llegar a usted ni comprenderle, pero en lugar de adaptarse a ellos le resultó más fácil pensar que le odiaban. De modo que empezó a odiarlos usted a ellos, mientras ocultaba su inferioridad dentro de sí mismo. ¿Qué mejor manera de hacerlo que tratando de imaginarse que era usted alguien importante y más poderoso que ellos? ¿Qué mejor personaje para esto, que el de un demonio? He descubierto algunas cosas muy curiosas en su mente mientras dormía, amigo mío, pero quédese tranquilo, todo esto es absolutamente confidencial, sólo entre usted y yo, el paciente y el doctor. Hace poco se peleó con su superior en la oficina y como resultado de su obstinación, perdió el empleo. Esto le ha afectado tan profundamente que intentó escapar a la realidad por completo y empezó a ver y a palpar cosas que existían en su mente. He conseguido destruir algunas de estas ideas nocivas bajo hipnosis, mientras estaba usted durmiendo. Todavía cree que es un demonio, ¿verdad?

-Naturalmente que lo creo. Lo sé.

Parecía inquieto y enfadado. La mayoría se muestran así cuando uno destruye sus historias.

-Eso pasará. Debe enfrentarse con el hecho de que todo esto no son sino falsos recuerdos que usted ha planteado en su cerebro. Cuando vino ya había empezado a dudar de ello. Vamos a echar ahora una ojeada a esas pruebas concretas que tiene usted de ser un demonio.

-Bueno, aquí están mis...

Sus dedos buscaron y buscaron por su cabeza.

-No -le dije con acento cortante-. No hay cuernos. He examinado con toda atención su cráneo. Tiene usted aquí dos pequeños bultitos; probablemente se golpeó con una puerta o con un armario o algo por el estilo. Es su imaginación la que ha convertido estos bultitos en dos cuernos. Es hora de que acepte la verdad: tiene usted un par de pies deformes, que supongo que es una de las grandes razones para su complejo de inferioridad. ¡Pero no tiene pezuñas! Intente también menear el rabo... ¿Ve? ¡No hay rabo en absoluto!

-Pero... yo pensé... estaba tan seguro...

Parecía desconcertado ahora, casi asustado. y sin embargo, feliz...

-Sí, señor Thomson, la imaginación del hombre es una cosa muy extraña e incluso algunas veces muy peligrosa. Pero como puede usted ver por sí mismo, la cura ha comenzado. Empieza a descubrir los agujeros de su propia historia fantástica. ¿Ve? Nunca ha tenido cuernos ni rabo. Usted pensó que me los enseñaba, pero yo francamente sólo vi su trasero.

-Sin embargo, el contrato... también se lo enseñé.

-Sí, creo que esto es lo que quiere usted decir -le contesté agitando el papel ante sus ojos-. Una factura de Harker & Sons por el traje que lleva usted ahora. Sin pagar aún me temo. Poco a poco, todas las piezas de su rompecabezas mental van encajando en su sitio. La necesidad desesperada que tenía de dinero, su amargura al perder su empleo: todo ello contribuyó a empujarle hacia el borde de la locura. Dígame, ahora que ve la verdad tal como es, ¿cómo se siente?

-No lo sé. Hay algo que me parece irreal, si lo comparo con lo que recuerdo. Todavía recuerdo el infierno, y los gritos y mis desesperados intentos por comprar algo.

-Pero ahí está -la clave del asunto precisamente. Usted TRATÓ DE COMPRAR ALMAS. Imagínese, ir por ahí enseñándole a la gente una factura sin pagar y pretendiendo que era un contrato para comprar sus almas. ¿Le extraña todavía que se rieran de usted y pensaran que estaba loco y hasta que le dieran un puñetazo en las narices? En cuanto a sus verdaderos recuerdos, ya volverán a su debido tiempo. pero tómeselo con calma. Piense que esto es como un nuevo punto de partida para usted. Yo le he devuelto su verdadera identidad. Trate de olvidar las falsas imágenes, y si las verdaderas no vuelven, olvídelas también. No son importantes. Empiece de nuevo, amigo mío, sin cuernos ni rabo. El resto ya irá saliendo de su interior.

-Doctor. no sé cómo puedo agradecerle...

-No, no me dé las gracias. Es sobre todo usted mismo quien ha contribuido a curarse. Queda ahora esta cuestión insignificante de una pequeña factura por la sesión de esta tarde.

-Claro, claro.

Sacó su libreta de cheques y repentinamente se puso negro otra vez.

-¡Doctor! -sollozó-. Mire lo que dice aquí sobre mi carnet de cheques: LUCIFER ASOCIADOS. SUCURSAL LOCAL, SECTOR 773. REPRESENTANTE, SR. VALEFAR.

Cogí el carnet de sus manos, lo miré un momento y luego lo rompí en dos pedazos y lo arrojé a la papelera.

-No era más que un carnet ordinario de cheques -le dije-. Pero con esto liquidamos el último intento de su subconsciente. Ahora, como supongo que no lleva dinero bastante consigo, le anotaré mi cuenta y usted vendrá a abonármela cuando quiera. ¿Digamos dentro de dos meses? Sí, ya veo, que le conviene así. Tenga, señor Thomson. No, no me de las gracias otra vez; me alegro mucho de haber podido ayudarle. Acuérdese de volver dentro de dos meses, O. K.?

Se marchó, todavía muy inquieto, pero un hombre nuevo de todas formas. Cuando me hube asegurado que había salido ya del edificio, me dirigí a mi mesa, abrí el cajón de la izquierda, y saqué los cuernos, los trozos de pezuña que le había cortado para dejarle más o menos con forma humana y el largo rabo puntiagudo. Todavía chorreando un poco de sangre verde. Lo arrojé todo dentro del incinerador y abrí las ventanas para que saliera de la habitación aquel olor de infierno. Luego llamé a los míos para que entrasen, veinte en total, entre los diez y los ochenta años de edad.

-Bueno -les dije-. Mis felicitaciones por un espléndido trabajo. Vamos a ver, el siguiente es Aamón. Ahora se llama Frank Martin Delver y vive en South-Coast número 4, Sector 772. Este va a ser un trabajo principalmente para mujeres, ya que a él le encantan. Ya sabéis cuál es el sistema: empezad por contarle vuestros problemas, pero dejad que sea él quien haga las proposiciones. Luego, os reís. Esperáis unas dos semanas antes de mandar los chicos tras él. Para entonces ya estará maduro. Harry , ¿ya conoces los anuncios para los periódicos en aquel sector de la ciudad? «¿Tiene problemas? ¿Se imagina ser lo que no es? Yo puedo ayudarle, etc.». Trata de averiguar qué periódicos lee, e inserta en ellos por lo menos cuatro anuncios. Tú, Karl, me buscarás un nuevo despacho en las cercanías de South-Coast Street y le das la dirección a Harry, para que la ponga en los anuncios lo antes posible. Eso es todo por ahora, tengo trabajo que hacer.

Cuando se marcharon abrí el panel secreto que había en el muro y saqué la lista. Todos los nombres estaban allí, empezando por Lucifer, Belzebú, Astoreth, luego Lucifuge, Satanaquia, Agaliarept, Fleuretty, Sargatanus y Nebiros. Seguidos de miles y miles de demonios menores. Sólo una pequeña parte de la lista estaba marcada con tinta roja: los nombres de aquellos que operaban en MI ciudad. La leí por encima y comprobé que la situación no era del todo mala. Habían sido borrados ya quinientos treinta y siete nombres, lo que dejaba un resto de sólo doscientos treinta y uno. A su debido tiempo los tendría a todos, uno tras otro. Al fin y al cabo, tenía tiempo, todo el tiempo del mundo.

Empecé escribiendo las hojas de paga para los míos, cheques certificados de GABRIEL & COMPANY, ASOCIADOS. No se podía dejar que todos esos demonios anduviesen sueltos. Ya teníamos bastante trabajo con los humanos.

Hacía mucho calor en la habitación, así que me quité la chaqueta. Pensé en Aamón y agité mis alas, extendiéndolas unas cuantas veces. Le di dos semanas de plazo. De manera lenta, pero segura, estábamos eliminando a la oposición.

En cierto modo podía considerarse como una cuestión de rivalidad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic